[Esta nota forma parte de las más leídas de 2019]

Entre las pocas transgresiones que me permitía en la infancia, una de las principales era revisar el alhajero de mi madre. Era lo más cercano a un cofre del tesoro de piratas (yo observaba algunas piedras preciosas como un rubí o una esmeralda sin la sospecha de que eran de las más baratas de las bijouteries), de la misma manera que saber que hurgar en aquello era algo prohibido me generaba una sensación de vértigo. Pero la verdadera razón de aquella fascinación era la patinadora. Uno abría el alhajero y la patinadora comenzaba a bailar sobre un espejo que oficiaba como una suerte de lago congelado, eternizada en una única figura, la de su pierna derecha fija sobre el filo de los patines y la izquierda estirada y extendida hasta la nuca. Una y otra vez la patinadora trazaba el mismo trayecto al son de una pieza que posiblemente era “Para Elisa”. Sabía que ni bien cerraba el alhajero la bailarina volvía a la penumbra y a esa tranquilidad mineral, pero el hecho de que cada vez que la abría la encontraba haciendo ese movimiento me generaba la fantasía de que había estado todo el tiempo girando insomne, y que lo que yo registraba era tan sólo un instante de esa eternidad.

Creo que aquel arrebato visual fue una de mis primeras enseñanzas sobre la belleza, la belleza como la eternización de un gesto, o la belleza como el robo de un fragmento a algo eterno.

No puedo confirmar que a todo el mundo le pase igual, pero siempre percibe la belleza, el erotismo y la calentura de forma pura durante esos estados extáticos en los que se genera una sensación de despresurización alrededor de una imagen, un movimiento o un sonido.

En esta suerte de disparo inicial del erotismo, el cine rápidamente fue comiéndose parcelas de un ojo que se había entrenado admirando imágenes u objetos, en una extraña suspensión de éxtasis similar a la de los personajes de la película Arrebato (Iván Zulueta, 1979).

En la pubertad vinieron, primero, películas eróticas de HBO o Cinemax, continuadas en Space y más tarde en I-Sat y Cable Plus, con sus producciones —casi siempre francesas— de los viernes y sábados a la medianoche. Ante aquella actividad privada y culpógena, no demoré mucho en descubrir las ventajas que ofrecía el VHS. En vez de tener que esperar un momento de intimidad hasta altas horas de la noche, podía almacenar lo registrado, o aun mejor, recortar y depurar, configurando una suerte de destilería privada con la pulpa y el jugo de lo que más me gustaba. Mientras que la mayoría de mis amigos se entregaba a aquellas escenas casi por un accidente del zapping, aprovechando la casualidad con la frugalidad neolítica de un recolector de frutos, lo mío involucraba un compromiso, una maceración y reserva en barricas en las que revisaba lo que sentía, qué me gustaba y por qué me gustaba.

La pornografía usualmente está colocada en el lugar de la barbarie, el lado opuesto al erotismo, como si lo que dividiera lo pornográfico y lo erótico fuese la mera gradiente en la voluntad de mostrar. Siempre creí que tal diferencia no radica en lo mostrado, sino en el ojo que lo mira. Por supuesto, en el porno hay diversas y cruentas formas de explotación, en las que no sólo siempre lo filmado orbitó alrededor de lo que muchos académicos llaman la male gaze (mirada masculina), sino que cuenta con escenarios reales y concretos donde estos abusos ocurren en y tras la escena. Ya desde los años 70 del siglo pasado muchos colectivos feministas (como Women Against Pornography) han tratado de prohibir la pornografía en sus diversas formas, pero todos los intentos han terminado emulando el mito de las cabezas de la hidra.

A diferencia de esta imagen monolítica y pesadillesca del porno, siempre creí que el género funciona de una manera más proteica y rizomática, pudiendo mutar en lo que uno pretenda encontrar en él. Así, la verdadera manera de combatirlo no va (o no tanto, al menos) en generar discursos en su contra, sino más bien en reerotizar (alejémonos lo más posible de la palabra “reeducar”) nuevas formas de calentarnos con lo que vemos.

En este orden, hay toda una camada de posporno interesantísima —especialmente el porno queer y el feminista—, pero casi siempre se percibe en ella demasiadas bajadas de línea para competir con la libertad de los pequeños y despreocupados placeres que ofrece el porno mainstream.

Sin embargo, alrededor de 2006 reemergió popularmente una tecnología que cambió todo: el GIF animado. Originalmente creado en 1987 como una forma útil de compresión de imágenes pesadas, en los comienzos de la internet se ofreció como un ensamble rococó de animaciones toscas, pasibles de empotrarse en páginas y blogs incipientes (el bebé bailarín y la imagen de “sitio en construcción” están entre los greatest hits de ese cuasi subgénero). Luego de un largo proceso de querellas legales por el uso del formato, alrededor de los años 2006 y 2007 el GIF —y más que nada la mayor capacidad de flujo de datos que permitían las nuevas conexiones ADSL— fue alejándose de los orígenes kitsch y toscos, para incorporar recortes de videos que con programas como Photoshop habilitaron su manejo a usuarios no especializados. Así, primero en los hilos de conversaciones de foros y después en las redes sociales, esas imágenes repetitivas, casi hipnóticas, no tardaron en convertirse en una prótesis lingüística, una forma de refinamiento del emoji en la que podemos tener a Tina Fey haciendo eye roll cada vez que algo nos parece infumable o aburrido, a Leonardo DiCaprio brindando hacia nosotros en El gran Gatsby cuando felicitamos a alguien, o a Michael Jackson comiendo pop cuando estamos cínicamente presenciando un quilombo del que no queremos formar parte.

Pero, fiel a la regla 34 de internet (“si lo imaginás, hay porno sobre ello”), los GIF no tardaron mucho en ser parasitados por el porno, confirmando la noción de que la tecnología y el porno se han polinizado mutuamente desde el comienzo de los tiempos.

De Muybridge al GIF, del GIF a Muybridge

En este sentido, la historia del cine y la fascinación por la representación de los cuerpos casi comienzan cabeza a cabeza. Ya es archiconocida la historia de los orígenes del cine como la mera resolución de una disputa entre dos aficionados a las carreras de caballos. Leland Stanford, ex gobernador de California y criador de caballos, en una apuesta de caballeros sostuvo que en el galope siempre ocurría un instante en que todos los cascos del animal permanecían suspendidos sobre la tierra, y para ello convocó a Eadweard Muybridge —uno de esos emprendedores cruza entre artista, vendedor y científico que abundaban en el siglo XIX—, quien colocó varias cámaras a lo largo de la pista. Cada foto registraría una fracción de segundo y seguiría de cerca la corrida del caballo, con lo que se demostraría o no la hipótesis inicial. Sin embargo, más que ganar una apuesta, aquel caballo guardaba dentro de sí (como el regalo a los troyanos) el origen de la imagen-movimiento, el cine en sí mismo; si bien ya existían objetos llamados zoopraxiscopios, la utilización de fotografías en lugar de dibujos fue el verdadero hallazgo que dotó a la animación de su carácter verdaderamente fascinante. La ley 34 no tardó en aparecer incipientemente en las obsesiones de Muybridge. Luego de realizar el experimento con el caballo comenzó a documentar los movimientos de la figura humana, algo que en principio tenía un fin científico/anatómico (más allá de que también se exhibía en espectáculos populares como ferias y varietés) del que el deseo comenzó a escaparse por sus bordes.

En estos estudios del cuerpo humano en movimiento, tal como señala brillantemente Linda Williams en su libro Hardcore. Power, Pleasure and the “Frenzy of the Visible”, se podía notar que, mientras en los desnudos masculinos el registro fotográfico estaba más orientado a reproducir la acción de la forma más concreta y despojada posible (acciones generalmente asociadas a su pura fisicalidad, muchas veces bordeando lo atlético), con las mujeres el desnudo iba acompañado de elementos externos a la acción en sí, así como también de detalles que iban por fuera del gesto registrado (un guiño a la cámara, una forma innecesaria de agarrarse el pelo, la utilización de objetos que eran más decorativos que inherentes al movimiento en sí). Muybridge quizás no lo sabía, pero de su epistemofilia iban brotando, casi imperceptiblemente, retoños de erotismo. En estos cuerpos engarzados y ofrecidos al ojo humano en una serie de movimientos repetitivos había, más allá de todo, algo inherente al placer de ver cuerpos femeninos desnudos.

De alguna manera la historia del porno reproduce la historia del cine, pero acelerada. Luego de Muybridge se incorporó la cámara (en su sentido más clásico) y con ella el ascenso del stag film (películas breves de ocho milímetros que solían verse en clubes de caballeros, en las que una mínima historia servía de marco para la escenificación del sexo de forma descarnada), para más tarde acoplarse al estilo cinematográfico. En la década de 1970 se reprodujo, con films como Deep Throat (Garganta profunda) y Behind the Green Door, una especie de lado B de los años dorados de Hollywood, y más tarde, con la llegada del VHS, se fue despojando de lo más cinemático y reduciendo lo narrativo hasta el ascenso del porno gonzo y el POV porno (con cámara subjetiva) que circulan en internet hoy en día. El GIF porno terminó por consolidarse como el último eslabón de esta cadena, uno que de forma curiosa parecería volver al inicio y cerrarla con Muybridge, con los cuerpos de las actrices porno repitiendo en loop sus nuevas proezas físicas y actorales.

Nuevos dispositivos de placer

No ha tenido la propaganda y el revuelo de otras tecnologías del erotismo, pero el GIF animado es uno de los saltos más relevantes que ha vivido el porno en su historia. Ya de por sí el VHS había logrado realojar el porno en la intimidad de la casa, haciendo que el botón de pausa permitiera captar un momento, el de rewind volver a reproducir una escena y el fast forward, adelantar argumento aburrido (el fast forward es el comienzo del fin del argumento pornográfico tal como lo conocemos), pero el GIF animado nos introduce en algo mucho más complejo, que es la eternización en loop de un momento y la consecuente regulación tántrica de la mirada.

Cuando el porno se exilió de los cines para comenzar a disfrutarse en la comodidad de las habitaciones, la misma forma de edición cambió. La película en sí fue orientándose cada vez más hacia los ritmos de la actividad masturbatoria. Esto puede parecer una obviedad, pero implicó cambios significativos en el estilo de edición; por ejemplo, alargando el tiempo en que eran filmadas cada una de las posiciones sexuales y, al mismo tiempo, evitando los planos y contraplanos comunes (en las escenas de cumshots en los 70 era común alternar la toma de la explosión seminal con la cara de placer del performer masculino, algo que fue progresivamente quedando de lado en el porno heterosexual por considerar esa imagen disruptiva para el clímax del espectador). La idea era brindar el material necesario para que el espectador acoplara sus tiempos al de los actores, casi como si pudiera habitar por unos minutos su cuerpo, como un súcubo.

El GIF es, en esta línea, el mayor redondeo de ese logro: la creación de una imagen continua, la captación de un detalle que antes debía ser finamente coordinado con la llegada del orgasmo para poder reproducirlo indefinidamente.

El GIF porno es la encarnación definitiva de esa noción que Roland Barthes definía como punctum, algo que nos atrapa casi azarosamente, que nos lacera, que “surge de la escena como una flecha que viene a clavarse”. Si las fotografías ya de por sí tienen ese poder evocativo, ver un GIF es como sacarle filo a la mirada, el raspado de la punta de la flecha sobre la piedra al paso de cada vuelta del loop. Puede ser en una expresión de placer de una actriz o en la forma intempestiva o delicada en que un pene se abre paso al entrar en una vagina, pero también se puede encontrar, casi por accidente, en la impetuosidad de un tirón de pelo, en la forma en que un hilo de semen pende de un mentón, en el detalle de una mano que aprieta fuertemente una almohada, o en una textura de la piel que de golpe se revela por el juego de brillo entre la luz artificial y el sudor. Y más aun: el GIF en su eternidad plantea de fondo la fantasía de dos o más cuerpos extendiéndose en un bucle de excitación eterno, un espacio en el que el alargamiento indefinible del clímax tiene tanto de satisfactorio como de trágico.

Ni bien el GIF se democratizó, muchísimos usuarios —tanto hombres como mujeres— comenzaron a recortar los clips o los momentos que más les excitaban y a subirlos a sus sitios. Entre múltiples plataformas, Tumblr no sólo se convirtió en un centro de distribución de imágenes, sino en un escenario para producirlas y reconvertirlas. Allí la labor no se reducía únicamente a recortar momentos, sino a jugar a veces con otras alteraciones de la imagen, como cambiar la saturación, aumentar el grano, introducir filtros, volver todo a un elegante blanco y negro, o incurrir en variaciones del loop (por ejemplo, en vez de hacer que la imagen se repitiera, hacer que fuera de atrás para adelante y de adelante para atrás, generando una extraña reconversión mecánica). Surgió una legión de nuevos Muybridges, de expertos en el movimiento humano que recolectaban punctums en instantes fugaces que a simple vista se nos pasaban por alto.

La mirada femenina

Tumblr de alguna manera alteró el orden de los productos, haciendo de la curaduría un fin en sí mismo: varios usuarios se convirtieron en gurúes de cierta forma de ver, en productores de una pornucopia privada, cada vez más compartible. Si internet y los diversos usos de tags nos fueron mostrando cómo las sexualidades podían ser cada vez más específicas e intrincadas, el GIF animado se convirtió en la destilación máxima de esta especificidad.

Fue en esta explosión que las mujeres, en un universo históricamente poco proclive a contemplar la mirada femenina, se convirtieron en uno de los más inesperados y fervientes públicos y productores de este formato. El GIF animado les permitía, en primera instancia, recortar un montón de elementos que comúnmente resultaban incómodos o intrusivos en el porno común (entre ellos, momentos de violencia simbólica o explícita), al igual que acompañar la gradiente más prolongada de excitación femenina sin depender del tiempo de la escena, pero, más que nada, concentrarse en detalles y texturas que comúnmente resultaban desapercibidos en la pornografía consumida por el público masculino. A su vez, ciertas usuarias (muchas de ellas feministas) se convirtieron en cuasi celebridades, alterando con loops y zoom ins escenas que antes pertenecían a otro público objetivo, y creando una red de consumidoras que de golpe ya no tenían por qué producir videos nuevos, sino que bastaba con reordenarlos.

Pero sobre todo, el GIF porno tuvo entre sus más notorios logros desmontar la lógica clásica y burda de la pornografía como algo eminentemente asociado a lo masculino y del erotismo como algo femenino. Los diversos sitios de Tumblr de porno para mujeres han demostrado que la excitación no corría necesariamente por la exigencia de tramas más complejas y climáticas (como muchas derivaciones del porno rosa promovieron en los 90 y 2000) ni por qué es lo que filmamos, sino por cómo reordenamos lo que vemos. El GIF porno para mujeres demostró que se podía ser igual de violento e igual de guarro que en el porno masculino, sólo que eligiendo demorarse en otros detalles, casi desmontando por completo esta noción de masculino/femenino.

Incluso, a muchos hombres esto nos mostró que lo que creíamos que nos atraía en su forma más básica era una parte perdida dentro del todo, y que había mucho más dentro y fuera de lo que mirábamos. Famosas actrices porno como Sasha Grey, Stoya o Remy LaCroix son productos impensables sin la explosión del GIF, una tecnología que demostró que, más que grandes tetas o grandes culos (ninguna de las tres se caracteriza por estos atributos), la mayor inversión radicaba en cómo ser autoconsciente de estas posibles fracciones de eternidad en un movimiento, en un gesto o en una mirada (específicamente, el famoso GIF porno de LaCroix jugando muy diestramente al hula hula es el perfecto matrimonio entre esta tecnología y una performance). Así, de la misma manera que abría un nuevo campo de erotismo a las mujeres, les mostraba a los hombres una nueva forma de cultivar su excitación.

El GIF porno fue, así, una tecnología que auténticamente entrenó una mirada, que nos enseñó de primera mano esa noción de que lo que nos conmueve permanece en nosotros como un zoom o una interminable rueda de hámster que queda girando en nuestro cerebro. No sólo en el porno, también en nuestra vida cotidiana: una sonrisa que apenas se dibuja en la boca de alguien cuando le decimos un chiste, la mordida inocente de labio de una persona con la que nos sentamos enfrentados en un ómnibus, en la diestra y a la vez inconsciente maniobra de una dejándose el pelo tirante para hacer un moño con una colita de caballo.

Internet se vio sacudida en diciembre de 2018, cuando Tumblr anunció —siguiendo la línea de Facebook e Instagram— que prohibiría todo contenido para adultos que incorporara desnudos y similares. Las razones se deben a su temporal remoción de la Google App Store, luego de que cayeran una serie de denuncias por circulación de material de pornografía infantil en el sitio. En su afán de permanecer en el más popular sitio de descargas de aplicaciones, Tumblr parece haber optado por cortar por lo sano, tirando el bebé con el agua del baño. Así, se prendió fuego a una auténtica biblioteca de Alejandría de imágenes y movimientos captados como mosquitos en piedras de ámbar.

Como casi todo medio que decide darle la espalda al porno, la decisión posiblemente culmine con la muerte de Tumblr tal como lo conocemos. Sin embargo, el ojo de muchos ya habrá quedado cambiado para siempre, hambriento de capturar imágenes y secuencias para que sigan danzando en el interior de nuestros alhajeros privados.