Alejada de la narrativa para dedicarse a la música —su segundo disco, Yo tenía una vida, apareció a fines de 2018 y está disponible en feeldeagua.net—, Patricia Turnes volvió recientemente a escribir cuentos, como el que estrenamos aquí. Antes, había editado Últimos días con mi familia (Cauce, 2001) y las novelas Pendejos (Planeta, 2007) y Amor y amistad entre ovejas negras (Planeta, 2010).

***

Durante el invierno mi jefe había tomado malas iniciativas, como la de abrir una sucursal en el Centro. Adolfo había contratado además a una vendedora nueva que se llamaba Emilia aunque a duras penas llegaba a cubrir los sueldos de nosotras, el resto de sus empleadas.

En ese punto estaba la cosa cuando mi jefe vino con la noticia de que tendría que enviarnos a seguro de paro. “Ustedes van a cobrar lo mismo”, dijo, “pero yo me ahorro una platita”. La paranoia se agitaba en mi cabeza: no estaba segura de que él fuera a cumplir con la promesa de pagarnos el sueldo entero. “Según la ley no deberían venir a trabajar en ese período. Pero si vienen además del sueldo que cobran siempre van a recibir uno extra, que les va a servir como una compensación para ponerse al día con alguna necesidad que tengan. Y cuando terminen los seis meses volvemos a la normalidad”. Llegué a casa y se lo conté a mi pareja. Hugo se asustó. Era lógico: el único ingreso fijo que teníamos era mi sueldo.

Aquel jueves yo tenía que ir al local de Abitab para cobrar el “sueldo extra”. Tenía pensado gastármelo en ropa usada que luego reciclaría para la venta. Esa mañana llamó Santiago. Habíamos sido compañeros de taller literario. Hacía tiempo que no sabía nada de él.

Santiago prometió que pasaría la semana siguiente por la librería a visitarme. “Elegiste el momento ideal”, le dije. “¡Nuestro jefe se va a Argentina y no vuelve hasta el próximo jueves!”.

Ni bien corté con Santi entró una llamada de Emilia, mi nueva compañera de trabajo. Era la primera vez que me llamaba a mi casa. Ella me contó que le habían rebotado su tesis de egreso. Lloraba. Decía que había desilusionado a todos y que nunca podría recibirse de socióloga. La noté tan amargada que prometí ayudarla.

Empezamos a escribirla. Teníamos que darle forma a su trabajo de egreso, citar autores, agregarle partecitas. Salvábamos el trabajo en un disquete; ella llevaba lo que teníamos escrito a su casa, le agregaba palabritas, lo corregía y lo volvía a traer. Después de las nueve de la noche empezábamos a revisarla ahí en la librería. Al ayudarla yo cumplía con dos objetivos: a) ayudaba a mi nueva amiga y b) me vengaba de mi jefe.

Hasta ese momento yo había sido la empleada perfecta: llegaba temprano, trabajaba sábados, domingos y feriados, organizaba encuentros con escritores, hablaba de literatura en un programa de radio en el que pasaban chivos de la librería, conocía a todos los clientes, hacía las vidrieras y vendía más que todas.

Cada tanto cortábamos para descansar. Entonces Emilia me convidaba con caramelos y me contaba las cosas que hacía cuando su pareja se iba a trabajar: ordenaba la casa, leía tirada en la cama, se armaba un porro, hablaba por teléfono con amigas, jugaba con su gato o se hacía una paja. Después venía para el trabajo. Yo también le contaba detalles igual de intrascendentes sobre mi propia vida.

Durante la tarde del lunes no hubo demasiado que hacer: atendimos a unos pocos clientes, marcamos libros que trajeron los proveedores y los acomodamos en sus respectivas mesas. Cuando todo se calmó y Emilia puso el disquete para leerme lo que había escrito el día anterior cayó Santiago.

Emilia y Santiago estudiaban la misma carrera. Los presenté. Hablaron cinco minutos. Me quedó clarísimo que ellos eran de diferentes generaciones. Las visiones que tenían de la profesión, además, eran diametralmente opuestas.

Como nuestro jefe estaba en otro país me di el gusto de salir para tomar un poco de aire. Le recordé a Santi que me debía una visita a su casa. Todo dependía de que una tía que tenía enferma no se muriera. “Uy, justo este viernes, ¿te parece que se vaya a morir? ¿Está tan mal?”, le pregunté, tomándole el pelo. “No, ¡espero que no!”, dijo él. Quedamos en que me confirmaba.

Cuando Santiago se fue, Emilia me dijo que él le parecía un mocoso atrevido: “¡Ni siquiera sabe limpiarse el culo!”. Lo subestimaba. Él era asmático, además tenía una voz nasal; esto, sumado al hecho de que estaba resfriado cuando se lo presenté, hizo que ella lo apodara “el Moco”.

Santi llamó el jueves de mañana: “Es por lo del viernes”, dijo. “¿Qué? ¡Se murió tu tía!”, pregunté en un tono dramático. “No, la pasaron a cuarto intermedio, ya está mejor. Te llamaba para... ¡confirmar!”, dijo. Arreglamos para las siete de la tarde del viernes la hora de llegada, sin hora de partida.

El viernes me tomé un ómnibus que iba por Avenida Italia para ir a visitarlo. Era un día lluvioso. Cuando llegué tomamos unos mates en el living. “No te hacía tomando mate”, me dijo. Se notaba que no habíamos estado nunca en una situación cotidiana. “Tomo mate todas las mañanas en casa”, le aclaré. “Y en el trabajo todas las tardes”. Me presentó a su perro policía. Me dijo que era bueno, que lo tocara, pero no me animé.

Subimos a una buhardilla donde Santi tenía la computadora, los archivos de música y de cine. Había olor a porro. Prendió la computadora y me mostró una escena de Blue Velvet, esa en la que Kyle MacLachlan espía desde adentro del ropero a Isabella Rossellini mientras ella se desviste. Acto seguido, puso una escena de Velvet Goldmine en la que Ewan McGregor besa a otro actor que también hace de músico.

Puso el disco Transformer, de Lou Reed. Tenía una pequeña biblioteca que contenía libros de autores tan diversos como Flaubert, Will Self, Salinger, Fogwill, Felisberto Hernández, Foucault, Deleuze, Guattari, Mario Levrero y yo. Hablamos de literatura. Le recomendé a una escritora nueva que se llama A. M. Homes.

Tocamos el tema del taller literario de Mario, que se había muerto el año anterior. Increíblemente, él no conservaba ninguno de sus cuentos. “¡Qué boludo! ¡Yo sí tengo tus cuentos! ¡Los tengo todos!”, dije. Cuando íbamos al taller nos hacían imprimir tantas copias como compañeros teníamos. Yo guardaba todo el material que me entregaban en una carpeta amarilla. Le conté que me había peleado con Mario porque me pareció injusto que no incluyeran a Santiago dentro de la colección que editamos junto con algunos de los del taller. “¡Eso quiere decir que sos una buena amiga! ¡Vos siempre me diste más para adelante que él!”. Él no lo sabía, pero conocerlo me había dado tremendo empuje creativo. Además, él era mi mayor admirador. “También le reproché que no estuviera el nombre de Analía dentro de la nómina. Ella era la mejor del grupo, por lejos”. “Sí”, dijo él. “Pero ella se negaba a editar su novela, decía que todavía le faltaba... ¡Una lástima!”.

Hizo la cronología de su vida amorosa por edades. Uno de los mojones era una relación conmigo de la que nunca fui notificada. “Bueno, reconocé que tuvimos algo en un momento… Era una conexión psíquica… ¡para mí también vale!”, dijo. “¡Es lo mismo!”. Su conclusión me agarró de sorpresa porque él nunca había admitido tener ningún tipo de interés sentimental hacia mí. Ante su total indiferencia, en una parada de ómnibus le confesé el amor que sentía por él. En aquel momento se negó a hablar del tema. La edad pudo haber pesado. Él y yo somos del signo de chancho en el horóscopo chino, sólo que él es doce años menor que yo. En aquel momento yo tenía veintiocho y él apenas dieciséis. ¡Cinco años después asumía que lo nuestro había sido recíproco!

Escuché ruido abajo. “Llegaron tus padres. Andá, saludá y volvé. Mejor los conozco otro día. ¿Y si te preguntan con quién estás qué les vas a contestar?”. “Les voy a decir”, entornó los ojos como si se tratara de una travesura inocente, “que estoy con mi novia”. “¡Sí, justo!”. Hizo todo lo que le dije. Volví a sentir paz.

Cuando Santi estuvo de nuevo arriba me confesó que unos meses atrás había besado a una chica que había conocido en una fiesta electrónica. “Justo cuando estábamos por coger en el apartamento de ella me llamó mi madre al celular. Estaba preocupada porque eran las diez de la mañana y yo no llegaba”. “Me fui y quedó por esa...”, dijo Santiago, frustrado.

“Si voy en un ómnibus me miran tanto hombres como mujeres, y yo también los miro”. Su represión de años lo llevaba a dudar de su sexualidad. “Para ustedes es una moda eso de la bisexualidad”, le dije. “Sí, puede ser, pero nunca pasa nada. Es que mi generación es así: mucho ruido y pocas nueces. Además, yo no soy muy animal. Pienso demasiado y eso me jode”.

Después de que desembuchó esto y algunas cosas más abrió la ventana de la buhardilla. Corrió un aire húmedo y fresco. Era la primera vez que hablábamos sin apuros, de frente, como adultos.

Eran las doce de la noche. Sus padres ya se habían ido a dormir. Dijo que deberíamos bajar a comer algo. Fuimos a la cocina. Había una prepizza en la heladera. No tenía mozzarella pero yo descubrí que había queso sbrinz, así que rallé un poco y se lo eché por arriba. Eso más unos panchos completaron el menú. Se quejó de su acné. Le dije que con esa alimentación su piel no mejoraría. Se rio. Me gustaba tomarle el pelo.

En eso sonó el teléfono. Yo le había dado el número de Santiago a Hugo para que confiara en mí. “No dudes en llamarme aunque sea tarde”, le había dicho. Me preguntó si estaba bien, le dije que sí. “¿Cenaste?”, lo interrogué. Dijo que no. Quería averiguar a qué hora volvía, qué pensaba hacer. Le dije que todavía teníamos la película para ver. “¡Quedate tranquilo”, agregué, “me voy a tomar un taxi para volver a casa!”.

Vimos Carretera perdida en el living. Santiago se sentó en un sillón y yo en otro. Nos gustó la peli. Cuando terminamos de verla Santiago no quiso acompañarme a la parada porque llovía. Le recriminé su falta de caballerosidad y él se enojó conmigo.

Había quemado mi día libre con la visita a lo de Santiago. No estaba segura de si había valido la pena. Al otro día volví a la librería. Cuando llegué al local Rosa —la encargada de la mañana— hacía cuentas con la calculadora y ordenaba los cheques que habían quedado para atrás del pago de los viernes a los distribuidores. Manuela, la otra chica que trabajaba en el turno de la mañana, estaba con dos de sus hijas adolescentes que la habían pasado a buscar para irse con ella.

Hicimos la caja, dio bien. Separamos la plata grande, la pusimos en un monedero. “Ah, llamó Emilia para decir que se sentía mal”, dijo Rosa. “Consulté a Adolfo para ver qué hacer. Dice que atiendas igual pero con la puerta cerrada”. “¿Cuándo vuelve él de Buenos Aires?”, pregunté. “El lunes de tarde”, dijo Rosa.

Me preparé un mate y lo coloqué debajo del mostrador, en el mismo estante en el que guardábamos las bolsas ecológicas. Le cebé el primero a Manuela porque me lo pidió. Rosa no quiso porque le daba acidez. Las hijas de Manuela no tomaban. Las cuatro se despidieron de mí. “¡Cuidate!”, dijo Rosa. “No dejes la puerta de la calle abierta, abrí solamente a los clientes conocidos”.

Ahora entendía por qué Adolfo había contratado a una nueva empleada para la tarde: no se podía dejar a una sola persona a cargo de un local tan grande, y menos de noche.

Me acordé de pronto de Martín, el hermano de Adolfo. Él solía cuidar el local, vigilaba para que la gente no robara libros. Era simpático con los clientes. Se apoyaba en la puerta y fumaba un cigarro tras otro mientras saludaba a todos los que pasaban por ahí. Era un alcohólico en recuperación. Cada tanto tenía una recaída. No podía dedicarse a la venta porque no sabía nada del tema. Lo de él era contar anécdotas de desbunde. Por un momento extrañé su presencia. A nosotras también nos controlaba, aunque con sutileza. En el fondo él era bueno, nos cebaba mate, nos cuidaba. No sabíamos nada de él desde aquella pelea tan fea que había tenido con mi jefe.

Cayó el primer cliente del día. Parecía inofensivo, era un señor de unos sesenta años vestido de jean, campera de cuero y boina. Venía a buscar un regalo de cumpleaños para un amigo suyo que era escribano. Enfilé para la mesa de los best sellers. Le mostré la foto del escritor como si lo conociera, y agregué: “Este es muy bueno”, “Es uno de los que más se venden acá” o “Salió recomendado esta semana en Búsqueda”. La acumulación de este tipo de frases hacía que la gente se decidiera. El thriller de Ken Follett que le recomendé lo convenció. Pagó en efectivo. Le devolví veinte pesos de cambio. Luego de cerrar la puerta pasé la llave.

Por los gritos de la gente me di cuenta de que había empezado el clásico. No había tenido tiempo de almorzar, así que me dirigí al fondo a buscar mi táper.

Mientras comía mi arroz integral con zapallo me puse a leer un libro de Richard Yates que había llegado esa semana. En la contratapa leí que él era precursor de narradores de la talla de Richard Ford y Raymond Carver. Elegí el cuento “Ningún dolor”. Trata de una esposa que rompe su fidelidad luego de cuatro años de sostener el ánimo de su marido, internado en un hospital para tuberculosos. Me pareció que los diálogos eran muy actuales, a pesar de que el libro había sido publicado en 1962. Lo agregué a mi cuenta de la librería. Imprimí la factura y la archivé en la carpeta correspondiente.

Se me ocurrió llamar a Santiago. Probablemente estuviera disponible para charlar un rato conmigo. A él tampoco le gustaba el fútbol. Arrimé mi culo a la banqueta para estar más cómoda. Atendió él. Estaba solo, como casi todos los fines de semana. Pareció contento de escuchar mi voz, aunque un poco desconcertado. “¿Qué pasó? ¿Estás bien?”, preguntó Santi. “Sí, te llamo de la librería, me dejaron sola”, exageré, “estoy al borde del ataque de pánico…”. Le expliqué: “Mi compañera se enfermó. Nunca me había tocado atender sola...”. “Bueno, no te lo tomes tan a pecho, pasá una llave, atendé con la puerta cerrada y listo”, dijo él. Y agregó: “¿Sabés qué? Estuve pensando cuando te fuiste... Tenemos que terminar de una vez por todas con todo este histeriqueo...”. “Un día tenemos que hacerlo”, dijo, “¡yo quiero perder mi virginidad contigo!”.

El corazón me latía a mil por hora. ¿Él de veras me deseaba o más bien quería sacarse de arriba el peso que implicaba seguir siendo virgen a los veintiún años? “¿Y vos? ¿Qué querés?”, preguntó él. “Si me llamás es porque algo te pasa conmigo, ¿o no?”. “Sí... bueno, ¡sí!”, reconocí.

Si le hubiera tocado a Emilia atender la librería sola mientras hablaba por teléfono con el chico que le gustaba, casi seguro que habría hecho una pausa para hacerse una paja en el baño. Ella era más natural que yo para todo.

“No cortes”, le dije a Santiago. Había detectado que alguien quería entrar. Era Ballester, un profesor de historia cincuentón que siempre caía los sábados. Se daba una vuelta primero por la librería, después por el videoclub del barrio que quedaba a una cuadra y media. Rara vez compraba. Para él los empleados éramos algo así como psicólogos que estábamos ahí para bancarle la cabeza gratis. Abrí la puerta y lo saludé: “Hola, Ballester, ¿cómo está?”. “¿Estás solita?”, preguntó él, paternal. “¿Y tu compañera, che?”. “Está enferma”. “¿Querés que te haga compañía un rato?”. “¿Sabe qué? Tengo que preparar un pedido grande de libros que me hizo una clienta. Cuando tengo tiempo la visito, pero si no puedo le sugiero libros por teléfono y ella me da el okey”. “Ah...”. “Así que ahora después tengo que ir a llevarle el material. ¡Me clavaron con todo el laburo hoy!”, le dije. “No me puedo poner a charlar con usted, me encantaría pero...”. “¡Ya veo!”, dijo él. Nos despedimos.

Levanté el tubo. Santiago había cortado. Disqué de nuevo con torpeza. Cuando él me atendió lo primero que dije fue: “Perdón, era un pesado que siempre pasa por acá y se acoda al mostrador. Pero... ¡ya lo borré! Le tuve que mentir para que se fuera y funcionó”. “¿En qué estábamos?”, le pregunté. “En que tendríamos que dejar de hablar de sexo... y ¡pasar a la acción!”, dijo. “Sí”, agregó, “no da para más esto. ¡Hay que probar a ver qué pasa, tirarse al agua! ¿Vos estarías dispuesta a hacerlo conmigo?”. “Pero... ¿y nuestra amistad? ¿Qué pasaría después con nosotros?”, pregunté. “Bueno”, dijo él, “yo todavía no sé quién soy. Tengo que tener sexo para saber qué pasa, esa parte de mí todavía no la conozco. La idea es divertirnos...”, dijo Santiago.

De pronto alguien entró a la librería como perico por su casa. Yo me había olvidado de cerrar la puerta con llave. Era Silvina, una clienta conocida que llevaba a Micaela, su niña, de la mano. Le gustaba elegir sola. “Hoy necesito un libro para una nena que cumple cinco añitos. ¿Podemos ponernos a hojear los libros? Cuando haya elegido a los finalistas te pregunto por los precios y ahí me decido”, dijo. “Dale, cualquier consulta a las órdenes”.

Silvina iba a estar en el fondo con su hija por lo menos diez minutos en la sección infantil, ya la conocía. Se colgaba con los libros. Volví a llamar a Santiago. “Sí, soy yo. Si te corto es porque entra un cliente. En ese caso te vuelvo a llamar, ¿ta?”. “Ta”, dijo él. “Bueno”, retomó Santiago, “tenemos que definir dónde lo vamos a hacer...”. “No sé”, dije yo, “se complica en casa”. “Yo le puedo pedir el auto a mis padres un fin de semana de estos. Tengo libreta”. “Pero ¿cuál es tu idea? ¿Hacerlo ahí en el auto?”. “Y sí”, dijo él del otro lado. “Vamos al besódromo”, dijo, y acto seguido largó la carcajada. “Pero... ¡sería tu primera vez! No me gusta demasiado la idea”. Subí un poco el volumen de la música para disimular. Sonaba “Can’t get you out of my head”, de Kylie Minogue. Yo estaba reclinada hacia atrás, dándoles la espalda a la clienta y a su hija. Sentí un ruido detrás de mí. Me di vuelta. Era la niña, me miraba fijo. Quería pasar para el otro lado del mostrador. “¡Noooo!”, grité en el tono más dulce que me salió. Santiago pensó que lo decía por él: “Bueno, ¿entonces qué, pagamos un telo?”. “¡Noooo...!”, le volví a decir a Micaela. “¡No!”, volví a decir. Y tuve que aclararle: “El noooo es por una niña que se quiere meter abajo del escritorio; su madre está lejos, en la sección infantil, no la ve”. Pero él no me escuchó. “Puede ser en mi casa, un fin de semana que mis padres no estén, ¿vos te sentirías cómoda si lo hiciéramos ahí en la buhardilla? ¿Qué querés hacer?”, preguntó Santiago. La niña logró pasar para adentro del mostrador y se abrazó a una de mis piernas.

En eso se acercó la clienta. Decidida, apoyó tres libros sobre el mostrador. “A ver... decime estos tres”. “¿Llevás los tres?”, dije yo, que estaba en la luna. “Decime qué precio tiene cada uno”. “Bueno”. “Tengo que cortar ahora, necesito hacer una tarjeta, después te llamo”. Pasé cada uno de los libros por el lector de código de barras: “Trescientos cuarenta y cinco, quinientos cincuenta, seiscientos ochenta”. “El que me gusta es el más caro, ¡como siempre!”. Miró a su pequeña hija: “¿Qué hacemos, Mica?”. “¿A vos cuál te gusta más?”, le dijo. “A mí me gusta el del conejo”, dijo la hija. “¿No es muy poca cosa?”, me preguntó. Hice lo que hacía en esos casos: poner cara de aburrida, mirarla a los ojos, suspirar. “Bueno, ¡llevamos este! Y a los otros dos los llevo para mi hija”. Me entregó la tarjeta. “En un solo pago está bien”, aclaró. “Bueno”. Pasé la tarjeta, digité los datos. De la máquina salió el comprobante. Ella se apresuró a arrancarlo y firmarlo. “Es para una nena el regalo, ¿verdad?”, le pregunté. Envolví el libro con papel lila. Arriba le pegué una moñita rosada. Las acompañé hasta la puerta y cerré con llave.

Volví a discar el teléfono de Santiago. “Bueno”, dije, “¡concretemos! ¿Cuándo sería?”. Yo le dije: “En estos días...”. “¿Y después qué?”, pregunté yo. “No sé si me va a gustar tener sexo contigo... ¡no lo puedo saber!”. “¿Vos estarías conmigo en una relación? Digo, ¿serías mi pareja?”. “Sos demasiado ansiosa vos”, dijo Santiago. “Mirá, yo lo único que quiero es tener sexo contigo, compartir ese momento para ver qué se siente”. “Pero vos... ¿qué sentís por mí? ¿Amor? ¿Atracción? Eso lo tenés que saber...”, le pregunté. “¿O más bien lo que vos querés es saber qué es el sexo?”. “También...”. Y me aclaró: “Es que nunca estuve con una mujer, nunca se me dio hablar con una mujer que quisiera tener sexo conmigo. Soy demasiado tímido para encarar. Pero soy hombre, así que si vos me decís que querés estar conmigo... ¡yo voy a estar contigo!”.

Había algo en su razonamiento que no me gustaba. Sentí que lo que estábamos haciendo era peligroso. Además, mi jefe podía regresar antes del viaje y caer de sorpresa por su negocio. “¿Y si llama para acá y se da cuenta de que el teléfono está todo el tiempo ocupado?”, pensé. Le digo que es un problema de Antel. Después de todo... ¡estaba en seguro de paro! Ni siquiera debería estar ahí.

Mi monólogo interno era cada vez más florido y se daba en paralelo a la conversación con Santiago. En eso una señora golpeó la puerta. “¿Vos querés hacerlo en mi casa, en la buhardilla?”, dijo Santiago. “Los fines de semana mis padres se van para Soriano, a la chacra”. “Puede ser...”, le dije. “¡No cortes, esperá!”.

Cuando abrí la puerta entró una chica joven de vestido corto. Un tipo que parecía su padre terminó de cerrar su auto carísimo, puso la alarma y dijo “buenas tardes” mientras revoleaba las llaves en la mano. Tenía un bronceado de cama solar, traje beige y una chalina blanca. “¿Tenés El médico, de Noah Gordon?”. “Sí”, dije yo. “¿Grande o de bolsillo?”. “¿Cuánto sale el grande?”, preguntó él mientras sacaba un billete de mil de su bolsillo. “Cuatrocientos noventa”, le dije. “Dale, ese. Te lo pago contado efectivo, pero no te olvides de hacerme el diez por ciento”, agregó. “¿Tu jefe? ¿Alfredo no está? ¡Mirá que yo soy amigo de Alfredo, eh! ¡Él me hace siempre el descuento!”. “¿Adolfo?”, dije yo. “Sí, Adolfo... ¿está de viaje él?”. “No hay problema, te queda en cuatrocientos pesos”. “Me vas a tener que cambiar dólares”, dijo él y, acto seguido, me dio un billete de cien dólares. “¿Cuánto me hacés?”, preguntó. “¿A cuánto querés que te lo tome?”, pregunté. En general me fijaba en internet la cotización y le daba la más baja. No estaba dispuesta a pelear, tenía cosas mejores que hacer. “Bueno, te lo tomo a ese precio, dale”. Hice la cuenta en la calculadora. Le di el cambio en pesos uruguayos. Mientras tomaba de la mano al hombre la chica preguntó el precio del último de Isabel Allende. “Trescientos noventa”, le dije. “Bueno”, dijo él, “yo te lo regalo”. Ella agradeció. Se lo cobré y metí los dos libros en una bolsita. Se fueron. Cerré la puerta. Desde ahí vi que se besaban en la boca antes de subir al vehículo.

Fui hacia el teléfono. Todavía estaba ahí. “Te escuché, oí toda la conversación. Estás haciendo cualquiera...”, me dijo. “No tengo ganas de atender a la gente hoy”, le dije a Santiago. “Podemos hacerlo en tu casa si querés”. “Bueno”, me dijo él. “A ver, esperá, a este me lo saco de arriba rápido. No cortes”, le dije.

Un muchacho joven golpeó la puerta. “¿Está abierto?”. “Sí”, respondí yo. “¿Qué buscabas?”, pregunté detrás de la puerta. “¿Tenés el último de Voces anónimas? Es de Guillermo Lockhart”. “Sí”, dije yo. “Ya te lo traigo”. Él lo miró. “Lo llevo”, dijo. “Ya te lo traigo. ¿Es para regalo?”, pregunté. “No”, dijo él mientras sacaba del bolsillo de su camisa la tarjeta. “Hola, tengo que hacer una tarjeta”, le dije a Santiago. “Te corto ahora y vuelvo a llamar”. Corté y le hice los dos pagos. Terminó de imprimirse el comprobante que el cliente tenía que firmar pero me olvidé de esa parte. El tipo se fue.

Carpe diem, carpe diem”, pensé mientras discaba el teléfono. “¡Hola!”, dije riéndome. “¡Al último cliente ni siquiera le abrí la puerta! ¡Me olvidé de hacerlo firmar! Estoy haciendo cualquiera... no sé si tendrá validez la compra sin su firma”. A Santiago le importaba un carajo si yo tenía problemas en mi trabajo.

Cuando quise acordar pegado al vidrio de la puerta estaba Martín, el hermano de Adolfo. Lo hice pasar. Venía con la camisa blanca toda salida para afuera del pantalón, los ojos bastante grandes. Estaba pálido, seguro se había vuelto a pasar de merca. Lo saludé. El olor a alcohol que tenía me volteó. “¿Mi hermano no está?”, me preguntó. “No, está de viaje él”. “¡Necesito plata! ¿Me podés dar plata?”, preguntó. “No puedo dártela, Martín, no estoy autorizada por Adolfo”. “Yo te prometo que te la devuelvo hoy mismo, en un rato. Te juro”. “Te voy a dar plata mía”, le dije. “No me la tenés que devolver, no te quemes... Tengo quinientos pesos”, le dije. “Es todo lo que tengo... ¿te sirve?”. Siempre llevaba algo de plata encima por las dudas que tuviera una emergencia. Martín se quedó ahí parado. Dudaba. Estaba nervioso, transpirado, le temblaba la mandíbula. Seguro quería encajarse. “Tomá. ¡Pero andate de acá porque si te ve tu hermano le viene un patatús!”. “¡Gracias, Vicky!”, dijo, y agregó: “¡No le digas nada a mi hermano, por favor!”. Me dio un beso y se fue tan rápido como había aparecido.

Había sido suficiente. Decidí que si venía algún cliente más le iba a decir que tenía que cerrar antes por un problema de fuerza mayor. ¿Total... quién me iba a controlar? En esas tres horas que quedaban iría a la casa de Santi a liquidar la asignatura pendiente que había entre nosotros.

Mientras pensaba en todo esto sonó el teléfono. Atendí. Era Santiago. Le conté mi plan de cerrar la librería y que nos encontráramos en algún lado en media hora. Después veríamos qué hacíamos. “No me parece una buena idea...”, dijo. “¡Estás actuando impulsivamente! ¿Y si después te arrepentís?”. “¿A qué estamos jugando entonces?”, pregunté yo.

No me causó gracia el modo en que me habló. Le corté. Volvió a sonar el teléfono. Me fijé en el captor. Era el número de Santiago. No atendí.

Entré los libros de las vidrieras chicas, hice la caja. Separé la plata grande y la puse en el fondo. Digité el número de la alarma. Cerré con las dos llaves.

El repecho lo iba a hacer caminando, no tenía ganas de cansarme. Cuando llegara a casa Hugo estaría con la luz apagada frente al televisor, como casi todas las noches. Le diría que había habido apagón en la librería y que por eso me habían liberado antes. Cenaríamos milanesas de berenjenas con puré. Después me acostaría a dormir temprano. Al otro día era domingo y me tocaba trabajar todo el día, desde las once de la mañana hasta las diez de la noche.