Muchos de los partidos progresistas que gobernaron en la región durante la última década buscaban, de acuerdo con sus programas, instaurar un modelo de país diferente, alternativo. Sin embargo, tras aproximarse al poder, sus propuestas se moderaron. Existen varias formas de explicar el fenómeno, como la teoría de transformación de los partidos o el simple desgaste propio del poder. Y también se puede explorar la relación que tuvieron con el desarrollo del sistema financiero, principal encarnación del capitalismo mundial actual.
En este sentido, se puede analizar lo ocurrido en Brasil como la toma del poder por parte del corporativismo financiero. Si hace una década “el gigante de América Latina” formaba parte de las principales economías mundiales al tiempo que integraba el bloque interregional no hegemónico BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica), además de ser parte del Consejo de Seguridad de la ONU como miembro no permanente en repetidas ocasiones, tales logros no parecieron alcanzar para que Brasil realizara las reformas prometidas. Desde nuestro punto de vista, el corporativismo financiero afectó la creación y puesta en práctica del modelo de país que proponía el Partido de los Trabajadores (PT), que buscaba aunar el desarrollo productivo y la calidad de vida.
No es novedad la penetración de grupos económicos privados en la esfera pública, pero sí es nuevo su grado de organización y profundización, como afirma Ladislau Dowbor en A captura do poder pelo sistema corporativo (2016). En las últimas décadas, el poder corporativo se ha vuelto sistémico y logró cooptar todas las esferas del poder. Adquirió formas articuladas y organizadas que integran desde el nivel transnacional a lo más inmediato del día a día. Expandió los lobbies gracias al financiamiento de campañas políticas cada vez más costosas y menos programáticas, capturó el área jurídica, controló la información y la producción académica, y erosionó la privacidad de cada uno de los habitantes del planeta. Todo esto impide que los estados sean soberanos, pero Dowbor encuentra un aspecto aun más perverso en el fenómeno: esa pérdida de soberanía se muestra como producto de las reglas de la democracia. El discurso del mercado pasó a controlar el discurso político y, por lo tanto, tomó casi por completo el poder político, volviendo a los gobernantes incapaces de implementar proyectos alternativos, al menos no dentro de las reglas del juego democrático, que es ahora financiero.
En esa lógica extrema, la soberanía estatal puede llegar a ser un bien comercializable. Así lo ve Ronen Palan, cuyo estudio de los paraísos fiscales (“Tax Havens and the Commercialization of State Sovereignty”, 2018) encuentra que son causa y consecuencia de la comercialización de la soberanía estatal. Es un proceso extremadamente peligroso, ya que los estados son cada vez menos poderosos y pierden el control de lo que ocurre dentro de su propio territorio, generan enormes ganancias para corporaciones transnacionales y dejan a gran parte de su población estancada en la pobreza. Por su parte, Luiz Gonzaga de Mello Belluzzo, en “Armadilhas da abertura financeira” (2003), afirma que la forma en que los gobiernos progresistas brasileños lidiaron con las presiones del corporativismo les impidió materializar varias de las reformas planteadas.
Las redes infinitas del corporativismo financiero
La intrusión de grupos externos en las políticas públicas locales puede remontarse, por lo menos, a las épocas en que Europa comenzó a explotar los demás continentes. Pero, como bien advierte Dowbor, hace dos décadas que se observa un nuevo grado de organización del proceso que transforma al poder corporativo en sistémico, mediante la captura una a una de las esferas del poder valiéndose de elementos ya existentes o del “estiramiento conceptual de las leyes”. Esto vuelve más complejo el estudio de este fenómeno, y también dificulta la creación de medidas para combatirlo o paliar sus efectos.
Históricamente, los lobbies han sido la principal forma en la que los grupos económicos presionan para hacer llegar sus pedidos a los políticos. En la actualidad, los lobbies más poderosos son los defensores de los intereses de las empresas transnacionales, que se expanden a nivel planetario y tienen representantes no sólo en las principales plazas comerciales, sino también en las “periferias”, donde la explotación de la tierra y de su población produce un lucro extraordinario.
Simultáneamente, ocurrió otro movimiento: desde la década de 1980 se produjo el boom mundial de los medios masivos de comunicación. La televisión se unió a la radio como parte del día a día de la población. En Homo videns, la sociedad teledirigida, Giovanni Sartori afirma que es el momento de la videopolítica, porque la televisión se torna el principal creador de opinión pública. Quien busque un lugar en la actividad política deberá tener a la televisión como principal vehículo de propaganda. Así, las campañas electorales pasan a ser no sólo un producto de marketing (con cada vez menos ideología explícita), sino también operaciones extremadamente costosas; los candidatos tienen que construir una imagen que al llegar a todos los hogares resulte atractiva y demuestre su capacidad gerencial.
Esta primacía mediática refuerza el papel del corporativismo financiero, ya que es el mejor colocado para financiar las campañas políticas. Puede hacerlo con todos los candidatos, pero principalmente financia a quien tiene más posibilidades de ser electo y convertir sus intereses en leyes. Así, se erosionan los principios de libre circulación de la información y de autodeterminación de los gobiernos, dos aspectos básicos para el funcionamiento de la democracia.
Como si esto no fuera suficiente, estos grupos se inmiscuyen también en el área jurídica. Por medio de acuerdos extrajudiciales (settlements), estas corporaciones no son procesadas por actos de corrupción, expropiación o explotación, ya que mediante el pago de multas evitan la admisión de culpa; sus administradores nunca resultan criminalizados. Estos acuerdos, incluso, están organizados a nivel transnacional. El International Centre for Settlement of Investment Disputes (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones), por ejemplo, es uno de los escenarios en que estas empresas se vuelven más fuertes que algunos estados nacionales. Cuando las naciones pierden la capacidad de controlar la injerencia de las corporaciones en lo ambiental, social y económico, son estas las que, de forma indirecta (o no tanto), redactarán las leyes.
Otra forma en la que las corporaciones toman el poder es por medio del control de la información. Tras la ola de la televisión, hoy se observa un inconmensurable avance de los medios de comunicación masivos en internet, donde se expanden también los gigantes corporativos, capaces de producir consensos y mistificaciones. En este plano toman un papel central los think tanks o fábricas de ideas, que, junto con el creciente financiamiento académico, permiten que las corporaciones sean capaces de ejercer el control oligopólico de la producción académica, con lo que mantienen a raya a los grupos que podrían, al menos desde la investigación universitaria, buscar producciones alternativas.
Compatibilidad
A partir de 1990 se instaló en el imaginario mundial la idea de que el neoliberalismo, como única opción política restante, es totalmente compatible con la democracia. Después de todo, ambos parecerían caminar de la mano. Otra idea que se afianzó es la de que todos los negocios que se encuentran contemplados por la ley deben aceptarse sin reparos.
A los paraísos fiscales les cabe un rol importante en los mecanismos por los que se acumula capital financiero de forma irrisoria. Los paraísos fiscales o tax havens son países o territorios en los cuales reside o “pasa” dinero sin ningún tipo de fiscalización y con mínimas tasas de impuestos. Se trata de estados en los que no importa tanto el origen del dinero como las regalías que este produce, de modo que no controlan la información legal sobre su procedencia. Estos beneficios se combinan con utilidad marginal y facilidad de compra o renta de viviendas sin necesidad del pago de impuestos, es decir, residencias para los dueños de estas grandes sumas de capital como otra forma de lavado de dinero.
Palan afirma que aunque existe bastante controversia sobre cómo definir a los paraísos fiscales, todos quienes estudian sus aspectos legales —incluyendo aquellos que los consideran legítimos— consideran que están en los márgenes, ya que son negocios que conducen al abuso del lavado de activos y a la evasión fiscal.
Los paraísos fiscales se vinculan con el proceso de aislamiento del Estado de la capacidad de legislar contra el corporativismo no sólo por lo antedicho, sino porque además generan una alta rentabilidad a los receptores de los activos, a la vez que incentivan la integración de los mercados, sobre todo por las transnacionales. De este modo, países pobres o estados pequeños o con poca infraestructura se valen de los recursos generados por los depósitos de activos y rentas de las grandes corporaciones como principal fuente de ingreso. Así, les resulta cada vez más complejo cerrar las puertas a estos capitales, que, sin necesidad de grandes inversiones, generan altísima rentabilidad para los estados; perpetúan entonces la fragilidad del Estado y la pobreza de sus habitantes, ya que esas corporaciones no tienen interés en invertir en desarrollo económico y social.
Brasil y el corporativismo financiero
Tras la recuperación democrática de la década de 1980, en muchos países latinoamericanos se esperaba una recuperación económica. La idea de la democracia como salvación había cuajado en todos los niveles sociales, pero los gobiernos debieron lidiar con la construcción de sistemas legítimos e inclusivos al tiempo que tenían que aplicar políticas económicas capaces de enfrentar el déficit fiscal y la inflación. “Las transiciones, como ya apuntamos, han desembocado en los últimos años en una paradoja: el síndrome de consolidación democrática con creciente inestabilidad (e ilegitimidad) de la política”, dicen Marcelo Cavarozzi y Esperanza Casullo en “Los partidos políticos en América Latina hoy: ¿consolidación o crisis?”, de 2002.
En contra de las expectativas, la región enfrentó en esa década la profundización de la crisis económica debido al estancamiento del financiamiento externo. Los gobiernos debieron recurrir al Fondo Monetario Internacional para el otorgamiento de créditos junto con “recetas” de política económica y social. En la siguiente década, la de los años 90, América Latina conoció el auge de las políticas neoliberales, que con el cambio de siglo mostraron sus consecuencias.
A pesar de no ser considerado un paraíso fiscal, Brasil no fue una excepción al avance del corporativismo financiero. A partir de la presidencia del sociólogo Fernando Henrique Cardoso, que gobernó entre 1995 y 2003, el neoliberalismo se arraigó en el país y se presentó como el modelo de desarrollo nacional. Armando Boito, en “Relações de classe na nova fase do neoliberalismo”, apunta que esta ideología se consolidó como hegemónica en el ámbito económico y político al tiempo que se mostraba que no existía alternativa, lo que desplazaba su responsabilidad por la situación del país.
La penetración ideológica del neoliberalismo, según James Petras y Henry Veltmeyer (Brasil de Cardoso: a desapropriação do país, 2001), también se afianzó a través del combate al sindicalismo, reprimiendo fuertemente las protestas y valiéndose de los medios de prensa. Los principales sindicatos se vieron debilitados, lo que facilitó el desgaste y la incapacidad de generar políticas sociales, la desarticulación de la industria nacional y la privatización de las empresas estatales.
Esto fue acompañado de un proceso de transformación en la matriz económica por medio de la desregulación financiera. Hubo una mayor circulación de capitales, mientras crecía la influencia y preponderancia del sector bancario en la economía del país. Las privatizaciones y la estabilidad monetaria fueron claves para garantizar la confianza de las empresas extranjeras, que era el principal objetivo del gobierno de Cardoso. La clase capitalista brasileña acompañó este movimiento y comenzó a vincularse con las transnacionales; el mayor flujo de capital proveniente del exterior la benefició en el corto plazo.
Las políticas llevadas a cabo por Cardoso y los efectos del anterior plan económico llevaron a la preeminencia de la acumulación del capital financiero, teniendo la deuda pública como principal fuente. De esta forma el capital financiero brasileño se subordinó al capital financiero internacional; las políticas económicas de la época derivaron de las exigencias globales.
El desgaste del modelo pronto comenzó a salir a la luz, sobre todo luego de la crisis global ocurrida a finales del siglo. Las políticas compensatorias que el Banco Mundial sugería en sus cartillas ya no eran capaces de paliar la crisis y las safety nets pasaron de ser un arreglo temporal para la población más golpeada por estas medidas neoliberales a volverse la guía de las subsiguientes políticas sociales implementadas por los gobiernos.
En los dos últimos años de la gestión de Cardoso, esos proyectos fueron implementados por distintos ministerios y secretarías, aunque no hubo una acción interministerial coordinada. Muchas veces, los programas llegaron a competir entre sí por la liberación de recursos, lo que aumentaba su ineficiencia. Tras la devaluación del real, el flujo externo de capital comenzó a mermar y el gobierno respondió con medidas neoliberales más radicales. Como el Estado estaba cada vez más desligado de la política económica, la solución se encontró en el aumento de las privatizaciones y de los cortes de presupuesto social, lo que llevó a una creciente dependencia de las finanzas extranjeras.
La oposición más frontal al gobierno quedó en manos del Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) y del Movimiento de Trabajadores sin Techo (TST), grupos que, como el PT, se formaron en 1980 y tenían como objetivo combatir el vaciamiento del medio rural y el empobrecimiento de la población. Por eso, para contener la oposición al nuevo sistema, fueron los movimientos más reprimidos durante el período. Amnistía Internacional, en su sección de noticias del 15 de abril de 2016, relató lo ocurrido el 17 de abril de 1996 durante una marcha del MST: “Diecinueve trabajadores rurales sin tierra fueron asesinados por la Policía Militar, en el episodio que fue mundialmente conocido como Masacre de Eldorado de Carajás, ocurrido en el sudeste de Pará”. El crimen aún permanece impune.
Cardoso también demostró la fortaleza de su gobierno, que contó con el apoyo de las élites locales y extranjeras, así como de varios sectores de la población. Logró encaminar varias privatizaciones a partir de decretos presidenciales, y se mostró capaz de conseguir mayorías para enmendar la Constitución en 1998, para conseguir así la posibilidad de ser reelecto.
Sus agresivas reformas llevaron a la desindustrialización y a la migración del campo a la ciudad, que generó una urbanización abrupta en un contexto de falta de empleo en la clase trabajadora. El Estado, que había abandonado su rol de agente de desarrollo y garante de los derechos para cederlo al libre control del mercado, se volvió no sólo incapaz de contener las crisis económicas, sino también de asistir rápidamente a la población afectada. Hubo un aumento de la exclusión social y de la polarización territorial, en la que grandes sectores perdieron su identidad cultural, al tiempo que carecían de posibilidades de organización debido a la escasez de lazos laborales y a la persecución de los sindicatos.
Llega el PT
Con el cambio de siglo, América Latina pareció encontrar un nuevo rumbo político. Fueron elegidos varios dirigentes progresistas que intentarían imponer un nuevo modelo. En Brasil ese momento llegó en 2002 con la elección de Luis Inácio Lula da Silva, el líder del PT. Como aparece en su manifiesto fundacional (del 10 de febrero de 1980), el partido se define como defensor de la democracia en tanto régimen político a adoptar y como forma de organización interna, con una fuerte participación de las bases:
Queremos la política como actividad cercana a las masas que desean participar, legal y legítimamente, en todas las decisiones de la sociedad. El PT quiere actuar no apenas en el momento de las elecciones, pero, principalmente, en el día a día de todos los trabajadores, pues sólo así será posible construir una nueva forma de democracia, cuyas raíces estén en las organizaciones de base de la sociedad y cuyas decisiones sean tomadas por las mayorías.
A pesar de que se constituyó como un partido de clase, rumbo a las elecciones de 2002 el PT optó por caminar hacia el centro. En ese plan, y con la justificación de ganar la elección, se produjo la alianza con el Partido Liberal, que postuló al gran empresario José de Alencar como vicepresidente. El movimiento se plasmó en una carta que Lula dirigió al pueblo brasileño, con la que buscaba calmar las inquietudes de los sectores medios y de las élites:
Los líderes populares, intelectuales, artistas y religiosos de los más variados matices ideológicos declaran espontáneamente su apoyo a un proyecto de cambio de Brasil. Los alcaldes y parlamentarios de partidos no vinculados con el PT anuncian su apoyo. Parcelas significativas del empresariado se suman a nuestro proyecto. Se trata de una amplia coalición, en muchos aspectos suprapartidaria, que busca abrir nuevos horizontes para el país.
Así, el PT asumió su compromiso con sectores “de los más variados matices ideológicos” de la sociedad brasileña. Atrás quedaba el partido de masas mayormente obrero que no realizaba alianzas con aquellos que no compartieran su ideología. A partir de este momento pasó a ser una vasta coalición.
Este cambio surgió con la crisis de fines del gobierno de Cardoso. El partido canalizó las demandas de la población que percibía las políticas neoliberales como desiguales e injustas, y a la vez logró encauzar la disconformidad de la burguesía nacional, sobre todo del sector industrial, desfavorecido por las políticas de financierización y liberalización de la economía. Además, a los otros sectores de la burguesía el PT les aseguraba que no generaría rupturas; en otras palabras, que desarrollaría la industria y el agronegocio sin descuidar el sector bancario.
Otro elemento que signó el cambio de rumbo del PT fue que su organización pasó de ser de base popular a presentarse con carácter profesionalizado. Se amplió su aspecto institucional, mientras que se diluyeron las posiciones ideológicas en busca de flexibilizar las propuestas para atraer a más cantidad de líderes.
Una vez en el gobierno, Lula optó por aplicar una política económica que seguía con algunos elementos del período anterior. Las mayores exportaciones fueron del agronegocio, y se desarrollaron industrias de baja densidad tecnológica, junto con medidas cambiarias y crediticias que permitieron la estabilidad económica. Se logró que la burguesía industrial nacional y el agronegocio tuvieran un papel predominante en la economía, sin dejar de atender los intereses del capital financiero. La conciliación fue posible gracias a que la burguesía entendió que era necesario conceder un poco para ganar más.
La conformación del gabinete también mostró la tónica conciliadora del gobierno del PT. Dos ministerios claves fueron ocupados por representantes del sector empresarial: en el Ministerio de Agricultura, Pesca y Abastecimiento se nombró al ingeniero agrónomo Roberto Rodrigues, miembro de la Asociación Brasileña de Agronegocios y del Consejo de Desarrollo de Agronegocios de la Federación de Industrias del Estado de San Pablo (FIESP), y en el Ministerio de Desarrollo, Industria y Comercio Exterior se designó a Luiz Fernando Furlan, especialista en mercado financiero y agronegocios, miembro del Consejo de Administración de Sadia (la productora de alimentos frigoríficos de escala regional). En el Ministerio de Hacienda y el Banco Central fue colocado un ex director del Bank Boston, Henrique Meirelles (del Partido del Movimiento Democrático Brasileño, PMDB), que aplicó medidas radicales para la recuperación de la crisis. Resultó eficaz en la reducción de la inflación heredada del último año de gobierno de Cardoso, y así logró superar el déficit de la balanza comercial que azotaba desde el principio del gobierno anterior. Brasil comenzó a exhibir superávits comerciales.
La alianza con el PMDB le daba al gobierno ventaja dentro del Congreso, pero no tanta como para la aprobación de las prometidas reformas distributivas, de las pensiones y tributarias, ni mucho menos para iniciar la reforma agraria. La Constitución fijaba en dos tercios el piso de votos necesarios para aprobar las reformas, pero los aliados del PT en el Parlamento no resultaron ser tan leales al partido como a sus referentes en el sector privado. Otras consecuencias de la fragilidad de las alianzas del PT se verían años después, en 2016, cuando el PMDB se volvió vocero del impeachment que destituyó a Dilma Rousseff y colocó a Michel Temer (también del PMDB) en su lugar.
Dos grandes problemas derivan de este corrimiento al centro del PT. Primero, la pérdida de organización de los movimientos sociales una vez que parece que sus intereses serán atendidos. Segundo, si se tiene en cuenta que esta desmovilización se da a la vez que el sistema financiero avanza imponiendo sus propias leyes, estaremos ante una población cada vez más dependiente de políticas asistencialistas y con menor capacidad de generar y luchar por proyectos alternos.
El triunfo neoliberal
Cuando los estados debilitados no pueden vislumbrar alternativas o salidas estructurales ante el descontento popular, la representatividad, característica esencial de nuestras democracias, se pone en riesgo, y aumentan las manifestaciones desorganizadas y pasibles de ser cooptadas por think tanks vinculados con empresarios tanto nacionales como extranjeros.
Los estados no son capaces de generar proyectos alternos, ya que las redes de control del corporativismo financiero son más fuertes. Mediante la apertura comercial, con el lavado de activos por medios “legítimos”, como los paraísos fiscales, el derecho internacional y la articulación con los sistemas jurídicos de cada país, los estados parecen tener cada vez menos herramientas para combatir la creciente toma de poder por parte del mundo financiero.
El caso de Brasil demuestra que el sistema financiero es capaz de tender sus redes y cooptar el poder del Estado. Desde el período de Fernando Collor de Mello, pasando por el de Cardoso y llegando a los de Lula y Dilma Rousseff, los gobiernos debieron adecuarse a los intereses del mercado financiero. Cuando no lo hicieron, sus mandatos tambalearon; es el caso de Dilma Rousseff, que intentó generar medidas que perjudicaban a los bancos e inmediatamente padeció una ola de desestabilización.
La disminución en la tasa de interés que promovió Rousseff en los préstamos tanto de los bancos públicos como de los privados desvalorizó la tasa cambiaria brasileña, para así obtener competitividad y aumentar la tasa de retorno de las licitaciones públicas. Eso le valió una gran oposición entre los banqueros, y para calmarlos la presidenta llamó a fines de 2014 a Joaquim Levy, un economista brasileño que había trabajado en el banco Bradesco y el Banco Mundial, para integrarlo a su equipo como ministro de Hacienda. De esta forma se buscó aplacar tanto el mercado como la presión de la burguesía financiera; de todos modos, fue demasiado tarde.
Por su parte, los think tanks adquirieron más poder al organizarse mediante las redes sociales, cosa evidente en la oleada conservadora que surgió luego de las manifestaciones de junio de 2013. Aparecieron campañas digitales, como la de “Não vou pagar o pato” o la más reciente “Não vamos engolir este sapo”, que buscaban resignificar políticamente dichos típicos de la sociedad brasileña para desestabilizar gobiernos. Es tal el poder que tienen estos grupos que no se molestan en ocultarlo: el gran pato de goma y el sapo gigante que desfilaron en las protestas hoy descansan en la puerta de la sede central de la FIESP, en plena Avenida Paulista.
Es sólo la punta del iceberg. Cuando los vínculos son tan claros, hay que prestar especial atención a aquello que no vemos: persecuciones a sindicatos y la declaración de movimientos como el MST o el TST como “terroristas”. El ideario neoliberal se afianza incluso en el sentido común de la población, que parece olvidar que puede existir una forma alternativa de vivir.