Traducción de Francisco Álvez Francese
Los ejércitos del Reich acaban de invadir el norte de Francia. El cerebro no sabe cómo contener noticias tan voluminosas y repugnantes. Habrá que hacer lugar en la cajita craneana para que entren todos esos enemigos, la ruptura de nuestro frente, tantos muertos y miseria, una debacle como no se ha visto jamás en nuestra historia.
Al volver a la casa no me animo a escuchar la radio, tanto desconfío todavía de las tretas y de los equívocos de la esperanza, incluso cuando todo está perdido. Me gustaría silenciar mis nervios. ¿Por qué levantan así la cabeza como amenazándome con rebelarse? Ah, ¡de eso se trata!
...Y yo aquí, en el campo, en Salus, una región verde y accidentada que debe su nombre a su agua mineral. Espero ingenuamente algún milagro de este pequeño cambio de residencia. Pero las noticias son cada vez más angustiantes.
En mi habitación hay un mosquitero. Impide que mi pensamiento erre afuera y lo devuelve enseguida a su abatimiento.
Inclinado sobre la radio, que se escucha mal a causa del tiempo tormentoso, estoy obligado a pegarme como un médico al tórax de un enfermo para arrancarle su secreto. Todavía me pregunto qué va a salir de esta caja. Los locutores uruguayos tienen a bien exaltar el menor de nuestros éxitos e intentar hacernos creer que nos espera una nueva Marne; se entiende que la situación de los ejércitos franceses no tiene esperanza.
1939-1940 tiene olor a osario. Hay años podridos en la Historia, al menos cuando nos son tan cercanos. Pero si nos remontamos en el tiempo, las guerras se han vuelto demasiado abstractas como para desprender olor. Sólo el presente hiede.
¿Cómo se soportan días como estos? Hay que reconocer que nuestros órganos de absorción son elásticos y que morimos menos fácilmente de una noticia, incluso si es terrible, que de una linda balita distraída pero no perdida para todos.
Salgo y me obligo a mirar atentamente los árboles; me consuelan un poco del hecho de ser un hombre de estos tiempos, ellos que atraviesan los siglos sin saber nada del leñador. Tienen suficiente vida como para interesarnos y no la suficiente como para estorbar, como los perros, que nos saltan encima para recordarnos de su existencia o se hacen los importantes cuando los llamamos, y no vienen. A los árboles, si tenemos que ir a ellos, sabemos al menos dónde encontrarlos y nada iguala su paciencia en la espera. Me gusta su paz de muerte, la misma que puede desear un hombre en vida; una paz no absoluta, una paz verde bajo la cual se puede soñar. En breve, es tanto la paz de la vida como de la muerte. Pero ¿qué hacer? El hombre solo puede triunfar a medias.
...Fui, el otro día, a ver al doctor por unas extrasístoles y palpitaciones que me cansaron mucho. Sean los que sean los problemas que nos rodean, estamos condenados a escuchar el lúgubre tic tac de nosotros mismos. Fui al radiólogo, me acosté en un diván donde se me hizo un estudio del corazón —no se lo recomendaría a mis amigos—, después de lo cual se hizo una placa de mi tórax. Se reveló la placa y después de largos minutos, casi una media hora, he aquí el doctor Z… que regresa. “El corazón no va mal”, me dice, “pero en el pulmón derecho hay un velo, ganglios infectados. El cliché no está seco todavía y no se puede ver de qué se trata exactamente. ¿Alguna vez ha tenido una congestión?”.
—No, sólo tuve gripe en París, unos meses antes de embarcar.
—Sí, así le dicen allá: gripe.
Colonia Suiza
14 de agosto de 1940
El doctor me dijo que debía tomar “precauciones personales”. Es decir, que no voy a besar más a mis hijos.
Duermo mal. Tengo mucho calor de noche por miedo a tener frío. Me destapo, me vuelvo a tapar, y eso me pone nervioso y me mantiene despierto. La angustia de morir aunque la muerte me seduzca y la vida no me presente más que un presente sucesivamente repleto o abierto de par en par, con Francia invadida, nuestros ejércitos dispersos, la libertad de escritura amenazada, la ruina.
¡Hay que ser paciente para soportar una noche de insomnio! Y en este país en el que el viento cambia todos los días y a veces más de una vez por día, soy muy frecuentemente sacado del sueño por un demonio atmosférico: aquí se está siempre a las órdenes abruptas, contradictorias, del Norte, del Sur, del Este y del Oeste.
Los vientos, esos invisibles hijos del cielo cuyo silencio mismo está calculado, no se hacen problema de persuadirnos de su importancia, ellos que quieren buscar lío hasta en nuestros sueños y en las cavernas mismas de la creación. “Incerteza, oh mis placeres”, dijo Apollinaire. Yo no encuentro, ¡ay!, ningún placer en estas divagaciones atmosféricas.
Me llegan, de a bocanadas, en ocasiones, ráfagas de español por la ventana abierta. Y yo que pienso siempre en francés, me quedo sorprendido como por una brusca interrogación del destino, que no se expresa en la lengua de nuestros pensamientos más íntimos.
Me tomo el pulso. ¿Soy todavía de este mundo? ¿Cuál es la relación entre mi corazón y yo? Tengo por momentos la impresión de que esta bestia que me habita no tiene casi nada que ver con mi vida profunda. El corazón tiene a menudo intermitencias, mientras que yo no dudo. Acaso sea yo quien tiene las ausencias mientras que él late regularmente, sin siquiera preguntarse si estoy en verdad ahí.
Colonia Suiza
19 de abril de 1941
En el hotel, que se parece a un sanatorio, casi todo el mundo se cura. Incluso los gordos quieren aumentar de peso y se dan consejos de una mesa a la otra y a veces de mucho más lejos.
Yo me creía definitivamente flaco y casi listo para el esqueleto final, que toda la vida brilla débilmente bajo la piel, y he aquí que gané varios kilos. Mis brazos y mis piernas me dan un aire de confianza en la vida, que no comparto. ¿Qué me dará esta carne nueva, tomada de las vacas y los corderos, de la cual hago sin ningún entusiasmo del Supervielle en el inconsciente de la carne?
Eliminé todo ejercicio, yo que adoraba caminar como si hacerlo me ayudara a incursionar en mi propio pensamiento, en el mundo interior.
La inacción ciertamente no impide esa incursión en nosotros mismos, pero nos priva de pensar con todo el cuerpo. Y él se reserva, tal vez incluso desconfía del valor de nuestras afirmaciones, porque no lo hicimos colaborar con nuestro pensamiento. Deseo la muerte mil veces por día y me curo como si quisiera vivir cien siglos. En ese lugar estoy. Como tantos otros, pensé en matarme, en darle una mano a esta muerte que desde hace mucho tiempo coquetea conmigo. A menos que sea yo quien coquetea con ella, sin saberlo. Me gustaría que mi muerte se hiciera sin mi intervención, yo que en toda mi obra mostré tanto amor por la vida. Y lo que me retiene también en la tierra es eso que espera su turno en mi cabeza, su turno de acostarse todo a lo ancho sobre el papel del escribano.
Me enfurece constatar que los problemas pequeños me molestan casi tanto como los grandes. Mi pluma, que se niega a dar tinta, se puso a vomitar de golpe sobre mi papel. Mi depósito de paciencia está seco desde hace algún tiempo y casi todo me resulta insoportable.
Colonia Suiza
9 de setiembre de 1940
El sufrimiento físico toma carrera para saltar a un punto preciso de la conciencia, el aburrimiento tiene el don de salpicar para todos lados. Pero uno no toma la pluma para decir que está aburrido. Yo me pongo así de cualquier manera, en este austero hotel del Prado, cuando no estoy con dos jóvenes muchachas que despiertan mi humor somnoliento o directamente dormido. Con ellas hablamos de no importa qué y nunca es tedioso, porque son agradables de ver. Cuando el ojo está contento, el resto le sigue.
Una de ellas me ofrece violetas. ¡Será que soy viejo! La otra propone venir a cuidarme a mi habitación, ya que tengo gripe. ¡Si tendré pinta de enfermo que dos muchachas jóvenes admirablemente educadas y lindas hacen lo que, si tuviera veinticinco años menos, serían avances amorosos!
Estoy comiendo solo en mi mesa. Las dos jóvenes muchachas (una de las cuales está seriamente enferma de un pulmón) hablan en una mesa vecina, un poco más alto que lo habitual —tal vez para que las escuche o para distraerme, o al menos eso me gusta creer—.
Durante las noches de insomnio soy víctima de pronto de una falsa clarividencia, de una iluminación tramposa. No me siento nunca indiferente (eso que prepara tan bien al sueño). Me felicito o me insulto, me hago reproches o me aplaudo, pero sería tan bueno olvidarlo todo sobre la almohada, borrar el cuerpo y el alma para dormir. Pienso en la oscuridad en lo que podría escribir. Me vienen ideas o versos. Los ahuyento. ¡No es el momento! No se trata de otra cosa que de dormir, pero surge otra idea, otro verso en medio de todo este negro, agradablemente coloreado por la luz difusa del cerebro despierto. ¡Silencio! Cuanto más quiero hacer callar a mis nervios más los azuzo, más los fustigo al vacío del precipicio nocturno. Mi cerebro, en su caja con algo de pelo, mis nervios, el largo de mi cuerpo hacen tanto ruido en la oscuridad que no hay manera de oírse, aunque todo ese ruido se mantenga perfectamente subjetivo, clandestino.
Mi razón, como una pobre celadora de la que los estudiantes mayores o de su edad se burlan con crueldad, tiene a bien gritar: ¡Silencio! Hay un bullicio terrible en este dormitorio interno en el que nadie puede dormir, donde todos —corazón, hígado, nervios, riñones, pulmones y el aparato digestivo en toda su extensión— se sublevan y es un auténtico motín, en un lenguaje sin fórmula o siquiera vocabulario.
Encendamos la luz, escribamos no importa qué. Oh, pluma, pluma bendita, tú que sólo impones silencio a mis órganos, a mis nervios, a todos esos anarquistas del mundo interior, pluma querida de cuyo extremo nacen las preciadas imágenes, tú que más que los hipnotizadores das calma y autocontrol.
Mi amigo Saurat dijo, en Modernes, que yo soy un escritor sano. ¿Es porque huyo de lo mórbido con todas mis fuerzas? Pero no puedo huir salvo enfrentándolo en verso o en prosa. Después de todo, tal vez eso sea lo que llamamos salud.
29 de mayo de 1941
Esta mañana tengo las ideas confusas, el cerebro exhausto se parece a un tordillo blanco que muestra, al alba, todos sus lados, incluso aquellos suplementarios, metafísicos. ¡Si hubiera trabajado por la noche, todavía! Pero no hice nada más que no dormir. Esta asombrosa fatiga sin nobleza que se debe simplemente a no haber podido conciliar el sueño me provoca una pena seca y sin compensación.
A veces me pregunto si yo sabría qué hacer para morir. Otros antes que yo no se fueron tan mal, pero yo que soy inútil me lo repito muchas veces. Las intermitencias continuas que sufro a menudo me convencieron, una tras otra, de todo eso que la vida tiene para-ser-abandonado. Ya tuve que abandonar —y definitivamente— la infancia, el liceo, mi vida de estudiante, mis primeros libros, los primeros años de mi matrimonio, los primeros años de mis hijos, para ver surgir en el otro extremo de la vida a mis nietos, mi cabellos grises o blancos, los problemas de salud, duplicados, triplicados, como un lanzamiento de fuegos artificiales en el que yo hubiera hecho todos los gastos y fuera el único espectador, porque uno siempre está solo para verse (y sentirse) arder.
Escucho al médico. Nos inclinaremos sobre el aljibe oscuro de mi cuerpo, donde él lanzará algunas piedras para oír el cercano ruido de muerte o de la vida, si todavía tiene espesor. Escribo esto sin la menor emoción. Pensé tanto en la muerte que no me toca más (en el sentido en que se dice “esta herida toca tal músculo”). Al contrario: la matanza de la guerra, tantos corazones, tantos hígados arrancados, tanta materia cerebral desparramada, de piernas y de brazos lanzados en el aire me dejan más que frío frente a las incomodidades de mi cuerpo, a las drogas que les aplico, a los problemas que me causan.
...Esta noche del 17 al 18 de enero de 1943, supe al fin exactamente cómo podría morir de un paro cardíaco. Y sin la menor angustia. Una ligera asfixia, me tomé el pulso, sentí la arritmia. Los nervios del corazón me dejaron por un instante, se desinteresaron de mí. ¡Se desarrolló por sí solo! Después, todo regresó al orden milagroso de la vida y me volví sin placer a un sueño que, lo sentí, no sería asesino.
Pequeño diálogo
El psiquiatra. —Usted teme morir. Por eso le voy a decir y repetir, yo que soy especialista en el tema, que en nuestros días uno ya no muere por enfermedad. La medicina, la farmacología, la higiene física y mental se han aliado de tal manera que la muerte no es más que un recuerdo e interviene cada vez menos en los asuntos humanos.
El enfermo (con timidez). —Sin embargo, si creemos en las estadísticas y la tierra removida de cementerios y la prosperidad de las casas de pompas fúnebres…
El psiquiatra. —¡Y usted cree todavía en las pompas fúnebres en pleno siglo XX! ¡Usted, un poeta moderno, cree en los caballos con penachos negros con su trotecito ridículo y en esos hombres de la bolsa que son los hombres de las funerarias! 1 Y en cuanto a los cementerios, ¡permita que me ría! No hay en ellos más que cráneos viejos, algunos pares de tibias prehistóricas, residuos de antes de las vitaminas y las hormonas. Nada de eso tiene sentido en nuestros días.
El enfermo. —Sin embargo, creo que ayer mismo vi pasar un cortejo fúnebre.
El psiquiatra. —¡Cree haber visto! Es lo que yo digo. En fin, siga mi consejo: cuando crea ver pasar eso que usted llama un cortejo fúnebre, dígase a usted mismo que no es nada y mire para otro lado.
El enfermo. —Por mi parte, yo los saludo, siempre se me dijo que era lo más educado.
El psiquiatra. —¡Los saluda! Ya le decía yo que usted siente por estas visiones un placer mórbido. ¡Levanta el sombrero! ¿Qué quiere que le diga?
El enfermo. —No diga nada, yo me voy.
Marzo de 1946
Pronto volveré a Francia, después de siete años de estadía en Uruguay. Aquí no me siento exiliado salvo por la lengua, yo que jamás escribí sino en francés. Ni por un momento me sentí en el extranjero, tanta es en todas partes la amistad con Francia. Me pregunto incluso cómo no dejé, durante mi estadía de siete años, de pensar en francés. Es cierto que siempre consideré la lengua española como una gran señora de la que había que cuidarse, siempre lista, si me distraía, a echar mano de todo mi universo interior (que se expresa en francés). Siempre le cerré deliberadamente al español mis puertas secretas, esas que se abren en mi pensamiento, en mi expresión y, en suma, en mi alma. Si alguna vez llego a pensar en español es sólo por bocanadas cortas que se traducen, más que en frases completas, en unos pocos borborigmos de lenguaje. Hablo, pienso, me enojo, sueño y me callo en francés, pero cada vez estoy más obligado a mantenerme en guardia, por lo poco que leo. Me cuesta más leer que escribir, habitar el pensamiento de otros más que el mío, donde sé dónde está la casa, siempre lista para recibirme.
No se sabe, es claro, en qué momento se producen las infiltraciones de una lengua en la otra. Pero de golpe, al levantar los ojos del espíritu, uno ve como humedad en el cielorraso, y, si no es cuidadoso, podría comenzar a llover a cántaros el español en nuestra habitación de pensar…
En agosto de 1939 el poeta franco-uruguayo Jules Supervielle (1884-1960), acompañado de su esposa, Pilar Saavedra, y de su hija menor, Anne-Marie, viajó al Río de la Plata para asistir a la boda de su hijo Henry. Aunque había previsto quedarse hasta mediados de octubre, algunos días después de su llegada comenzó la Segunda Guerra Mundial y la familia decidió no regresar a París. Inquieto por sus hijos que quedaron en Francia y por sus dificultades financieras (el banco Supervielle entraría en bancarrota a los meses), además de por su endeble salud (mayormente problemas cardíacos y respiratorios), en 1940, mientras escribía una obra de teatro para distraerse, debió ir a Colonia Suiza, a una cura de reposo de la que sólo saldría para volver al tiempo.
En esos años de estadía forzada entre Buenos Aires, Montevideo, Colonia Suiza, el este del país y la estancia familiar en San José, a la vez que escribía algunos cuentos de temas mitológicos y feéricos, como los que publicaría en México en 1942 en el volumen Le petit bois, y las piezas de teatro de inspiración literaria Robinson y Shéhérazade (publicadas luego de su regreso en Francia, en 1948 y 1949, respectivamente), Supervielle compuso sus “Poèmes de la France malheureuse” y llevó un diario íntimo en el que plasmó todas sus preocupaciones, que llamó “Journal d’une double angoisse” y publicó (junto con algunos otros textos) en la edición corregida y aumentada de 1951 de su libro de memorias Boire à la source, originalmente aparecido en 1933.
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Hay en esta oración un juego de palabras doblemente imposible de traducir al español. En el original se lee ces croquemitaines que l’on appelle croque-morts; la última palabra, que designa a quien trabaja en las funerarias, no tiene equivalente en castellano. ↩