Un recorrido turístico funciona con ciertos mecanismos de puesta en escena. Mauricio Bruno describe algunos de los hilos que mueven a un Perú moldeado por las expectativas de sus visitantes.

El turismo no es una actividad, es una actitud, una forma de estar en el mundo. Suele decirse que es como un tío pervertido que se roba la pureza esencial de los pueblos, las playas, las ciudades. Eso no es así. Si llegáramos a esos lugares mediante vías éticas y cronológicas alternativas a las que proponen las agencias de viaje, si fuéramos a ese lugar que todavía no se puso de moda para estar en él habitándolo, conoceríamos las mismas perversiones que hay en nuestro barrio.

Salgo de vacaciones luego de dos años. Destino: Perú. Primero, una adaptación a la altura en Cusco, dos días. Después, caminar por la montaña, la yunga y el bosque cuatro días, hasta llegar a Machu Picchu. Finalmente, descanso en Lima.

En las montañas conozco a una mujer. Hecha la pregunta de rigor, a regañadientes, confiesa que es médica. Oculta su profesión porque sabe que en estas caminatas (entre 15 y 20 kilómetros por día, subida y bajada, a 4.000 metros de altura, pasando del bajo cero a los 30 grados, lluvia, sol, nieve) la gente se enferma mucho más de lo normal y ella no quiere trabajar durante las vacaciones. Sólo intervendrá, dice, en caso de extrema emergencia. Pero ante vómitos o cagalera, que se arreglen, para qué vinieron. Me parece perfecto. Yo soy historiador y no le digo a nadie, no sólo porque no quiero que me agarren de guía sino también para no verme forzado a explicar que esa condición no me hace disfrutar más el viaje; todo lo contrario. Cuando uno llega a esos sitios que fueron habitados por culturas desaparecidas lo que encuentra no es el pasado, ni siquiera sus restos materiales, sino un relato que se basa mucho más en el deseo de complacer a los turistas y reforzar la imagen que previamente se han hecho de ese lugar. Todo me parece trucho.

Pero si la conciencia de estar lidiando con una ficción diseñada con fines de lucro me aleja al principio del entorno, rápidamente entiendo que esa ficción es el Perú real, que no hay otro Cusco, otro Machu Picchu, otro Valle Sagrado que los que la industria turística ha construido para el disfrute de los viajeros, o que si los hay —por lo menos para mí— son infinitamente menos importantes que estos, que se imponen y devoran a los otros.


Es cierto que la fotocracia rige nuestra cultura desde hace mucho tiempo, pero en este viaje noto un cambio, casi imperceptible al principio, grosero después, en las formas de ejercer el gobierno.

Llego al punto más alto de la montaña Salkantay, a 4.600 metros sobre el nivel del mar. Hace dos días que no como y no duermo —un producto indeterminado me ha carcomido el estómago— y en el aire no hay oxígeno, así que lo primero que hago es tirarme a descansar sobre una roca más o menos plana. Lentamente, me relajo. Cuando empiezo a dormirme, siento unos ruidos e intuyo que se dirigen a mí. Abro los ojos. Un gringo con una cámara de fotos gesticula hacia algo que está detrás de mí y me habla en inglés. Entredormido, no entiendo. Entonces, un uruguayo bien cipayo, avergonzado de mi conducta, me grita en español que me levante, que estoy acostado “en la roca de la foto”, y que por lo tanto mi presencia impide que la gente haga lo que vino a hacer, o sea sacarse fotos. Contesto una grosería en castellano y me levanto. Trato de explicarle —aunque ya sabe de mis precarias condiciones de salud— que el descanso de una persona debería ser más importante que la foto de otra, que es una cuestión de prioridades, que en todo caso los gringos deberían sacarse la foto en otro lado o esperar hasta que me levante. Me mira extrañado, como si perteneciéramos a culturas distintas. Varias veces más voy a vivir cosas así.

En Machu Picchu descubriré sitios donde uno no puede permanecer más que los cinco segundos indispensables para sacarse una selfie. Si te quedás ahí sin cámara algún guía turístico va a gritarte que te corras, porque seguro estás arruinando la foto de alguno de sus clientes. Paradojas del turista: ir a lugares tapiados de gente pero ansiar la foto en la que esa gente no aparece, querer de fondo un Machu Picchu vacío, sentirse Indiana Jones descubriendo un templo perdido.

Machu Picchu.

Machu Picchu.

Foto: Luciana Bukoviner

Instagram ha creado nuevas formas de trabajo. No me refiero sólo a los influencers que andan por el mundo con sus cámaras y micrófonos profesionales captando imágenes y sonidos que transformarán en historias editadas para espolear el deseo de sus seguidores y de esa forma devolver transformado en demanda el financiamiento que les prestan las agencias de viaje, sino a los objetos de esas imágenes y sonidos: cholas y alpacas, sujetos estereotipados que deambulan por las calles de Cusco como si fueran habitantes reales pero que sólo están ahí para que el turista distraído les saque una foto y luego pedirle propina. Al principio uno no se da cuenta. Tantas veces hemos visto en la televisión o en las revistas a “las típicas cholas”, investidas de la capacidad de representación de una cultura, que creemos que son reales. Pero basta con amagar un movimiento de cámara y mirarlas a los ojos para descubrir la trampa. No hay tantas en la plaza de armas, que es más bien el coto de caza de los walking tours, los arbolitos y los esforzados relacionistas públicos que prácticamente te secuestran para que vayas a comer a su restaurante. Pero si uno se aleja dos o tres cuadras aparecen siempre en las esquinas, como si estuvieran esperando algo. O es que están esperando algo, su presa. Me las cruzo una vez y me gusta la luz del entorno. Camino hasta el final de la cuadra para poder sacar una foto que las incluya en segundo plano, fuera de foco. La saco, a unos 50 metros de distancia. Cuando vuelvo y paso junto a ellas me doy cuenta de que captaron algo. No pueden pedirme propina porque saben que la foto no es sobre ellas, pero me ofrecen que ahora sí les saque una, de frente. Les digo no. Empate.

Los campesinos usan trajes coloridos para captar el interés de los turistas.

Los campesinos usan trajes coloridos para captar el interés de los turistas.

Foto: Luciana Bukoviner

En esas calles, además de cholas, hay una amplia oferta de masajes. Chicas que en su gran mayoría bordean los 20 años (algunas parecen mucho más jóvenes) los ofrecen discretamente, sin insistir.


Antes de venir algunas personas me dijeron que Cusco estaba toda comida por el turismo, que ya no tiene identidad, que en la plaza hay un McDonalds, un Starbucks, un Kentucky Fried Chicken. Y es verdad, pero el vacío de la ciudad no radica en eso. Si algo supura un hedor a truchez en las calles del centro no es la presencia de franquicias multinacionales de comida rápida (¿por qué debería no haber?), sino justamente lo contrario: el esfuerzo de la ciudad o de ciertos actores económicos que no llego a identificar (¿son capitales locales o transnacionales los que controlan la oferta culinaria, textil, los tours por los pueblos, ríos y montañas?) por atarla al pasado, por representar en ella la imagen de “lo indio” que, se supone, esperan —y no suponen del todo mal; el éxito de la iniciativa es evidente— los turistas occidentales.

Un ejemplo: vuelvo al Salkantay, 4.600 metros de altura, frío acalambrante. Ya todos sacaron las fotos que se supone que hay que sacar —“el cartel de la foto”, “la roca de la foto”... los guías incluso lo expresan de esa manera: “acá es para tomar fotografías”— y ahora viene el ritual. Luna, que así se hace llamar nuestro guía principal, nos pide respeto por su cultura, lo cual es sinónimo de participar.

La cosa consiste en ponernos en ronda y tomar cada uno tres hojas de coca que reparte Yeray, el guía secundario. Luna explica en castellano e inglés qué es lo que va a hacer, pero su explicación es muy larga. A mi juicio, teniendo en cuenta que estamos a temperaturas bajo cero, deberíamos movernos. Pienso en eso mientras lo escucho. Modula la voz para asemejarse a lo que supongo que cree que es la forma de hablar de un sabio de la tribu. Intercala silencios dramáticos para crear expectativa. A los cinco minutos pierdo la vergüenza y abandono la ronda. Respetar una cultura no es lo mismo que practicar sus rituales, le responderé si me dice algo, y de la misma forma en que respeto a los católicos pero no voy a misa, no voy a andar jugando al inca sólo por estar de paso en Perú. Así que me alejo y vuelvo a mi roca del descanso. Luna me mira, pero sigue. Ahora hablan en quechua. Mis compañeros de viaje —uruguayos, canadienses, franceses y alemanes, 15 en total— sostienen la coca con la mano extendida. Luna señala los cuatro puntos cardinales y habla del puma, del cóndor, de otros animales. Les pide a los del grupo que deshagan la coca entre sus dedos y que la suelten para que vuele con el viento. Fin del ritual. Me gustaría preguntar si a alguien eso le ha significado algo, pero no quiero ser violento. Todos tiemblan de frío.

No es el único ritual en el que voy a participar en el viaje. Al comienzo del tercer día de caminata, cuando vamos a tomar un camino en el cual ya no es necesaria la presencia del muchacho que ha venido arreando a los caballos que cargan los bolsos ni la del cocinero que hace el rancho en los campamentos en donde pasamos las noches, Luna reúne a los castellanoparlantes y nos explica que es de estilo darles una propina. Luego hace lo propio con los gringos. Me resulta un poco violento, ya que la agencia que contrató a los guías prometió que con el pago inicial estaba todo saldado. Pero soy un ser social, en esta me pliego. Juntamos la plata y se la vamos a dar a Luna para que la reparta pero nos dice que no, que vamos a dársela personalmente a sus destinatarios, y para eso, otra vez, hay ceremonia. Todos en ronda, pasa el cocinero, dice su nombre, edad, lugar de nacimiento y cómo se conforma su familia. Lo mismo el arriero. Luego, cada uno de nosotros se presenta y después, de a uno, como los jugadores de fútbol cuando saludan al equipo rival antes de empezar el partido, les estrechamos la mano. Al final, un miembro seleccionado del equipo —gracias a Dios no me toca— pronuncia unas palabras de agradecimiento y les vuelve a estrechar la mano, pero ahora en ese gesto les pasa el dinero, medio de canuto, como dicen que hacía Óscar Magurno cuando repartía los premios a los jugadores en la época gloriosa de Welcome.

El cocinero está canchero, tiene unos 40 años y debe haber pasado por estas cosas mil veces, pero el arriero es un muchacho muy joven y claramente pasa vergüenza. Alrededor, el ritual se repite en otros cinco o seis grupos de viaje que acamparon con nosotros. Luna está sonriente, su ritual es un éxito. Me pregunto si habrá representaciones más cristalinas del colonialismo.

Nuestro campamento funciona con lógica militar. Todos los días, a las 4.30 de la mañana, el cocinero golpea las carpas y nos ofrece un té de coca a los gritos. Es la señal de que hay que despertarse. A partir de entonces, media hora para recoger el sobre de dormir, armar los bolsos y llegar al punto designado para el desayuno, que se extiende por 25 minutos. Luego, cinco minutos para ir al baño y a las 5.30, a caminar. A la noche, cena; nadie puede irse a dormir antes de que el guía comunique las instrucciones específicas para el día siguiente. Me sorprende lo rápido que el grupo acepta las premisas de funcionamiento. Incluso las supera. Llegado un punto, hay quien pide permiso para ir al baño o para levantarse de la mesa. Pienso en las formas en que se construye la obediencia. Estamos cansados, tenemos hambre y frío, no conocemos el territorio. Vamos a hacer cualquier cosa que Luna ordene. Es nuestro líder.

Quizá sea injusto con Luna. Es cierto que no nos caímos bien, pero reconozco su profesionalismo. A diferencia de Yeray, que sólo tiene a su cargo cerrar la fila de caminantes y cuidar que nadie se quede por el camino, Luna, además de ir siempre a la vanguardia, es el responsable de la compleja logística del viaje. Debe asegurarse de que los lugares establecidos para dormir estén efectivamente disponibles, que haya comida, que los participantes de la caminata entiendan y respeten el itinerario y que al final todos puedan volver a Cusco en tiempo y forma para seguir sus respectivas vacaciones. Y sin dejar en ningún momento de transmitir alegría, ya que parte importante de su tarea es caerles simpático a sus clientes. Para ello, por momentos, adopta el papel de coordinador de un viaje de egresados. Hace payasadas, chistes malos, y cada cinco minutos se ríe a carcajadas. Una de sus primeras humoradas ocurre en la primera ceremonia del viaje, cuando nos pide que inventemos un nombre para el grupo. Tener un nombre es necesario porque hay momentos en que deberemos reunirnos rápidamente en medio de lugares con mucha gente, y qué mejor forma de hacerlo que utilizando un denominador común. Como nadie dice nada —Luna lo prevé, tiene experiencia—, propone un par de títulos anodinos hasta que, en el tercero, activa la tecla del humor: Sexy Pachamama. Risas generalizadas, el nombre queda por aclamación. Más adelante, ya cansado, nos llamará varias veces Sexy Machu Picchu, probablemente confundido con el nombre del grupo que condujo la semana pasada.

Sé que no podría haber conocido tantos lugares maravillosos en este viaje de no haber sido por Luna, o por cualquier otro guía de similares características que me hubiera tocado en gracia. La laguna verde de Humantay, el vuelo de los cóndores, el alud de una montaña —el ruido es atronador y la nieve, aunque esté muy lejos, parece que va a sepultarnos— son experiencias inéditas para mi ser urbano.

Pero no poseo experiencia haciendo trekking, no sabría qué hacer ni para dónde ir en medio de la yunga o de la montaña y no tengo respuestas psicológicas para afrontar el malestar físico extremo que siento al principio, cuando camino a razón de 20 kilómetros diarios sin comer ni dormir, doblado de dolor por un ataque al hígado. Los guías dicen “ya vas a estar mejor”. Sé que mienten, pero igual me transmiten calma.

Todos los días, antes de llegar a nuestros campamentos, Luna nos pide que le demos nuestras botellas de agua vacías, como si quisiera evitar la proliferación de basura en la montaña. Luego se las entrega discretamente a quien sea que se encargue del pequeño almacén del campamento. Esa persona las llena con agua de la montaña y después nos las venden a 2,5 dólares el litro (en la cena no dan agua, no queda otra que comprarla). También cobran por usar el baño. Un día que varios precisamos caballos para movernos porque estamos muy enfermos para caminar, Luna habla con un arriero. El precio del alquiler lo arreglan en secreto. Luna nos lleva a comer a un restaurante espantoso en Aguas Calientes. Es obvio que de todo ello saca comisión, así que no le cuesta mucho poner cara de senséi japonés y negarse cuando, al final del viaje, un grupo de uruguayos quiere pagarle una propina; ya tiene bastantes.

La noche antes de subir a Machu Picchu Luna nos reparte una encuesta. Dice que nuestras respuestas lo ayudarán a mejorar el servicio. La leo y lo primero que pide son datos personales. Lo segundo, un juicio sobre la actuación del guía. La única parte que completo es “Observaciones”, donde pongo que la encuesta debería ser anónima, y así la entrego. Luna la mira, me mira, no puede creer. Trato de explicarle que nadie va a contestar sinceramente una encuesta en la que se piden datos personales y juicios sobre la persona que todavía no ha terminado de hacer su trabajo y que, en efecto, la información que se desprenda de ella no le servirá para nada. Lo que Luna no entiende es que no obedezca. Trata de convencerme con una de sus sonrisas —creo que las juzga encantadoras—, pero al segundo se da cuenta de que es inútil. Entonces pone cara de me chupa un huevo, se lleva su Sprite a la boca y se queda con la mirada perdida mientras todos escriben sus impresiones. Es su mirada más sincera. Siempre que siente que nadie le presta atención, deja el traje de payaso y se relaja.

Me sorprende ser tan obtusamente batllista como para tardar tanto en enterarme, pero finalmente comprendo que la razón principal por la que la mayoría de la gente hace esta caminata es espiritual. Aspiran a conectar con algo trascendente aunque no sepan qué; por supuesto, el viaje está diseñado para eso. Los viajeros más imaginativos se encargan de sus propias meditaciones; los menos, se pliegan a alguno de los rituales enlatados que ofrecen los guías. Todo gira en torno a la tierra, las hojas, las plantas, el pasto, el viento, los animales. Es una puesta en escena del realismo mágico, y obviamente los gringos son los que se la toman más en serio. ¿A qué góndola del mercado de las representaciones nos confina este discurso folclórico en torno a la Pachamama? Europa y Estados Unidos son la ciudad podrida, la contaminación, la tecnología que nos priva de la sensibilidad, mientras que América Latina es lo natural, el pasado, la pureza, una reserva de animales que tiene ante el mundo la responsabilidad de ser siempre igual a sí misma, un remanso para los gringos que aquí creen guarecerse de la vida moderna.

Turistas en Cusco.

Turistas en Cusco.

Foto: Luciana Bukoviner

Sobre el final del viaje, subiendo a Machu Picchu me encuentro con cuatro estadounidenses que apenas pasan de la adolescencia. Caminan diez metros delante de mí, y como llevamos más o menos el mismo ritmo supongo que vamos a hacernos compañía hasta la cima. Eso no sería un problema si no fuera por el hecho de que traen un parlante y escuchan Guns N’ Roses a un volumen muy alto, me crispan los nervios. Pienso en decirles que lo apaguen, pero no sé cómo se lo tomarán. Mi experiencia en Uruguay con ese tipo de reclamos no es buena. Hasta que, sin pensarlo, les digo: Respect inca culture, please! Avergonzados, apagan.


Aguas Calientes es el gran otro de Machu Picchu. Los separan 20 minutos en bondi o una hora y media a pie. La mayoría de la gente duerme en Aguas Calientes y al otro día sube a Machu Picchu, aunque algunos también pasan allí la noche siguiente, descansando de la montaña. Machu Picchu es la ciudad sagrada, Aguas Calientes es como Las Vegas. Sólo hay hoteles, restaurantes, tiendas de chucherías, colores estridentes y turistas con ganas de fiesta. Pienso que el contraste es funcional y necesario. Machu Picchu te carga de energía, Aguas Calientes te dice cómo y dónde ponerla.


Si el mundo fuera gobernado por turistas no existiría la guerra. En el contexto de un viaje, un sionista radical y un miembro de Hamás podrían compartir una cerveza, hablar de la situación política de sus respectivos países, recomendarse otros lugares para visitar y bromear sobre aspectos simpáticos de la cultura local. Todos somos amigos, todos reímos, todos la pasamos bien cuando somos turistas, una condición que —e incluso más en lugares como Cusco y sus alrededores, donde los que estamos de paso nos concentramos en número de manera acalambrante— te da derecho inmediato a una relación de cercanía con otros turistas. Quizá es una reacción defensiva ante la siempre potencial hostilidad de los locales. (Ya en el aeropuerto, cuando hay que negociar con el taxista la tarifa para que te lleve hasta el centro, uno tiene la sensación de ser un billete andante a ojos de los cusqueños). El extranjero, entonces, es alguien que puede protegerte, o por lo menos alguien que no te va a cagar. Por eso es muy fácil establecer vínculos.

Turistas en Machu Picchu.

Turistas en Machu Picchu.

Foto: Luciana Bukoviner

Pese a mis carencias formativas, rápidamente me sorprendo hablando inglés. Es que todos me hablan en ese idioma. Incluso los cusqueños que atomizan en la plaza principal ofreciendo tours y restaurantes me insisten en un inglés precario cuando les respondo que no en perfecto castellano. No oyen, repiten automáticamente su mantra, tanto que al rato me contagio y también les respondo en inglés. Pienso: “Pobres peruanos, todos tomados por la cultura gringa, ya ni hablan su lengua”, hasta que oigo un poco más y reconozco algo obvio que me resultaba invisible: muchos de los que hablan castellano lo hacen con las mismas dificultades con que hablan inglés, porque su lengua es el quechua. El castellano es un idioma tan impuesto como el otro, así que mi deseo de hablarles en esa lengua y demostrarles que no soy un gringo sino uno de ellos es francamente patético.

El quechua aparece en dos tipos de instancias. Una mañana salgo del hostel y subo por la cuesta de Santa Ana. Vi en internet que por ahí bajó Francisco Pizarro hace más de 600 años, la primera vez que llegó a Cusco. Extrañamente, dicen, todavía no es un lugar explotado por el turismo. En las primeras cuadras, sin embargo, me cruzo con algunos extranjeros, pero todos desaparecen después de una puerta parecida a la de la ciudadela de Montevideo, cuyo nombre no recuerdo, pero que parece más fruto de una política conmemorativa contemporánea que resto colonial. Alrededor hay una especie de plaza/estacionamiento con mirador a la ciudad. No es muy interesante. Los turistas dan vueltas buscando algún atractivo escondido, pero terminan sacándose fotos con la puerta, sólo por hacer algo.

Después, bajan. Yo sigo subiendo y, ahí sí, la ciudad se transforma. Por todos lados hay casas a medio hacer y un albañil solitario. Un holandés que vive en el hostel hace diez años —sí, hace diez años— me dirá después que Cusco está cambiando rápidamente, que las laderas de las montañas estaban casi vacías cuando llegó pero que ahora las casas crecen como hongos, supone que por la migración interna.

Subo por la cuesta serpenteante sin tomar ningún desvío, para no perderme, por algo así como una hora. La calle se va angostando hasta que se transforma en un camino de tierra metido entre las casas. Diez minutos después encuentro una escalera. La subo y, como en una novela de Murakami, aparezco en medio de una avenida muy grande, casi una carretera, algo así como los accesos a Montevideo. Sigo por ahí. A mi derecha, el centro de Cusco parece perderse a miles de kilómetros de distancia, pero en verdad no está muy lejos, la distancia es un espejismo causado por la altura y la vista panorámica. Al final, llego hasta una feria tapiada de gente. Alrededor, una estación de servicio, una ferretería, una farmacia. Un barrio común y corriente, no muy diferente a Paso Molino un sábado, sólo que nadie habla castellano.

La otra instancia en la que aparece el quechua es cuando se habla de plata. En ese sentido, los cusqueños me hacen acordar a mi madre. Hace muchos años, cuando ella y mi abuela querían tratar algún tema sensible sobre el que nadie más debía saber —o simplemente cuando querían pelearse—, hablaban un dialecto similar al albanés que habían traído de su pueblo de origen, en Italia. Podían hablar a los gritos frente a todos y nadie más entendía una mierda. Los guías turísticos de Cusco hablan preferentemente inglés, castellano a veces, y quechua cuando tienen que resolver cuánto se le va a cobrar a la gente. De esa manera, pueden acordar entre ellos sin exponerse. La forma sutil en que pasan de una lengua a la otra es una obra de arte, es como si una cápsula de acrílico de pronto surgiera del suelo para aislarlos de nosotros. Los vemos, están a un metro de distancia, pero no podemos oír lo que dicen.

Los turistas hacemos algo parecido pero al revés. Hablamos de ellos, frente a ellos, como si no pudieran entendernos o como si no estuvieran. Ellos hacen silencio, dejan que pase. Me subo a un taxi con unos uruguayos y unos argentinos. Se ríen de la Tigresa del Oriente, de la pobre oferta culinaria de los mercados populares (“comen papa con papa”), de que todo en la ciudad parece a medio hacer, de los programas de televisión bizarros... Miro al taxista y no se le mueve un pelo de las cejas. Es como si no estuviera, como si el auto se manejara solo. Para el turista, la población local es parte del paisaje o de la infraestructura. Es un atractivo para sacarle fotos o un medio de transporte para conocer otros paisajes.


Finalmente, voy a Lima. A diferencia de Cusco, me parece una ciudad espantosa. La luz gris mortecina, la niebla, la humedad permanente, el piso mojado pero sin lluvia, la imposibilidad de reconocer el paso del tiempo me deprimen. De noche, la iluminación artificial mejora un poco las cosas. En la calle ya no me ofrecen tours ni restaurantes, sólo drogas y putas. “Colombianas, venezolanas, consulte”, repite un hombre que camina unos metros detrás de mí durante media cuadra, como para que lo oiga pero que no piense que me habla sólo a mí. Drogas y putas, ahí radica, parece, el único interés de los pocos turistas que hay en Lima. Lección importante: nunca decir que uno es uruguayo. En el imaginario global la legalización de la marihuana nos ha transformado en la nueva Jamaica y todo el mundo cree que los uruguayos nos encajamos con lo que sea, lo cual vuelve a los mercaderes de la droga un tanto más insistentes.

Un día voy al Real de San Felipe, una fortaleza del siglo XVIII que los españoles construyeron para proteger el puerto. En la visita casi no hay turistas, es más bien un paseo de domingo para los limeños. Pago 15 soles (algo así como 150 pesos) y un guía nos conduce durante la recorrida explicando los principales hitos de la historia de Perú, tengan o no algo que ver con la historia de la fortaleza. Hay una sala dedicada a la piratería, ya que una de las principales funciones de la fortaleza fue proteger de estos bandidos a los cargueros españoles que llevaban metales preciosos a la madre patria. Sobre una tarima, un maniquí vestido como una mezcla del Hook de Dustin Hoffman y el Jack Sparrow de Johnny Depp domina el centro de la sala. A sus pies, bolsas llenas de monedas de plástico brillante. Tiene espada, parche, un loro en el hombro. Los niños se acercan, curiosos, y cuando están muy cerca el pirata los ataca. Uno de los niños salta hacia atrás, el otro se queda petrificado. Se encienden las luces de la tarima y empieza a sonar la música de Piratas del Caribe. El pirata —que ahora descubro que es de carne y hueso— ríe a carcajadas, convoca a los niños, que de a poco se relajan y acuden a su llamado, se sacan fotos, les piden a sus padres que paguen los cinco soles que sale cada espada de plástico.

Por primera vez en el viaje tengo la sensación de estar ante un producto cultural auténtico. A diferencia de Cusco, aquí no hay pretensiones de pureza, no hay reserva natural, no hay la idea de la cultura nacional como una serie de prácticas u objetos congelados en el tiempo. La historia se presenta como lo que es, un relato embebido en las narrativas y las jerarquías culturales del presente, en este caso en el poder performativo de la industria cultural norteamericana. Pop latino, diría el fotógrafo Marcos López.

El día antes de irme paso por la Casa de la Literatura Peruana, un centro cultural con biblioteca, cafetería, sala de estudio y espacios para exposiciones que funciona en lo que fue la sede del Ferrocarril Central. La biblioteca se llama Mario Vargas Llosa y está decorada con fotos cholulas del célebre escritor: Mario con Nelson Mandela, Mario posando con la mano en la quijada como todo un intelectual, Mario con Onetti y otras celebridades literarias. Cosas así. En las paredes también hay fragmentos de sus novelas o discursos. Leo lo que dijo cuando ganó el Nobel. Mario se muestra orgulloso de pertenecer a una cultura “que no tiene identidad porque las tiene todas”. Celebra los tejidos prehispánicos “que se exhibieron en los mejores museos del mundo” como Julio César Gard los goles uruguayos en el exterior; la cultura occidental y la “lengua recia” de Castilla que trajeron los españoles (luego “dulcificada” por los Andes); la “reciedumbre, la música y la imaginación efervescente” de los africanos. Imagino la idea como si fuera una foto: el escenario es la habitación de un palacio francés del siglo XVIII. Al centro, un conquistador español lee concentrado a Cervantes a la luz de una vela. A un lado, una chola viejita teje unas mantas de alpaca. Al otro, un negro enorme y musculoso baila frenéticamente. Conviven en armonía.