—Me estás tomando el pelo.

—No, te lo digo en serio. Mirá: si me equivoco, te pago una cerveza.

Los dos adolescentes empujaron la puerta batiente y entraron al baño del McDonald’s, que estaba impecable pese a que todavía no terminaba la hora pico.

—¿Dónde está?

—Callate, boludo. Hacé que te lavás las manos.

Mientras uno abría la canilla y tomaba jabón, el otro arrojó al tacho de basura todas las toallas de papel que estaban sobre el mármol. Luego gritó:

—¡No hay con qué secarse las manos!

Oyeron pasos provenientes del sector de los mingitorios, desde donde apareció un señor muy alto y fornido, con una melena negra y cansados ojos celestes. Dedicó un gruñido a los jóvenes, y luego depositó la reposición de toallas sobre la mesada con tanta fuerza que el mármol se resquebrajó.

—Gra... Gracias —balbuceó uno de los muchachos, antes de tomar a su amigo del brazo y salir corriendo de allí con las manos mojadas.

—¡Te dije que era Conan el Bárbaro!

—Pero ¿qué hace limpiando baños en un local de comidas?

—Y, yo qué sé... De algo tiene que vivir.

El cimmerio observó la pila de toallas limpias dentro del basurero y se lamentó de que no hubieran podido ser útiles antes de morir. Tuvo que secarse una lágrima cuando un padre llegó con su hijo pequeño, quien terminó meando todo el piso.

Ese día tomó su hora de descanso en la terraza, contemplando las montañas agrestes que habían dado escondite a tribus salvajes y ahora tenían un teleférico que llegaba a la pista de esquí. El paisaje de la ciudad también había cambiado: el castillo del malvado Thoth-Amón se había transformado en un centro comercial, y en el sitio donde estaba la taberna en la que tantas veces se había emborrachado habían instalado una cafetería que ofrecía moschiattos y espressos.

Pensó en cada uno de los enemigos que había derrotado para llegar a aquel estado de bienestar. Recordó a tantos amigos caídos en el fragor de la lucha, aunque agradeció que no tuvieran que presenciar ese presente de acero inoxidable y ventanas con doble vidrio. Peor suerte tenían los que continuaban con vida.

Pisó el cigarrillo para apagarlo y regresó a su puesto de trabajo, donde una pelirroja aun más alta que él lo estaba esperando.

—No sé lo que hiciste esta vez, pero a la salida el jefe quiere verte.

Sonia había combatido espalda con espalda junto a Conan, enfrentando desde hordas de no-muertos hasta criaturas que escupían fuego. Ella se había patinado más rápido el oro de premio por las victorias, así que llevaba un tiempo mucho mayor escalando en las filas de la compañía.

—Tengo que volver a la caja. ¿Estás bien? Te noto raro.

El hombre le respondió que sí, que estaba bien, mientras recordaba la cantidad de inodoros que había desatascado esa mañana. Aprovechó para invitarla a tomar hidromiel para recordar los viejos tiempos.

—Perdoname, Connie —así lo llamaba—. Roberto sale a cenar con los compañeros del estudio jurídico y no tengo con quién dejar a los chicos. ¿No hay problema si lo dejamos para otra vez?

Le respondió que no, que no había problema, mientras recordaba las noches de sexo furioso en el Valle Ocre, antes de que Sonia se pusiera de novia con un abogado y de que convirtieran el valle en una plaza de estacionamiento, de donde el sereno lo había echado a patadas cuando lo encontró masturbándose.

—¿Me puedo sacar una foto contigo?

En el resto del día Conan apareció en ocho selfies, siete de ellas irónicas, y desatascó otros tres inodoros. Al terminar su turno se cambió la camisa por un chaleco de piel de oso y se dirigió a la oficina del jefe.

—Pasá, dejá la puerta abierta si querés. Es un segundito.

Del otro lado del escritorio se encontraba el gerente del local, un enano que en su mejor época podía matar a un ejército de orcos sin que le temblara el pulso.

—Tengo una diferencia de stock con los repuestos del baño. ¿Te estás llevando toallas de papel a tu casa?

Conan pensó en los adolescentes que habían llamado la atención, en las cámaras de seguridad fuera del baño y en cómo podría pasarse la siguiente hora y media revisando los videos para incriminarlos. Prefirió ahorrarse el trabajo.

—No —fue todo lo que dijo.

—Sabés que si precisás plata podés pedirme... A modo de adelanto de sueldo, claro. A un viejo conocido no se lo podría negar.

El bárbaro dio media vuelta y se retiró caminando despacito, mientras la ciudad se teñía de luces de neón y los bocinazos tapaban cualquier otro sonido. Tardó una hora en llegar a su modesto apartamento sobre la avenida principal, la misma por la que circulaban los esclavos cada vez que alguien conquistaba el territorio. Un post-it pegado en la puerta lo invitaba a “pasar un rato”, pero no tenía ganas de subir más escaleras hasta lo de su vecina, ni siquiera por la promesa de un revolcón sin culpas y un poco de hierba.

Calentó unos fideos y se dejó caer sobre el sofá, mientras en la tele un seudocientífico se preguntaba si la muralla que rodeaba la ciudad había sido construida por extraterrestres. Conan insultó en voz baja al televisor; había pasado toda su infancia transportando las piedras con las que levantaron ese muro. Buscó el control remoto y lo encontró sobre la mesita ratona, justo al lado de un pequeño cofre. Observó el candado de plata que lo mantenía cerrado.

—¡Volveré! ¡Volveré y el día que lo haga no sólo acabaré con ustedes, sino con toda la humanidad!

Aquellas habían sido las últimas palabras de Thoth-Amón, justo antes de que el cofre se cerrara. Decenas de guerreros habían perdido la vida en la batalla final y Conan literalmente caminó sobre sus cadáveres para recibir esa pequeña prisión de manos de Sonia, luego de que el enano que luego sería su jefe la asegurara con un candado mágico.

Recordaba que al otro día el sol había salido más amarillo, como si tanta sangre derramada lo hubiera desteñido. Dicen que en la semana siguiente se inventaron la lámpara incandescente, el aire acondicionado y la hamburguesa doble con queso.

Lo devolvió a la realidad una notificación del celular: Sonia le enviaba fotos de los mellizos jugando al PlayStation. Extrañaba recibir fotos de su trabajada anatomía cuando ambos estaban solteros. Era el único adelanto tecnológico que no le había producido náuseas.

Le mandó un emoji, sin estar seguro de haber utilizado el correcto. El cofre dio un saltito sobre la mesa ratona, como si Thoth-Amón supiera que habían pensado en él. Conan miró el cofre, miró el plato de fideos recalentados, miró el uniforme colgado en el respaldo de una silla. Por último, miró el armario en donde sus armas permanecían guardadas desde hacía años.

No estaba seguro de si quería volver a la época en la que su vida tenía sentido o si simplemente quería que todo se fuera al demonio, pero cada noche estaba un poco más cerca de desempolvar su vieja espada y usarla para romper el candado de plata.