Con la novela La entrada al paraíso Martín Lasalt (Montevideo, 1977) ganó el concurso Narradores de la Banda Oriental en 2015, y al año siguiente consolidó su lugar como narrador de la vida en los márgenes de Montevideo con Pichis. Luego apareció La subversión de la lluvia, donde se acercaba a la especulación científica. El próximo mes aparecerá su primer libro de cuentos, Un odio cansado (Fin de Siglo), y este es uno de los relatos que lo integrarán.

***

García se mira en el espejo del botiquín y le parece que podría ser el personaje de una película eslovaca, o franco-eslovaca, o franco-polaca, mejor. Un poco por las ojeras tan oscuras que tiene y ese brillo de los ojos descoloridos y casi ocultos bajo las cejas. Y además está esa luz verdosa y fría que entra por la banderola. Hay un ambiente, sobre todo un vértigo suave, triste, un poco desangrado. García tiene la sensación de que va a pasar algo más allá de su control. Al otro lado de la puerta podría haber una cucaracha gigante, una fila de monjas o, mejor, dos soldados pálidos y flacos que lo esperan para llevárselo. Uniformes grises, aliento de hambre, olor a sudor y un odio que alimentan de continuo pero que no les ha impedido darle la libertad de afeitarse antes de salir y con eso la ocasión de cortarse las venas, porque lo respetan. El hombre que García ve en el espejo de esta película franco-polaca es un viejo poeta que escribió los versos con los que la madre de uno de los soldados se dejó enamorar por el padre, un veterano de la Gran Guerra que regresó a su vieja Bremen natal loco y con una sola pierna. “La otra me la olvidé en Francia”, bromeó el resto de su vida, sin gracia. Así, loco, rengo y sin gracia se casó con la bella Isolde, la llenó de hijos y envenenó su joven corazón.

Durante el matrimonio Isolde dejó poco a poco la costumbre de levantar el talón mientras se acariciaba las trenzas y hacía ese movimiento de vaivén propio de las muchachas de su pueblo: hamacarse como una enorme nena que exagera su risa boba para gustar a los muchachos. Engordó, los ojos se le volvieron porcinos, le crecieron las manos y aprendió a reír de cosas cada vez más groseras, a medida que dejó de ser la bella Isolde y se convirtió en la vieja Isolde, viuda demasiado tarde, justo después de perder la pista del amor. El viejo soldado, ese puerco rengo que debió quedarse en Francia con su pierna muerta, se ha muerto por fin y ella sólo pudo decir “más vale tarde que nunca”.

Ayudó mucho a esta historia de amor el poema del hombre que está en el baño, en el espejo de García, y por eso los soldados, un poco melancólicos en víspera de Navidad, le permiten afeitarse, le dicen: adelante, pero no demore, o algo así. Fingen que le creen todo, tal como les ha pedido entre líneas el viejo con su gran cortesía.

Este judío miente bien, piensa el hijo de Isolde, miente con belleza. ¿Pero la belleza no es también una forma de la verdad? ¿O será que nos paga con estas palabras, su único dinero ahora, nos hace ricos a cambio de los minutos que le damos para que muera? ¿Podría pensar eso el muchacho? No, claro que no. Los soldados sólo dan por seguro que el poeta sacará la hoja de la máquina de afeitar con una parsimonia escalofriante y se cortará las venas de las muñecas y después se abrirá la yugular, si el pulso no le falla.

Pero García no se corta las venas. Hoy no, por lo menos. Se ha cepillado los dientes, nada más. Sólo se mira esa máscara de carne que es su cara y a medida que reconoce la dimensión de su fealdad siente como si la imagen del espejo se acercara muy despacio. El poeta que García imagina mira la navaja como a una amiga y sospecha la ansiedad y la angustia de los soldados al otro lado de la puerta. Hans y Otto están intranquilos, el tiempo corre, prenden sendos cigarrillos. El poeta escucha el fósforo: ¡chas!; adivina el balanceo de la llama, aspira él mismo como si también fumara, y siente luego el olor del humo y dice: el destino a un cigarrillo de distancia.

El poeta piensa que el tiempo no corre como en los relojes mecánicos, sino que se agota, como en los relojes de arena. Estas cosas piensa García también, que él se agota en el tiempo. Se le revuelve el estómago. García reconoce que no tiene los rasgos de un personaje de película franco-polaca y también que las frases del poeta son horribles e imposibles.

¿En qué pensaba? Sin embargo, la idea de que el tiempo está mejor representado en los relojes de arena le gusta. Escribirá en su libreta que el reloj de arena es mejor, más honesto, porque se parece a uno. Ah, García, qué lindas cosas piensa. Debería afeitarse, en realidad, ya le empiezan a dar asco los remolinos grises de la barba.

¿Cómo se dirá “arena” en polaco? Las salpicaduras de jabón en el vidrio y las manchas negras de la pintura saltada del espejo son un buen marco para la mirada irónica y triste del personaje que dice una cursilería antes de matarse. No, no convence, dice García y se detiene un poco perplejo ahora, porque de pronto no entiende por qué ha pensado todo esto del poeta y los soldados. Él vino al baño a hacer sus necesidades y cepillarse los dientes. ¿Por qué se ha puesto a pensar en estas historias si no es su trabajo, si ni siquiera es de su gusto? Sin embargo no deja de preocuparse por los soldados y el poeta, y por cómo contar la historia del padre rengo. Duda que la anécdota del padre sea pertinente. Puede ser que auspicie como espejo de otra situación; sí, podría ser, pero ahora le inquieta cómo narrar esta historia con el lenguaje del cine. Muy fácil: lo dice el soldado en el pasillo, se lo cuenta a su compañero.

Mi padre volvió con una pierna de menos —la película podría ser franco- germano-polaca, ahora que lo piensa—, sordo de un oído, y loco, y en lugar de pegarse un tiro en la boca, cualquiera de las interminables noches en las que no podía dejar de escuchar los cañones franceses y de sentir que debía regresar a Francia a buscar su pierna abandonada, se las ingenió para enamorar a mi buena madre con un poema de este hijo de mil putas que está en el baño. Mi madre repitió tantas veces ese condenado poema que lo sé de memoria, lo escucho todo el tiempo, lo debe escuchar también mi padre ahora que se ha muerto, en el cielo, o donde sea que haya ido a parar, porque mi madre nunca dejó que lo olvidara, se lo repitió toda la puta vida, se lo repitió en el oído sano en su lecho de muerte, cuando enfermó de pulmonía, y nosotros, los hijos, seguros de que lo hacía para declararle cuánto lo odiaba, cada vez que lo recitaba como una oración malévola por dentro decíamos “amén” por acompañarla. Y el otro soldado, apoyado en la pared con un empapelado de rosas, podría contestar con alguna excelente mala palabra alemana, una palabra que sonara a mierda, un sonido difícil de algo que cae y revienta podrido, una buena bosta alemana negra, indeleble y verdadera. Después el soldado podría escupir hebras de tabaco, podría mirar hacia la puerta como diciendo “¿y?”, y el hijo de Isolde diría “espera”, o haría un gesto en silencio que significara “terminemos de fumar”.

Ahora, mientras se establece ese silencio de los soldados, en la imagen aparece la puerta del baño pero desde dentro, la cámara gira muy despacio. Además del suspenso hay una admiración por el trabajo de arte, el baño es exactamente un baño de su época, con el deterioro del uso, con la luz y la atmósfera justas. Pero enseguida deja de importar el arte: está la seguridad de que habrá sangre derramada cuando la cámara termine de girar. Sangre y un poeta muerto o medio muerto. Pero no, no esta vez: nada más está García, que se seca la cara, sale del baño y se encuentra con la vida de siempre. Aquí no hay nazis, ni cucaracha gigante. Y sin embargo está todo tan cerca, todavía lo puede sentir, bastaría con estirar la mano.

Va hasta la cocina. Por la ventana ve que se está formando una tormenta grande. El cielo se cubrió de negro por un lado, pero más cerca hay sol, la luz cae amarilla sobre las copas de los árboles. No le gusta eso. García prefiere que esté nublado o soleado, nada de combinaciones agridulces, eso lo angustia. Suspira, tiene hambre, no recuerda cuándo ha comido. En otra vida, dice en voz alta, y en ese momento, como esperando el pie, se larga a llover. Abajo, en el patio, están las hamacas vacías. Ya no quiere sentir que está en una película, sólo comer algo y echarse a dormir. ¿Cuándo fue la última vez que durmió? No quiere pensar más en películas, pero no lo abandona la sensación de que podría estar en un plano filmado desde donde están las hamacas, más precisamente desde la hamaca roja, oxidada y descascarada, en contrapicado, naturalmente, quizás para evocar la mirada de un niño que ahora no está y que podría ser un hijo de García. Pero eso no es, dice.

Hace calor. García tironea de la ventana y no puede abrirla. Desiste. Pone agua en la caldera para hacerse una sopa instantánea. El ruido del agua en el acero inoxidable suena fuerte y excesivo, como amplificado por un micrófono puesto con demasiada ganancia. Mientras el agua se calienta hay un flashback, es decir, una escena retrospectiva, una analepsis.

García, su mujer y sus dos hijos comen sentados a la mesa. Esto pasó hace veinte o treinta años. Son todos tan jóvenes. El hijo le parece un bebé, aunque le calcula unos cuatro años. Le dice que coma con la boca cerrada. Lo exaspera el ruido que hace el niño. Recuerda los perros de su abuela. Recuerda cuando se quedó a dormir en la casa de una novia que tenía una perra dóberman que dormía en el cuarto, y los ruidos interminables del animal. Y el olor. No lo puede disociar de los ruidos que hace el hijo. No le gustan los perros, no le gusta que la gente haga ruido cuando come. Le grita al niño, dos cucharadas después:

—¡Que comas con la boca cerrada! ¿Es muy difícil?

Golpea la mesa con el puño, saltan los cubiertos, cae un vaso. Fue mucho, pero ya está hecho. El niño se sobresalta, cierra la boca y mastica despacio y sin ruido. La hija, que tiene en ese momento dos años, sentada en su silla alta, se queda quieta como una ardillita asustada.

—Mejor así.

Ahora puede ver la tristeza de los hijos, no la había visto antes, no cuando eran tan chicos, al menos. No quería que fueran tristes, pero sí educados, inteligentes, capaces. Sólo les enseñaba a comer sin ruido, ¿qué tanto? Pero ha gritado como un loco y se ha portado así todo el día, sin motivo.

—No todo ese día: siempre —dice la voz en off de su mujer cuando joven, y hay otro flashback, un montaje en el que se lo ve en distintas situaciones durante muchos años, actuando como un idiota. Es un pasaje de escenas que parece no terminar nunca, no tanto por lo largo como por lo significativo. Mira a los hijos crecer con esa tristeza que él mismo les plantó, a la sombra de los gritos y la saña que no se le terminaba nunca.

De vuelta a la escena del almuerzo:

—¿Qué? ¿Pasa algo, querida mía, eh? —le dice a la mujer.

Se asegura de sonar amenazador, que les quede claro a todos que ha sido sarcástico. La mujer dice que no pasa nada.

—No, ahora decime qué pasa —grita.

García pone los puños sobre la mesa. Parece contento de tener los puños más grandes que los hijos y que la mujer.

Pero nunca les pegué, dice. Ya no sabe si va a tomar la sopa. La lluvia y el viento arrecian. Nunca les pegué, repite, pero no es cierto, sí que les pegó. A los hijos, con esas mismas manos, a mano abierta y también de puño cerrado y alguna vez a patadas, por ejemplo, cuando la hija, ya adolescente, cayó al suelo después de un golpe y él la pateó en el cuerpo y la cabeza por haberle contestado. Le dejó la cara negra a patadas. Y luego los golpeaba a todos, incluida la mujer, cada uno de los días que convivieron, con sus palabras llenas de veneno. Qué mala memoria, García: el verso de que nunca les pegó no tiene en cuenta esos episodios violentos que no quiere recordar y evita ver en otro flashback. Es comprensible, pero puede que aparezcan más adelante.

Le crece una sensación cruda en el estómago, porque no piensa en los recuerdos, pero los tiene ahí, en el cuerpo, enteros. Hace mucho calor acá, falta el aire y afuera llueve tanto que casi no se ve. Y no es un sueño, si lo fuera se podría despertar.

Segunda analepsis. Acá están en una playa de río. Los hijos son chicos y García quiere que se metan al agua con él, que tengan un lindo día de playa. Ah, pero le han salido miedosos, son unos mimados de la madre. Toda la tarde luchando para que fueran al agua. La mujer tampoco va, dice que por cuidar a los niños. Y él se siente solo, se dice que a Hemingway, uno de sus autores favoritos, no le pasaban estas cosas. Por lo menos no las contaba. Hemingway dejaba a los hijos al cuidado de un gato y se iba de viaje con la mujer, cazaba leopardos, pescaba peces espada, se metía en la guerra y salía de la guerra y contaba todo con un aire de “jodete, si no estuviste en la guerra”. Qué mal que le hace pensar en Hemingway. García le envidia hasta la forma de morir. No está de acuerdo con la política del suicidio, pero él se mató a lo macho, como si se hubiera cazado a sí mismo. El tiro fue como un punto final bien puesto, hijo de mil putas.

Hemingway se hubiera llevado a los niños a una excursión de pesca en el mar Caribe y los hubiera dejado nadar demasiado cerca del arrecife a una hora inadecuada, para que estuvieran al alcance de tiburones y después sentirse idiota, pero también para descubrir que los hijos eran fuertes como él. García, por otra parte, está en una playa de río, sin olas ni corriente, y no consigue que los niños se acerquen a mojar los pies, y su esposa come galletas criollas y toma mate dulce para no atragantarse, y su masa crece despacio y sin pausa bajo la sombrilla. No es una chica que Hemingway hubiera llevado a los Alpes. García se tira a nadar. Avanza cinco metros y se cansa.

No pueden ser cinco metros, piensa, pero sí, puede ver el recuerdo desde arriba, con el trayecto marcado metro por metro sobre la superficie marrón del río con una línea blanca punteada. Este ejercicio lo cansó, se siente como un hombre de la naturaleza y vuelve a la arena con un agotamiento no muy genuino; apenas siente un placer superficial por el esfuerzo, de manera que el placer y el cansancio se terminan ya mientras dice “vamos al agua, todos”.

Empieza el problema: los niños no le contestan, la mujer, con media galleta en la boca, le dice que no con la cabeza, traga, aclarando con la voz estrangulada por el bolo que le ha dado frío. Tiene una malla de baño entera negra. Desde el primer parto se esconde hasta de él. Con esa malla parece una ballena, piensa García, una tonina negra con aletas blancas que toma mate dulce. Es cruel García. No dice esas cosas, pero las insinúa con ironías todavía más crueles. Sin embargo la mujer no es tan gorda como la ve García, ni tampoco como ella misma se ve. Cuando por la calle se cruzan con mujeres muy gordas le pregunta a García, o a los hijos: “¿Me veo como ella?”, y cuando le dicen que no, que ella está mucho más flaca, tiene un breve momento de consuelo.

La culpa de toda esta obsesión por el cuerpo, les enseñaron mucho después, era de las revistas, las películas, las ofertas de dietas, los programas de gimnasia aeróbica y de paso también de la posdictadura, que, además de todo, interpelaba a la gente por cómo se había dejado estar. En esa época, fines de los ochenta, inicios de los noventa, el mundo se terminó a mazazos, como los del Muro de Berlín en la televisión, y los reventó por dentro, con un golpe sobre otro y sobre otro hasta que ya no entendían nada, y no por el comunismo, que a García entonces, como ahora, lo tenía sin cuidado, sino por un sinfín de otras cosas que se acabaron ahí. El día de la playa fue uno de mazazos. García mira a su mujer pero fantasea con la muchacha de la panadería donde compraron las galletas. La mujer está enojada, se deja mirar, pero no habla ni lo mira.

Morocha, piel suave, ojos grandes, alegre la muchacha de la panadería. Los niños juegan con arena, hacen un puente. Vamos, dice García, y los levanta. Cree que es una linda escena, una de esas acuarelas de la revista Selecciones. Es posible sentir cosas similares a la familia tipo clase media de una revista Selecciones, pero estar en América del Sur en uno de los peores momentos de su historia.

A los niños primero les parece un juego, pero como ven que se acercan al agua empiezan a gritar y a patalear. Ya casi en la orilla, lloran desesperados, como si el padre los quisiera ahogar. Atrás se oye la voz de la madre. Le dice a García que los deje, pero después hace un chiste negro y sin gracia, que los ahogue, así le quedarán más galletas. Un chiste horrendo, como los del alemán rengo. La mujer es como el alemán rengo y también como Isolde.

García llega a la orilla otra vez cansado, los niños pesan. Se dice que cuando caigan al agua verán que en realidad no es nada, todo ha pasado, la vida a veces tiene descortesías y cambios de temperatura e incluso cachetadas que son parte de la cosa, pero siempre vale la pena quererla; cuando caigan al agua entenderán, se van a reír, habrán dejado atrás la obstinación cobarde de quedarse a la sombra de su madre. Para García es una especie de medida drástica para volver al amor, salir de la ruta de la cordura y el orden para caer en la vida. Es capaz de decirse esas cosas, las siente incluso; en medio de un barullo que le desboca el corazón y que parece más que nada bronca, se repite que lo hace por amor. Fin de la analepsis.

Se enfría la sopa. Un rayo cae muy cerca, sobre la iglesia de la otra cuadra. Tiemblan los vidrios. Pero parece un rayo que cayera siempre, no lo sorprende para nada, como los truenos de las tres de la tarde en Macondo. Este rayo se demora, sin embargo, para ser reconocido como algo peculiar. García no vio el relámpago y ahora escucha como un lento desgarrarse del aire, un sonido pedregoso que se despliega en el oído, la repercusión en la tierra y en el aire, que parte a parte reconoce, como un buen orgasmo, hasta que se extingue, o no, porque todavía se siente cómo el trueno se aleja. Y todo cabe en este déjà vu, hasta la experiencia de una vida entera. Aunque sabe que sólo se trata de un engaño de la mente, descoordinaciones de la percepción, es bienvenido este recuerdo raro, falso, este rayo que cae y vuelve a caer y que podría en realidad caer siempre, si García se quedara siempre en ese lugar.

Ha parado de llover. Una cámara podría dar vueltas alrededor de la mesa, una steadycam vaporosa que insinuara su pensamiento, o quizás la mirada de alguien más que lo acecha. Levanta la vista hacia esa órbita que hace la cámara que imagina y el movimiento desaparece. Termina la sopa, lava la taza, la deja en el escurridor, se seca las manos. Baja las escaleras, sale al patio. La lluvia ha limpiado el aire. Sólo se descuelgan algunas gotas de los árboles y del alero. El olor de la tierra mojada lo llena de nostalgia. De qué, piensa. Siempre la sintió, aun de niño.

Mira la hamaca roja. Los asientos vacíos representan una ausencia. La hamaca podría ser un niño muerto, por ejemplo. No es el caso. García se acerca pero no se sienta porque está mojada. La tormenta se ha ido. En esta película, si lo fuera, hay belleza. La cámara se acerca y la piel de García tiene textura. La mano de García agarra una de las cadenas de hierro de la hamaca y la imagen transmite el frío en la palma de la mano, y ese frío significa, es parte del relato. García baja la cabeza, cierra los ojos, parece que pierde un poco el equilibrio, se le aflojan las piernas y cae de rodillas sobre el barro. ¡Chap!, hace el agua estancada en pequeños charquitos y se empieza a escuchar el sollozo de García, un ruido muy hondo.

No se le ve la cara en la pantalla, porque se cubre con una mano, mientras con la otra sigue agarrando la cadena. Y está pasando algo en esta película, porque un tipo no cae al suelo y llora porque sí. Evidentemente a García le ha ganado el remordimiento, o un recuerdo, o una ternura que se negaba a abrazar, y era de esperarse, después de lo que se ha visto. Aunque es difícil decir qué se ha visto. García lo entiende, pero no lo podría explicar.

Funde en negro.