Nacido en Artigas y residente en Salto, Luis Do Santos había participado en diversas antologías desde mediados de la década de 1990, pero no fue hasta que su novela El zambullidor ganó una mención en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti de la Intendencia de Montevideo que su nombre comenzó a resonar fuerte. Lo que sigue es uno de sus nuevos relatos.

***

Mi última noche como contrabandista también fue, por flojera, inconsciencia o destino, la primera. Ese sueño había crecido conmigo, roído hasta los huesos desde mis pensamientos más profundos. La chalana se deslizaba perezosa sobre el río con su panza desbordada de miedos. Atado a la popa, el barril de la peor aguardiente brasilera parecía seguirla silencioso, acollarado por sus cien litros de locura aguas abajo. Sentado sobre la proa, escondido al fondo de mi oscuro saco de bandido, la gorra de lana negra tapándome las orejas, sentí el golpe frío de la noche sin luna partiéndome los ojos, y estuve pronto para navegar rumbo a lo desconocido, a ese lugar nuevo donde la vida tiene toda la piel, en el primer viaje verdadero de mi pobre existencia.

Al mando de los remos, ocupando el centro de la chalana, la melena oculta en el sombrero legendario, Rosimel Muape parecía seducir a la embarcación con el gesto adusto y la mirada sin tiempo de los enamorados. Bajábamos río abajo, siguiendo una ruta marcada en la oscuridad, a la sombra de montes que miraban sin ver, sin movernos casi, para no tentar al silencio. Veníamos desde un rincón ignoto del Brasil con un contrabando de caña y tabaco para alegrar los días de un pueblito chato al otro lado de la frontera, lleno de historias ajadas y difuntos, donde invernaban hombres violentos, mujeres resecas, y la vida destellaba apenas como un reflejo brutal de la desesperanza. Mi viaje había sido producto de la casualidad. Era mi hermano mayor el verdadero contrabandista, pirata de las picadas, compañero de Muape en las sendas del peligro, el socio locuaz, entrador que cumplía a conciencia la no menos riesgosa tarea de conseguir un comprador para el preciado tesoro. No retengo ya los motivos que le impidieron suspender a última hora aquella travesía. Suelo recordar, todavía con el mismo temblor en los huesos, el momento exacto cuando me pidió que ocupara su lugar en la partida como ayudante de Muape en el desembarco. Yo tenía por entonces algo más de quince años, una marcada cruz de caminos sobre la frente y el deseo ferviente de romper el horizonte en busca de la aventura. Estoy seguro de que al viejo Rosimel no le gustó la idea de llevar semejante imberbe compañero, pero, fiel a su estilo de soledad y respeto, se tragó las palabras, dio una pitada honda a su chala y siguió en silencio trenzando cuerdas entre los dedos, mago de crear nudos insondables, un poco caviloso atrás de las tablas, como si no quisiera mostrar su maestría en amarrar a la chalana enclenque la valiosa carga. Yo había crecido a la sombra de sus hazañas. Lo vi desde niño remontar la historia a través de relatos increíbles contados por parroquianos que canonizaron el trueno de sus remos incendiarios, agazapado en los montes, sin temor a la muerte, enfrentando a policías en picadas clandestinas, a bala y sangre, siempre a salvo el contrabando y la vida. Por eso me parecía irreal estar viéndolo frente a mí, aunque no se molestara en dirigirme una mirada, aunque hablar y fumar y sentir estaban tácitamente prohibidos en aquel viaje donde esperaba el destino.

Mi hermano me volvió a recordar obediencia, le dio a Rosimel el último abrazo antes de partir y puso entre mis manos su gran cuchillo de contrabandista, hoja ancha y cabo de plata, para que enfrentara sin miedos el bautismo del porvenir. Habíamos andado ya más de dos horas. La soledad sin viento, aquella piel oscura sobre el río y el hermetismo del hombre de piedra me fueron desacomodando los huesos. A medida que el tiempo pasaba, la tabla del asiento se fue haciendo más dura, los músculos dolían ya, agarrotados por la posición de las piernas. El ruido de los remos y ese rumor de conversa difusa en el agua parecían ser lo único vivo bajo la inmensidad de la luna. Me asaltaron unas ganas terribles de orinar. Busqué otra ubicación para mis botas y dejé que la admiración por Rosimel Muape espantara a tiros aquel terror hecho rocío, que poco a poco me iba saliendo de las venas. El viejo pareció percibir mi verde ansiedad. Soltó el remo derecho, puso su mano callosa sobre la rodilla tembleque y luego la posó sobre la culata de su revólver, asintiendo con la cabeza para darme seguridad. Después regresó al timón de los remos, otra vez parco y lejano.

Aquel gesto terminó con mis dudas. Apreté los puños para volver a la vida, cerré los ojos despacio y hasta creo que suspiré sin ruido, mientras un repentino alivio de coraje me demoraba los miedos.

Habrían pasado cerca de cuatro horas de viaje cuando por fin la chalana viró proa hacia la costa, sigilosa entre las voces del agua, camuflada por la sombra del monte.

Repasé en un instante las instrucciones que me repitiera tantas veces mi hermano a la hora de partir. Ya con cuerda en mano, saltar de la embarcación antes de tocar tierra y amarrarla al árbol más cercano. Eso hice, casi sin fallas, la sangre alterada y el pulso firme, como un veterano espía de silencios ilegales. La arrogancia de ser compañero del más ilustre de los contrabandistas me consumía. Estar allí, cobijado por su impasible ternura, bajo la misma noche que bañaba su sombrero, me llenaba de memorias nuevas, me volvía grande, corajudo, y hasta un poco dueño de mi propia existencia.

En ese costado del monte, una brecha entre los árboles dejaba colarse la luz de la luna hecha jirones en el cielo. Rosimel puso pie en la orilla fangosa.

Bajamos en silencio los rollos de tabaco, las barricas de harina, algunos paquetes de yerba envueltos en papel de diario. Mientras yo liberaba al barril de la chalana, el viejo salió despacio entre las ramas, paso a paso para no despertar hojas secas, casi como flotando, a despejar el camino que nos conduciría al pueblo. Sentí la mordida de la ausencia al verme solo en aquella oscuridad, ese escozor inexplicable del vacío. Creo que luchaba con el último nudo cuando escuché ruidos monte adentro. Salí del agua, ya cuchillo en mano, y busqué la senda por donde había desaparecido mi compañero.

El aire se volvió espeso, lleno de rocío. Aparté unas ramas con la hoja del puñal, el corazón palpitante, la sangre alerta.

Entonces la luna, esa bruja delatora de bandidos y piratas, mostró sin piedad ni secreto la imagen que durante tanto tiempo después iba a perseguirme las certezas. Allá en un claro del bosque, donde la arboleda daba paso a un pequeño potrero de pasto ralo, vi a Rosimel Muape enfrentado a un policía. Se apuntaban empuñando sus armas con el brazo derecho extendido, los dos firmes, muy cerca uno del otro, sin apartarse las miradas secas, los dos bien plantados, en una pulseada a muerte por la vida.

Se movieron dando pasos en círculo, midiéndose el duelo, los dedos acariciando el gatillo. Muape me quedó de espaldas, subido a sus botas largas, por lo que sólo pude ver el rostro pálido del policía delatado por la luna. Estaba lívido, tan tiesos los ojos negros, ya casi sin vida, como una figura lascada de porcelana china. No le descubrí más edad que la mía. Por entre la comisura de sus labios gruesos, bañándole los pómulos rosados, disimulado en vano atrás del bigotito impertinente, asomaba el rubor de la inocencia.

No hubo palabras ni gestos de presagio. Sólo silencio y ruina.

La brisa de frontera pareció aliviarme el tormento. El tiempo no sé si se detuvo a divulgar cantos de sapos o tordos de la noche. Sólo escuché el gemido ahogado del hombre que cayó de rodillas al suelo, aferrado a su revólver, ahora indefenso y frágil, como un pájaro sin alas.

Volví a mirar. El policía casi niño seguía de pie, la mano alzada como si el arma misma lo sostuviera, todavía preso del asombro, con el dedo pegado al gatillo.

La repentina flojera de mi compañero me encontró en medio del espanto, de pronto desnudo ante la verdad del peligro. Salí del escondite como una tromba, ciego en la soledad de la noche y jugado al porvenir enfrenté al uniformado blandiendo mi cuchillo. En el suelo negro, cabeza escondida entre las piernas, aquel sombrerito tirado en el pasto, Rosimel Muape ya era apenas un manojo de leyendas pobres, sin nada que contar para siempre.

La lunita insolente seguía colándose entre las nubes.

El policía se volvió hacia mí, todavía desconcertado. Puso su arma a la altura de mi cabeza. Quedé petrificado. El frío del caño llegó a tocarme la frente. Bajé el cuchillo y encontré sus ojos. Tenían el color vidrioso de la muerte y estaban tan llenos de miedo como los míos.

Nunca sabré cuánto tiempo pasó. Una voz de mando brotó desde la noche para romper el instante.

—Agente Sifredo, repórtese, ¿dónde se metió?, ¿vio algo? —interrogó la voz, repicada por la arboleda.

Tan lívido como el rocío, sin dejar de mirarme con aquellos ojos de niño muerto, el policía bajó el revólver y se internó a paso largo en el monte.

—Por aquí no hay nadie, mi comisario —gritó antes de perderse para siempre y su voz me pareció demasiado blanda y sin edad.

Después fue todo silencio. Yo suspiré con ruido, apenas para sentir que seguía vivo, enfundé mi nuevo puñal de contrabandista y le grité al hombre de rodillas que todavía podíamos llegar con el cargamento antes del amanecer.