El último combate de Pedro, el uruguayo

Era un día con mucho calor, como todos los de ese mes en aquella región de nuestro planeta, donde sólo se puede encontrar el fresco reparador debajo de las grandes y bondadosas hojas de las plantas tropicales. Desde los primeros rayos del sol y en horas avanzadas de la mañana la selva de Nicaragua emite un conjunto de misteriosos sonidos que emergen desde el variado follaje, llenando los espacios que caprichosamente ha ido dejando el silencio. Son las aves autóctonas las que se encargan de eso, destacándose el silbido del pequeño y señorial guardabarranco; le siguen los policromos guacamayos, que con sus estridentes graznidos, ordenadamente, son parte activa en tan variada orquesta, la que alternativamente es interrumpida por parlanchinas bandadas de loros o el sonido cual aplausos que produce el batir de alas de otras aves que no cantan. A su vez, si miramos con atención hacia los añejos árboles, se podrá ver alguna pareja de monos blancos que, cual diestros trapecistas, vuelan de árbol en árbol, comunicándose entre ellos con su gutural lenguaje.

En tiempos normales es maravilloso ser un espectador que hasta pagaría para disfrutar de ese calificado concierto. Pero en aquella aciaga mañana del 16 de julio de 1979, aparentemente tan apacible, todo sería distinto. Había eventos determinados por la presencia de los hombres que harían que todo eso cambiara de forma repentina.

En un lugar cercano a las orillas del río Ostayo, al norte de la localidad fronteriza de Peñas Blancas y al oeste del poblado de Sapoá, entre pequeñas alturas serpenteaba un angosto sendero por el que sigilosamente se desplazaba un grupo de combatientes armados. Sus rostros tostados por el sol denotaban simultáneamente el cansancio y la alegría de haber conversado muchas veces con la muerte, la misma que hacía tiempo venían osadamente desafiando y que al parecer, hasta ese momento, había sido derrotada. Hay que saber que ella es tenaz y siempre querrá ganar la partida.

Aquellos combatientes eran jóvenes que habían dejado sus cuadernos, sus libros, sus herramientas y todo lo que más amaban para incorporarse a las guerrillas conducidas por el Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Junto a ellos, otros jóvenes latinoamericanos, rememorando la epopeya de las “brigadas internacionales” que fueron a defender a España del fascismo, habían ingresado a Nicaragua desde Costa Rica para incorporarse al denominado Frente Sur, que en cruentos combates le había arrebatado de diez a 15 kilómetros de territorio a las fuerzas del tirano Anastasio Somoza y avanzaba a la conquista de la capital.

Aquel heterogéneo grupo componía las unidades de avanzada de las fuerzas rebeldes, cumpliendo la misión de una patrulla de reconocimiento. Caminaban con el sigilo necesario pero decididos. No era para menos: la patria, que es de todos y es de nadie, los aguardaba ansiosa. A la cabeza de la patrulla, dando indicaciones por señas, estaba un nicaragüense de pura cepa, achaparrado y de piel cetrina, conocido como el Chino Benigno; detrás venía el resto del grupo, en el que se destacaba uno más alto, de pelo castaño, flaco, enérgico, cuyo uniforme verde oliva se confundía con las anchas hojas del entorno: era el teniente Héctor Meme Altesor, recién graduado en la misma academia militar que yo. Era conocido en Nicaragua con el nombre de guerra “Pedro, el uruguayo”.

Meme Altesor era ferroviario, hijo de una familia de luchadores por las sagradas causas de nuestros pueblos. A su padre Alberto, también de estirpe ferroviaria, legendario militante, lo conocí cuando yo tendría unos diez años. Lo veía llegar a mi casa paterna del barrio Peñarol con un montón de diarios Justicia debajo del brazo. Iba regularmente a darle “línea política” a mi padre. Lo recuerdo unas veces hablando sobre el sindicato, otras sobre aquel Partido Comunista, otras perseguido y otras entrando al Parlamento como diputado. Como un duro quebracho pasaron la prisión, el exilio y la clandestinidad. En Buenos Aires le hicieron una gran operación del corazón y volvió por el gran río una noche sin luna. Pero siempre con esa tenacidad admirable, con la misma fuerza en la mirada y la fe casi religiosa de que la izquierda sería gobierno algún día. Para eso tributó todo a esa noble causa y dos de sus hijos tomaron las banderas de relevo y las supieron llevar con honor por los campos de Nicaragua.

Según contaba Benigno nadie fumaba, nadie hablaba. Sólo se escuchaba el inevitable crujido de las ramas secas al pisarlas involuntariamente y los ruidos que hacen las armas al chocar contra el resto del equipo que porta un combatiente. No había dudas de que así, paso a paso, iban ganándole metros al terreno y achicando la hora de la liberación, que estaba llegando.

Cuando el grupo iba pasando por una parte del sendero donde se formaba una pequeña quebrada flanqueada por espeso follaje, frente a él se escuchó el inconfundible sonido que produce un arma al ser “montada”, o sea, al manipular el cerrojo para introducir el cartucho inicial en la recámara. Cual tocados por el mismo rayo invisible, todos los integrantes del grupo se tendieron e instantáneamente se escucharon los sonidos de otras armas que se preparaban, respondiendo con el metálico lenguaje en el que sólo ellas se entienden.

No se veía nada ni a nadie. Tan sólo hojas y ramas. Todo estaba paralizado, menos el agua de las vertientes serranas, que seguía, indiferente, corriendo sonora por entre las piedras.

Aunque hacía mucho calor, un frío silencio se extendió por unos minutos que parecieron horas. Ese instante de incertidumbre transcurrió como si detrás de cada uno de aquellos árboles no hubiera seres humanos dispuestos a arrancarse eso tan preciado que llamamos vida. Algunos, los más fogueados, reptando con sigilo, aprovecharon para situarse más ventajosamente en el accidentado terreno, hasta que desde las posiciones de los sandinistas una voz dijo el consabido “¿quién vive?”. Del otro lado otra voz respondió “Nenin”, que era el nombre de guerra de uno de los jefes de los destacamentos móviles sandinistas. Ante la duda de la trampa se volvió a hacer otro largo silencio, hasta que Meme se acomodó un poco para poder ver entre la tupida maleza. Para ello se incorporó lentamente apoyándose en las dos manos, como si fuera a hacer una lagartija, y observó a su alrededor sin poder ver nada. En ese momento, y desde donde nadie lo esperaba, sonó una larga ráfaga de fusil automático, y en fracción de segundos una andanada de invisibles proyectiles cruzaron el espacio y uno de ellos logró acertar en la garganta de Meme. Su muerte fue instantánea. Seguidamente, se produjo un fuerte intercambio de fuego en el que cayeron fulminados los dos operadores de radio. Una ametralladora pesada, una ZB vz. 37 checa, que debía dar repuesta, no funcionó debido a que su dotación no pudo introducirle la cinta con los cartuchos. El Chino Benigno se replegó junto con otros combatientes ya heridos. Luego de unos instantes de nutrido fuego, se callaron las armas. Sólo se escuchaban las puteadas, los juramentos y los lamentos de los heridos; entre un olor ocre, se disipó el humo tenue y azulado de la pólvora. Los enemigos emboscados se retiraron y allí quedaron varios cuerpos tendidos, entre ellos el de Meme, abonando con su sangre generosa aquella tierra tan lejana y a su vez tan cercana.

Milicianos se preparan para ser movilizados en las afueras del mercado Eduardo Contreras de Managua, en julio de 1983.

Milicianos se preparan para ser movilizados en las afueras del mercado Eduardo Contreras de Managua, en julio de 1983.

Llegó el atardecer en el puesto de mando ubicado en unas vetustas edificaciones de lo que fuera una calera que daba el nombre al lugar: La Calera. Allí, reponiéndose de una herida en su espalda, estaba la combatiente Lucía Herrera, para nosotros la Panchita o la Negra Pancha. Ella fue la que después del triunfo me contó que cuando escuchó el parte de guerra donde se daba el nombre de los caídos en aquella acción se enteró de que Pedro, el uruguayo, a quien había conocido en los trajines de la guerra, era lo que en términos militares conocemos como una “baja definitiva”.

La Pancha era una chavala que estaba acostumbrada desde muy joven a la vida dura, a la clandestinidad, presa y torturada cuando era estudiante en su Chinandega natal, fogueada en los combates de las montañas del norte junto a las fuerzas de Danto, cuando aún el triunfo era sólo una tentación. Cuando me relataba estos hechos no pudo sostener unas lágrimas que rodaron por sus mejillas de piel oscura y dorada a la vez que por los últimos rayos del sol que se fue ocultando despacito, en el poniente de la Managua liberada, mientras una bandera azul, blanca y azul se arriaba lentamente ante los toques largos del clarín.

Aproximadamente al mes de terminada la guerra, junto a su hermano Iván Altesor, a Benigno y a Gastón, me tocó la triste tarea de ir a recuperar y trasladar su cuerpo para rendirle honores militares y darle sepultura en el cementerio de Managua, donde aún yace. Meme estaba enterrado cerca del comando de Sapoá, dentro de lo que era muy común usar como improvisado ataúd: las cajas de madera en las que vienen embaladas las municiones de artillería.

Antes de proceder al traslado, Benigno quiso mostrarnos con lujo de detalles la zona donde se desarrollaron los combates. Cuando llegamos, lo primero que sentí fue que se había restablecido el silencio. Y si no fuera por las vainas de fusil vacías y los trozos de uniformes y equipos militares semienterrados y esparcidos por varios lugares, nadie diría que apenas hacía un mes la guerra, la odiosa guerra, era la que mandaba.

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Gastón

Gastón Ibarburu era buzo, piloto, marino y todos los oficios que uno se puede imaginar. Eso sí, haciendo honor a su apellido vasco, era terco como una mula.

Una de aquellas noches de espera en la base, dormía plácidamente en la parte superior de mi litera cuando a una avanzada hora de la madrugada nos despertó el cuartelero avisando que Gastón se debía presentar de inmediato en el puesto de mando. En estos trajines se despertó toda la barraca menos Gastón, que era porfiado hasta para dormir. Mientras lo despertábamos y lo vestíamos se presentó un oficial y nos dijo que era urgente, porque tenía que pilotear un avión C-47 capturado a la guardia somocista. Después de que lo vestimos y le dimos dos jarros de café abrió los ojos, encendió tembloroso aquel maldito cigarro y preguntó para qué lo estábamos jodiendo a esa hora. Allí le dijimos que tenía que pilotear un C-47 y le explicamos la necesidad que teníamos de aquel avión de transporte. Nos miró con el rabillo del ojo y después de un largo silencio y aspirar profundamente el humo asumió su deber y aceptó la orden, porque Gastón hacía rato que era un soldado. Recuerdo que estaba sentado en el borde de la cama y así, gesticulando, empezó a repasar en voz alta la aviónica y la configuración de los mandos del C-47 hasta que lo vinieron a buscar.

La verdad es que nunca supe qué pasó con ese avión, pues a los dos días nos devolvieron a Gastón, que se reintegró sin chistar a su unidad de origen.

En esos tiempos respetábamos los códigos militares de la discreción, así que nunca me pude enterar de qué diablos hizo Gastón con aquel avión. Y ahora menos porque Gastón, por terco y porfiado, un día de 2006 nos abandono para siempre.

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Las apariencias engañan

Juanjo Montano era un uruguayo exiliado cuya vocación eran la filosofía y la economía política, ciencias en las cuales era brillante, hasta que un día a alguien se le ocurrió que podía integrar el contingente que colaboraría con el pueblo nicaragüense. Como la visita imprevista que nadie espera, desde el cielo quizás nos cayó Juanjo. Venía decidido a compartir una vida para la cual no estaba preparado, pero reconozco que, pese a eso, se puso su conciencia al hombro e hizo grandes esfuerzos para vestir un uniforme militar, recibir órdenes, marchar, hacer ejercicios tácticos y comerse todo el “masoquismo” de la vida de milico. Hubo que enseñarle hasta cómo abrir latas de conserva. Juanjo no sólo nunca había pasado por la práctica de la vida militar, o sea la instrucción en armas, sino que tampoco había hecho siquiera un campamento a orillas de algún arroyo de nuestro país, ya que esos son los lugares iniciales donde el individuo por lo menos aprende cómo hacer una fogata. Allá como se pudo, hubo que ponerlo al día. Tanto es así que estando en la escuela militar, trabajando con la carta topográfica, donde una de las cuestiones de estudio era representar determinadas situaciones tácticas con símbolos convencionales, cada tanto venía y me decía: “Fijate si allí está bien colocada esta pieza de artillería, o esta batería de morteros”, y la verdad es que siempre las colocaba en el lugar correcto, pero una vez me dejó perplejo cuando me pidió: “Explicame cómo es un mortero”. Así era Juanjo, un uruguayo de pura cepa.

Pero Juanjo, con su carácter y su pachorra, también escribió páginas heroicas. Estábamos en una reunión de los asesores y se presentó el comandante Álvaro Baltodano. Después de los saludos correspondientes y alguna que otra broma, tomó la palabra y comenzó a explicar que necesitaba que uno de nuestros oficiales fuera a la ciudad de Matagalpa para ayudar al comando sandinista de aquella región, donde había que resolver una serie de problemas. Todos teníamos misiones asignadas menos Juanjo, así que él mismo dijo: “¿Dónde hay que ir?”. Me parece que lo veo, con su bigotito insignificante y su cuerpo delgado y nada atlético, aunque físicamente era muy fuerte. Parecía que aquella pistola Browning que colgaba de un flamante cinturón militar americano le pesaba demasiado. Me dijo “dame una caja de balas”, y comenzó a llenar una bolsa marinera con sus cosas. Después del abrazo de despedida, al cual ya estábamos acostumbrados, esa misma noche partió con un grupo de oficiales sandinistas para la ciudad de Matagalpa.

Soldados del Ejército Popular Sandinista en las afueras del comando de La Trinidad, en Estelí, luego de combatir durante toda la noche para repeler un ataque a esta comunidad de los Contras, el 1º de agosto de 1985.

Soldados del Ejército Popular Sandinista en las afueras del comando de La Trinidad, en Estelí, luego de combatir durante toda la noche para repeler un ataque a esta comunidad de los Contras, el 1º de agosto de 1985.

El asunto no era resolver un problemita, era un problemón. Nada menos que los jefes sandinistas de una localidad estaban siendo acusados por los pobladores del asesinato de un campesino, y la verdad era que los jefes del destacamento que estaba en esa localidad, una vez derrotada la Guardia Nacional, se habían encaramado inescrupulosamente en el poder y, en definitiva, estaban haciendo lo mismo que los otros, lo único que actuaban en nombre de la revolución. Juanjo, junto con los oficiales que lo acompañaban, llegó hasta la residencia donde funcionaba el comando. Fueron recibidos muy afablemente, pero la cosa cambió cuando comenzaron a pedirles explicaciones de lo que, hasta ese momento, era una denuncia.

El comando ocupaba una casa de tipo colonial, con balcones en la segunda planta que daban a la calle principal y al fondo de una pequeña plaza, donde comenzó a congregarse todo el pueblo gritando la consigna: “En la patria de Sandino no queremos asesinos”.

El propio Juanjo me contó que cuando se asomó al balcón para ver lo que pasaba, lo primero que vio fue una gran multitud de personas, la mayoría campesinos, que sobre unas tablas exponían el cadáver de un hombre que, después se comprobó, era un vecino del lugar al que los presuntos “compas” habían mandado matar, al parecer por un asunto de “faldas”. Cuando lo vieron a él se enardecieron mucho más. Juanjo desconocía totalmente la situación, pero dice que cuando se dio vuelta vio que las caras de los jefes del destacamento denotaban culpabilidad; casi a coro comenzaron a dar excusas y a decir que habían sido los somocistas. Uno de los sandinistas que estaban con él, el Chele (que algunos años después caería en combate en esas mismas montañas), me dijo que Juanjo, como tocado por un golpe de energía y sin consultar a nadie, volvió al balcón y colocó sus dos manos sobre la baranda mirando hacia la multitud que, poco a poco, fue apagando sus gritos. Juanjo sólo miraba en silencio, quizás recurriendo a su amplia experiencia en las asambleas estudiantiles, en las que ya era baqueano desde cuando era un jovencito militante del Centro de Estudiantes de Secundaria. Poco a poco agigantó su figura delgada, que se recortó en aquel balcón. Levantó una mano como para pedir silencio, cosa que el centenar de campesinos congregados hizo, y arrancó con unas muletillas que conocía de memoria: “Compañeros, estoy aquí porque me mandó la comandancia del Ejército a resolver este problema y comparto plenamente con ustedes que en la patria de Sandino no puede haber asesinos, así que no tengan dudas de que se hará justicia”. De inmediato se dio media vuelta y le dijo al Chele: “Échalos presos a todos”. Fue tal la sorpresa y la decisión, que los delincuentes y usurpadores no tuvieron ni tiempo a reaccionar. Los hombres del Chele ya se habían desplegado estratégicamente dentro de la habitación y montado sus fusiles; al unísono se escuchó el clásico y persuasivo sonido de cuando se introduce el primer proyectil en la recámara de un FN FAL y queda listo para vomitar fuego. Los acusados comprendieron que sus vidas no valían nada en manos de aquellos ya experimentados combatientes del Batallón Rolando Orozco, que eran la sombra del Chele.

Los desarmaron a ellos y a sus secuaces y les confiscaron todo el fruto de los robos que en tan poco tiempo habían cometido; además, a lo ocurrido se sumaron acusaciones sobre otras muertes.

Como corresponde y sin demoras, los asesinos fueron conducidos a los tribunales revolucionarios.

Juanjo se quedó mucho tiempo allá, en Matagalpa; tuvo que asumir variadas tareas y se ganó el cariño de aquellos compañeros nicaragüenses. Lo vi llorar el día que en una artera emboscada de la Contra cayó el Chele, cuyo cuerpo quedó desaparecido en una escarpada zona cercana a Jinotega.

Durante casi dos meses Juanjo, junto con los más allegados combatientes, buscó el cadáver para que se le pudiera dar santa sepultura, hasta que un día lo encontró. Juanjo Montano ya no está entre nosotros, pero allá, en el misterio y las brumas de las montañas segovianas, también andará su generoso corazón demostrándonos que las apariencias engañan.