Primer aviso: esta no es la trama de una novela de Gustavo Espinosa. Bien podría serlo, porque la historia funde realidad y ficción en una masa pegajosa, porque sus protagonistas son héroes de pueblo que se embarcan en proyectos delirantes y a la vez perfectamente razonables y los llevan hasta las últimas consecuencias, y porque sucede en esa atmósfera pueblerina uruguaya mínima, ajena y terrible que los montevideanos agrupamos en “el interior”. Segundo aviso: casi no existen registros oficiales que den cuenta de los acontecimientos.

Lo que hay son testimonios fragmentarios, menciones perdidas en algún artículo periodístico sobre las consecuencias de la Revolución rusa, la noticia concreta en una edición del diario comunista Justicia, la cara de “me suena” de un librero de Tristán Narvaja, y finalmente un libro que sin dudas no fue best seller, rastros que apenas alcanzan para asignarle a la historia un modesto estatus de leyenda rural prácticamente desconocida.

Tercer y último aviso: no se trata aquí de documentar este delirio, de desplegar sobre la mesa las fuentes que lo transformen en un hecho histórico probado y confirmado, sino de ir agachándose para recoger sus migas (las fácticas y las no tanto) y reconstruir una historia que señor, señora, no tiene desperdicio.

Curtina es una localidad del departamento de Tacuarembó. Se ubica al oeste del pago más extenso, entre la ruta 5 y el arroyo Malo, a unos 55 kilómetros de la capital departamental. El censo de 2011 le consignó una población de 1.037 habitantes, aunque según su evolución demográfica, relevada por el Instituto Nacional de Estadística, a principios del siglo XX llegó a albergar a algo más de 3.000 personas. Hoy, ocho años después del último registro oficial, los curtinenses estiman que no pasan de los 1.300 pobladores más o menos estables, ya que entre los peones golondrina y las zafras de la forestación la cosa es muy variable y es difícil redondear una cifra.

El nombre de la localidad se debe a don Salvador Curtina, uno de los tantos inmigrantes españoles que a fines del siglo XIX abrieron su almacén de ramos generales en un páramo de la campaña y fueron viendo crecer a su alrededor un pequeño centro poblado. Según un artículo que narra por arriba la historia del pueblo, publicado en abril de 1920 en el diario tacuaremboense El Heraldo, a don Curtina perteneció la primera casa construida en un paraje por entonces llamado San Máximo, en homenaje al general Máximo Santos. Durante su ejercicio como ministro de Guerra (1880-1882), dice El Heraldo, Santos compró y donó aquellas tierras para que se asentaran los primeros pobladores, “pero nada provechoso se hizo hasta que don Curtina, un hombre de talento, de honradez y de labor se dijo: esto va mal, hay que fundar el pueblo, y lo haré yo”.

Repasemos fechas, entonces, para no marear. Según corresponsales de prensa de la época, la zona de San Máximo se creó en 1881. Sin embargo, las primeras crónicas que dan cuenta de la existencia de un centro poblado son de 1902, cuando un periodista del diario El Noticioso lo visitó en ocasión de un feroz brote de difteria que azotó el rancherío. En 1907, finalmente, San Máximo fue elevado a la categoría de pueblo, y pasó a llamarse Curtina.

En Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm afirma que el de octubre de 1917 fue el acontecimiento revolucionario más importante y de mayor impacto de la modernidad. Para Lenin y los suyos la Revolución bolchevique era el primer paso, el detonante de la revolución socialista universal. Era deseable (y necesario) que la oleada revolucionaria se expandiera hacia los costados, sobre todo a la Europa industrial, de grandes masas obreras empobrecidas y organizadas, y harta de los desastres de la Primera Guerra Mundial. En los años siguientes a la revolución de 1917, precisamente, motivados por el éxito de los bolcheviques, varios movimientos populares de imperios en crisis y estados limítrofes adhirieron a la causa revolucionaria y fueron incorporados al flamante bloque soviético. Ese fue el origen de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en 1922, compuesta en un principio por los estados de Rusia, Transcaucasia (Georgia, Armenia y Azerbaiyán), Ucrania y Bielorrusia. Pero ese sería sólo el comienzo, porque, como también dice Hobsbawm en su libro, apenas 30 años después de la entrada de Lenin a Petrogrado (es decir, a mitad del siglo XX) un tercio de los países del mundo formaban parte del bloque comunista.

Hasta ahí todo más o menos conocido, un estallido revolucionario que convulsionó al mundo entero e inspiró múltiples levantamientos y adhesiones; aunque finalmente la revolución proletaria mundial tal como la imaginaba Lenin no se produciría, a partir de octubre de 1917 las insurrecciones obreras y campesinas y los estados socialistas proliferaron en el mapa político de la Europa de la primera posguerra. Esta tendencia se profundizaría luego de 1945, en una segunda oleada de revoluciones de las que resultaron regímenes que se alinearon con la URSS para dar comienzo a la Guerra Fría y a su mundo partido a la mitad.

Los efectos de un hecho, cualquiera sea, suelen ser mucho más espectaculares que sus preparativos. Y los efectos de semejante revolución social y política no podían ser otra cosa que impresionantes, por enormes o por minúsculos, por dar lugar a transformaciones geopolíticas y a escenas de realismo mágico. Acá nos interesa más lo segundo. Porque, a fin de cuentas, ¿qué tiene que ver Lenin con Curtina?

La cosa es así: resulta que en 1931, en ese pueblo del interior uruguayo ubicado 17.000 kilómetros al suroeste de Petrogrado, un grupo de militantes comunistas, aprovechando una noche de fiesta y jolgorio general en el club Armonía, emborrachó al comisario del pueblo y declaró, por lapso de unas 12 horas, la República Socialista Soviética de Curtina. Esa es la historia que nos ocupa, la de una salpicadura insólita casi borrada por el paso del tiempo, ese poderoso diluyente de manchas.

No son muchas las pistas y los testimonios que ha dejado esta historia, pero todos apuntan a la misma conclusión: la toma de Curtina efectivamente ocurrió. No es fábula ni cuento de fogón, sucedió de verdad. Pero su mera ocurrencia puede no significar mucho. Puede ser tomada como un chiste y se la puede dejar ahí, como una anécdota surrealista que, además de una peripecia de personajes de Espinosa, podría ser un capítulo de un libro de contrahistoria uruguaya. Existe riesgo de solemnizar y sobrecargar de épica un hecho que quizá no dé para mucho más que risas y cuentos de asado, de confundir una acción revolucionaria planificada con una joda de jóvenes atrevidos que querían burlarse de la autoridad y quedar como los graciosos de la clase. Seguramente la toma de Curtina no llegó a ser lo primero, pero tampoco se redujo a lo segundo. De hecho, como se verá más adelante, por más insólita y delirante que haya resultado, la revolución fue mucho más en serio que en broma, motivada por un deseo genuino de transformación radical del capitalismo y sus injusticias.

Walter Benjamin decía que hay que rescatar el potencial utópico de los actos revolucionarios, por mínimos e inconscientes que hayan sido. Hay que reivindicar el espíritu subversivo que los motivó, aunque hayan sido derrotados (de hecho si hay que reivindicarlos es justamente porque fueron derrotados), aunque puedan no haber sido más que un gesto simbólico, un puntito en el culo del mundo, aunque ni sus mismos protagonistas se hayan tomado del todo en serio la posibilidad de hacer historia. Digamos: no parece muy realista pensar que por encerrar a un comisario e izar una bandera roja en un pueblo del interior profundo se desencadenaría una revolución comunista en el Uruguay mesocrático y amortiguador, hijo reciente del batllismo. Pero, al mismo tiempo, ¿qué otra cosa podían hacer unos jóvenes de Tacuarembó que querían hacer la revolución? ¿Qué pasa si esa, por más inocente y surreal, fue la única manera que encontraron? ¿Cómo se empezaba una revolución en el Uruguay rural de principios de los años 30 si no era emborrachando al comisario e izando una bandera? El rescate de ese espíritu, aunque novelado por el recuerdo y borroneado por el olvido, es el propósito de esta reconstrucción.

Si de reconstrucciones del hecho se trata ya existe una, que además termina de despejar cualquier duda sobre si todo aquello fue real. La hizo Daniel Bentancourt y fue publicada en 1995 con un nombre como para que nadie se confundiera: “República Socialista Soviética de Curtina”. Allí, luego de contar su obsesión con la historia y detallar paso a paso su proceso de investigación, Bentancourt narra los acontecimientos a través de la voz de uno de los implicados directos, uno de los revolucionarios de Curtina que el autor entrevistó a fines de los años 80 en su rancho, a unas leguas del pueblo. Apoyada en la memoria de uno de sus protagonistas, la historia casi que se cuenta sola —sin quitarle mérito a la investigación de Bentancourt, que entre otras cosas descubrió que la revolución de Curtina ocurrió un 7 de noviembre, en homenaje al día en que los bolcheviques tomaron el Palacio de Invierno—. Se trata de dejar correr, sosteniéndose en encauces, referencias temporales y tejido narrativo, los recuerdos de un viejo que la vivió de joven. Un muchacho de 18 años que se largó a hacer la revolución. Y díganle lo que quieran, pero la hizo.

Antes de ser los revolucionarios de Curtina, los protagonistas de esta historia eran diez tipos comunes y corrientes de entre 18 y 35 años unidos por la causa comunista, que los juntaba en el único almacén del pueblo. No parecían tener una estrategia política de mediano plazo, ni siquiera un plan de acción concreto. Más bien se reunían a comentar las noticias que llegaban de la URSS perdidas en algún rincón del diario departamental, que llegaba —con dos días de retraso— desde la ciudad de Tacuarembó, y a esperar alguna señal que les indicara el momento de salir a pelear y fundar el nuevo mundo. Para ser honestos, básicamente esperaban, que era lo que podía hacer un puñado de comunistas encubiertos en un pueblito de 500 habitantes en el medio de la campaña uruguaya a fines de los años 20.

Recibían también, gracias a que el chofer del ómnibus era un camarada, los librillos de propaganda comunista que mandaba el partido desde Montevideo, y que para varios de estos hombres —que a duras penas tenían primaria completa— fueron las primeras herramientas de una formación política tan elemental, tan ajena a las complejidades del proceso revolucionario, que quizá esa inconsciencia fue la razón por la que se lanzaron a hacer lo que hicieron. Años después, cuando algunos se cruzaban en yerras o fiestas, se reían recordando la locura que habían hecho y la ingenuidad de haberlo creído posible, suscribiendo a ese fatídico latiguillo que asocia a la juventud con la fantasía y a lo radical con lo equivocado.

Es que a veces las cosas sencillamente ocurren, los hechos se precipitan y las oportunidades se presentan antes que la voluntad y la preparación de los involucrados. En ese momento hay dos opciones: o la dejás pasar, porque falta acumular y aún no están dadas las condiciones para dar el batacazo, o aprovechás el viento, te subís a la ola y, sin saber bien cómo, te parás. Pero que conste en actas: si el sábado 7 de noviembre de 1931, cuando asomaba una noche de baile en el club social del pueblo, esos diez militantes que paraban en el almacén decidieron emborrachar al comisario y encerrarlo en el calabozo de la comisaría no fue sólo por la inconsciencia de nueve comunistas guiados por un deseo difuso y un reflejo revolucionario, sino por la iniciativa y el sentido de la oportunidad del décimo, el líder de la gesta, llamado Buenaventura dos Santos.

Según la historia que narra el protagonista entrevistado por Bentancourt, la revolución más corta y pacífica del mundo se inició con el arrebato de este tipo, que cuando vio que el pueblo estaba distraído en el baile, y sabiendo que el comisario estaba más cerca del retiro que del deber, decidió ir a visitarlo a la comisaría con una damajuana de por medio, mientras terminaba de madurar el delirio en la cabeza. El razonamiento de Buenaventura era en verdad irrefutable: las fuerzas represivas del Estado uruguayo se limitaban, en Curtina, al comisario Gumercindo, o sea que si lograban reducirlo se convertirían en la autoridad del pueblo y podrían declararse una república comunista independiente. Una bengala roja al cielo del mundo; que Rusia supiera que en Curtina habían oído su mensaje.

Lo bueno para sus intereses fue que para reducir al comisario no se necesitó más que la parla de Buenaventura y su brazo gentil para llenarle el vaso de vino una y otra vez. Y cuando lo vio caer, rosado y pesado, después de haberse tragado media damajuana, Buenaventura pareciera que pensó: “¿Y por qué no nosotros? ¿Por qué no ahora?”. Les chifló a los dos que estaban de campana en la puerta y entre los tres arrastraron al caído del pedo hasta el calabozo, donde quedaría roncando su borrachera el resto de la noche.

Buenaventura convenció a los demás de que era el momento de tomar el poder. Había que llevarse las armas de la comisaría, expropiar los caballos de los terratenientes y declarar la república comunista. Según sus pocas pero suficientes lecturas, así se hacía una revolución en campaña. Se sacaba a la autoridad local del Estado burgués, se tomaba el poder, se distribuía la tierra. No fue tan fácil convencerlos; si bien los nueve se morían por hacer realidad lo que leían en los panfletos, la noticia caída por sorpresa, la nula planificación, el manto de incertidumbre sobre cómo saldría la operación y sobre todo el hecho de que no tenían idea de qué carajo tenían que hacer los hacía dudar. Pero las arengas, el apuro y las primeras órdenes de Buenaventura no dieron tiempo a más titubeos, y la toma de Curtina se puso en marcha.

Es curiosa la historia. Dicen que cuando el Gobierno Provisional Ruso (pequeño intersticio entre el zarismo caído y el bolchevismo triunfante) se vino abajo por la presión popular, Lenin convenció a los bolcheviques de que tenían que aprovechar que se había generado un vacío de poder para tomarlo. Porque, al final, si un partido revolucionario no toma el poder cuando el momento y la miseria social lo exigen, ¿en qué se diferencia de un partido no revolucionario? En cierta medida, esa fue la pregunta que se hizo Buenaventura, a quien los conocedores de la historia (con justicia según la narración de Bentancourt) recuerdan como “el Lenin de Curtina”.

Diez tipos surcaron a caballos expropiados las calles oscuras del pueblo en dirección al club y su fiesta, lejos de estar seguros de lo que hacían pero sabiendo que nunca habían estado tan cerca y que quizás nunca más se les presentaría otra oportunidad para hacerlo. Cuando llegaron al Armonía vieron que alguna gente ya se estaba yendo, por lo que tuvieron que improvisar: sacaron a los últimos bailarines de la pista y arrearon a esos cuerpos borrachos de sueño y vino hacia la plaza —entre órdenes hijas de la flamante autoridad autoinvestida y promesas de que la joda seguía al aire libre—, donde Buenaventura esperaba parado arriba de un banco para hacer el anuncio.

Concentrada en la plaza, la masa no entendió bien lo que pasaba. Es que cuando uno está borracho tiende a interpretar lo que lo rodea con esa distancia pueril, flotante, casi de ficción dada por la borrachera. Y más en ese clima de parranda general. Parecía que a los comunistas del almacén el pedo les había pegado para el lado de la solemnidad, sobre todo cuando Buenaventura avisó que a partir de ese momento eran habitantes de otro país, llamado República Socialista Soviética de Curtina, que por ende ya no tenía relación de dependencia con el Estado uruguayo. El pueblo, convocado a hacer la revolución, se fue a dormir.

Esa misma plaza, ocupada por una muchedumbre de incrédulos aquella madrugada de noviembre de 1931, está hoy, una tarde de julio en la que el sol apenas atenúa el frío, completamente vacía. Unos jóvenes van y vienen en moto haciendo explotar los caños de escape, como queriendo incrustar en la escena ese taladro auditivo que ya forma parte del paisaje sonoro del Uruguay. Unos niños juegan al fútbol en la calle y no hay ningún dispositivo electrónico a la vista, lo que para un montevideano de zona céntrica que cruza semáforos en rojo mirando el celular en medio de un tráfico nunca visto —y aun a riesgo de cometer todos los pecados etnocentristas de la antropología clásica— aparece como un anacronismo, una imagen de otro tiempo, la constatación del prejuicio del Uruguay rural, tranquilo y atrasado que se aprende en la escuela y se repite después.

Ninguno de aquellos revolucionarios de Curtina vive. A varios de los habitantes actuales del pueblo la historia les suena (“ah, sí, algo pasó, lo contaba mi abuelo”), pero no se puede decir que la conozcan. Quedan todavía algunos abuelos, que tienen más de 90 años y vivían en 1931, pero eran muy chicos, por lo que sus recuerdos son también fruto de la tradición oral y no de su propia experiencia. Es evidente que el hecho fue atravesando las distintas capas del tiempo, es decir, difuminándose en el olvido. Primero fue un levantamiento comunista frustrado, luego una anécdota imperdible de unos locos, después una joda de muchachos y hoy es una referencia vaga, casi irreproducible. La distancia temporal y el paso de las generaciones hacen su trabajo. Es muy posible que en poco tiempo la historia del intento de revolución en Curtina termine de desprenderse de la memoria colectiva para caer definitivamente en el olvido.

Por momentos uno se ve haciendo esfuerzos inútiles por hurgar en algo que casi nadie sabe y que a nadie le importa. Porque, a decir verdad, el desconocimiento general de la historia no sólo se debe a que está cerca de cumplir un siglo, sino también a que los hechos en sí, vistos desde afuera, fueron más bien insignificantes. Pero si ninguna actividad debería juzgarse solamente por su resultado, una revolución, menos. El sentido de una revolución no está en la contingencia de su éxito o su fracaso sino en su origen, en el deseo colectivo que la motivó, en la disconformidad con lo que hay, en el ejercicio de imaginar algo distinto y la voluntad de intentar llevarlo a cabo.

Una revolución no es —como a menudo las definen quienes les tienen miedo— el salto al vacío de un idealismo trasnochado que persigue una utopía inalcanzable. Todo lo contrario: es el acto realista y convencido que entiende que la realidad material es, como toda materia, completamente transformable mediante la acción. No hay cosa más lógica y realista que alguien que, ante el diagnóstico de que el mundo donde vive es cruel e injusto, hace lo que está a su alcance para transformarlo. Por eso es errado creer que lo de Curtina, por minúsculo y frustrado, sólo fue un gesto simbólico. Fue la acción concreta de hombres que juntaron las pocas fuerzas que tenían y se propusieron cambiar las condiciones de existencia del único mundo que conocían. Que ese impulso haya quedado en la nada es otra cosa, que poco tiene que ver con ellos.

La mitad del trabajo estaba hecho. O al menos la declaración formal, que además tuvo una dimensión performática incuestionable. Volvieron al almacén, desplegaron el mapa del pueblo y consideraron los pasos a seguir. Hablaron de cerrar el camino nacional para impedir el acceso de los milicos de Tacuarembó, que más temprano que tarde se enterarían y mandarían a un regimiento a restablecer el orden. Creyeron que había que organizar comandos de patrullaje del pueblo para dar señales de que la cosa iba en serio y sumar más cuerpos a la causa. Pero eran las tres de la mañana y afuera no había un alma. Lo único que obtuvieron los dos pobres diablos que salieron a recorrer fue un par de “¡Comunistas!” que sonaron más a burla desmoralizante que a declaración política de las fuerzas contrarrevolucionarias —aunque de hecho lo eran—. Fue ahí, recién ahí, cuando volvieron al almacén y le contaron al resto, que los diez empezaron a entender que adelante suyo había una pared. Y hoy, 88 años después, no hay otra que decir que esa pared era la realidad, aunque eso implique admitir que hasta ese momento —como reconocieron una y otra vez con el paso del tiempo— habían estado viviendo un sueño, haciendo lo que estaba a su alcance para convertir en realidad una utopía, que a fin de cuentas es como suele empezar una revolución.

Entendieron también lo que diferenciaba su contexto político y social del de la Rusia presoviética: no había en Curtina ninguna agitación popular, ningún ánimo destituyente y ningún sujeto político con la fuerza necesaria como para derrocar al régimen. Pero lo más terrible es que en cierto sentido tampoco había un régimen que derrocar. Era como si quisieran hacerse de un poder que no estaba en ningún lado. No había un orden que pudiera ser subvertido, sólo un estado de continuidad impávida de todas las cosas del mundo, una lógica inmanente e inalterable que vaciaba el sentido de su acontecimiento a medida que pasaban las horas. Entendieron que el viejo mundo era difícil de derrotar no sólo por el poder de los poderosos, sino porque su única condición para existir era simplemente seguir existiendo. Las calles desiertas, el pueblo durmiendo y ellos en el almacén mirándose las caras eran la triste constatación de que en Curtina no había pasado absolutamente nada.

Pero el motivo de fondo de la imposibilidad de todo aquello era otro. Además de apoyo popular, les faltaba otra cosa para desatar una revolución con todas las letras: la apelación a alguna forma de violencia. Lo habían considerado varias veces a lo largo de la noche, mirando de reojo —con esa mezcla de ganas y miedo— las dos armas que tenían: el revólver que le habían sacado al comisario y una escopeta jurásica que había aportado uno de ellos. Nadie podía negar que les tenían una bronca bárbara a Filipini y a Carneiro, dos de los terratenientes de la zona, que eran la encarnación de la propiedad privada, las jerarquías y la explotación, pero de ahí a parárseles de frente y meterles dos tiros en el pecho había una diferencia. Uno de los protagonistas se lo explicó a Bentancourt: “Éramos, en realidad, unos revolucionarios por la mitad. Porque para serlo por completo precisábamos de una determinación que no teníamos, que yo no sabía cómo íbamos a conseguir ni qué consecuencias tendría para nosotros si alguna vez la tuviéramos”.

Otra vez se toparon con el hueso de la realidad. ¿Qué carajo se hacía con las personas que no estuvieran de acuerdo con la revolución? ¿Cómo se las convencía? ¿Y con quienes se opusieran fervientemente porque la revolución perjudicaba sus intereses? ¿Cómo se resolvía, en última instancia, ese antagonismo? ¿Hasta dónde se llegaba? Lo interesante de estas preguntas es que hasta hoy son el núcleo duro —no siempre abordado con la profundidad que merece— de cualquier atisbo de pensamiento revolucionario.

A esa altura de la noche y de los hechos, uno da por descontado que en las horas siguientes llegó una respuesta, un llamado al orden desde afuera. Sospecha que, más allá de la pequeñez de la subversión, algún vecino en alerta movió sus contactos para llevar la noticia hasta la capital, que en el correr de la mañana llegaron los milicos, los insurrectos fueron todos presos y colorín colorado. Pero ni siquiera fue necesario. Se hicieron las cinco, y luego las seis. Buenaventura, el primero en convencerse de la necesidad de la revolución, también fue el primero en entender que no podían, que todo aquello había sido un acto de amor, una quijotada valiente y digna, pero imposible de llevar más lejos con los medios de los que disponían. Lo terminó de resolver mirando un cielo que pasaba de negro a azul oscuro.

Unas 12 horas después de la declaración en la plaza, la República Socialista Soviética de Curtina se disolvió con la misma ausencia de violencia con la que fue fundada. Lo curioso es cómo terminó, porque fueron ellos mismos, los revolucionarios, quienes desandaron sus pasos y volvieron a poner las cosas en su lugar, literalmente. Un par montaron los caballos y enfilaron para los establos de las estancias de donde los habían sacado. Buenaventura y otros dos, por su parte, caminaron hasta la comisaría. Por suerte Gumercindo seguía desmayado en el calabozo, así que lo arrastraron hasta su escritorio y, cuando se despertó con el movimiento, le hablaron de las virtudes de aquel vino que le habían llevado unas horas antes. El comisario nunca se enteró de nada.

Devolver la seriedad con que estos jóvenes concibieron su deseo y su acción (después de todo, quisieron cambiar el mundo empezando por el suyo) significa pensar seriamente su revolución, por más mínima, delirante y efímera que haya sido. La concepción revolucionaria detrás de la República Socialista Soviética de Curtina fue mesiánica, como la de Benjamin. Vista así, la revolución es una fuerza necesaria que viene a hacer justicia. Es hecha con la solidaridad de quien pelea por alguien que en principio no lo sabe, que viene a liberarlo de una vida de miseria que ni siquiera ve como tal, porque es la única que conoce.

Esa revolución es una salvación, una emancipación de esa vida de mierda. Y también una redención de todo el sufrimiento y las derrotas pasadas. Es algo que se hace en el presente, hacia el futuro pero por el pasado, para restituirlo y dignificarlo. En él se inspira y a él va dedicado. Es tanto para que los nietos vivan en un mundo “donde nadie sea tratado como una bolsa de papas” como para honrar a los abuelos que perdieron luchando por lo mismo. Y lo interesante es que aun con su espíritu vanguardista e iluminista, aunque los propios revolucionarios, en el medio de la gesta, se descubrieran en el lugar de autoridad moral que tanto odiaban de sus patrones, no hay duda de que esa revolución mesiánica fue pensada y llevada a cabo por peones y asalariados, por domadores y changadores; en definitiva, por el mismo sujeto social al que la lucha estaba destinada. Del pueblo y para el pueblo. Y fue, sobre todo, consecuencia del momento en que ese sujeto popular, inmenso, diverso y castigado entendió que podía torcer el rumbo de la historia. “Al final todo ese lío que armamos fue porque de alguna manera entendimos que teníamos el derecho de intentar algo diferente”.

Los arreglos fueron tan rápidos que llegaron a ver el amanecer sentados en un cerrito sobre el arroyo Malo. No terminaban de entender si lo que masticaban era la amargura de la derrota, la tranquilidad de haberlo intentado o la sensación de cansancio tras haber despertado de un sueño intenso. Pero fuera lo que fuera, lo hacían en silencio. Cuando vieron un rectángulo anaranjado moviéndose por el camino nacional supieron que eran las ocho, pero sobre todo supieron que era el mismo ómnibus pasando a las mismas ocho en la misma Curtina de siempre. Cuando uno llega a este momento, sobre el final del libro, se lo imagina como una escena tan cinematográfica que sospecha que alguien alguna vez se encontrará con la historia y hará una película. Y otros, quizá, la revolución.