_ Inspirado en “La casa abandonada”, de Mario Levrero_

Las tardes de lluvia son un verdadero espectáculo, por más que intentamos no emocionarnos como niños siempre hay alguno (por lo general es Ramiro, el empresario) que no contiene los nervios, suelta un chillido y corre por el largo pasillo que lleva hacia la cocina. La primera vez que entramos hacía un sol de mediodía y al abrir la puerta sólo vimos los restos a medio derruir de una habitación de cocina colonial, la gran mesada de mármol, las piletas grises y los grifos dorados con formas angelicales. Otra tarde en la que visitábamos los restos del huracán del living recibimos los ecos de una secuencia de notas desafinadas que provenían del fondo del pasillo. Esa tarde llovía. Algunas de las señoras entonaron una melodía que imitaba los fraseos de la música, yo necesité cerrar los párpados y recordarme dónde estaba; era tan fuerte el bálsamo tántrico que producían esos sonidos que cada uno lo manifestaba como podía. Leonor (la que teme a la soledad) lloró toda la tarde. Ramiro abrió la puerta y todo estaba igual, menos iluminado, más húmedo, cargado del sonido que nos embelesaba, como diferentes y superpuestas melodías de clavicordio que se repetían en forma disonante. Dedujimos que la lluvia debía deslizarse por algunos caños que dieran al exterior de modo que las gotas cayendo dentro provocaran ese efecto sonoro. Luego dejamos de deducir. La vibración provenía también de debajo del suelo de baldosas y eso hacía que algunos bailaran. A mí nunca se me dio bien la danza, así que permanecí quieto escuchando las extrañas y rítmicas pulsaciones, concentrándome hasta tal punto que creí oír letras, palabras y hasta frases entremezcladas, primero en lenguajes desconocidos, pero al final en español inteligible. Decían sólo obviedades.

Alguien había abierto la canilla de la pileta principal (haciendo caso omiso de nuestras advertencias acerca de lo desconocido de las cañerías) y de ella emanaban, sorprendentemente, más mujercitas parecidas a las de la bañera, sólo que estas miraban profundo y largo y en lugar de jugar cantaban a coro una nota lánguida, eclesiástica, la misma que antes habían entonado las mujeres de nuestro grupo. En vano busqué a la de ojos verdes, claramente estas eran una especie distinta de las del cuarto de baño. Se callan al unísono y ellas solas, una por una, ascienden a introducirse con agilidad en la boca de la canilla de la que emergieron.

Otro día uno del grupo (uno muy tímido, que vino hace poco y apenas habla) me confesó que él también oía palabras en la música de las cañerías de la cocina, y que, más aun, se había detenido a escribirlas. Ipso facto sacó un cuaderno amarillo del saco y se dispuso a leer algunos párrafos.

Dijo:

“La casa abandonada”, la del jardín que evoca una selva salvaje y lujuriosa, la de la despensa llena de arañas que construyen una inmensa tela que danza como un mar cuando se posa un insecto, la que mata vendedores ambulantes, que tiene capas de empapelados misteriosos, que podría haber sido un prostíbulo, esa casa es una creación del arquitecto de la ficción Mario Levrero, cuentista y narrador (entre otras múltiples ocupaciones) de nacionalidad uruguaya, nacido en Montevideo en los años cuarenta y fallecido en los dos mil. Su obra vasta se está dando a conocer de forma relativamente reciente, repercutiendo en el exterior y posicionándose como uno de los principales referentes de la literatura no realista rioplatense. Sus cuentos han sido publicados y recopilados en varias ediciones. La que aquí nos ocupa lleva el título de La máquina de pensar en Gladys, primera antología del autor que incluye once cuentos originalmente editados en 1970 y reeditados recientemente en un bello volumen por Criatura Editora. “La casa abandonada” es el cuarto cuento de la selección, es el que habla de mí. Estás escuchando estas palabras a través de la lluvia para conocerme. El cuento se divide en varias secciones, o núcleos temáticos, que relatan diferentes situaciones (algunas más fantásticas que otras) referidas a una casa abandonada, una típica de cualquier calle montevideana, antigua y cerrada y especial para los curiosos. Si quisiéramos encontrar un argumento o sinopsis para este relato (aunque siempre con la literatura de Levrero es difícil y hasta inconsecuente hacerlo) sería: un grupo de personas —entre las que está el narrador— se sienten atraídas por una casa vieja y se disponen a descubrir todos sus secretos. La casa en sí contiene inesperadas situaciones fantásticas, al punto que la historia sobrevive en el lector con la inconsistencia del sueño. El cuento se entreteje de relatos cuyo núcleo común es la casa, utiliza símbolos paradójicos entre sí desafiando la consistencia de la noción de la realidad (en un estilo particular que ya le conocemos a Levrero y que podría hermanarse con el Cortázar de las Instrucciones) y deja espacios abiertos a la imaginación del lector, sin ser por ello pretencioso. Los fragmentos temáticos incluyen descripciones de posibilidades de la casa, reflexiones del narrador —quien es un entusiasta de los espacios viejos y derruidos—, anécdotas sobre los que componen este grupo humano de exploradores, y referencias a rituales comunes del conjunto; esto da a entender que estas personas son expertas en la casa y que hace un tiempo que desarrollan estas investigaciones. Se describe la búsqueda de un tesoro, la sospecha de la presencia de un unicornio en el patio (por demás sexualmente salvaje), el flujo de pequeños hombres de una tubería que asoma en la fachada, la extraña e interminable lombriz que emerge del caño del bidet y ha sido condenada a girar eternamente como un uróboros negro entre una cañería y la otra. Quiero decir por último que estas imágenes se presentan en la narrativa como escenas frescas y con una impronta que varía entre la inocencia y el suspenso, sin necesidad de explicar los mecanismos de la fantasía sino imponiéndola a la mirada del lector con la creatividad y originalidad de los niños que juegan sin demasiadas reglas. Este discurso teórico surge de mis cañerías combinando mis posibilidades lingüísticas, directo para ustedes, entrañables espectadores, sin los cuales mi historia quedaría sepultada.

Cuánto había de verdad en las palabras que aparecían garabateadas en las hojas del cuaderno amarillo me tenía sin cuidado, todos se acercaron a oír a mi compañero narrar lo que había anotado. Yo me alejé a fumar un cigarrillo, a mi entender sus palabras nada tenían que ver con la experiencia de esta casa y la verdad es que me parecía todo un invento para impresionar.

Fumo solo en la cocina, ya dejó de llover, descubro debajo de mí una baldosa rota y debajo, a oscuras, algo que parece un entramado profundo y enmarañado de caños. Me pregunto qué pasaría si soltara una moneda por la boca de la pileta.