It would be too much to say that he kindled

our admiration but there is an automatic

pleasure in watching a thing done well.

Richard Yates, “Jody Rolled the Bones”

Cuando S, con las manos todavía empapadas, cerró la puerta del baño de Santuario, para atravesar luego el largo pasillo de cerámica negra que llevaba al restaurante de la librería, descubrió que Z ya no estaba solo en la mesa. Al final, cuarenta minutos después de lo anunciado, G había hecho acto de presencia. Omnipresencia, se le antojó a S. Una simpática y atractiva garçonne lo despojaba del Montgomery azul marino para llevarlo a ropería. Gracias, rica, le escuchó decir S al voluminoso Maestro, que procuraba con dificultad acomodarse en la estrechez del asiento. Z todavía estaba de pie con los brazos en jarra. Su postura, marcial, era el eco de un recibimiento que sin dudas habría sido ceremonioso. S agradeció a la urgencia natural que le había hecho perderse aquel momento. Cuando llegó a la mesa, observó que los anhelantes ojos de G no se apartaban de la aséptica cocina, mientras que Z, con otra clase de anhelo, hurgaba en su mochila en procura del manuscrito.

Cada vez que S estrechaba la mano de G, le venían a la mente los pollos deshuesados al ajillo que su madre solía prepararle; el contacto fugaz con aquel miembro le transmitía la sensación de algo gelatinoso que había estado vivo unos minutos antes. Tomó asiento.

El restaurante estaba casi vacío. Dos abogados estiraban la pausa del almuerzo mientras mantenían sendas conversaciones por celular. En la mesa más apartada, una mujer añosa leía un Compacto Anagrama mientras degustaba un chajá de durazno. Una melodía new age brotaba de varios puntos del local.

Cuando una nueva garçonne les entregó tres copias del menú con formato libro de tapa dura —detalle que identificaba al servicio de Santuario—, S notó cierta distensión en la mirada de G que, con avidez, buscó la página que destacaba el plato del día. En esa ocasión, había tres ofertas: raviolones Piglia, ensalada Coetzee y chivito Vargas Llosa. El Maestro ni siquiera consideró los dos primeros platos y se limitó a señalar el tercero con un golpe del pulgar derecho, como si le estuvieran tomando huellas digitales. ¿Con ensalada rusa o papas noisette?, preguntó la moza. G se frotó la canosa barba despareja y por un instante contempló el vacío. Las dos, sentenció, añadiendo al pedido una Coca-Cola de a litro. Común, por supuesto, dijo la moza. Común, por supuesto, dijo G. Mientras la orden era registrada, S y Z devolvieron el menú a la vez que solicitaban un café y un cortado.

Las doscientas y tantas hojas A4 que conformaban el manuscrito habían sido colocadas por Z en el centro de la mesa. Mientras los ojos de G seguían atentos cada movimiento del personal de cocina, atisbando por sobre la puerta corrediza el accionar del chef sobre la plancha, sus narinas eran sacudidas por un intenso temblor ante la percepción de la carne especiada con sutileza. Amorfa sensualidad, pensó S ante el placer que trasuntaba el destacado poeta, celebrado narrador y aclamado crítico. Mientras tanto, Z daba inicio a un ataque sonoro, sacudiendo las páginas del mamotreto en busca de un mínimo de atención. Ni cerca estaba de su objetivo cuando una tercera garçonne se acercó y dispuso sobre la mesa una panera rebosante de humeantes miñones y porteños integrales, además de tres salsas en minúsculos platillos. Un instante le llevó a G desplazar el manuscrito del centro de la mesa para ubicar en su sitio la panera. El zarpazo de un lobo en la nieve. Encrucijada. Supervivencia. Evolución. Luego, S vio cómo G partía tres miñones disponiéndolos en serie sobre el mantel individual y, auxiliado por el romo cuchillo, se dedicaba a esparcir en el interior de cada uno, hasta alcanzar el punto de saturación en los dos primeros y de liso y llano desborde en el tercero, una mezcla de las tres salsas que, en los recipientes, presentaban colores betún, blanco sucio y verde pero que, mezcladas sobre el pan, ofrecían el espectáculo de una repugnante opacidad.

Como le adelanté por teléfono, dijo Z mientras estiraba una mano para tomar el manuscrito y apretarlo contra el pecho, en un gesto que S reconoció como maternal, esta es mi primera novela. Le confieso que tengo mucha ansiedad por conocer su opinión. Si le parece, le cuento un poco más de qué va la cosa.

Mientras propinaba las primeras dentelladas al segundo miñón, en el rostro de G se desplegó una sonrisa de satisfacción que, lejos de provenir de las palabras de Z, era una respuesta al retorno de la primera garçonne. La joven dispuso la botella de refresco sobre la mesa, junto a un alto vaso que llenó a rebosar y, como una mera coda al servicio central, colocó frente a S y Z los humildes pocillos.

Como ya le dije también, retomó Z, se trata de una novela en dos niveles. Cuenta la historia de un policía que mientras cumple un servicio de doscientos veintidós nocturno escribe una novela policial.

Acabado ya el tercer miñón, S vio cómo G daba cuenta de un solo trago del vaso de Coca-Cola, dejando que algunas gotas se deslizaran por los carnosos labios hacia la barbilla, entreverándose con restos de salsa adheridos a los pelos del mentón. El sonido del vaso al chocar con la mesa dio paso a un gemido de satisfacción que a S le recordó una publicidad televisiva que lo cautivara de niño.

¿Te parece complicarla tanto, che?, preguntó G reclinándose, mientras se rascaba la mejilla con el dedo índice. ¿La editorial no te había pedido una novela policial a secas, de esas bien ramplonas que sacan como chorizos? ¿No te parece mejor, por ejemplo, escribir sobre una muerte en el puerto, el robo a un shopping, la extorsión a un político? Ponés a un milico perturbado que acaba de perder a la esposa, un compañero muy convencional, un jefe hijo de puta, una mina que se parte y ya está. Si querés le agregás sexo en un ascensor y un ajuste de cuentas entre venezolanos… y ya tenés novela.

S apreció la contrariedad de Z, que se traslucía en pequeños golpes que aplicaba con los nudillos al manuscrito. ¿Pero usted mismo no dijo en un artículo de hace poco que veía a mi generación muy acartonada, presa de los moldes, y la exhortó a trascender las fronteras de los géneros?, preguntó Z con timidez.

¿Yo escribí eso?, preguntó G mientras recargaba el vaso.

S tenía presente el artículo en cuestión. El texto había causado un impensado revuelo entre los escritores jóvenes, motivando numerosos correos electrónicos a la dirección de la revista y dando pie a una polémica extendida por varios números y fermentada en las redes sociales. Recordaba en especial a un purista de la ciencia ficción que en su muro de Facebook había publicado una extensa carta abierta a G, que culminaba con un “Que en paz descanse nuestra Admiración por Ti”. S recordaba el artículo y sus repercusiones, no tanto por el fondo de la polémica —que le parecía estéril y artificiosa— sino por el efecto que aquel corso de egolatría tuviera sobre su propia autopercepción como escritor. Había coincidido con el comienzo de las primeras perturbaciones en su proceso creativo que, con el tiempo, decantaron en un prolongado bloqueo del cual aún no lograba recuperarse. La polémica entre el Maestro y sus acólitos había actuado como una enzima, al instalar en su mente una idea que, más allá de su control, reaparecía con frecuencia: la banalidad de la literatura.

En la cocina, el churrasco alcanzaba su nirvana; lo evidenciaba el espeso aroma que atravesaba la sala como un puente tendido hacia el olfato de G.

Permítame aclararle lo de los dos niveles, dijo Z mientras daba el primer sorbo al liliputiense pocillo y volvía a ubicar el manuscrito sobre la mesa. En la novela hay una historia realista. El agente de segunda Rigales atraviesa situaciones cotidianas jodidas: debe mantener a un hijo adolescente del primer matrimonio, lidiar con los conflictos de una hija en edad escolar de su segunda mujer y el embarazo avanzado de la actual pareja. Como el sueldo no le alcanza y paga préstamos con otros préstamos, toma una custodia nocturna en una fábrica.

¿No te parece muy melodramático?, preguntó G mientras con el mango del cuchillo castigaba la panera. ¿Pensaste quién va a leer eso? Los que buscan realismo no le van a entrar porque la subtrama policial les va a importar un corno. Esos tipos quieren que no pase nada, que ni siquiera dentro de las cabezas pase nada. Los lectores de policiales, en cambio, se van a saltear todas las partes realistas buscando la acción que encontrarán en cuentagotas.

S fue testigo de cómo la palidez tomaba posesión del rostro de su colega. El Maestro estaba dispuesto a aniquilar la novela antes de la llegada del plato principal. S se imaginó a sí mismo en el lugar de Z. No soportaría impávido aquel bombardeo, como un desbandado ejército sitiado y a la espera del golpe de gracia. Con todo respeto, dijo Z elevando el tono de voz, me parece apresurado su juicio. Déjeme, por favor, contarle la trama policial.

La respuesta de G fue un desganado movimiento de la mano derecha, mostrando la palma e inclinando los dedos en ángulo agudo. Z pareció animarse y, aclarándose la garganta, comenzó a hablar despacio.

Se trata de la muerte de un músico, dijo. Todo ocurre en el sórdido ambiente del metal uruguayo. El trío Tirinto (guitarra, bajo y batería) trasciende el gueto heavy y lleva al gran público su sonido extremo, repleto de letras barrocas y gestos de purismo formal. Para potenciar el efecto, los integrantes adoptan nombres alusivos. El líder, que oficia de cantante, compositor, bajista y productor, se autodenomina Góngora y ha bautizado con los nombres de Quevedo y Lope al guitarrista y al baterista, respectivamente.

S notó que, por primera vez, G apartaba los ojos de la rutina del chef para dirigirlos hacia la zona ocupada por Z, en un gesto que podía interpretarse como un mendrugo de atención, que dio nuevos bríos al narrador.

Los integrantes de Tirinto son muy diferentes entre sí, siguió Z. Lope es un eterno adolescente, gordo y desalineado, al que sólo le interesan los cómics de vampiros y fumarse toda la marihuana que ande en la vuelta. El núcleo de la banda lo conforma el marcado contraste entre Góngora y Quevedo. El guitarrista es un virtuoso que aprendió a tocar con jazzistas de vanguardia y vive sólo para la música, por completo indiferente a la estética impuesta por Góngora. Este, por el contrario, es multifacético y mundano. Además de ser arquitecto, se ha ganado un nombre como crítico de arte. La rivalidad es muy comentada en el ambiente y contribuye al desmesurado éxito de la banda. Góngora maneja al grupo con puño de hierro y no le permite a Quevedo firmar ninguna composición. El guitarrista, que odia el hecho de que todas las letras estén escritas en versos alejandrinos, se venga introduciendo en los recitales prolongados arpegios sinfónicos de su cosecha que perturban a Góngora, partidario de un sonido minimalista. El choque de egos ha generado una división entre los seguidores: una mayoría de gongorianos se tatúa versos como “baladí balada una esclava aparrada”, mientras que los quevedianos alcanzan el orgasmo ante cada uno de los interminables solos.

¿Y quién muere?, preguntó G con un tono de interés ahora inequívoco que despertó una sonrisa involuntaria en S.

Antes de referirme a eso, permítame explicarle el mecanismo con el que el asunto policial es introducido en la trama realista, dijo Z. En los capítulos impares cuento la vida cotidiana de Rigales. La novela comienza con el protagonista mal dormido, mientras lleva a su hija a la escuela, después de levantarla de la casa de su ex mujer. Le leo el principio: “Aunque cambien los cuerpos, las miradas son las mismas. Hoy ha sido el turno de dos gordos de diferente sexo que, supongo, no comparten vínculos de familia. Están parados en el centro del ómnibus, apretados y, aunque es temprano, ya sudorosos. Nos miran con agudeza de centinelas y desprecio de inquisidores. No pueden concebir que una escolar y un policía ocupen gratis sus asientos (esos que podrían ocupar si pretendieran sentarse juntos). Quizás el odio les haga más corto el viaje, pienso, mientras a mi lado Bernardita me reprocha el poco dinero que acabo de darle a su madre”. La tónica es esa.

¿Pero quién muere?, masculló el Maestro, cuyo interés comenzaba a desvanecerse. A la poca importancia que G atribuía a la trama realista se añadía una razón más profunda: en la cocina, el chef acababa de disponer una bandeja marrón sobre la mesada, junto a la plancha. En sincronía, una garçonne colocaba un pequeño mantel encima de la bandeja, en espera del plato y los platillos, depositarios finales del tesoro culinario.

A eso voy a llegar ahora, dijo Z. Los capítulos pares, que desarrollan la trama policial, están contados por Rigales en tercera persona. El agente se los narra a una prostituta que frecuenta una vez por mes —los días de cobro— y a quien conoce de su época de estudiante de Letras. Muy temprano en la carrera, ambos se dieron cuenta de que no vivirían de lo que estudiaban y optaron por sendas profesiones alternativas. A diferencia de Rigales, que abandonó en segundo año, ella egresó con honores y, en la época en que se sitúa la acción, se encuentra cursando una maestría. En cada encuentro, la distribución del tiempo es la siguiente: la prestación sexual dura unos diez minutos y el resto Rigales lo ocupa en contarle el argumento. Ella realiza continuas objeciones y formula sugerencias que él toma muy en serio.

Pero, mijo, ¿muere alguien o no?, dijo G, abducido por una mezcla de fastidio y sismos gástricos emulsionados por la imagen que ahora se veía en la cocina: sobre la bandeja, el chef colocaba un plato con panes árabes color miel que, como flores nuevas, se abrían al polen de los aderezos. Mayonesa, salsa golf y kétchup. A su lado, cuatro platillos: noisettes, ensalada rusa, ensalada mixta y una combinación de arvejas, huevos, hongos y hummus.

Como veo que su interés se ha decantado hacia la subtrama policial, voy directo a ella, dijo Z. Tenga en cuenta que no se plantea como autosuficiente y que leída de forma lineal pierde mucho de su significado.

Sí, sí, significado, dijo G, frotándose el abdomen. Todo es significado.

S percibió que el Maestro, cautivado por los efluvios del punto exacto de la carne, hacía un esfuerzo extremo de concentración. La comida estaba llegando, por lo que se preguntó por cuánto tiempo se prolongaría aquella débil atención hacia lo que representaba una especie de mundo distópico.

La segunda garçonne retiró la panera y las escasas migas sobrevivientes, colocando frente a G el suntuoso chivito que, junto con la guarnición —centurias—, ocupaba tres cuartas partes de la mesa. Mientras la mujer disponía platos, platillos y cubiertos, G supervisaba cada uno de sus movimientos con el ojo de un overlockista, aunque S notó que cada tanto dedicaba alguna atención a Z.

Un domingo, temprano en la mañana, Quevedo se despierta en el garaje de la mansión de Góngora en Nuevo Malvín, empezó a relatar Z al tiempo que G retiraba la aceituna que, ensartada en tres escarbadientes, coronaba la cumbre del Vargas Llosa. Está aturdido, con un fuerte golpe en la cabeza, y cuando se acostumbra a la claridad que entra por la claraboya descubre a su lado el cadáver de Góngora. Todo indica que el líder de Tirinto ha muerto a raíz de las emanaciones del caño de escape de la Harley Davidson, aspiradas por una manguera que aún permanece en su boca. Quevedo intenta recordar qué pasó en las últimas horas: Góngora y él se habían reunido en el estudio para culminar la grabación de lo que, todos tenían claro, sería el disco consagratorio de la banda. La sesión tenía como exclusivo objeto regrabar partes de guitarra de la canción del título, “Autosupresión”. Durante varias horas, se recuerda grabando y regrabando mientras Góngora reprueba y reprueba. La tensión entre ambos se vuelve insoportable; Góngora despliega los mayores agravios (“dedos de yeso”, “sutil como un tapir”, “ruido de muñones”), que llaman la atención del técnico de sonido y del mánager, así como de los mozos que traen café y refrescos. Pasada la medianoche, cuando Góngora imparte la orden de borrar todo lo grabado y empezar de cero, amenazando con contratar a un sesionista, Quevedo no puede más. Deja la guitarra, se quita los auriculares, se pone la chaqueta, camina hacia la puerta, se detiene, vuelve sobre sus pasos, se abalanza sobre Góngora y lo tira contra la pared. Cuando, ante el horror de los presentes, el guitarrista se dispone a golpear con saña al líder, la inesperada aparición de Lope con un litro de helado lo disuade. Tras despedirse con una larga y ruidosa puteada, Quevedo abandona el edificio. Alterado, camina hacia la desierta parada de ómnibus. Cuando está por llegar, experimenta la sensación de que lo siguen. Mira hacia todos lados y no ve nada anormal, atribuyendo su paranoia a la adrenalina del momento. Alcanza la parada, se sienta y su último recuerdo, que ahora se le aparece con extrema nitidez, es el de un golpe en la cabeza.

Llegado a este punto, Z se detuvo y alzó la mirada hacia G —los ojos de un perro que pide agua— para descubrir que el Maestro disponía una densa capa de aderezos sobre el chivito, como si estuviese construyendo una catedral estilo rococó. Tras largos y oprobiosos segundos, una vez satisfecho con la obra conclusa, el artista le devolvió la mirada. Podría ser, dijo, podría ser. ¿Cómo termina?

S observó cómo el rostro de Z adquiría en pocos segundos las tonalidades completas de un jardín primaveral: la sonrisa desplegaba unos blancos cegadores que se mezclaban con el verde de sus ojos, trasmutado en azul y decantado en lila. Plenitud. Poder. Le cuento, entonces, lo que sigue, dijo Z mientras se reacomodaba sobre la silla. Llegado a este punto, permítame volver a Rigales. A la prostituta no le cierra cómo se resuelve el episodio de la parada de ómnibus. Lo encuentra precipitado y artificial. Rigales toma nota de la objeción y se propone trabajar el pasaje. A ver… al azar le selecciono un párrafo… acá lo encontramos cumpliendo el servicio de doscientos veintidós nocturno en una empresa de la zona franca de Carrasco. Nuestro protagonista, para aislarse del otro agente que cumple la misma función en la vieja casona y que insiste en hablarle todo el tiempo, ha optado por ocupar una oficina apartada en la planta superior. Sin embargo, sus deberes le impiden apagar el handy, a través del que el otro insiste en abordar hasta el agotamiento los tópicos más mundanos. Bajo la iluminación de una bombita de bajo consumo, Rigales tipea y tipea en la netbook pero no avanza. Fastidiado, apaga el handy y a los pocos minutos la puerta se abre de golpe para darle paso a su compañero que, arma en la mano, le pregunta a los gritos si está bien.

De pronto, el Maestro deja el tenedor y el cuchillo junto al plato y detiene con un gesto el torrente verbal de Z. Luego, con lentitud, sirve hasta el borde el vaso de refresco, lo toma de un solo trago, eructa con prominencia —Proyecto Manhattan—, lo deposita sobre la mesa y habla.

Te confieso que tanto realismo me infla las pelotas, dijo. A esta altura las tengo como dos zeppelines, pero no descarto que la sensación pueda empeorar. ¿Por qué no vamos directo a lo que importa? Es una novela policial, che, dijo girándose hacia S en procura de un aliado en aquel combate estético. Una novela, respondió S. Exacto, subrayó G, una novela. A todo esto, el jardín de Z comenzaba a tornarse puro estiércol para futuras generaciones de monocultivo. No entiendo, dijo, ¿me está sugiriendo que elimine toda la historia de Rigales? Usted pontificó que había que escapar de las convenciones y ahora se empeña en fusilar por la espalda a quienes nos atrevemos a escapar. S observó cómo el rostro de su amigo iba adquiriendo una rigidez que presagiaba el estallido. G no respondió, limitándose a retomar la comida.

Durante varios minutos nadie habló.

La música new age había mutado en una versión bossa nova de “So Lonely”, opacada por los sonidos, piedra y metal, de la mandíbula y los cubiertos de G. La mirada de S alternaba entre el rítmico deglutir del Maestro y las temblorosas manos de Z que, como una prensa, apretaban las páginas del manuscrito. La imagen no dejó de resultarle desoladora. Sabía qué iba a ocurrir a continuación: en algún momento, a regañadientes y tras haber saciado el voraz triperío, G retomaría con desgano la atención hacia Z, permitiéndole culminar el relato. Entonces el novelista volvería a lamer la mezcla de sudor y migajas ofrecida por la mano cruel, apurando el resumen de las peripecias de sus personajes. Contaría que Rigales, tras un violento ataque de nervios propiciado por el exceso de trabajo y las largas horas de escritura, sería suspendido, sin goce de sueldo, debiendo elegir entre pagar la prestación de la prostituta o el viaje de Bernardita a Bariloche, eligiendo lo primero y ganándose el odio de su hija, con quien se reconciliaría recién en el último párrafo de la historia. Contaría, como ya le había contado antes a él, que Quevedo sería arrestado y enviado al Comcar pese a clamar por su inocencia; que los medios se obsesionarían con el caso hasta el hartazgo, en especial la televisión, donde sería tratado de monstruo, psicópata y repugnantelacraejemplodealoquepuedellevarlamusicasatanicacomoamenaza paralasnuevasgeneracionesysusvulnerablescerebrosnosuficientementemaduros paraabsorbertantadegeneracionembutidaendecibeliosensordecedores; que la viuda de Góngora organizaría vigilias, conciertos homenajes, eventos académicos, marchas y maratones para mantener vivo el legado de su esposo, que le había dejado todo; que Quevedo, que no tenía nada, ni siquiera el beneficio de la duda, languidecería en una celda de tres por cinco, en compañía del arrebato y el estupro, para ser visitado sólo por Lope; que, contra todos los pronósticos, alguien creería en la inocencia de Quevedo: un oscuro periodista de la “primera y única revista dedicada a la difusión del metal uruguayo en todas su variantes, géneros y subgéneros”, Doble Bombo, se convertiría en el inesperado detective de la historia, quien, luego de sumergirse en un gigantesco lodazal de tráfico de arte e influencias, adicciones y montañas de dinero blanco y negro, arribaría a una conclusión irrefutable: el asesino de Góngora no había sido otro que el propio Góngora; que sus móviles habían sido llevar Autosupresión a la autosupresión para alcanzar con la ofrenda de su existencia corporal la gloria artística y matar en vida a su compañero de banda.

Algo apartó de golpe a S de su soliloquio. El sonido estridente de los cubiertos dándose al unísono contra la losa indicaba que G había arribado a su meta. Al posar la vista en el plato, comprobó que de la pantagruélica comida apenas quedaban algunas manchas, unas pocas migas y brillos de grasa que, en su arbitraria disposición, propiciaban el espejismo de un tosco diamante.

Es increíble, cada día Varguitas viene con más fuerza, dijo G mientras liberaba un nuevo eructo, pero siempre hay lugar para otro volumen en esta biblioteca, añadió mientras se acariciaba el abdomen.

La primera garçonne se acercó a la mesa con la carta de postres que, constató S, se trataba de una imitación del New Yorker en la que, a modo de titulares, tres oraciones con letra destacada anunciaban las opciones del día: isla flotante Storni, arroz con leche Vigil y torta alfajor De Beauvoir. G sostuvo durante unos segundos la carta mientras la garçonne recogía los trastos. Linda, dijo tomándola apenas del brazo en un gesto cuasi paternal, creo que no necesito decirte cuál es mi elección. La muchacha asintió con énfasis, exhibiendo una impecable sonrisa diametral. El Maestro la siguió con la mirada hasta que se perdió por la puerta de la cocina, mientras ensayaba un rítmico y ostentoso movimiento con la boca. Rumiante. Luego se volvió hacia S.

Che, decime, le dijo, ¿vos estás escribiendo alguna cosa? Me había gustado aquel… ¿cómo era…?

S demoró en responder porque su atención estaba puesta en Z, que con un cigarro en los labios y sin ningún atisbo de salir a fumarlo contemplaba el vacío, mientras el manuscrito yacía abandonado sobre la mesa. Luego de precisar el título del cuento al que el Maestro se refería, S pasó a contarle lo primero que le vino a la mente. Dejó entrever los trazos de un argumento que le pareció el más descabellado posible, una obra que, de ser escrita alguna vez, podría ser considerada la más pretenciosa, estéril y ridícula del universo. Abundó en detalles, se regodeó en descripciones y parafraseó las voces de los improbables personajes. Sexo, violencia y letanía. Política, crítica social e introspección. Al constatar cómo fluía su relato, que G acompañaba con gestos de aprobación, experimentó un entusiasmo que le dio nuevos bríos, impulsándolo a abrir múltiples líneas en la trama que, como por arte de magia, cerraban con precisión. Una sensación que desde mucho tiempo atrás no lo visitaba se apoderó de su mente. Un golpe de electricidad que llena de luz una casa abandonada. Literatura.