Tiene el pelo blanco y la barba del mismo color, crecida de varias semanas. Los surcos de los años se adueñan de su cara. De gorra negra y sin sus lentes habituales para leer y demás quehaceres, Javier Martínez habla pausado y alguna que otra vez gesticula. Mientras pincha un raviol del plato y toma un poco de vino, se entretiene hablando de filosofía y —por qué no— de teología. La parla y su particular voz grave, digna de un tanguero que atravesó noches y noches sin dormir, parecen de un típico ejemplar de la bohemia. Este hombre, que podría ser cualquiera en un bar de Buenos Aires, es el creador de la mítica banda Manal y, se puede decir también, del blues en castellano.

Manal Javier Martínez, como le gusta que lo llamen desde hace un tiempo, se hizo un lugar en la agenda y se vino desde Ranelagh (Berazategui, en el sur del Gran Buenos Aires) hasta el microcentro porteño sólo por dos cosas: pasar a buscar plata por la Sociedad Argentina de Autores y Compositores (Sadaic) y esta entrevista. Ya no va tanto de acá para allá, como en sus épocas de juventud. Su vida se limita a descansar, practicar batería y hacer tareas en su jardín.

“Cuando me despierto, si no tengo que cumplir con nada leo un rato. Después me doy una ducha y agarro un libro de solfeo de tambor y me pongo a tocar. Media hora, 45 minutos. Luego agarro la viola y me pongo a preparar canciones para el disco nuevo”, repasa. “Después del mediodía hago cosas del jardín: corto el pasto y acomodo algunas cosas de las plantas. Ah, y también hago gimnasia y un poco de yoga”, agrega.

A sus 73 años, ya no quiere hablar más del pasado. Está cansado de que le pregunten por “el trío” (así se refiere a Manal) que junto con Los Gatos y Almendra es considerado uno de los fundacionales del rock argentino, y de las alabanzas desmesuradas. “A veces me saludan y me dicen ‘prócer’, y les contesto que prócer fue Belgrano, yo soy sólo un músico”. A muchos, o quizás a todos los que saben de Manal, les cuesta dejar de lado su pasado así como así. El disco que tiene en la portada una bomba, el fondo amarillo y la cara de ellos tres, Martínez, Claudio Gabis y Alejandro Medina, marcó un antes y un después en la música en castellano. Temas como “Avellaneda blues”, “Avenida Rivadavia” o “Jugo de tomate frío” coparon el inconsciente colectivo. La aventura duró tres años: de 1969 a 1971.

En los 80 se juntaron de nuevo, grabaron un material que se llamó Reunión, pero la vuelta duró poco. El 1° de octubre de 2014, 34 años después de aquel efímero regreso, Jorge Corcho Rodríguez (responsable del último disco de estudio de Pappo, Buscando un amor) logró que el trío se reuniera para inaugurar Red House, la sala de conciertos, bar y estudio de grabación que forma parte de su productora multimedia, La Roca Industrial. El empresario del show business logró su objetivo y lo llevó a fondo. Después planificó un Gran Rex. Todo venía bien hasta que quedó descartada cualquier tipo de vuelta a los grandes escenarios. “No cuenten más conmigo para el túnel del tiempo. Basta. Doy por cerrado el tema. Es un gasto de energía muy grande. Además, contra lo que muchos pueden llegar a pensar, tengo mucho para decir todavía, mucho en el tintero para seguir adelante”, le manifestó Martínez a la agencia de noticias Télam ese mismo año, ni bien se supo que lo del Gran Rex no sería posible.

Martínez tiene la semilla del ritmo incorporada desde chico. Nada es casual. Su padre, Ovidio, y su tío Lumen son, en parte, los responsables de que él adquiriera su pasión por la batería y los ritmos afros. Tío y padre vivían en Uruguay y solían ir a las llamadas en el Barrio Sur. “Se compraron los tamboriles y se hicieron amigos de muchachos de la comunidad que les enseñaron los ritmos. Tocaban y cantaban a la manera africana”, recuerda Martínez de aquella infancia. “La música africana tiene ritmo y melodía. El candombe está en esa tradición”, agrega, dando pequeños golpecitos en la mesa y cantando “borocotó, borocotó, borocotó, chas, chas”.

Sus orígenes, antes de pisar La Cueva y el bar Moderno, vienen de ahí. La primera bohemia surge de las enseñanzas de su padre y su tío. En los asados, mientras se preparaba el fuego, un joven Javier participaba en la música familiar tocando un tamboril. “Eso me formó. El riff de ‘No pibe’ está sacado del candombe, y ‘Basta de boludos’ también. La música del siglo XX tiene ritmo africano y armonía y melodía europeas, a eso no hay con qué darle”, dice Martínez, y deja entrever sus ganas de cantar una estrofa de su canción “San Telmo Harlem”, perteneciente a su disco solista Corrientes (1994), para sustentar el argumento: “Caminando por San Telmo / recuerdo a Harlem en otro invierno, / siento el ritmo intenso de África en América. / El blues y la milonga, / el candombe y el son, / la samba brasilera, / el tango y el rocanrol. / El potente pulso negro, con Europa en armonía, / dieron nacimiento a lo nuevo, / Indoamérica lo sabía. / Con este boogie contento me paseo por mi suelo, / la riqueza que contemplo hizo América con el mundo entero”, canta, y agrega: “Lo escribí un día que los uruguayos hacían una llamada en San Telmo”.

El ex Manal no sólo es agradecido con su padre por las primeras influencias musicales; también le reconoce el gusto por la lectura. Su frase de cabecera también está motorizada por su padre: “Adoquín y biblioteca”, le decía cada vez que podía. Esas palabras lo marcaron a fuego y las lleva hasta el día de hoy. Su abanico popular va de músicos como Pappo a filósofos como Nietzsche. “Napoleón dijo: ‘Mostrame una familia de lectores y yo te voy a mostrar los que dirigen el mundo’. ¿Si vos sos un burro a dónde vas a ir? Por más capaz que seas, no podés saberlo todo. ¿Si no leés cómo te vas a enterar? Por suerte tuve un padre que me inculcó la lectura y después, cuando un día decidí abandonar la barra de la esquina y venirme al trocen, me encontré con ‘los chiflados por pensar’, como pongo en la letra de ‘Corrientes’. Los locos de La Paz, la bohemia intelectual”, dice, y recita algunas estrofas de esta canción, que parece salida de la lapicera tanguera de Edmundo Rivero: “La bohemia intelectual, / los chiflados por pensar / se trenzan a parlar, / Corrientes, qué verdad. / El choborra matinal, / un melanco del percal, / se copa con mi rock, / Corrientes, qué verdad, / Corrientes, Corrientes, / Corrientes, Corrientes, / Corrientes, qué verdad”.

—Cuando cantás eso de “se trenzan a parlar” parecen asomar las tertulias que se armaban en La Cueva. Ahí hubo una fuente inagotable, ¿no?

—No tenemos La Cueva hoy. Es una pena. Tendremos que fabricar una nueva, un lugar para que los muchachos nos encontremos y podamos intercambiar. Yo aprendí mucho ahí. Yo no fui a ningún conservatorio, estudié de manera autodidacta, pero lo que aprendí con los muchachos de La Cueva no tiene precio. Aprendí música, poesía, la convivencia, los códigos de la noche. Escuchar al otro. Tocar para el otro, tocar para la canción, no tocar para mí y que me vean. Tocar para la música.

Martínez, con eso de adoquín y biblioteca como caballito de batalla, se convirtió en algo más que un músico. La inquietud fue su combustible para todo y eso se representó a lo largo de todas sus canciones. Acá la escuela de la calle no es una pose, es una forma de vida que lo llevó por charlas y caminos únicos. “Un día volví a La Cueva y les dije: ‘Muchachos, tenemos que relacionarnos con gente de otros palos. Gente de la literatura, de la plástica, del cine’, y fuimos al bar Moderno. Y ahí conocí a Oscar Masotta, a Renée Cuellar. Yo adquirí cultura en ese ambiente. Masotta hablaba de semántica, del sentido y el significado de las palabras. Si yo hubiera ido a una universidad no hubiese aprendido tanto. Ahí no tenías un minuto para aburrirte. Se sentaba uno y te hablaba de semántica, se sentaba otro y te hablaba de Epicuro y Heráclito; mamita querida, ¡qué escuela!”, dice.

Es 1985 Martínez, ya separado de Manal, se fue definitivamente a Europa a probar suerte. Estaba en Francia, y la pregunta que se hacía en ese momento era cómo hacerse conocido en un lugar donde nadie sabe qué hacés ni quién sos. Al principio con un amigo se plantearon crear una asociación libre de ideas, pero el divague fue extremo y no duró demasiado. Se acordó de una nota que había leído en Clarín que hablaba de un inglés que había estado tocando más de 30 horas, y allá fue, a destronar al inglés y a conquistar el récord Guinness. La primera experiencia en el país de la revolución duró 41 horas, y todo lo recaudado fue al hospital Muñiz para una campaña contra el VIH. Ese fue su primer récord mundial tocando la batería. La segunda experiencia fue en suelo argentino y duró 48 horas con algunas paradas de 20 minutos, récord total.

Hoy Martínez ya no busca batir ninguna marca. Sentado en el bar, mientras pincha el último raviol y pide una gaseosa, afirma que le queda mucho por decir y que está preparando un disco nuevo. Ya había grabado uno antes, pero lo desechó. “El año pasado grabé un disco en un estudio, todo en vivo, y después decidí tirar todo a la basura. Era vulgar. No tenía mística. No soy conformista. Soy un tipo que necesita sorprenderse a sí mismo. Un artista que produce, sea lo que sea, tiene que tener un tacho de basura bien grande. Hay que tirar”, dice.

“Ahora me estoy preocupando por la preproducción. Unos muchachos nos están ayudando a elaborar un sonido. En otras épocas lo hacía. La introducción de ‘Doña Laura’, de un simple que hice en los años del trío, son dos destornilladores raspándose uno contra el otro. Les metí un micrófono con cámara, y arriba la batería. Quiero volver a eso, a crear un sonido”, cierra.

Martínez le pregunta la hora a quien lo acompaña a todos lados y le hace los trabajos de prensa y difusión, el Buda. Cuando se entera de que son las dos de la tarde da un salto, se disculpa y pide la cuenta. “Me cierra el banco en Sadaic y necesito la plata para morfar”.