Lo despertó la luz del sol colándose entre las cañas que formaban el improvisado techo del refugio. Robin caminó hasta la palmera más cercana, bajó un coco y se dispuso a desayunar mirando el mar. Jamás había sido más feliz que en esos últimos tres meses, desde que llegara con su balsa a aquella isla en el medio de la nada.

El ruido de un motor lo distrajo; era muy extraño que sobrevolaran la zona. Pero entendió que se trataba de un aeroplano en problemas cuando notó el humo negro que salía de uno de sus motores. El aparato cayó en picada en la costa, a menos de 100 metros de donde se encontraba, y pocos segundos más tarde un paracaídas descendió en las inmediaciones.

Robin corrió hasta ahí y encontró a un hombre algo mayor que él luchando por salir desde abajo de la enorme tela. Intentó socorrerlo, pero el recién llegado le sacó el brazo con asco.

—¡No me toque!

—Disculpe, señor... ¿Señor Torres?

—¿Cruz? ¿Qué demonios está haciendo aquí?

Torres había sido jefe de Robin Cruz durante seis tortuosos años, justo hasta el día en que faltó sin aviso, compró una balsa por internet y se embarcó con rumbo desconocido.

—La verdad es que... llevo un tiempo en esta isla y...

—No me cuente sus problemas. Todavía no pudimos cerrar el balance de la farmacéutica porque usted era el único que conocía cómo trabajaban esos dementes.

—Bueno, lo siento.

—Tranquilo, puedo remediarlo. Por suerte guardé mi computadora portátil en la mochila del segundo paracaídas. Claramente el piloto no se lo merecía.

Los restos de la avioneta seguían en llamas.

—¡No pienso ponerme a trabajar ahora!

—Por supuesto que no. Es necesario que la batería se cargue con los paneles solares. Dele media hora, cuarenta y cinco minutos.

Media hora después, Robin se encontraba introduciendo cifras en una planilla de Excel, debajo de la misma palmera en la que se había recostado un rato antes, pero que ya no parecía tan cómoda.

—¡Y esto de bajar un coco cada día es de una improductividad galopante! A partir de ahora baje varios cocos por viaje, hasta tener suficiente stock del fruto.

—Sí, señor Torres.

Durante las siguientes semanas Robin se puso al día con todas las tareas que había dejado pendientes y asumió otras tantas nuevas, como la de almacenar alimentos. Su jefe, mientras tanto, disfrutaba de la arena y el sol, convencido de que se lo había ganado. De hecho el viaje original en avioneta tenía como destino un all inclusive en una isla muy parecida a esa.

—¡Ayuda! ¡Ayuda!

Unos gritos despertaron a Robin de la siesta. Se sacó la laptop de encima de la panza y corrió hacia la playa, donde encontró los restos de un naufragio, varios cadáveres y una figura que le resultó familiar.

—Llevo horas gritando. ¿No me escuchabas?

La que llevaba apenas unos segundos gritando era Irene, su madre.

—¿Mamá? ¿Qué estás haciendo acá?

—Eso mismo te pregunto yo. No me visitás más, no me llamaste por mi cumpleaños. A mí, que te parí con dolor.

Robin le explicó que la única computadora de la isla era sólo de uso laboral, pero ella no se conformó con la explicación. Había sufrido tanto, que un día dejó todo atrás y se embarcó.

—¿Saliste a buscarme?

—Me embarqué en un crucero de placer. Aquel crucero —dijo mientras señalaba el barco que terminaba de hundirse a cien metros de la costa—. Soy la única sobreviviente.

—Supongo que vas a quedarte por acá. Puedo hacerte un lugar en mi refugio.

—¿En esa porquería? ¡Qué esperanza! Prefiero que me coman los tiburones.

Irene comenzó a caminar hacia el agua. Robin sabía que su madre era una manipuladora y dejó que amagara con ahogarse, pero cuando estuvo a punto de quedar sumergida por completo no pudo soportarlo más. Tuvo que meterse al agua a los gritos:

—¡Pará, mamá! ¡No hagas locuras!

Veinte días le llevó la construcción de una choza con las características demandadas. Para ello tuvo que utilizar toda la licencia que había acumulado desde la llegada de su jefe. Con cada pared que terminaba, pedía por la caída de un avión lleno de psicólogos.

Eso nunca sucedió, pero sí se registró un nuevo accidente. Un helicóptero blindado aterrizó de emergencia y solamente una persona pudo abandonarlo antes de la terrible explosión.

—Ciudadanos y ciudadanas, es un verdadero honor haber caído entre ustedes.

Con esas palabras se presentó el presidente de la República, quien estaba viajando a una cumbre de las Naciones Unidas cuando su transporte oficial perdió el curso y terminó en la isla poblada. El hombre había construido su imagen pública a partir de sus orígenes humildes, así que se conformó con dormir en la cabaña de Robin.

—No me hará nada mal volver a dormir bajo las estrellas.

Esa misma noche hubo una inusual tormenta de granizo tropical. A la mañana siguiente el primer mandatario anunció su plan de gobierno en una improvisada conferencia de prensa.

—Pondremos a nuestro territorio en el primer mundo, pero para ello tendré que cobrar impuestos. Usted está eximida, señora. Jamás les quitaré un solo peso a los jubilados. —Ese había sido su eslogan de campaña—. A usted tampoco, Torres, no porque hayamos sido compañeros de liceo, sino porque entiendo que el empresariado es el gran responsable de la prosperidad de un pueblo. ¡Crezca y derrame, Torres!

El náufrago original se llevó la palma de la mano derecha a la frente; supo que tendría que compartir sus cocos con el presidente.

—Quédese tranquilo, hombre. Cuando aparezca la próxima persona, usted pagará impuestos mucho más bajos.

La siguiente persona en aparecer, desmayada sobre un bote salvavidas, fue el padre Sergio, el encargado de la parroquia a la que Irene arrastró a su hijo, cada domingo, durante muchísimos años. Ella corrió a socorrerlo y le hizo un tour por la isla, que terminó justo donde se encontraba el joven.

—¿Este es tu hijo? No lo habría reconocido. Claro, tanto tiempo sin ir a misa... ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste, querido?

Robin sintió algo que no sentía hacía muchísimo tiempo: culpa. Y terminó revelando sus secretos más íntimos al representante de una deidad en la que no creía. Para expiar sus pecados, prometió construir una pequeña catedral.

Estaba cortando su primer árbol cuando vio venir al presidente.

—¿Cómo se encuentra, ciudadano?

—Agotado, pero al menos ahora seremos dos personas pagando impuestos.

—Las iglesias no pagan impuestos, jovencito. Buen intento.

Los siguientes naufragios dejaron en aquellas costas al matón que le hacía bullying en la escuela, a la dietista, a la muchacha con la que salía hasta que un día él dejó de escribirle, a un gato que le daba alergia y al fantasma que acechaba el ático de la casa de sus abuelos. Y Robin Cruz tuvo una vida aun más sufrida y tortuosa que la que tenía antes de subirse a un bote y remar hasta el Triángulo de las Bermudas.