Si voy a escribir acerca de Eduardo Darnauchans Miralles, admirado songwriter y compañero de trabajo en la revista Posdata, lo haré perdiendo toda objetividad. Le informo esto al editor, y lo acepta, aunque no estoy seguro de que en rigor lo apruebe. Esto implica, sin embargo, la autoimposición de una regla más o menos tajante: me ceñiré estrictamente a documentos, a la palabra impresa, a fragmentos de sus artículos, también a canciones, incluso al visionado de videos, aunque también podré recortar dos o tres circunstancias de la memoria personal en las que podrá entreverse (o no) la situación penumbrosa de los años 90 del siglo pasado, cuando las certezas del mundo antes de la caída del muro de Berlín se caían y entrábamos sin retorno en la era tecno-capitalista, en esta cloaca posmo-neoliberal que sería poco saludable para tipos como él, educados en los códigos ásperos del siglo XX y obstinados en vivir la vida en los entresijos del desencanto y en lo posible lejos de todo éxito fatuo y uso mercantilista.
Pocas veces vi al Eduardo periodista en la acción de escribir. El ritual era que llegara a la redacción con sus papeles escritos vaya a saber dónde. Muchos de ellos —doy fe— en El Submarino, el bar de Cuareim y Nueva York. En esos papeles llevaba sus artículos o columnas. Muchos de ellos fueron ladrillos de su “Torre de la canción”, a través de los cuales el zurcidor de hermosas canciones oscuras saludaba a otros zurcidores, siempre salpicando anotaciones al margen y conexiones iluminadoras.
A Eduardo no le gustaba ver sus textos en la pantalla, así que a mí me tocaba transcribirlos. Y es justo ahora, que me detengo en esto de reconocer la grafía y el ritmo de Eduardo en sus papeles, en las páginas de la revista, y también en los surcos de los discos que ahora reescucho, y los que faltan (no encuentro el memorable disco de versiones de canciones del Darno que grabara Sylvia Meyer), en este momento siento que todas las cosas y los objetos se me antojan restos de una autopsia interminable que sólo puede ser expiada a través de la escritura.
La escena que intento reconstruir es la de Eduardo abrevando en una mesa de El Submarino, la parada antes de llegar a Posdata, o sea entre las cuatro y las cinco y media de la tarde, de lunes a viernes, sobre todo los viernes, porque después de esas horas, a la vuelta de secretos cabildeos y descuentos de cheques de los hermanos Flores, nos tocaba hacer la nada heroica fila para recibir nuestra paga semanal, pocas veces completa, por lo que siempre estábamos sumidos en porcentajes de porcentajes de porcentajes.
Los malditos años 90
Debo aclarar, llegado a este punto, que Eduardo no era un compañero de trabajo más. No me refiero al hecho de que era uno de los grandes, sino el más grande, crooner rockero de la comarca. Eso queda aparte, y es territorio del Darno, a quien conocí bastante menos que a Eduardo. Hablo de que era un camarada. Y para un Bad Boy —como a él le gustaba llamarme, y yo le respondía Dark No Chance, y bastaba esa chanza para irritarlo— era una referencia, un modelo de artista militante, un sobreviviente de otro tiempo que había conocido y nos contaba andanzas del rey Arturo, de los trovadores, de Fiodor Dostoievski, de Julio Herrera y Reissig. Mezcla que originó, entre otras tantas cosas, que unos cuantos años después, en una disquería de Firenze, comprara en su memoria un disco que atesoro de Angelo Branduardi y que ocupa el “territorio Sansueña” de mi discoteca, junto con Donovan, Dino, Leonard Cohen, Fiona Apple, Buceo Invisible, Nick Cave. Y los del Darno.
Por todo eso fue que una tarde le llevé a Eduardo un secreto a la mesa de El Submarino: un ejemplar del Manifiesto del Partido Comunista, de la editorial Progreso, más o menos maltrecho, comprado en Tristán Narvaja unos años antes, intervenido con un drypen con el que había subrayado palabras sueltas que armaban textos de una poética dislocada y rara.1 Lo miró, se paseó entre sus páginas y dijo algo que no recuerdo exactamente sobre la profanación de cadáveres, porque un libro siempre vendría a ser eso, un cadáver, y eso también son las canciones grabadas, y esa misma tarde aseguró, y le creí, que él no volvía a escuchar los discos del Darno, porque no podía soportar su propia voz.
En el viento de la noche
Confieso, a esta altura de la crónica, que cometí un error que dificulta la ocasión de ser preciso y riguroso: arranqué todas las páginas con artículos y columnas de Eduardo de la colección incompleta de Posdata que se viene salvando de varias mudanzas. El error no fue la mutilación, que es en definitiva algo imprescindible en toda autopsia. El error es no haber constatado que en los pies de página del suplemento “Insomnia” no aparece fecha alguna. “En el viento de la noche”, por ejemplo, firmada por Darno,2 cuenta una historia de la noche (porque “la noche es un buen lugar / también es un buen lugar”), y fue publicada ‘en algún momento’ hacia el final de los años 90.
Cierta vez, por el ochenta y nueve, en el
Amarcord viejo habían retirado las botellas de los
estantes de detrás de la barra. Nuestro escenario
quedaba exactamente enfrente a la barra.
Arrancamos Aguerre, Da Silveira y yo con un
tema de clima. Las guitarras aguantaron muchos
compases mientras yo fumaba tranquilo mirando
el suelo. Tiré la dichosa colilla, la aplasté, y
arranqué la primera estrofa, mientras
respiraba hondo para el agudo del ataque, ví allá
atrás, atrás de George y de Tiny una figura que se
movía, seguí cantando y al tiempo me preguntaba:
“¿Quién es ese tipo?”. Por el cuarto verso, más o
menos, me dije: “Pero ese tipo, o es idéntico a mí
o... ¡soy yo!”. En efecto, el espejo me reflejaba. El
resto del recital canté de perfil a la barra.
Cierta vez, por el año 1991, un poco antes de reencontrarnos en la redacción de Posdata y en El Submarino, estuve una noche de invierno en Amarcord, en una velada de “Poesía de miércoles”, invitado por Víctor Cunha. Era mi debut en un escenario, entre temblequeos y humo de cigarrillo. Todavía no conocía, o bien estaba por conocer, no recuerdo con precisión, a los grandes vates posbolcheviques que me adoptaron vaya a saber por qué razón, pero hice muy buenas migas en esos inviernos con los urubeatniks Elder Silva y Luis Pereira. Atrás quedaban las camionadas de la UJC para ir a una marcha, las pegatinas, las asambleas de secundaria. Había entrado en la noche. Y mis camaradas eran estos poetas decadentistas que mascaban rítmicas beat con cierta afectación perlongheriana. Ya no era estudiante. Trabajaba en la prensa. Y aprendía a escribir. Íbamos a Cinemateca con Roberto López Belloso y fraguábamos la Obsesión Pekín. Se sentía nostalgia por el muro de Berlín. Ese tipo de cosas. Y esa noche, en la que no advertí mi imagen en el espejo, al terminar de leer el último verso de “urgente princesa roja”, allí estaba el mismísimo Darno, al lado de Víctor. Debe haber advertido mi pánico, porque me abrazó fuerte y me dijo un par de verdades que no olvidaré, sobre la necesidad de la poesía roja y urgente, sobre dandis y Roberto de las Carreras, y ahí nomás me hice su discípulo. Ya me había desafiliado, ya había ocupado el Instituto de Profesores Artigas con amigos anarcos y del Partido por la Victoria del Pueblo, ya me había contaminado mucho antes el virus del punk, de Charles Bukowski y de Los Estómagos, y vendrían luego otras contaminaciones noventeras en las noches del Juntacadáveres de la calle Juan Paullier.
Todo eso que acabo de enumerar le intrigaba a Eduardo. Sobre todo, lo que pasaba en ese bar pospunk con nombre de novela de Onetti. Y a mí lo que me intrigaba era el espejo, o más bien la disociación. Porque al mismo tiempo que me hacía amigo de Eduardo, más lejos e inapresable quedaba el Darno, el zurcidor de canciones, el autor del spleen de Sansueña. No interesa insistir ahora en ese tema, porque lo que quiero es concentrarme en su escritura, donde creo está el pulso insumiso, irreductible, que me sorprendió cada vez que hice la tarea de transcribir del papel a la compu.
Leves apuntes de un obsesivo
Vuelvo a transcribir uno de los papeles de Eduardo, firmado e.darnauchans, página seis de una “Insomnia” del año 1999. En rigurosa minúscula:
me obsesiona haber llegado a los 45 años me
obsesiona que el siglo XXI va a llegar así como llegando
nomás con algunos fuegos artificiales por si acaso me
obsesiona no haber compuesto yesterday y tener un
tv color y tener un perro no me obsesiona el trabajo
la tecnología el CD-ROM la transúltima guarangada de
madonna michael jackson prince me obsesiona que
accesos de posmodernia creen abcesos y forúnculos
en estos mundos me obsesiona no haber sido arquero
de peñarol y arqueólogo que no hayamos hecho la
revolución que la urss se haya suicidado que los
rotarios sigan limpiando sus conciencias donando 10
bancos a una escuela y despreciando a los 10 bancos y
a la escuela me obsesiona no haber pedido una visa a
los eeuu y haber puesto que mi intención era atentar
contra la vida del presidente de los estados unidos
poner una bomba o dos en brooklyn y asolar el museo
de arte moderno de nueva york me obsesiona la cruel
belleza de praga y el paciente resplandor de toledo
me obsesiona no haber sido julio herrera & reissig ni
sam shepard ni el verdulero de la esquina que ráscase
parsimoniosamente la cabeza debajo de su gorra me
obsesionan la luna la marsellesa el whisky escocés los
álamos carolinos la tumba de mis padres no haber
compuesto yesterday ni nowhere man ni like a rolling
stone me obsesiona en fin mi juventud tirada a los
perros.
Leo y releo otras páginas que publicó en distintas secciones de Posdata. Entrevistas que hicimos juntos (entre ellas, destaca una entrañable: una inesperada conversación sobre The Beatles y rock de los 50 con Gustavo Parodi), reseñas de discos de gente amiga a quien admiraba (“El Darno & yo, que hace como 30 años que andamos cantando y componiendo por esos mundos del buen Dios, echamos mano a la perplejidad, último recurso, cuando nos topamos con cosas como las que generara Samantha Navarro”), columnas sobre cosas varias, entre ellas una de hoteles (“Creo que mi primer enamoramiento fue en un hotel en Piriápolis. Era febrero, era allá por 1967. Ella era una muchachita argentina, yo un oscuro pueblerino uruguayo. Evidentemente los vívidos colores del Hotel Budapest no lograron mitigar mi pena de silencioso incomprendido. Ni el rojo, ni el verde, ni el blanco”), la célebre nota sobre el viaje a Buenos Aires para ver a los Rolling Stones, las crónicas sobre el viaje a Praga que hizo con su compañera Patricia, otras notas sobre Cohen “el guardián de templos”, Bob Dylan, Frank Sinatra, Buffy Sainte-Marie. Muchos papeles escritos. Muchos de ellos, conmovedores. Pero encuentro un detalle inesperado en una larga entrevista que le hizo Guillermo Baltar al Darno, fechada el 14 de julio de 2000. Entremos por un momento en esa conversación neblinosa.
—... y como soy más bien rojo siempre quedé afuera de ese diálogo.
—Hasta el día de hoy seguís afirmando que eres “rojo”. Algunos amigos me hablan de ti como un personaje del siglo pasado, como un romántico. Nunca perdiste esa identidad. ¿Qué es para ti el comunismo y qué fue la Unión Soviética?
—Yo inventé un verbo, yo paduje, que es algo más denso que padecer. Porque en definitiva, ¿por qué razón un uruguayo tiene que responder por los pecados ajenos? Nací en 1953, el mismo año de la muerte de Stalin. ¿Por qué razón tengo que llevar a cuestas la cruz de Stalin? Toda la flor y nata de la izquierda me dijo ‘estalinista’. No, yo soy un comunista uruguayo, y aparte tampoco tengo por qué cargar con las culpas ajenas, de los que estaban y de los que no estaban. De los que estaban presos y de los que no. No estuve preso ni he dejado de estarlo. Reivindico sí mi posición individual de pertenecer a un partido, porque tengo necesidad de eso, para identificarme con algo. Porque a veces uno se encuentra que no tiene ni siquiera peso, en el sentido de que se es tan leve que hay que ponerse plomo en los pies para no volar. Ahora, la realidad existe. Mi realidad, la mía, pasa a través de una visión marxista-leninista uruguaya de la vida más o menos sesentista. Evidentemente la década del 60 ya pasó, estamos en el 2000 y pronto en el 2001, pero tampoco vamos a hacer la “Odisea en el Espacio”. No llegamos a Júpiter todavía, porque en realidad no interesaba la carrera espacial, interesaba la carrera “interior”. O en todo caso, en el peor de los casos, a nivel de los gringos se hizo a nivel conductista: “Tómese un refresco a las cinco de la tarde y no tome drogas”, para eliminar una adicción. Esa fue la mentalidad que ganó. La mía no perdió, no digo que ganó, sino que no perdió, porque aguanta todavía.
—¿Nunca sentiste anacronismo cuando se desmembró la Unión Soviética y seguías con tus ideas?
—Es que la Unión Soviética quedaba muy lejos y yo nunca fui. Fui preso precisamente por no ir. Y estuve dos años y medio firmando mi libertad vigilada por ese motivo. Ahora todo es lejano...
¿Dónde queda Sansueña?
Espiar al Darno en una situación incómoda y de la que soy responsable es tan simple como tipear “juntacadáveres” y “darnauchans” en Youtube. Es el registro, en VHS, de la entrevista que le hizo la actriz Ana Blankleider en el ciclo A la cama con Ana, invierno de 1993. A él, como dije antes, le intrigaba ese lugar de nombre onettiano, y fue por eso, y por su generosidad extrema, que lo convencimos de participar en un juego más o menos bizarro. Hay dos o tres momentos que me divierten cada vez que lo vuelvo a visionar: cuando dice que detesta a Jean Baudrillard y que siente nostalgia por la caída del muro de Berlín, y cuando dice que prefiere fumar Marlboro a J&M Lights porque él y Patricia dejaron de consumir productos lights o dietéticos. Pero lo importante es que se lo ve exactamente como era en privado. No hay espejos ni disociación. Es Eduardo. Y es también el Darno. Orgulloso, seductor, esgrimista incansable.
Hay también otro video disponible en Youtube que registra el backstage de esa misma madrugada, en el camarín del Junta. Guitarra en mano, homenajea a Brassens y diserta sobre canciones medievales con Eric Couts, y en un segundo plano se ve a Ana, que no la está pasando nada bien. La cámara espía. Se lo ve al Darno tal como era, dominando la escena a su gusto y capricho. Y es también Eduardo. Está en ese video la intimidad del maestro, del que ofrece sabiduría sin pedir nada a cambio. Pero antes de derivar a otras circunstancias, elijo alejarme del Junta y de otros antros de la época, como Amarcord, Lobizón o Pupa’s.
De los camarines
Transcribo un fragmento de una columna sobre camarines, publicada en la revista Posdata el 7 de junio de 1996, firmada en este caso por Servant E. Darnauchans:
Por fuera de los espejos (ídolos, éidolons), las luces, los maquillajes, las otras luminarias, quienes habitamos un camarín sabemos (o deberíamos saber) que en efecto hay mucho de sagrado en lo que estamos por hacer, o lo que ya hicimos sobre esos metros de tablas. En todo caso después será testigo nuestra sombra, nuestra propia conciencia.
Se acaba el espacio. Y se acaba el tiempo. Es momento de confesar que perdí la esperanza de encontrar el cadáver del Manifiesto del Partido Comunista que supe mostrarle a Eduardo en El Submarino. Tampoco le insisto a Pablo Bielli por una foto que le tomó al Darno en la calle Nueva York. Las autopsias nunca son completas. Igual no creo que el cadáver del Manifiesto dijera mucho. La que dice algo acaso redundante es una carta, un 11 de copas que acabo de encontrar en la vereda.3 Así que lo mejor que se me ocurre ahora es compartir la relectura de fragmentos de otro documento, la única entrevista que le hice al Darno, en 1997, coincidiendo con la edición en formato CD de Sansueña, a 20 años de que grabara ese milagro con la sola compañía de Jorge Galemire. Son mis palabras. Más o menos las reconozco, así que lo mejor es intervenirlas con drypen amarillo, para profanarlas. Como debe ser, querido camarada Eduardo.
Sin embargo, existen sitios más terrenales a los que hasta hace unos años él se resistía a conocer. Pocos conocen que Darnauchans siente pánico a la sola idea de abandonar Montevideo, y mucho peor si lo debe hacer en avión. Su primer viaje largo fue a México hace un año y poco después a San Pablo, invitado en ambas ocasiones a cantar. “En México sentí agorafobia. En San Pablo una mezcla de dulzura con desesperación, igual que cuando de niño iba a Livramento”. ¿Cómo te imaginás Groenlandia? “Con menos frío que en 18 y Ejido un invierno de madrugada esperando un ómnibus”. ¿Existe un país Dostoievski? “Claro, lo llevo en mi valija, en mi entresijo, en cada esquina, en cada puente, en cada Petrogrado del mundo... por ejemplo, Tacuarembó”.
Como entrevistador prefiero las preguntas tontas. ¿Cuál es tu definición de música?, le digo, y él se lanza en su habitual laberinto. Es su juego, y él sabe que habrá tiempo para blancos y negros más comprometedores. “Es indefinible —contesta casi sin pensar—. Se la lleva el viento y a veces, muy de vez en cuando, la trae. Es del aire y algunas veces del agua. Del aire que pisa la tierra y del agua que da llamas”.
¿Vas armado o amado de canciones?, tiro la siguiente pregunta. “Ambas cosas. Una canción es un arma contra el silencio. Una canción es un arma contra el ruido. Supongo que quienes vamos armados de canciones seremos amados por algunas de ellas. Es un asunto estrictamente perteneciente a ellas; los que las componemos no tenemos autoridad sobre esas señoras”.
Cierta vez el Darno definió a su colega Fernando Cabrera como un “caballero medieval”. Él también lo es, a su manera. Y también un songwriter, como se autodefine, pero con un singular carisma religioso. “Es que la poesía y la religión pertenecen al territorio de la fe, a un mundo que siendo éste, no es éste”. ¿Y la seducción? “Es una cosa natural. Se la tiene, se la siente, se la padece. Simplemente eso”.
Siempre hay una frase del Darno que golpea; por ejemplo, cuando la conversación se interrumpe por una llamada telefónica y él, luego de cortar la comunicación, me dice cómplice: “A veces me siento un esclavo de los deseos de los demás”. ¿Cómo es eso?, pregunto, temeroso de que la entrevista se interne definitivamente en un laberinto. “Porque lo soy... Nunca, pero nunca, pude hacer las cosas como yo las quería. Acaso sea una disfrutable esclavitud. Tal vez si se me hubiera dado la posibilidad de que ‘los demás’ no intervinieran, hubiera sido todo un gran, pero un gran desastre”.
Hay un territorio inolvidable en la obra del Darno y ese es Sansueña, aunque después haya grabado discos tan buenos como Zurcidor y El trigo de la luna. Para él, Sansueña es un a-lugar. Más precisamente, “aquello que sin existir existe y tiene presencia en la sensibilidad. Tramito hace años un pasaporte del Estado Onírico de Sansueña —dice—. Tal vez algún día lo obtenga”.
La ruptura
El PCU y la UJC emergieron de la dictadura fortalecidos. En los primeros cinco años de la democracia recuperada multiplicaron por diez sus afiliados, llegando a 50.000.
Sobre esa fortaleza, sin embargo, pendía la crisis del campo socialista. En el verano uruguayo de 1986 se catapultaron desde Moscú dos palabras que impactarían como dos proyectiles de fragmentación: glasnost y perestroika. Transparencia política y reforma económica. Se iniciaba el proceso de desmontaje del mundo conocido.
En abril de 1989, medio año antes de la caída del muro de Berlín, el entonces secretario general del PCU, Jaime Pérez, rechaza públicamente la dictadura del proletariado, concepto teórico central del marxismo-leninismo clásico. El debate parecía estar lejos de las preocupaciones electorales de los uruguayos. En las elecciones nacionales de 1989 el “espacio PCU” pasó de cuatro a diez diputados. En el Senado duplicó su bancada, logrando cuatro asientos, incluido el de Danilo Astori, que en un gesto unitario fue como cabeza de todas las listas sabiéndose, de antemano, que casi seguramente sería la 1001 la que resignaría ese lugar.
Jaime Pérez adelanta dos años el XXII Congreso del PCU y lo realiza en octubre de 1990. Las tesis renovadoras parecen imponerse y sus impulsores logran la mayoría de los lugares en el comité central.
Pero 1991 es el año del freno. En agosto se produce un fracasado intento de golpe de Estado en la Unión Soviética que genera, en Uruguay, reacciones opuestas que hacen más profunda la división interna. Al mismo tiempo, se propone transformar el PCU en lo que llamó “partido del socialismo democrático”, que pudiera incluir a otros sectores de la izquierda. El comité central tomó la idea y decidió impulsar un plebiscito para refrendarla. A la vez, desde la base partidaria, sectores opuestos a esto comenzaron a recoger firmas para llamar a un congreso extraordinario. Por estatutos necesitaban 5.000 voluntades para convocarlo. La pulseada quedó planteada.
En noviembre de 1991 los “ortodoxos” logran torcer a su favor la Conferencia Departamental de Montevideo. Llevaron a su dirección a Marina Arismendi y a otros diez de sus aliados, contra sólo tres de los “renovadores” que, en esa instancia, encabezaba Esteban Valenti.
Mientras tanto, el 26 de diciembre de 1991 se disuelve la Unión Soviética. Queda como una anécdota, quizá paradójica, que en el referéndum del 17 de marzo de ese año 77,8% de los soviéticos votó por la preservación.
En el debate uruguayo, las firmas fueron alcanzadas y en mayo de 1992, en medio de un enrarecido clima interno, se realiza el congreso extraordinario. Fue el congreso del quiebre. Los “renovadores” se retiraron del partido y los “ortodoxos” eligieron a Marina Arismendi como nueva secretaria general.
Para los unos nacía la diáspora comunista. Para los otros, el desafío de evitar que la amarga victoria fuera un camino hacia la extinción.
RLB
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Se trataba de una acción poética llevada a cabo por Obsesión Pekín, grupo de sólo dos integrantes: quien firma esta nota y Roberto López Belloso. Otra de las acciones consistía en pegar, en cabinas de teléfonos públicos, páginas sueltas de otras publicaciones de la editorial Progreso intervenidas con grafitis en drypen negro que decían “Te estamos vigilando”. ↩
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Las notas publicadas por Eduardo Darnauchans en la sección cultural de Posdata y en el suplemento “Insomnia” tenían la particularidad de estar firmadas de diferentes maneras. En pocas excepciones firmó como Darno, sólo cuando se trataba de notas en primera persona referidas a experiencias de su actividad como músico. ↩
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El caballero de copas. En una tirada de tarot, si aparece esta carta referida a una persona, esta es de naturaleza sensible, amorosa, idealista, imaginativa, artística y a menudo psíquica. En términos generales, a las personas representadas por el caballo de copas les gusta agradar y al mismo tiempo atraer la atención de quienes se sitúan a su alrededor. ↩