La Rolling Stone argentina pasó bajo el radar de la feroz dictadura, pero fue inmediatamente detectada por los músicos, y no sólo los rockeros: desde Charly García a Atahualpa Yupanqui supieron apreciar la novedad que para el periodismo cultural implicó la revista Expreso Imaginario. Enamorado de su estela, Martín Pérez estuvo años preparando esta historia.
A la gente del estudio de abogados el asunto ya no le causaba ninguna gracia. Ellos eran gente seria, pero quienes ocupaban ese cuarto de la oficina que hasta hacía muy poco estaba libre decididamente no lo eran. En un principio el arreglo había sido que, ante la llegada de algún cliente, debían encerrarse y no asomar la cabeza hasta que se hubiese retirado, pero enseguida se hizo evidente que semejante pacto iba a ser algo difícil de cumplir.
Aquel estudio presumía de formal, trabajaba a destajo y estaba decorado, según uno de sus dueños, “con lujo sibarítico”. Ubicado en el sexto piso de un edificio situado en la esquina de la avenida Corrientes y Uruguay, en pleno centro porteño, la oficina estaba dedicada casi exclusivamente a atender a la comunidad armenia, pero uno de sus socios —que también se dedicaba al rubro textil— decidió abrir una tercera línea de trabajo. Más relacionada con intereses personales que con buscar un sustento económico, hay que decirlo. Porque el abogado en cuestión se había asociado con un grupo de amigos presentados por un cliente —que, a esa altura de su relación, más que cliente era también otro amigo— y aceptado correr el riesgo de solventar económicamente la edición de una revista muy particular, cuya redacción comenzó a funcionar en ese pequeño cuarto extra del estudio. Una solución práctica pero cada vez más incómoda, porque muy rápidamente en los pasillos lujosamente alfombrados comenzó a haber gente durmiendo por las noches. Tampoco tardaron en descubrir que las botellas de un pequeño bar dedicado a agasajar a los clientes —y también a acompañar el final del día laboral de los socios— habían sido sigilosamente vaciadas y convenientemente rellenadas con agua. Finalmente, una tarde sucedió lo inevitable: uno de aquellos individuos de aspecto sospechoso que no dejaban de ser convocados por ese proyecto al que aquel cuartito le quedaba cada vez más pequeño decidió que no tenía ninguna gana de correr a encerrarse ante la llegada de un cliente.
“Jorge Bonino nos dijo que estaba muy cómodo tirado en el piso, y que no iba a levantarse de allí”, recuerda entre risas Pipo Lernoud, uno de los primeros en embarcarse en aquella aventura. “Estar con Bonino es una experiencia fuerte, una constante sorpresa”, se puede leer al comienzo de la entrevista al legendario actor publicada en el primer número de la revista editada en aquel sexto piso sobre la avenida Corrientes. Aquella “constante sorpresa” es justamente la que debe de haber asustado a los clientes del estudio de abogados, que debieron compartir la sala de espera con un personaje que no dejaba de estudiarlos atentamente y sin disimulo. Alberto Ohanian recibió entonces el lógico ultimátum de sus socios —“la verdad que era un caos total”, reconoce—, y tuvo que buscar otro lugar para albergar el proyecto que le había presentado Jorge Pistocchi, que era editar una revista dedicada a la cultura rock y aledaños llamada Expreso Imaginario.
Auténtico mito editorial de la década de 1970, aquella revista que figuró desde su primer número como dirigida por Pistocchi, Lernoud y Ohanian apareció en los quioscos —acompañada por una campaña de afiches callejeros, algo que se repitió durante los primeros números— en agosto de 1976, apenas unos meses después del comienzo de la que sería la dictadura argentina más sangrienta. Su existencia fue la clave para acceder a un mundo posible dentro de un entorno imposible, justo cuando el horror paralizaba el país. “En medio de un ‘viva la muerte’ generalizado, la actitud del Expreso era defender una conciencia profunda de seres humanos a pesar de todo y contra todo”, intenta explicar el responsable de esa revista-mito, cuya increíble aparición en tiempos tan duros acompañó a más de una generación de sobrevivientes. También disparó toda clase de leyendas e historias paranoicas y/o delirantes, la primera de las cuales fue la inevitable expulsión de aquella oficina ubicada en un edificio que —increíblemente— había sido noticia unos años antes de esta anécdota fundacional porque el descubrimiento de una falla estructural hizo temer por un derrumbe. Hubo clausura, desalojos, y una lenta y velada normalización de hecho, con la consiguiente reapertura de las oficinas sin que en realidad se hubiese solucionado nada.
Incluso hay quien recuerda que, durante un tiempo, el subte que circulaba bajo la avenida Corrientes solía reducir su marcha entre las estaciones Callao y Uruguay por miedo a producir vibraciones que desatasen la anunciada catástrofe. Un detalle que, evidentemente, no podía ser tomado en cuenta por algo como el Expreso Imaginario. Porque, una vez comenzado el viaje, nadie lo iba a detener. Y aun más: el avance de semejante tren podría tranquilamente asumir el riesgo y la paradoja de ser el responsable de semejante siniestro y, al mismo tiempo —tal como mitifica el mismísimo Horacio Fontova, responsable del arte de la revista desde el primer número—, ser ellos los únicos dementes capaces de quedarse ahí arriba, esperando el derrumbe final.
Mi querido amigo Jorge
A la hora de presentar a un personaje único como Jorge Pistocchi, sus mismos compañeros de viaje del Expreso acuñan frases como “un gran abridor de puertas” o “un imán de personalidades que creen en su actitud inocente y despojada”. O destacan que, como señala Alberto Ohanian, “conversando con él tenías acceso a una mente privilegiada”. Pero tal vez la mejor forma de presentar a Pistocchi sea dejarlo contar cómo fue que, a comienzos de los años setenta, cobró una herencia que tardó apenas cinco años en dilapidar. “Dicen que la plata hace la felicidad, y por las dudas probé a ver si tenían razón”, resume el maquinista principal del Expreso, que con el dinero de su herencia les llegó a pagar el viaje a los integrantes del grupo Almendra para que fuesen a Estados Unidos a comprar los equipos necesarios para preparar esa ópera que iba a ser su obra maestra, pero finalmente nunca se llegó a concretar. “De no tener nada, de golpe me apareció todo ese dinero junto, que hizo que les perdiera el gusto a las cosas porque todo se volvía demasiado aparente. Afortunadamente me llegó con toda una experiencia detrás, pero durante el primer año realmente me dediqué a satisfacer todas las frustraciones que pude haber acumulado en el camino”, intenta explicar Pistocchi, el hombre sin el cual no habría historia que contar.
Nacido en el cruce entre las avenidas Jujuy y Rivadavia, en pleno barrio Once, hijo de padre italiano y madre galesa, el niño Jorge se crio en los conventillos de la calle Lezica y estudió para ser ingeniero, como su padre, que se dedicó a la industria refractaria y trabajó en Altos Hornos Zapla y San Nicolás. “Pero yo no quería ser como mi viejo”, advierte rápidamente. “Como afortunadamente no estuve cerca de él, fui muy rebelde desde chico y tuve una vida con muy pocas barreras”. Atraído desde muy joven por el dibujo y la escultura, Pistocchi apenas terminó sus estudios en un colegio industrial de esos en los que terminan quienes realmente odian el colegio industrial, y se zambulló de lleno en la calle, explica, “con una tremenda pasión por el conocimiento”. Recuerda haber pasado por la Plaza de Mayo al día siguiente del sangriento bombardeo sobre la población civil perpetrado por quienes pretendían derrocar el gobierno de Juan Domingo Perón en 1955, y haber sido marcado por —según cuenta— un espectáculo del futuro. “Porque veías que no había límite”, esboza quien terminó siendo un joven fascinado, como toda su generación, por el rock que se escuchaba en la banda de sonido del film Semilla de maldad, que fue un suceso en lo que él considera un lugar tan reprimido como el Buenos Aires de aquella época. “Fue asombroso el estallido que produjo”, recuerda. “Se corrió la voz entre los pibes, que íbamos a verla una y otra vez para volver a escuchar esa música que alborotó una ciudad en la que para entrar en los cines y los bares la gente todavía tenía que vestirse de saco y corbata”, explica.
“Fue mi primer contacto con un sentimiento profundo de libertad”, resume Pistocchi, cuyo primer vínculo con la escena del rock local fue a través de Miguel Abuelo, al que conoció cuando estaba viviendo cerca de la pizzería La Perla de Once, lugar mítico donde se reunieron aquellos pioneros del rock argentino y se compusieron muchas canciones inmortales. Después, ofició de mecenas de Almendra y se hizo amigo de Spinetta, al que solía acompañar tan seguido a la redacción de la revista Pelo que su director, Daniel Ripoll, terminó ofreciéndole escribir en sus páginas. “Cada vez que acompañaba a Luis terminaba diciéndole a Ripoll que no se podía ignorar la realidad, hasta que el tipo terminó dándome media página para que escribiese lo que quisiera”, cuenta Pistocchi, que terminó copando la redacción de Pelo hasta que finalmente le ofrecieron fundar su propia revista, que en un principio iba a llamarse Polenta Rock. Pero terminó bautizándose Mordisco.
“Queríamos morder la realidad”, lanza Pistocchi, que explica que en aquella revista ya estaba el embrión del Expreso. Tal es así que, para el editorial del primer número, Pistocchi escribió un texto que terminaba de la siguiente manera: “Hoy emprendemos la marcha hacia una estación llamada imposible. Sabemos que no es fácil llegar hasta allí e incluso puede tornarse peligroso, pero confiamos en que el contenido de nuestros equipajes nos proteja. Si bien no hay armas en ellos, ya que las abandonamos en la estación de partida, en cambio portan nuestra música de rock, los libros que nos iluminaron, las técnicas e inventos de los hombres que no intentaron destruirnos, y todas nuestras reales posesiones. O sea, las cosas que amamos”.
Expreso Horizonte
Aquella tarde, cuando el joven abogado de Citroën repasó los nombres de los oficios preparados para el día siguiente, no pudo evitar detenerse en uno que le sonó irresistiblemente familiar. “Luis Alberto Spinetta”, estaba escrito en el acta, y en ese mismo momento aquel lector solitario de la revista Pelo decidió que iba a ir personalmente a ese secuestro de automotor por falta de pago.
“Generalmente no me presentaba en el lugar, pero quise ir a ver qué pasaba”, explica Alberto Ohanian, devenido en curioso repo man porteño. “Así que ahí estuve, a las seis de la mañana y junto al oficial de justicia, tocando el timbre en la casa de Arribeños. Y lo que me impactó fue la actitud de Luis, sumamente amable y atenta. Hasta nos pidió disculpas porque en vez del asiento del coche había unos ladrillos”, recuerda Ohanian, que aclara, por si hiciera falta, que realmente no quería secuestrarle el auto al líder de Almendra. “Aquel fue mi primer encuentro con Spinetta. Pero nos volvimos a encontrar esa misma tarde, y a los dos días me convertí en su abogado”. Así fue que Jorge Pistocchi conoció en su momento a Ohanian: como el abogado de Spinetta, al que inicialmente recurrió cuando necesitó vender unas propiedades buscando juntar dinero para un viaje.
Pero mucho antes de que apareciese Ohanian en la historia, Jorge Pistocchi ya había reunido a su alrededor más de una vez a la gente que iba a abordar su Expreso Imaginario. En un principio, la idea original era editar un periódico quincenal que abordase la cultura juvenil que acompañaba al rock. “Queríamos extender la búsqueda que habíamos comenzado con Mordisco”, explica Pistocchi, que tenía como compinche en aquel entonces a Hugo Tavachnik, una suerte de Allen Ginsberg de la mítica primera escena beat porteña. “Sentíamos que Mordisco estaba demasiado atada y nos imaginábamos otra revista. Impregnada de música, sí, pero en la que lo realmente importante fuesen otros temas”.
El aviso ocupaba dos páginas del número seis de Mordisco, editado en noviembre de 1974, cuando el flamante gobierno democrático multitudinariamente elegido apenas un año antes empezaba a crujir tras la muerte de Perón. “Esta generación tiene sus periódicos desde hace más de 100 años”, decía el epígrafe de la foto que ocupaba la primera página, en la que un señor de anteojos se concentra en la lectura de un diario que parece ser Crónica, o cualquier otro vespertino tradicional. En la otra página había una foto de varios jóvenes de jean, fumando tirados en el pasto. Su correspondiente texto anunciaba: “Ellos, tendrán que esperar hasta diciembre”. Pero el Expreso siguió de largo aquel diciembre, ya que sufrió, al igual que Pistocchi y su Mordisco, la estafa del socio de Jorge, que implicó que tanto él como su publicación quedaran prácticamente en la calle. Luego de aquel tropiezo, Mordisco llegó a editar dos números más y cumplir un año de vida antes de desaparecer de los quioscos, pero nunca dejó de anunciar la salida de la que sería su sucesora.
“Estate atento, ya falta poco”, decía el aviso que ocupaba el reverso de la contratapa del último número, en el que ya figuraba el dibujo de aquel extraño dragón impulsando una locomotora que ilustraría la primera portada del Expreso. Aquel anuncio anticipaba temas de futuras notas, como John Lennon, Antonin Artaud, Syd Barrett o Buster Keaton, y también aparecían los nombres de Little Nemo y Crazy Cat (sic), dos historietas que fascinaban a Pistocchi, que había conseguido los derechos para publicarlas. Otro nombre anunciado era el de Caloi, que tenía lista para ser publicada en el Expreso la primera plancha de una melancólica y lisérgica historieta llamada Bartolo, un conductor de tranvía acompañado por un extraño pajarito a rayas y sin alas. Pero entre aquel auspicioso aviso y la efectiva salida del Expreso Imaginario pasaría más de un año, tiempo suficiente para que Bartolo pasase a ser parte integral de la renovación de la contratapa del diario Clarín —donde con los años pasaría a llamarse primero Clemente y Bartolo, y luego Clemente a secas, y se convirtió en una de las tiras más populares de la historieta argentina moderna— y para que Alberto Ohanian hiciera su aparición en la historia. También para que el escenario en que iba a salir semejante revista cambiase drásticamente.
El cordero enardecido
Cuando el joven ingresó en aquella apiñada redacción que funcionaba en una ruinosa buhardilla de Viamonte y Pasteur, que era a la vez el hogar de Pistocchi, se dio cuenta de que el traje había sido una mala idea. Fanático de Mordisco desde el primer número, porque le permitía una sensación de cercanía como lector, más cálida y con más vuelo que la ya tradicional Pelo, un inminente viaje a Inglaterra pagado con esfuerzo por sus padres le permitió a Alfredo Rosso atreverse a presentarse sin aviso previo en la redacción para ofrecerse como corresponsal. Aunque la aparición del cronista inexperto generó inicialmente una fría recepción, porque su vestimenta disparó todas las alarmas paranoicas e inmediatamente vieron en él a un policía de civil, finalmente Rosso pudo verbalizar su propuesta y recibió de respuesta un “dale nomás, pibe, mandate alguna nota desde allá”. Por supuesto que todas las crónicas de recitales que envió rigurosamente manuscritas desde aquel iniciático viaje a Londres —“vi a Bad Company con Jimmy Page y a los Faces con Keith Richards”, recuerda— fueron totalmente ignoradas, pero a su regreso fue invitado a sumarse a las huestes diezmadas de Mordisco, con lo que quedó en primera fila para ser parte del largamente demorado proyecto del Expreso Imaginario, para el que Pistocchi comenzaba nuevamente con esa sana costumbre de reunir gente a su alrededor.
Su socio fundamental para esta empresa resultó ser Pipo Lernoud, poeta e ideólogo de la primera generación del rock argentino, autor de letras de temas como “Ayer nomás” y “La princesa dorada”, que grabaron respectivamente Moris y Tanguito, que por entonces era dueño de una empresa de pintura. Lernoud era tan personaje del medio como Pistocchi, pero ambos no se conocían personalmente, y los presentó un legendario plomo llamado Rosanrol. “Cuando Jorge se acercó con el proyecto yo me re copé con la idea inicial, que era usar el rock como vehículo para decir otras cosas”, cuenta Lernoud, que había publicado alguna que otra nota en Pelo y Algún Día —un efímero sucedáneo hippie de la revista de Ripoll— pero que recién se recibiría de periodista con el Expreso.
El siguiente tripulante convocado por Pistocchi sería Horacio Fontova, a quien Lernoud ya conocía. “Con Pipo habíamos tenido una disputa amorosa”, recuerda Fontova. Y agrega, entre risas: “No entre él y yo, sino que con una mujer en el medio”. Precisa Lernoud: “Habíamos estado a punto de agarrarnos a trompadas, porque yo le había sacado una mina”. Según el Negro, había dos tipos de hippismo en aquella época: “Uno onda Ginsberg y otro onda Norberto Napolitano. Pipo estaba en la primera vertiente, del tipo ‘¿a quién hay que escribirle algo?’. Y yo militaba más en la segunda, que preguntaba a quién había que arrancarle los dientes”, enumera Fontova, que junto con Pistocchi y Lernoud encarnó el trío básico del proyecto. Aunque para completar aquella base inicial habría que sumar a otro trío, el integrado por Rosso y sus amigos Fernando Basabru y Claudio Kleiman, periodistas especializados en rock que con el tiempo adquirirían un nombre propio dentro del medio, pero que por entonces recién estaban haciendo sus primeros palotes. Ese fue el equipo básico —al que habría que sumarle el aporte del fotógrafo Uberto Sagramoso, la diagramación de Pelusa Confalonieri y la pluma de Edy la Foca Rodríguez, entre otros—, que estaba listo para lanzarse a la aventura apenas apareciese alguien dispuesto a invertir en el proyecto. Alguien como Alberto Ohanian, por ejemplo, que cuando Pistocchi fue a verlo para que lo ayudara a registrar legalmente los nombres Mordisco y Expreso Imaginario terminó sumándose al proyecto como ese inversor buscado durante tanto tiempo.
“En aquella reunión Pistocchi me mostró una carpeta en la que desplegaba toda la idea, y yo por esas cosas del destino acababa de ver una película que me había deslumbrado llamada El cordero enardecido, o algo así, protagonizada por Jean-Louis Trintignant y que trataba de una cosa parecida, del vértigo de editar una revista. Entonces, después de escucharlo, le dije: ‘Bueno, la revista la voy a bancar yo’. Una decisión que me cambió la vida”, recuerda Ohanian, que con semejante anuncio terminaría cambiándole la vida a mucha gente, y no sólo a la tripulación reunida por Pistocchi para ese viaje de nunca empezar.
Sílbame, oh cabeza
“Cuando estaba en el último año del colegio era fanático del Expreso”, recordó alguna vez Juan Forn. “Más que una revista, para mí fue una puerta de acceso, porque con la coartada de la cultura rock no sólo me hablaba de bandas y de discos, sino también de actitudes, de libros, de pintores, de lugares, de gente que me empezó a abrir la cabeza. Era un acceso a miles de cosas interesantes en una época particularmente árida en cuanto a la circulación de información y de claves como fue la época de la dictadura, donde todo estaba censurado y todo era inmundo, aburrido, soso y católico de derecha”. El recuerdo de Forn es apenas un ejemplo de lo que significó la aparición del Expreso justo en un año en que los militares asumían el poder.
“Nosotros sabíamos que había tres cosas de las que no podíamos hablar: de política, de religión y de drogas”, recuerda Pipo Lernoud. “Pero también teníamos muy claro que nuestro trabajo era decirlo todo a través de toda esa gente que nos deslumbraba. Agarrar a Kerouac o a Ferlinghetti y dejar que ellos dijeran lo que nosotros hubiésemos querido decir, pero no podíamos. León Gieco y Charly García hacían entonces lo mismo: el Expreso hacía lo que León hizo con ‘Tema de los mosquitos’ o Charly con ‘Canción de Alicia’. Decir las cosas sin decirlas. Pero la gente, que estaba igual que nosotros, las entendía”.
Al recorrer las páginas de la primera época del Expreso, aquella de un formato grande, que no era ni diario ni revista, lo primero que sorprende es una frescura amateur que la publicación logró conservar durante gran parte de su existencia. Después están las notas, que reunían a Walt Whitman con un reportaje conjunto entre el tenista Guillermo Vilas y Spinetta, o si no una nota de Leda Valladares firmada por la hoy reconocida poeta Diana Bellessi con el relato de un viaje por el Amazonas y un reportaje a un mítico poeta escondido como Pedro Godoy. Suerte de matriz fundamental de toda publicación alternativa de ahí en adelante, de eso justamente se trató el Expreso desde el comienzo. De hacer circular claves escondidas, de reunir talentos atraídos por el influjo de Pistocchi, que confiesa no haber sabido nunca muy bien qué hacer en el Expreso. Pero sí por qué hacerlo.
“Si al leer el Expreso y pensar en el horror de la época en que fue editado es inevitable imaginar que vivíamos en un mundo aparte, tengo que confesar que así fue. Nuestro mundo, efectivamente, era otro. Pero no era un mundo que se inventó para ese momento, sino que era un mundo que ya existía. Estaba ahí por la valentía de los artistas. Por eso ya desde la época de Mordisco me parecía que un proyecto de este tipo era un espacio que era importante abrir y defender. Porque en ese espacio ya habitaba un montón de gente, y lo único que nosotros hicimos fue poner en contacto aspectos generados dentro de esa cultura alternativa o marginal. Yo tengo una lectura mágica de las cosas, y no puedo menos que honrarla si me pongo a pensar en los factores que hicieron que todo un grupo de gente que se juntaba por primera vez a hacer algo juntos terminase haciendo lo que hicimos. Especialmente de la manera en que lo hicimos y cuando lo hicimos”.
Dame una forma de vida
“Por eso es que yo sostengo que la revolución de los sesenta terminó ganando”, argumenta Pipo Lernoud cuando se le comenta que las notas sobre ecología o el naturismo que por entonces sólo publicaba una revista como el Expreso hoy son algo común en las publicaciones más integradas.
Una de las secciones más recordadas de aquel primer Expreso es una llamada “Guía práctica para habitar el planeta Tierra”, que abogaba por una vida más sana y una alimentación más natural. “En ese sentido fuimos muy pioneros, pero también muy criticados por eso”, recuerda Claudio Kleiman. “Porque por el lado de la intelectualidad nos criticaban a partir del eterno argumento de la izquierda orgánica, que cómo te vas a preocupar por los pingüinos cuando hay gente que se muere de hambre. Y por el lado de los rockeros aún no se veía como un imperativo categórico la necesidad de salvar el planeta. Si a los integrantes del grupo Arco Iris les decían ‘las amas de casa del rock’ por vivir en comunidad, imaginate lo que nos tocaba a nosotros”.
Lo que les tocaba a los integrantes del Expreso, en realidad, era formar parte de una experiencia única, que cada uno supo vivir a pleno. “Me acuerdo del día en que un tal D’Amato entró completamente desnudo y se sentó en la reunión de producción como si nada. Ohanian y su esposa estaban consternados”, recuerda Roberto Pettinato, que de seducir a todos en la redacción al escribir al correo de lectores bajo el nombre de Laura Ponte pasó a incorporarse al staff, donde completaría su look Zappa con el descubrimiento de Tom Wolfe. “Creo que el Expreso fue la verdadera Rolling Stone argentina en todo sentido. Desde quedarse escribiendo hasta cualquier hora y tomarse muy en serio las declaraciones, los reportajes y los conceptos hasta entrar en la redacción y que uno de los directores estuviese secando una impresionante cantidad de cannabis que cubría por completo su escritorio. De la misma manera que la Rolling Stone de hoy en Estados Unidos no es la misma que antes, porque la copada era la otra, lo mismo pasa acá con el Expreso y todos sus herederos directos y no tanto”.
Responsable del dibujo del bebé jugando a las bolitas con el mundo que ilustró la tapa del segundo número, el que para muchos marca el verdadero comienzo de la revista, Fontova recuerda un partido de fútbol que indignó a un Ohanian que estaba orgulloso de haber conseguido en la esquina de la avenida Cabildo y Teodoro García lo que consideraba un primer piso ideal para mudar la redacción, luego de haber sido echados del estudio por sus socios. “Me acuerdo del día en que nos mudamos al nuevo edificio. Cuando llegué estaba todo el mundo jugando al fútbol en la oficina, y ya habían roto un vidrio”, cuenta un desilusionado Ohanian. “Era como si la autodestrucción y la anarquía fuesen indispensables para transitar esa clase de experiencia”. Si algo recuerda Fontova de aquella primera tarde en esa esquina del coqueto barrio Belgrano, el hogar del Expreso hasta que dejó de editarse, es que el partido que estaban jugando no tenía nada de convencional. “Era un fútbol muy especial, porque como había cuatro o cinco cuartos con su correspondiente puerta, cada uno tenía su propio arco”, precisa el Negro con una carcajada que deja todo bien claro.
No hay respuesta alrededor
Más allá de algún servicio que llamaba a la puerta más o menos disimuladamente con la excusa de publicar algún aviso y de la permanente hostilidad puertas afuera de la redacción que sentían sus integrantes, que solían entrar y salir continuamente de las comisarías por su pelo largo, a ninguna autoridad pareció importarle mucho lo que hacía el Expreso.
“Recuerdo que una vez ilustramos una nota sobre el parto natural con unas fotos bien explícitas, por lo que recibí el llamado de una tipa de la revista femenina Para Ti, que me preguntó cómo habíamos hecho para que nos las autorizaran”, cuenta Pipo Lernoud, que explica que nunca le pidió autorización a nadie para publicar nada. Pero también deja en claro que ellos sabían muy bien qué se podía publicar y qué no. “Alguna vez tuve acceso a informes de los servicios de inteligencia”, revela Ohanian. “No recuerdo los términos exactos, pero creo que para ellos éramos gente inocua. Despreciaban los efectos que podía generar un pasquín editado por tipos que para ellos eran delirantes e inofensivos”.
Pero si el gobierno militar lo ignoraba, el mundo de los músicos estaba muy pendiente del Expreso. “Me acuerdo de que como respuesta al primer número llegó una carta de Charly García que publicamos en el correo de lectores. En ella nos felicitaba por la revista, y agregaba en un paréntesis ‘muy buena la sección de discos’. Todas las críticas de ese número las había escrito yo, y recuerdo que me impresionó que Charly leyera algo que yo había escrito”, recuerda Kleiman. Mientras que alguien evoca alguna escena de pugilato de Edelmiro Molinari contra un cronista que había escrito algo que le había molestado, nadie puede evitar comentar que Spinetta —amigo de Ohanian— llamaba siempre para quejarse, nunca para tirar buena onda. Las anécdotas preferidas sobre Luis Alberto involucran una comparación de Invisible con King Crimson que le puso los pelos de punta y la corrección por parte del siempre puntilloso e inolvidable Fernando Basabru de que aquellos 18 minutos inmortalizados en el título de uno de sus discos como el tiempo que tarda la luz del Sol en llegar a la Tierra eran en realidad... ¡segundos! Pero no todas fueron críticas: alguna vez Atahualpa Yupanqui dijo que la mejor nota que le habían hecho era la del Expreso. “Lo dijo en una conferencia de prensa del Festival de Cosquín, dedicado al folclore, y todos los periodistas presentes se preguntaban de qué revista hablaba”, recuerda Pipo Lernoud, factótum de aquel reportaje que fue tapa. “Fue el número que menos vendió, porque los folcloristas directamente no conocían la revista y los rockeros ignoraron completamente esa portada”.
Pero tal vez la obra de Charly García sea la más vinculada con el Expreso. Lernoud asegura que el título “Inconsciente colectivo” sale de una nota sobre Jung titulada “Nuestro océano interior”, publicada en el número 18 de la revista, fechado en enero de 1978. Rosso explica que la mítica cita de Pete Townshend sobre el rock incluida en Yendo de la cama al living está extraída de una traducción suya, publicada también en el Expreso. Pero la prueba más fehaciente de que la invención de Pistocchi dejó una huella indeleble dentro de la historia del rock nacional es la portada original de La grasa de las capitales, el segundo álbum de Serú Girán. “Esa tapa fue una respuesta del grupo a una crítica desfavorable a uno de sus shows, en la que escribí que Serú Girán había mandado a sus dobles”, explica Lernoud. Por eso el arte de tapa del disco anuncia a “los dobles de Serú Girán”.
El corte final
“El Expreso nació con el Proceso y morirá con él” es una frase irónica acuñada por Claudio Kleiman cuando comenzó a saberse que, después de siete años, la existencia de la revista estaba llegando a su fin, lo que coincidía con el final del gobierno militar, que se denominó a sí mismo Proceso de Reorganización Nacional.
La historia de la revista puede dividirse en tres grandes etapas: una inicial, con Pistocchi al frente —para muchos la mejor—, en que su sano eclecticismo permitió un equilibrio entre el profesionalismo y su endiosado amateurismo. Aquella época se terminó cuando Ohanian decidió abrir una productora de espectáculos, algo que Pistocchi consideró incompatible con la revista, tras lo que se retiró de escena y se llevó a Fontova con él. Allí comenzó una segunda época, con Lernoud al frente, más profesional y decididamente latinoamericanista en lo que a música se refiere. Esa época también terminó por algunas disputas con Ohanian, que impuso, por ejemplo, el regreso de Almendra como portada de la revista justo el mes en que John Lennon había sido asesinado en Nueva York, una tragedia que debió haber sido tapa.
La etapa final del Expreso llegó con Roberto Pettinato al frente, tratando de poner al día una revista condenada a desaparecer. “Recuerdo que un día estábamos comiendo en un Pumper Nic, una franquicia que por entonces era novedosa, algo así como una versión local de McDonald’s, y Roberto dijo que a todos esos chicos no les interesaba un comino el Expreso. Y que de seguir así estábamos condenados”, cuenta Rosso, que se confiesa como el verdadero autor de aquella frase de combate —atribuida a Pettinato— que reza “basta con los indios cuchi-cuchi”, que tanto indigna a Pistocchi cuando recuerda esa última época de la revista. “A pesar de todo lo que digan, yo respeté la ideología de la revista en aquella última época en que todos se fueron peleando con Ohanian, que en realidad bancó la revista con sus negocios de medias y bombachas durante mucho tiempo”, evoca Pettinato. “Lo que pasa es que mi concepto era más moderno y actualizado a los momentos que se vivían. No podíamos seguir proponiendo inciensos y comida vegetariana, pero sí una visión más terrorífica del mundo, como si fuese un cuento de Ballard: terrorífico, incomprensible y fuera de nuestro control”.
Mientras que Ohanian insiste en que el Expreso nunca vendió muchos ejemplares y asegura que el número más vendido —unos 9.000— fue el que tuvo a Queen en la tapa, Pistocchi calcula que en su mejor momento la revista arañó la cifra de 30.000 ejemplares. “Hace poco un distribuidor recordó que una vez el Expreso llegó una hora tarde al reparto, y los camiones la esperaron. Y eso sólo se hacía con una revista que vendía”, asegura el creador de un proyecto que editó su último número al terminar el año 1982. Y no alcanzó a despedirse de sus lectores. Simplemente dejó de salir.
“El Expreso había perdido el alma con la partida de Pistocchi y Lernoud, y sólo sobrevivió mecánicamente. Hasta que ya no tenía más sentido editarla”, resume Ohanian, que un par de años más tarde le vendió el título a Magendra, la editorial de Pelo, que la reviviría a mediados de los ochenta para sacar apenas cinco números antes de volver a desaparecer. “Cuando Ripoll me llamó para comprar los derechos del nombre fue como sacarme una mochila de encima”, confiesa Ohanian. “Me permitió cortar totalmente mi relación con algo maravilloso, pero que también terminó siendo muy doloroso para mí.”
Un nuevo comienzo
A tono con su naturaleza, Jorge Pistocchi después del Expreso, durante los ochenta, supo fundar otro par de revistas, como Zaff! y Pan Caliente, que, pese a cargar con menos leyenda que sus anteriores emprendimientos editoriales, también pasaron a la historia. Pan Caliente, por ejemplo, por convocar a un festival por su supervivencia económica en el que participaron Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, la famosa velada en que su desnudista Monona decidió quitarse todas sus prendas y los policías que velaban por la paz del evento dijeron la legendaria frase “o baja ella o subimos nosotros”.
Luego se lo supo ver en el subsuelo de la galería Bond Street, en plena avenida Santa Fe, ocupando unos locales vacíos en lo que supo ser la prehistoria de esa suerte de megashow alternativo en que se terminó convirtiendo el paseo, lleno de locales de ropa, tatuadores y disquerías. Pero lo que Pistocchi recuerda con más precisión es su participación en la cooperativa de la fábrica textil Amat, en Monte Grande. Un emprendimiento que le dio trabajo a 200 personas durante la segunda mitad de los noventa, hoy considerado un antecedente histórico del movimiento de fábricas recuperadas luego de la crisis de 2001 en Argentina. El maquinista original del Expreso Imaginario asegura orgulloso que allí finalmente pudo llevar a la práctica todos los principios por los que había bregado originalmente en su revista.
Cuando empezó a repercutir en los medios el fenómeno de Amat y su foto junto a sus nuevos compañeros de viaje salió publicada en algunos diarios, cuenta Pistocchi que un buen día Ripoll lo llamó a la fábrica. “Vino a verme y me devolvió el título de la revista”, revela. “‘Hacé lo que quieras’, me dijo”. Tal vez allí fue cuando comenzó a hacer lentamente las paces con una creación que, al contrario de lo que sucedió durante el trascurso de su existencia mes a mes en los quioscos, con el tiempo fue ganando credibilidad.
“No me arrepiento de nada, y si tuviera que repetir la historia haría exactamente lo mismo. Porque si no hubiese sido por alguien como Ohanian, que tenía el dinero y la audacia suficientes como para embarcarse en una aventura, nada de esto hubiese sucedido”, asegura Pistocchi, que en el momento de hacerse esta nota estaba preparando una pequeña muestra dedicada a la historia de la revista. “Hace poco me reencontré con Miguel Grinberg, un periodista de aquellos lejanos comienzos, igual que yo, que me dijo que, aun si no iba nadie, si estábamos sólo nosotros sentados ahí, iba a servir para celebrar nuestra supervivencia. Pero lo menos que podemos hacer es intentar seguir haciendo cosas, en una época en la que aún está en juego la posible supervivencia o no de todo el género humano”.
Palabras de Pistocchi. Palabras del Expreso Imaginario.
“Te enamoraste de Pistocchi”. Eso fue lo primero que me dijo Pipo Lernoud luego de leer la nota sobre el Expreso Imaginario, para la que casi dos décadas atrás entrevisté a todos los que tenía cerca que habían participado en la empresa. A algunos los conocía desde siempre como colegas en esto del periodismo de rock, como Alfredo Rosso o Claudio Kleiman. A otros me los presentaron ellos, como Pipo, amigo cercano de Alfredo y a esa altura ya un amigo personal más. O si no me había puesto en contacto gracias a que ellos me habían pasado sus datos, como fue el caso de Horacio Fontova y Roberto Pettinato. Pero a Jorge Pistocchi llegué porque fue él quien quiso hablar conmigo: estaba preparando una exposición evocando su antiguo proyecto y quería promocionarla. Pipo tenía razón: me había fascinado su vida, al punto de que no me alcanzó con una sola entrevista y tuve que volver por más. “No te preocupes: a todos les pasa lo mismo”, me disculpó Lernoud. Hay notas que uno siempre quiere hacer, pero hay que esperar que sean noticia para poder hacerlas. Porque es entonces cuando, en vez de tener que salir a tocar timbres, vienen a tocar el tuyo. Como a todos los que se han dedicado al periodismo de rock en Argentina, siempre me apasionó el mito del Expreso, esa suerte de Arca de Noé de la cultura rock local durante la tierra arrasada de la dictadura. Y siempre me intrigó también la figura de Pistocchi, un extraño duende contracultural capaz de convocar talentos para toda clase de proyectos, siempre llenos de imaginación y rebeldía. Algo que hizo hasta último momento: cuando falleció, en 2015, a los 75 años, se las había ingeniado para hacer funcionar lo que llamaba el Centro Cultural Expreso Imaginario, una casa de puertas abiertas en el barrio porteño La Boca desde donde hacía un programa de radio y se vinculaba directamente con los vecinos. Este artículo se publicó 13 años antes de su muerte, cuando estaba recién empezando a hacer las paces con aquella historia iniciática para tantos, y había incluso empezado a soñar con algún tipo de regreso. De hecho, para la exposición quería presentar también una revista con artículos nuevos, que terminó teniendo el formato de un sobre enorme con las páginas sueltas adentro. Eso también fue el Expreso Imaginario. Pero cuando habló conmigo aún no tenía nada claro, por eso nada de eso está incluido en la nota. Después de publicada, cuando me llamó para agradecerme, también me ofreció el cargo de jefe de redacción de su nuevo emprendimiento. Me pareció un gesto algo exagerado, así que decliné lo más educadamente que pude la propuesta, pero supongo que así fue que Pistocchi llevó adelante todas sus ideas: a fuerza de arrebatos que a los demás podrían haberles parecido exagerados, pero que para él eran perfectamente normales, apenas un día más en una vida excepcional. Cuando se publicó en su momento, esta historia fue tapa del suplemento “Radar” del diario argentino Página 12, que se disfrazó ese domingo del Expreso Imaginario, imitando el diseño de la portada de su legendario número inicial gracias al trabajo de Alejandro Ros, otro fanático de la publicación. Siempre me pareció que gracias a este artículo me terminé de ganar el respeto de todos mis entrevistados, con los que pocos años después terminé llevando adelante el proyecto de la revista La Mano. Es más: el mecenas de Pistocchi durante el tiempo en que estuvo planeando la muestra fue el mismo que puso el dinero para el flamante mensuario, y la redacción —durante los primeros años, al menos— ocupó el mismo cuarto donde él terminó de amigarse con el Expreso. Pero, como se dice en estos casos, esa ya es otra historia.