La noción de paternidad ha cambiado a lo largo de los años, y a principios del siglo XX los juzgados fueron escenario del conflicto entre las visiones tradicionales y los avances científicos. Hace poco más de 100 años, la herencia de un millonario argentino hizo que esas tendencias se cruzaran en una corte de Buenos Aires. Lo que publicamos aquí es el capítulo 4 de Paternity. The Elusive Quest for the Father (Harvard University Press), de la historiadora estadounidense Nara Milanich.
El libre albedrío de los padres fallecidos siempre debe ser respetado. Juez Adolfo Casabal
La prueba de paternidad tomó seis semanas, costó 150.000 pesos e implicó el examen de los cuerpos de 16 personas de cuatro generaciones. Tres de los sujetos ya no estaban vivos y sólo pudieron examinarse en fotografías. Uno de los muertos era Roque Arcardini, el padre putativo, cuya vida privada intemperante había hecho necesaria la investigación de la paternidad.
Arcardini había muerto en Buenos Aires en 1914, a los 61 años, dejando atrás una herencia valorada en millones de pesos. También dejó a dos familias encerradas en un conflicto desagradable. La primera, su familia natal, consistía en su madre enferma y anciana, sus tres hermanas y varias sobrinas y sobrinos. La segunda familia, la que había formado en la última década de su vida, estaba compuesta por su pareja, una mujer con la que nunca se casó, y tres hijos pequeños, cuya paternidad era ambigua. Ahora dependía de la corte determinar si los jóvenes eran realmente los hijos y herederos de Arcardini o si su extenso patrimonio pertenecía a su madre y hermanos.
En 1914, el estudio de los cuerpos físicos para resolver una disputa sobre una herencia era un procedimiento muy inusual, en Argentina o en cualquier otro lugar. Como parte de su demanda, la familia Arcardini contrató al doctor Roberto Lehmann Nitsche, jefe del Departamento de Antropología del Museo de La Plata, el principal de historia natural de América del Sur. Examinó las narices y oídos de las 16 personas, estudió sus líneas de pelo y evaluó el color de los ojos y el tono de la piel. Siete años antes de que Albert Abrams apareciera en los titulares mundiales con su oscilóforo, diez años antes de los innovadores análisis de grupos sanguíneos de Fritz Schiff, el método de Lehmann Nitsche sugería un enfoque diferente para probar la paternidad, ya que no buscaba pruebas en la sangre, sino en el cuerpo. Mientras que los tribunales en Argentina y en otros lugares a veces consideraban el parecido físico en sus deliberaciones sobre paternidad, el caso Arcardini fue aclamado como el primero en cualquier parte del mundo en el que un experto aplicaba los modernos “principios mendelianos” para determinar el parentesco. El informe pericial que Lehmann Nitsche presentó a la corte circuló ampliamente y sería referenciado por décadas por expertos en América Latina y Europa. En años posteriores, científicos transatlánticos desarrollaron, a menudo independientemente uno del otro, una variedad de enfoques para analizar rasgos somáticos y similitudes físicas para establecer paternidad. Tales métodos se denominan análisis somáticos, morfológicos, antropológicos, antropomórficos, prosopográficos o comparativos o, como se traducía preferentemente desde el alemán, “método de similitud”.
Lehmann Nitsche introdujo en un tribunal de la Belle Époque de Buenos Aires una nueva técnica científica para investigar una vieja pregunta: ¿quién es el padre? Pero su enfoque también redefinió la pregunta misma. En Argentina, como en muchas otras sociedades, especialmente las que siguen la tradición del derecho civil, la paternidad era menos un problema de prueba física que de conocimiento social. El nuevo método de Lehmann Nitsche adelantó la presunción central de la paternidad moderna: la incipiente sociedad de masas requería una nueva comprensión de quién era el padre y cómo podía ser conocido. Ya sea que se centrara en la sangre o en el cuerpo, la ciencia de la determinación de la paternidad redefinió la paternidad misma, transformando una cualidad social en una física.
La tendencia de la descendencia a parecerse a uno o ambos padres se había observado durante milenios. El nuevo conocimiento de la herencia prometió darle carácter científico a la similitud, para revelar patrones de transmisión somática que fueran objetivos y predecibles. Ya en la década de 1880 Francis Galton, el erudito inglés, padre de la eugenesia y primo de Charles Darwin, reflexionó:
No es improbable, y vale la pena tomarse la molestia de averiguar si cada persona no lleva de manera visible en su cuerpo evidencia innegable de su familia y parentescos cercanos.
¿Podrían los oídos, las narices o el análisis antropométrico proporcionar tal evidencia? ¿Podrían las técnicas de identificación individual, como la odontología forense o las huellas digitales, encontrar parentescos examinando el cuerpo?
La búsqueda de un marcador bioquímico de relación en la sangre y de marcadores somáticos o morfológicos en el cuerpo estaban entrelazadas, y se complementaban en lugar de competir. Ambos enfoques buscaron combinar el conocimiento de la herencia humana en un método práctico para identificar a los miembros de la familia. Los dos surgieron en el mismo momento, a menudo en los mismos lugares, y a veces entre los mismos científicos. En los procedimientos judiciales, los dos métodos a menudo se usaban en conjunto.
Pero la sangre y el cuerpo también diferían. El análisis del grupo sanguíneo fue simple, rápido y barato, y, gracias a las leyes universales de herencia grupal, era objetivo y carecía de ambigüedades. Cuando la tipificación sanguínea excluía a un progenitor, lo hacía de manera incontrovertible. Pero sus usos prácticos también eran limitados: podía excluir a un presunto padre, pero nunca identificar a un padre real. En la década de 1950, el análisis de los grupos sanguíneos no podía hacer más que clasificar grandes sectores de la población como progenitores posibles o imposibles.
En contraste, la evaluación visual de la similitud morfológica parecía altamente subjetiva. Ningún rasgo corporal, incluso sabiendo que tiene un elemento hereditario, proporcionaba la tajante objetividad de la tipificación sanguínea. Había cuatro tipos de sangre, pero había una infinita variedad de narices y oídos. ¿Cómo podría uno identificar, describir o medir la similitud entre rasgos? ¿Y qué hay de la cualidad de semejanza, aun más inefable entre dos personas que “son parecidas”? En el mejor de los casos, comparar cuerpos podía ser complejo, trabajoso y costoso; en el peor de los casos, parecía sospechosamente subjetivo. Y sin embargo, a pesar de su desconcertante imprecisión, los cuerpos ofrecían la tentadora promesa de un método para identificar al padre. Basándose en un ecléctico conjunto de herramientas de técnicas nuevas y antiguas, los expertos analizaron el parecido, lo describieron, lo midieron e incluso intentaron cuantificarlo, en un esfuerzo por identificar, como Galton había insinuado, la “evidencia innegable de la paternidad”. Esa tarea fue la que el doctor Lehmann Nitsche se propuso en 1914 en la corte de Buenos Aires.
Rocco Arcardini tenía cinco o seis años cuando él y sus padres emigraron de la región del Piamonte, en el norte de Italia, a principios de la década de 1850. Dejaban atrás una aldea rural de menos de 2.500 almas para ir a una ciudad lejana de casi 100.000, un tercio de cuyos residentes eran, como ellos, extranjeros. Una vez establecidos en Buenos Aires, en rápida sucesión nacieron cuatro niños más en la familia. El primer censo argentino, realizado en 1869, encontró al adolescente Rocco —ya hispanizado como Roque— trabajando como sastre junto a su padre, Luigi —ahora Luis—, en la Calle del Buen Orden. La zona estaba repleta de tiendas, talleres de artesanos y almacenes poblados por argentinos de clase trabajadora y por un número creciente de inmigrantes, como ellos. Pero los Arcardini pronto dejarían ese mundo atrás, cuando su fortuna comenzara a aumentar.
En las últimas décadas del siglo XIX Argentina experimentó un sorprendente proceso de crecimiento económico, a medida que el país se integraba a los mercados globales. Sus fértiles pampas producían trigo, lana y carne, que se cargaban en barcos de vapor con destino a Europa. A cambio, recibió capital extranjero y una avalancha de trabajadores foráneos; los más numerosos, como los Arcardini, provenían de Italia. La economía argentina se disparó y su producto interno bruto creció más rápido que el de cualquier país del mundo. En 1914, el año en que la Primera Guerra Mundial interrumpió los flujos transatlánticos de mercancías, capital e inmigrantes y también, por coincidencia, el año de la muerte de Roque Arcardini, Argentina se encontraba entre los diez países más ricos del mundo.
Arribados en la cúspide de esta transformación, los Arcardini estaban bien preparados para aprovecharla. Luis Arcardini se embarcó en una serie de inversiones acertadas, que siguieron de cerca el rápido crecimiento de su patria adoptiva. Compró acciones en una compañía naviera italiana-argentina y comenzó a comprar pequeñas propiedades en Buenos Aires. A medida que la población de la ciudad se expandió, los Arcardini capitalizaron el aumento de los valores de las tierras urbanas y alquilaron sus propiedades a carniceros, funerarios y almaceneros.
También posaron la vista más allá de la capital. En la década de 1870, cuando el auge de las exportaciones incentivó la expansión de la producción de productos básicos, Argentina inició una campaña de exterminio para apoderarse de las tierras de los indígenas ubicadas en las fronteras del Estado nación. Esas tierras se subastaron a compradores que las adquirieron por una miseria y luego vieron aumentar su valor. Roque Arcardini, ya joven y cada vez más notoriamente patriarca de la familia, se encontraba entre esos beneficiarios. Mientras tanto, su hermano menor, el argentino Antonio, se casó con una mujer española y obtuvo un puesto de alto rango en el Ministerio de Hacienda, una posición privilegiada que sin duda sirvió bien a la familia, ya que el Estado distribuyó tierras a compradores privados. Las hermanas argentinas de Roque, María Luisa y Emilia, se casaron con un comerciante francés y un empresario naviero italiano, respectivamente, expandiendo aun más las redes comerciales de la familia.
En el momento de la muerte de Roque Arcardini, una lista de sus propiedades ocupó la mayor parte de una columna del periódico La Nación. Sólo el inventario de sus propiedades en la ciudad y los suburbios de Buenos Aires tardó cinco años en compilarse y estimó su valor en más de cuatro millones de pesos. La familia de sastres piamonteses se había convertido en una de hacendados argentinos por excelencia. Si tan sólo Roque Arcardini hubiera sido tan astuto para transmitir ese patrimonio como lo fue para acumularlo...
A diferencia de sus hermanos, Roque nunca se casó. Conocido por mujeriego, alrededor del cambio de siglo comenzó una relación pública con una inmigrante francesa llamada Celestina Larroudé. Fue descrita en los registros judiciales como su “concubina” y “una mujer de condición inferior”, a quien Roque había “salvado de la miseria y un destino incierto y peligroso”. No es de extrañar que su familia se opusiera “tenazmente” a su matrimonio. En cambio, los dos vivieron juntos de manera informal, en un acuerdo común, si no del todo respetable, en la Belle Époque de Buenos Aires. Pronto Larroudé tuvo tres hijos: María Mafalda (nacida en 1903), Roque Humberto (1904) y María Carmen (1905). Roque reconoció a Roque Humberto y a María Carmen como sus hijos naturales ante el registrador civil. No reconoció formalmente a la hija mayor, María Mafalda, pero su paternidad se señaló de otras maneras, tanto civiles como sagradas. Nació en una propiedad de los Arcardini recientemente renovada, donde residía su madre, Celestina. Su certificado de bautismo identificó a sus padres como desconocidos, pero señaló que había sido “adoptada” por Roque Arcardini, aunque la adopción no existía formalmente en el derecho argentino. Finalmente María Luisa Arcardini, la hermana de Roque, fue madrina de la niña y también, unos años más tarde, de su hermana menor. El antiguo abogado de Roque fue el padrino del niño cuyo nombre, Roque Humberto, señaló aun más su paternidad.
Juntos durante más de una década, Roque y Celestina fueron una pareja en disputa. Pelearon por la tendencia de Celestina a beber demasiado. Discutieron sobre el cuidado de los niños. Roque criticaba a Celestina por darles leche en lugar de comida. Pero, según todos los informes, también fue muy solícito con ella y los niños. Un grupo de mensajes que se convirtió en parte de los registros judiciales después de su muerte da cuenta de la vida cotidiana en el hogar. “Celestina, no voy a venir. Hace mucho frío”, escribió Roque en una nota. “Acuesta a los niños temprano y envíame un mensaje con lo que necesitas de la tienda”. “Cuéntame cómo le va a Roquito”, imploró en otra nota cuando el niño estaba enfermo. “No lo dejes levantarse y manténlo cubierto”.
El grado de solicitud paternal de Arcardini fue ejemplar e inusual. Y, sin embargo, por respeto a la familia de la que provenía, Roque Arcardini decidió no formalizarlo. No se casó con Celestina, aunque prometió que lo haría cuando su madre muriera (María Trischetti de Arcardini tenía 87 años y estaba postrada en una cama cuando su hijo falleció). Reconoció legalmente a dos de los tres niños nacidos en su relación con Celestina Larroudé, pero por alguna razón —¿preferencia, control?— nunca reconoció a la mayor, María Mafalda. Y en 1908 Roque hizo algo extraño: redactó un documento que decía que los tres niños no eran de él ni de Celestina, sino que habían sido comprados cuando eran recién nacidos y traídos subrepticiamente a la casa. Le pidió a Celestina que lo firmara, y ella lo hizo.
La pareja continuó viviendo junta, y los niños crecieron. Alrededor de marzo de 1914 Roque colocó a Roque Humberto, de diez años, en un internado local, y pagó el mes por adelantado. En el papeleo se identificó, ambiguamente, como el padre adoptivo del nuevo alumno. Una vez regresó a la escuela y se llevó al niño de paseo. Luego, unos días después, el solícito padre, de 61 años, murió repentinamente por causas desconocidas.
Con la muerte de Roque Arcardini, dos familias perdieron a su patriarca. En los días que siguieron a su prematuro fallecimiento, los afligidos Arcardini hicieron dos cosas. Primero, enviaron dinero a Celestina y los niños. Y segundo, presentaron una demanda legal desafiando el estatus de los jóvenes como herederos de su patrimonio.
El extraño documento que Roque había redactado sobre los falsos nacimientos resurgió. Los Arcardini afirmaron que Celestina había simulado los tres embarazos y comprado en secreto a los bebés para “conservar y fortalecer” su relación con Roque. Una de las hermanas de Roque, María Luisa, la madrina de las niñas, afirmó que todo el cuidado y apoyo que él les había brindado a los niños reflejaba sus “impulsos caritativos y religiosos”, no su paternidad. Múltiples testigos corroboraron el fraude, alegando en un testimonio jurado que Celestina había metido ropa debajo de sus prendas para fingir los embarazos. Celestina dijo que la historia era evidentemente falsa. Ella no tenía conocimiento del contenido del documento y lo había firmado para complacer a Roque. En cuanto a los testigos, dijo que todos habían sido sobornados por los Arcardini. En este caso la maternidad también estaba en duda, pero, en atención a los intereses especiales de la paternidad, la investigación se ocupó sólo de la relación de Roque con los niños. Y fue una larga investigación: la acusación de “suposición de parto” fue únicamente la primera de una larga sucesión de demandas sobre la identidad de los tres niños y el destino de la herencia de Roque Arcardini.
Según el antropólogo Roberto Lehmann Nitsche, episodios como “el asunto Arcardini” (como pronto se lo conocería) se habían vuelto demasiado comunes en la Belle Époque argentina. “Tan pronto como un hombre soltero de una determinada posición social, de una cierta fortuna, muere”, los supuestos hijos “brotan como hongos” para apuntalar reclamos de herencia falsos y frívolos. “Sería difícil”, afirmó, “encontrar en otros países una cantidad tan grande de casos de este tipo”.
Para Lehmann Nitsche el problema radica en la estructura del derecho argentino. Argentina, América Latina y gran parte de Europa continental siguieron la tradición del derecho civil, que compartía una definición común de paternidad. Según los juristas de derecho civil, la paternidad como hecho físico era desconocida e incognoscible. Por lo tanto, podría establecerse de una de dos maneras: ya sea conferida por matrimonio, de modo que el esposo de una mujer casada se considerara automáticamente el padre de sus hijos, o, en el caso de parejas no casadas, el hijo podría adquirir un padre a través de “posesión de estado”. Esta figura legal se refería a los comportamientos del hombre y a la reputación pública que el niño desarrollara como su hijo. Según la antigua trifecta romana nomen, tractatus et fama, la paternidad surgía cuando un hombre le daba su apellido al niño, lo trataba como propio y se reputaba como su padre ante los ojos de la comunidad. En el centro de esta definición se encontraba la voluntad paterna: lo que hacía padre a un hombre era su deseo activo de serlo. Al ejercer su paternidad hacia el niño o ante su madre, sus asociados o la comunidad, un hombre demostraba tanto su conciencia de ser el padre como su disposición a aceptar ese papel. Como en el caso de Arcardini, las cuestiones de paternidad a menudo surgieron en disputas sobre herencias en las que el padre putativo ya estaba, por definición, muerto. Por lo tanto, demostrar la posesión de estado requería reconstruir la conciencia de un individuo que ya no podía expresar sus intenciones.
La posesión de estado no era sólo un método para establecer la paternidad; también definía qué era la paternidad y qué no. En lugar de fluir automáticamente del acto de procreación, la paternidad era social y volitiva. Se construía a través de las palabras y los actos de un hombre. La madre, por el contrario, estaba excluida de este proceso de verificación paterna. La ley en Argentina, como en muchos otros lugares, le prohibía repudiar al padre de sus hijos en la corte. Aunque esto pueda parecer ilógico —¿quién mejor para conocer al padre del niño que su madre?—, de hecho era perfectamente coherente con una concepción de la paternidad como una cuestión no de hecho sino de voluntad, específicamente de la voluntad del hombre, no de la de la madre. Esto explica por qué la extraordinaria declaración escrita de Celestina de que ella había fingido el nacimiento de los tres niños era técnicamente irrelevante para el proceso. “¿En qué se convertiría el principio de estabilidad de la paternidad sujeto al capricho de una mujer?”, preguntó el juez.
Siguiendo la lógica de la voluntad del padre, la ley civil no sólo descartó el testimonio de las madres, sino que también restringió los derechos de los hijos a presentar demandas de paternidad en primer lugar. Los hijos no podían exigir una relación paterna a un hombre que no la reconociera voluntariamente. Dichas restricciones tenían la ventaja adicional de proteger a los hombres y las familias legítimas de reclamos no deseados sobre su patrimonio y buena reputación. El Código Napoleónico, que formó la base para la concepción del derecho civil de la paternidad, prohibió las investigaciones de paternidad de manera directa, como lo hizo la ley en el vecino Chile y en otros países. La ley argentina era relativamente más liberal: permitía a algunos niños ilegítimos presentar demandas contra padres putativos y una serie de pruebas para demostrar su posesión de estado. Esta relativa apertura es la razón por la que sabemos tanto sobre el íntimo círculo doméstico de Roque, Celestina y los niños: el tribunal estudió cuidadosamente sus vidas sociales y emocionales, sobre todo las actitudes y acciones de Roque Arcardini, porque era a través de cuantiosa evidencia que su conciencia podría ser evaluada. ¿Creía que era el padre? ¿Aceptó voluntariamente ese estado? ¿Lo demostró en sus acciones ante el mundo?
Para un número creciente de críticos, como Lehmann Nitsche, la relativa liberalidad de la ley argentina al permitir que la gente hiciera tales preguntas en instancias judiciales de alto perfil se había vuelto problemática. Argumentó que la lógica de la posesión de estado tenía sentido en una sociedad más antigua, predominantemente rural, en la que abundaban las uniones informales. El matrimonio se había vuelto inaccesible donde los párrocos eran pocos y distantes. En aquellos lugares las relaciones no matrimoniales eran comunes, la sociedad tenía que permitir cierta flexibilidad para probar la paternidad. Pero en la sociedad moderna, urbana y de masas la posesión de estado se había convertido en un flagelo. Los niños putativos surgían como hongos, reclamando derechos que no les correspondían. Cualquier persona podría presentarse y, con la ayuda de unos pocos testigos corruptos, atribuir a un hombre fallecido una serie de acciones y hechos que indicaban su paternidad. La proliferación de jurisprudencia argentina sobre los significados precisos de la posesión de estado a comienzos de siglo sugiere su naturaleza inestable y en evolución. Los uruguayos, que en la década de 1910 estaban absortos en debates sobre si liberalizar sus propias leyes de paternidad, más restrictivas, veían en su vecino una advertencia: “En Argentina no muere un hombre rico sin que se le atribuyan hijos naturales”, llegó a decir un diputado uruguayo en 1915.
No hay estadísticas para decir si las disputas sobre la paternidad y la herencia realmente estaban aumentando en la Belle Époque argentina, pero es fácil ver por qué, en medio de transformaciones sociales vertiginosas, podría haberlo parecido. Alrededor del cambio de siglo, aproximadamente 15% de los niños nacidos en Buenos Aires eran ilegítimos, un hecho que Lehmann Nitsche atribuyó a lo que él caracterizó como una tolerancia “neolatina” a la procreación extramarital. De hecho, este era un porcentaje más bajo que el de la mayoría de las otras ciudades latinoamericanas y que algunas de Europa en ese momento (incluida la Berlín natal de Lehmann Nitsche). Aun así, 15% era una minoría significativa. Además, gracias al auge económico de Argentina, había una mayor riqueza para convertir en objeto de disputa. Después del cambio de siglo ya no fue posible para los recién llegados lograr el tipo de ascenso meteórico que los Arcardini habían experimentado unas décadas antes: en medio de la inundación de trabajadores extranjeros, la movilidad social se había estancado. Quizás las grandes riquezas y la movilidad limitada realmente animaron a los codiciosos “hijos” a surgir como hongos, o tal vez este panorama económico simplemente sembró los temores de que lo harían.
Independientemente de si “el cosmopolitismo de Buenos Aires” realmente había provocado una proliferación de demandas de paternidad fraudulentas, como afirmó Lehmann Nitsche, ciertamente podría complicar las viejas formas de conocer la paternidad. La migración transnacional y la urbanización galopante habían transformado la nación y su capital. En dos décadas, la población de Argentina casi se duplicó. En tres décadas y media, la población de Buenos Aires aumentó de 300.000 a casi 1,6 millones de habitantes, con lo que se convirtió en una de las ciudades de más rápido crecimiento en el mundo. Para el año de la muerte de Roque Arcardini, 1914, la mitad de la población argentina residía en ciudades, y la mitad de la población de Buenos Aires era extranjera, una proporción más alta que la de cualquier ciudad del mundo en ese momento.
La posesión de estado se basaba en el conocimiento íntimo del padre, pero en este entorno dicho conocimiento era falible. El trabajo de la corte en una disputa de paternidad consistía en reconstruir los actos, actitudes y palabras del padre a través del testimonio de testigos, miembros de la familia, el vecindario y la comunidad en general. Pero la expansión demográfica, la afluencia de inmigrantes y el crecimiento urbano socavaron las formas más antiguas de conocimiento social, convirtiendo la posesión del estatus en un método anacrónico y potencialmente peligroso para establecer parentesco y conferir patrimonio. En un mundo de extraños, ¿quién podría conocer al padre?
Buenos Aires fue, a este respecto, emblemática del hábitat urbano de la paternidad moderna. No fue casualidad que surgieran pruebas científicas de paternidad y parentesco en ciudades como Buenos Aires y Berlín, Chicago y Viena, San Pablo y Nueva York. En ellas es donde es más probable que se ubiquen los laboratorios y los tribunales que proporcionaron experiencia científica y reparación legal, pero también es donde es más probable que surjan preguntas sobre el parentesco y la identidad. La sucesión de escándalos de intercambio de bebés en hospitales en Estados Unidos en la década de 1920 reflejó una dinámica similar. Tanto los herederos fraudulentos de Buenos Aires como los recién nacidos sustitutos de Cleveland y Atlanta reflejaron cómo el anonimato de los espacios e instituciones modernos —la ciudad y el hospital— amenazaba la relación de parentesco. La ciencia ofrecía una nueva forma de discernir la identidad y salvaguardar los lazos de filiación. Si la paternidad ya no podía ubicarse de manera confiable en los comportamientos sociales y la reputación, tal vez podría encontrarse en las personas físicas de padres e hijos.
Si la modernidad creó la necesidad de un nuevo método científico de evaluación de la paternidad, en Argentina se preparó una alianza muy unida entre la ciencia y el Estado para proporcionarlo. A fines del siglo XIX, los nuevos campos de especialización (criminología, eugenesia, higiene social, salud pública, ciencia de la identificación) ofrecieron soluciones positivistas al crimen, la enfermedad, el conflicto de clases y otros males asociados con la sociedad de masas urbana. Argentina estuvo a la vanguardia de estos desarrollos, y fue un centro de ciencia eugenésica en América Latina y un pionero mundial en la nueva disciplina de las huellas digitales. Los estadistas estaban ansiosos por abrazar la experiencia científica para resolver problemas sociales. Un juzgado de Buenos Aires era, por lo tanto, un lugar de nacimiento apropiado para la primera prueba de paternidad mendeliana.
La modernidad aumentó la necesidad percibida de una prueba somática de la paternidad, pero la idea del cuerpo como una cifra del parentesco era bastante vieja. Filósofos y médicos habían comentado sobre el parecido físico entre padres e hijos desde la antigüedad; Hipócrates supuestamente defendió a una mujer acusada de adulterio porque su hijo no se parecía a su padre. Los primeros observadores modernos debatieron el valor de la semejanza física o temperamental como evidencia de paternidad. Junto con las presunciones sociales y legales basadas en el comportamiento y la reputación, la semejanza física también podría figurar en disputas de paternidad. Pero se tomaba con cautela porque, se decía, los caprichos de la semejanza la convertían en un indicador de paternidad potencialmente engañoso. Después de todo, los extraños pueden tener una semejanza sorprendente y los niños pueden no parecerse en absoluto a sus padres.
El uso de la similitud como evidencia de parentesco se complicó aun más por el problema de la imaginación materna. Una idea generalizada a principios de la modernidad, que sobrevivió como creencia popular en muchos lugares hasta el siglo XX, sostenía que los niños estaban físicamente marcados por el funcionamiento de la mente de la madre. Un deseo insatisfecho de la mujer embarazada por las cerezas podría provocar una marca de nacimiento roja en su hijo. Una madre que presenciara una ejecución pública podría producir un feto con deformidades físicas. Siguiendo esta lógica, se creía ampliamente que un niño podía parecerse al hombre que su madre visualizó en el momento de la concepción, en lugar de al autor físico de esa concepción. En otras palabras, la semejanza no necesariamente indicaba paternidad física.
Algunas de las primeras autoridades modernas en el tema, incluido el célebre médico forense italiano Paolo Zacchia, cuestionaron tales afirmaciones. Descontando los poderes más fantásticos atribuidos a la mente materna, Zacchia argumentó que las similitudes físicas eran en verdad evidencia de la paternidad. Él mismo ofreció un testimonio experto sobre la semejanza en demandas de paternidad escuchadas por tribunales eclesiásticos en la Roma del siglo XVI. Quienes hacían pruebas de paternidad a principios del siglo XX a menudo invocaban a Zacchia como el antepasado de sus propios esfuerzos forenses.
La semejanza filial también aparece en otras tradiciones medicolegales. La ley islámica reconoció la evaluación de la semejanza como un saber particular: el qiyāfa era una evaluación de pistas físicas con el propósito de establecer un parentesco, realizado por el qā-if, un experto en fisionomía capaz de detectar signos invisibles para el ojo no entrenado. La práctica, que se originó en las sociedades árabes preislámicas, probablemente se usó principalmente en el caso de los niños nacidos de mujeres esclavas. Al igual que en la medicina legal moderna temprana en Occidente, la práctica fue controvertida, pero disfrutó de la aprobación del profeta, sus compañeros y los cuatro califas bien guiados.
La semejanza filial planteó preguntas sobre la naturaleza de la reproducción, la generación y la herencia, y como tal se derramó de los círculos médicos hacia debates literarios y filosóficos. El niño que no se parece a su padre, el esposo desconfiado que busca en el rostro del hijo de su esposa la confirmación de su paternidad son artimañas recurrentes, desde antiguos mitos hasta William Shakespeare. Observadores británicos del siglo XVIII prestaron atención al fenómeno de la semejanza como parte de debates más amplios sobre el funcionamiento de la naturaleza y la crianza (natura y nurtura). Los tribunales también trabajaron con estas ideas. En Escocia, una famosa demanda de una pareja acusada de fingir el nacimiento de hijos gemelos para asegurar la transmisión de la herencia familiar provocó largas disquisiciones sobre las maravillas de la semejanza familiar en la Cámara de los Lores. Al notar “la semejanza más perfecta” entre el segundo gemelo y su madre putativa, el lord canciller declaró: “Es una impresión estampada por Dios mismo para probar la legitimidad del niño”.
En el siglo XIX y principios del XX, tales “impresiones”, aunque controvertidas, fueron admitidas habitualmente como evidencia en los tribunales angloestadounidenses. Esta práctica contrastaba con las jurisdicciones de derecho civil. En las demandas de paternidad latinoamericanas los testigos a veces comentaban el parecido de un niño con un hombre como evidencia de sentido común de su paternidad, pero tales observaciones rara vez eran un tema de deliberación forense. Donde la paternidad era una expresión de la voluntad del padre en lugar de un hecho físico, la evidencia de similitud era legalmente irrelevante. Los disímiles tratamientos judiciales de la semejanza reflejan distintas interpretaciones de la paternidad; allí donde el derecho civil lo entendía principalmente como social, la tradición angloestadounidense se centraba en la dimensión física.
La concepción angloestadounidense de la paternidad como un hecho físico, sin embargo, no necesariamente implicaba un modo científico de evaluarla. El mismo año en que se desarrolló el caso Arcardini hubo otro drama familiar, cuya puesta en escena se extendió desde la Inglaterra rural hasta California. El teniente Charles Slingsby y su esposa eran padres de Teddy, de cuatro años, heredero de la hacienda familiar en Yorkshire. Los familiares cuestionaron la identidad del niño alegando que el hijo “real” de la pareja, nacido durante una estancia en San Francisco, había muerto al nacer y que la señora Slingsby había obtenido otro bebé a través de un anuncio en un periódico local.
El caso fue atendido por un tribunal inglés en 1915 y giró en torno a la evidencia de este presunto fraude. Mientras el juez escuchaba los argumentos de las partes, comenzó a estudiar a Teddy y sus supuestos padres, que estaban presentes en la sala del tribunal. Impresionado por la semejanza entre ellos y, sobre todo, por la similitud entre las mandíbulas del niño y las del teniente Slingsby, decidió llamar a un experto para evaluar el asunto. Sir George Frampton, un amigo personal del juez, examinó las partes. Frampton no sólo confirmó la semejanza en las mandíbulas paternas y filiales, sino que también encontró un parecido sorprendente entre la oreja izquierda de Teddy y la de la señora Slingsby. El juez dictaminó que el niño era el verdadero hijo de los Slingsby, citando, entre otras pruebas, esta evaluación física como “absolutamente concluyente”.
Una propiedad considerable, acusaciones de suposición de parto, semejanza somática, una evaluación de un experto: el caso Slingsby recapituló el asunto Arcardini, pero con una diferencia crucial. A diferencia del doctor Roberto Lehmann Nitsche, sir George Frampton no era científico, sino escultor (entre sus obras públicas más destacadas se encuentran los leones que custodian el Museo Británico). Cuando el juez buscó un experto para evaluar las mandíbulas de Slingsby, decidió que la pregunta se dirigía más apropiadamente no a “un cirujano o un médico”, sino a un artista. Los artistas habían sido consultados como expertos forenses de semejanza familiar durante cientos de años, y la práctica persistió hasta el siglo XX, especialmente en los tribunales estadounidenses y británicos.
La prensa llamó al joven Teddy “el niño con la oreja izquierda de 500.000 dólares”. La revista médica británica The Lancet explicó la peculiaridad de la “oreja Slingsby”, que tenía un pliegue en su margen. Observó que el rasgo era en realidad bastante común y que un antropólogo, si el tribunal lo hubiera solicitado, no le habría atribuido mucha importancia. Pero el diario no cuestionó la experiencia del escultor o el juicio del magistrado al solicitarlo. Por el contrario, señaló: “El método de observación de sir George Frampton no lo conocemos, pero debemos admitir que los escultores ciertamente tienen derecho a expresar una opinión”.
El comentario no pretendía ser gracioso. Como evidencia de la legitimidad de la opinión del escultor, el editorial incluía una anécdota sobre un científico de primer orden: Charles Darwin. En El origen del hombre, Darwin había identificado cierto nódulo del oído como un rasgo vestigial que revelaba el origen común de los primates y los humanos. Primero notó el nódulo, una característica de su propia oreja, porque al escultor que hizo su busto le había llamado la atención (de hecho, el nódulo primero se llamó “la punta de Woolnerian”, por el escultor; sólo más tarde se convirtió en “el tubérculo de Darwin”). Si un escultor hubiera identificado un rasgo somático de tan trascendental significado científico, reflexionaba The Lancet, seguramente también podría evaluar los rasgos en una disputa de paternidad. Dicho esto, el principal diario médico británico hizo suya la confianza del tribunal en el testimonio de un artista.
Varios casos de paternidad en disputa de alto perfil en las primeras tres décadas del siglo XX presentaron testimonios similares. En un juicio celebrado en 1903 en Alemania, una condesa polaca, Kwilecki, fue acusada, como Celestina Larroudé en Buenos Aires y la señora Slingsby en Yorkshire, de sustituir a un niño “supuesto” por motivos patrimoniales. Se llamó a dos médicos, un especialista de la unidad antropométrica del Departamento de Policía y un retratista para evaluar el parecido, que, de nuevo, como en el caso de Slingsby, se concentró en un oído revelador (uno de los médicos era Fritz Strassmann, de la Universidad de Berlín, cuyo hijo Georg colaboró con Fritz Schiff para introducir pruebas de grupo sanguíneo en los tribunales alemanes). Expertos en medicina legal citarían frecuentemente el caso como un precedente para el análisis científico de la fisonomía en juicios de parentesco.
Probablemente inspirado por el caso Slingsby, unos años después un juez de San Francisco citó a un conocido escultor para evaluar la semejanza en una disputa de paternidad. El propio escultor se mostró escéptico sobre la tarea; “Sinceramente, no creo que tal cosa sea posible”, declaró. El juez que lo citó no fue otro que Thomas Graham, de la fama de Albert Abrams; de hecho, tanto Abrams como el escultor se desempeñaron como expertos en el caso, reflejando cómo lo científico y lo artístico, como en el caso de Kwilecki, eran considerados modos complementarios de evaluar la paternidad física. Aun en 1932, un pintor de casas escocés presentó en una sala de audiencias de la ciudad de Nueva York un busto de bronce, que había mandado hacer especialmente, de un magnate inmobiliario fallecido que, según él, era su padre. Llamado al estrado de los testigos, el escultor del busto, que contaba con un sombrero, bigote y gafas extraíbles, lo usó para demostrar las sorprendentes semejanzas entre el supuesto padre que retrataba y el hombre que afirmaba ser su hijo.
Sin duda, los artistas probablemente fueron testigos esporádicos en disputas de paternidad. El hecho de que los periódicos y los autores medicolegales siguieran con avidez su testimonio sugiere que debe haber sido algo inusual, y la autoridad artística en tales asuntos no era indiscutible. Cuando el pintor escocés se acercó al busto de bronce para demostrar su parecido, la sala del tribunal estalló en carcajadas. A principios de la década de 1930 tales evaluaciones todavía se presentaban ocasionalmente, pero claramente se tomaban con escepticismo.
Sin embargo, el hecho en sí de que los artistas fueran invitados a tales deliberaciones sugiere que, en las primeras décadas del siglo, el estatus de la semejanza estaba en juego. Galton había reflexionado sobre la “evidencia innegable de la paternidad”, pero la cuestión de cómo se podía discernir esta evidencia y de quién estaba capacitado para hacerlo seguía sin resolverse. Los tribunales angloestadounidenses no confiaron automáticamente la evaluación de la similitud física a expertos en medicina legal, antropólogos o médicos. Algunos juristas e incluso ciertos expertos médicos y científicos (como en el artículo de The Lancet) trataron la evaluación de la paternidad como un ejercicio no de investigación biológica, y menos aun de análisis hereditario, sino más bien de evaluación visual. El cuerpo podría albergar pistas perceptibles de ascendencia, pero evaluar estas pistas, de hecho, la práctica misma de ver, era tanto un arte como una ciencia.
Sin embargo, los evaluadores más frecuentes de semejanza filial en las disputas de parentesco angloestadounidenses no fueron artistas ni científicos. De hecho, no eran expertos de ningún tipo. Eran jurados y jueces, legos que no podían reclamar ninguna habilidad especial para ver. Varios años después del caso Slingsby, Gran Bretaña se vio sacudida por el caso de divorcio de Russell, que reveló detalles espeluznantes sobre la vida sexual de la aristocracia inglesa cuando el honorable John Russell, hijo y heredero de una baronía, negó la paternidad del hijo de su esposa. El juez ordenó que se exhibiera al bebé en sus habitaciones, señalando que “algunos de los miembros del jurado son padres y conocen el tipo de discusión que tiene lugar respecto de a quién se parece un bebé” (en última instancia, la Cámara de los Lores dictaminó que la evidencia que hacía bastardo a un niño nacido en matrimonio era inadmisible, y el bebé mantuvo su legitimidad y su baronía). Los tribunales estadounidenses exhibían rutinariamente a los niños para la inspección del jurado —el “niño mismo como una prueba expuesta”—, y los testigos también podían dar testimonio sobre similitudes de apariencia, andar o gestos, particularmente si el presunto padre había fallecido. La demanda de paternidad de Charles Chaplin llegó a un momento de gran drama cuando la madre, el niño y el supuesto padre recibieron instrucciones de alinearse ante el jurado y permanecer inmóviles durante 45 segundos, mientras el silencioso tribunal examinaba sus rasgos faciales. La evaluación de la semejanza por parte de jueces y jurados se mantuvo en algunas cortes estadounidenses hasta la década de 1960.
La semejanza física no era sólo una forma de evidencia, sino también una que los no expertos estaban calificados para evaluar. En 1923, un jurista inglés opinó:
Los tribunales suficientemente familiarizados con el curso de la naturaleza como para poder tomar nota judicial de que una mujer de 70 años ya no tendrá más hijos, y de que el hecho de que un esposo no tenga acceso durante un año refuta la legitimidad del hijo de su esposa, no necesitarán la ayuda de testigos científicos para confirmar que “parecido engendra parecido”.
Este truismo presenta la semejanza como un hecho evidente. Todos sabían que padres e hijos se parecían; distinguir el parecido no requería más habilidad que la capacidad de observación del jurado.
Tales obviedades no quedaron sin respuesta. Los críticos afirmaban que presentar un bebé adorable a los miembros del jurado jugaba más con los corazones que con las facultades críticas. Un observador de la demanda de divorcio de Russell describió el espectáculo de un niño indefenso arrullado por un juicio que podría marcarlo con el estigma de la ilegitimidad como “tan repugnante como inútil”. Y luego había preguntas básicas de veracidad. ¿La semejanza entre dos individuos necesariamente prueba su parentesco? ¿Y cómo se conoce el parecido cuando se ve? Seguramente la similitud a veces descansaba más en el ojo del espectador que en los rostros o cuerpos del observado. La palabra más utilizada para cuestionar la semejanza en los escritos en inglés era fantasiosa.
¿La semejanza filial era obvia y transparente, o era fantasiosa y, por lo tanto, engañosa? Estas dos posiciones, que competían por el dominio entre los expertos forenses angloestadounidenses, parecen antitéticas pero, de hecho, coincidían en un punto clave: ambas imaginaban un análisis de semejanza más allá del alcance de los expertos, especialmente de los científicos. Si el parecido era inherentemente impredecible, entonces la ciencia no podría leerlo. Si se trataba de un simple sentido común, entonces la ciencia era superflua, ya que incluso un lego podía verlo. En las primeras décadas del siglo XX ambas posiciones perdieron terreno ante la idea de que la similitud entre padre e hijo no era obvia ni fantasiosa; más bien, seguía patrones predecibles de herencia. El conocimiento experto de estos patrones permitió descubrir el parentesco entre dos individuos. Poco a poco, los modos artísticos y vernáculos de discernir la paternidad dieron paso a los denominados “científicos”, asociados a la paternidad moderna.
Nadie articuló esta nueva idea más claramente que el propio Lehmann Nitsche. En “Las leyes de herencia en casos de filiación natural”, el artículo que publicó en 1919 en la Revista de la Universidad Nacional de Córdoba, escribe:
La naturaleza, en asuntos de herencia, por nada es “caprichosa”, como lo suponen el gran público y los legos en materia biológica, y bien pueden establecerse reglas científicas, como lo hicieran Mendel y la moderna escuela biológica.
El análisis de la semejanza física requería experiencia científica, argumentaba Lehmann Nitsche. “El público, en general, no sabe cómo observar con suficiente detalle el color del cabello, el iris, la piel, etc. ¡Ni siquiera tú, lector benevolente, conoces el color de tus propios ojos!”, decía en “Peritaje somático en casos de filiación natural”, un artículo de 1917.
Galton había reflexionado sobre la posibilidad de discernir el parentesco en el cuerpo. Ahora, sus nuevos compañeros de viaje —antropólogos físicos como Lehmann Nitsche, eugenistas y expertos forenses— comenzaron a asumir este desafío. Aproximadamente en el mismo momento en que un tribunal de sucesiones inglés citaba a un escultor para comentar sobre la forma del oído de Teddy Slingsby, en Buenos Aires un juez estaba revisando el primer análisis mendeliano de paternidad.
Nacido y educado en Alemania, Roberto Lehmann Nitsche había llegado a Argentina en 1897, a los 25 años, para asumir un puesto como jefe de antropología en el Museo de La Plata. Durante los siguientes 30 años, investigó la cultura popular argentina, la etnología indígena, la cultura material, la lingüística y la arqueología. También era un científico racial victoriano por excelencia, para quien el cuerpo humano era un tesoro de datos que podían dilucidar los orígenes evolutivos de la especie, así como diferencias raciales y patologías sociales. Por lo tanto, a lo largo de su vida examinó los cuerpos de los vivos y los muertos; los últimos, en una colección de restos antiguos en el Museo de La Plata, y los primeros en asilos mentales, instituciones criminales y comunidades indígenas, donde realizó investigaciones y también sirvió como consultor forense para investigaciones criminales.
Lehmann Nitsche aportó esta riqueza de experiencia somática al caso Arcardini, y al hacerlo abrió nuevos caminos en un aspecto clave. Los objetos habituales de la antropología forense eran cuerpos inferiores y atávicos: los indígenas, la clase obrera, los patológicos, los criminales, los locos. Lehmann Nitsche practicó su análisis somático en cuerpos civilizados: los miembros de una familia próspera y respetable de origen europeo. Y lo hizo con un nuevo fin: no reformar o controlar a las poblaciones inferiores, sino proteger el patrimonio de las superiores.
El método somático del antropólogo reflejaba lo transnacional de su entorno científico. Los lazos profesionales de Lehmann Nitsche se extendían a América del Norte, al otro lado del Atlántico y alrededor de América Latina. Tenía correspondencia con el eugenista estadounidense Charles Davenport, los antropólogos raciales alemanes Otto Reche y Eugen Fischer, el antropólogo y taxonomista racial brasileño Edgard Roquette Pinto y el experto argentino en huellas dactilares Juan Vucetich, entre muchos otros. Como reflejo de este entorno, su análisis de paternidad se centró en rasgos raciales familiares. Describió metódicamente a cada sujeto (los tres niños, su madre, Celestina Larroudé, y 12 individuos de cuatro generaciones de la familia Arcardini) evaluando sus oídos, narices, forma facial y cabello, piel y color de ojos. La pigmentación, de acuerdo con Lehmann Nitsche, fue especialmente útil para su análisis, porque seguía leyes mendelianas predecibles de dominio y recesividad, de tal manera que se podía predecir la coloración de un niño basándose en la de los padres. Aquí citó la conocida investigación de Charles y Gertrude Davenport sobre las bases hereditarias del color de los ojos. En cuanto a los miembros de la familia que no pudo examinar porque estaban muertos (Roque Arcardini, su hermano Antonio y su padre, Luis), se basó en fotografías y recuerdos de otros miembros de la familia. Produjo un árbol genealógico de los Arcardini que, según él, demostraba perfectamente la transmisión mendeliana de los rasgos somáticos.
Después de pasar casi 20 años investigando la raza y la cultura en Argentina, el enfoque de Lehmann Nitsche también incorporó el conocimiento local. Sus estudios de grupos indígenas en el norte de Argentina y el folclore sobre los gauchos de raza mixta de las pampas del siglo XIX lo llevaron a considerar un nuevo rasgo somático: el crecimiento del cabello. En los fetos humanos, cubiertos por el vello suave conocido como lanugo, la línea del cabello es indistinta, y el cabello del cuero cabelludo se extiende hasta las cejas. En individuos de raza blanca, afirmó Lehmann Nitsche, el cuero cabelludo se diferencia de la frente sin pelo durante el primer año de vida. En las razas no blancas, esta diferenciación no ocurre. Por esta razón, según escribió el antropólogo en “Peritaje somático”, los gauchos aplicaban bálsamos depilatorios en su frente, en un vano intento de borrar esta marca de inferioridad racial (de acuerdo con un pasaje de Juvenilia, el libro de recuerdos de Miguel Cané).
A partir de este conocimiento racial, Lehmann Nitsche procedió a describir sus temas. La mayoría de los miembros de la familia Arcardini compartían “rasgos familiares notables”: perfiles similares, forma de nariz y orejas, y coloración. Sus ojos azules correspondían “perfectamente” al “tipo de iris observado en 40% de la población” del Piamonte italiano, su hogar ancestral. Del mismo modo, la fisonomía de Celestina Larroudé correspondía “completamente a una persona de Europa central”, en concordancia con sus orígenes franceses. Los tres niños, sin embargo, eran diferentes entre sí, así como respecto de sus supuestos padres. María Carmen, de nueve años, era rubia y estaba cubierta de pecas, claramente de “sangre europea pura”, con una “fisonomía que recuerda al norte de Italia o Francia”. Pero María Mafalda, de 11 años, era más oscura, y recordaba la fisonomía del sur de España. Lo más sorprendente es que Roque Humberto, de diez años, tenía “piel oscura, oliva”, cabello y ojos oscuros, pigmentación que el antropólogo describió como “negroide”. Además, el niño exhibía la reveladora línea del cabello de los gauchos. Sus rasgos somáticos “inferiores”, concluyó el antropólogo, “no dejan dudas sobre el mestizaje de la sangre europea con una raza de color primitiva”. Era una pista crucial, dado que Celestina y Roque eran europeos.
Lehmann Nitsche, así como los observadores contemporáneos y posteriores, afirmaba que su método era innovador porque era “mendeliano”. Con esto quería decir que el método rastreaba lo que se sabía o se suponía que eran rasgos dominantes y recesivos. En otras palabras, su evaluación se basó en la premisa de que ciertos rasgos se presentan en padres e hijos no como una “mezcla aleatoria”, sino como “un patrón que teóricamente se puede predecir”. Caracterizar su método como mendeliano destacaba lo que tenía de moderno, científico y original. Al igual que las pruebas de grupo sanguíneo, el análisis somático de Lehmann Nitsche aplicó el conocimiento de la herencia humana a un nuevo fin: la determinación práctica de la paternidad.
Sin embargo, a pesar de su propio estilo científico, su método también incorporó ideas más antiguas sobre el parecido. Lehmann Nitsche argumentó que los grupos familiares mostraban un “tipo promedio” o “aire de familia”.
El individuo no es un objeto aislado y único, sino que forma parte de un grupo más o menos numeroso (la familia, el linaje), cuyas características típicas reflejan con mayor o menor intensidad, ya sea más cerca o más lejos, un tipo ideal.
A medida que el observador contempla una serie de retratos pintados, fotografías o a los miembros vivos de una familia determinada, este tipo “se presenta en nuestra imaginación”. Aquí, el análisis mendeliano retrocedía en favor del tipo de observaciones visuales que podrían hacer un artista o incluso un lego. Lehmann Nitsche concluyó que incluso sin su “representación material”, la “concepción mental del científico de ese tipo [familiar] promedio es suficiente”. Si él podía ver la semejanza familiar, entonces objetivamente estaba allí.
Después de estudiar las caras y los cuerpos de los Arcardini, Celestina Larroudé y los tres niños, el antropólogo anunció su conclusión. En su opinión experta, ninguno de los dos hijos mayores, Roque Humberto y María Mafalda, eran descendientes biológicos de Roque Arcardini y Celestina Larroudé. En cuanto a la niña más pequeña, María Carmen, la evidencia científica no era concluyente. Un mes después, el juez emitió su veredicto: rechazó la evaluación de Lehmann Nitsche y desestimó la demanda de los Arcardini por suposición de parto. Pero el litigio estaba lejos de terminar. Habiendo perdido la denuncia penal, la familia presentó una demanda civil que rebatía la filiación de los niños. Lehmann Nitsche recibió el primer pago de 2.000 pesos de la familia Arcardini justo a tiempo para Navidad.
Mientras la demanda entraba en una nueva fase, científicos de otras partes comenzaban a desarrollar sus propios métodos para analizar cuerpos. En Estados Unidos, los eugenistas se interesaron en la evaluación de paternidad, proponiendo métodos muy similares a los de Lehmann Nitsche, aunque no hay evidencia de que conocieran su trabajo. Roswell Johnson, profesor de eugenesia en la Universidad de Pittsburgh, sugirió que los rasgos “heredados de una manera más o menos mendeliana” podrían ser útiles en los procedimientos de paternidad. Cien mediciones del niño y del padre putativo —el lóbulo de la oreja, la forma de la cabeza, los rasgos faciales y las mediciones esqueléticas— producirían un “índice de correlación” que podría revelar parentesco o no parentesco. “El método de ataque es bien comprendido por los estudiantes competentes de herencia”, afirmó Johnson con cierto optimismo. Presentó sus ideas a la Asociación Estadounidense para el Estudio y la Prevención de la Mortalidad Infantil, que aprobó rápidamente una resolución en la que solicitaba a la Oficina Federal de la Infancia que patrocinara investigaciones adicionales sobre el establecimiento de la paternidad.
Si bien no hay evidencia de que la Oficina Federal de la Infancia haya firmado la propuesta, un puñado de eugenistas continuó trabajando en el problema. Unos años más tarde Charles Davenport, padre fundador de la eugenesia estadounidense y mentor de Johnson, pronunció el discurso de apertura del Segundo Congreso Internacional de Eugenesia, en el que juzgó:
Nuestro conocimiento de la herencia de [ciertos] rasgos físicos es lo suficientemente preciso para aplicarlo en la práctica en casos de paternidad dudosa.
Para un caso hipotético que involucrara a una madre y a dos posibles padres cuya “carga familiar” podía investigarse, afirmó que la paternidad podría establecerse “con un alto grado de certeza, que oscila entre 75% y 99%”. La Oficina de Registro de Eugenesia, un importante centro de investigación eugenésica estadounidense fundado por Davenport una década antes, ya había sido consultada en una disputa sobre el patrimonio de un hombre rico. Los eugenistas creían que la ciencia de la herencia era la clave para mejorar la sociedad humana, y su método para evaluar la paternidad biológica contribuía a ese objetivo. El valor real de tal método no radicaba en la resolución de disputas de herencia, según Johnson, sino en la defensa del bienestar infantil. Al identificar al padre, la ciencia ayudaría a asegurar la manutención y a reducir la mortalidad infantil.
La perspectiva de “pruebas de parentesco eugenésico”, como el oscilóforo de Abrams y los análisis científicos de los casos de confusiones de bebés, que aparecieron casi al mismo tiempo, despertó un interés entusiasta en la prensa y el público estadounidenses. El comentario de Davenport sobre la evaluación de la paternidad representó un solo párrafo en su discurso de nueve páginas ante el Congreso eugenésico, pero la prensa tituló su cobertura del tema con él. Sin embargo, a pesar del interés público y las predicciones optimistas de los eugenistas de vanguardia, hubo pocos intentos sistemáticos de desarrollar métodos somáticos o morfológicos de investigación de la paternidad en Estados Unidos. El Journal of the American Medical Association publicó docenas de artículos sobre análisis de sangre para padres a partir de la década de 1920, pero en las primeras seis décadas del siglo XX ni un solo artículo sobre análisis somático apareció en sus páginas. Su contraparte inglesa, The Lancet, era apenas más propensa a tratar el tema. Después de un breve aumento del interés en la semejanza, en la década de 1920 las revistas forenses y eugenésicas abandonaron el tema.
Es notable la relativa falta de interés de los científicos angloestadounidenses por desarrollar un método experto para analizar la semejanza, dado que esta era una forma de evidencia establecida desde hacía mucho tiempo en las disputas de parentesco en Estados Unidos y Reino Unido. Quizás esto no sea una contradicción: si la semejanza era la práctica especulativa de jueces, jurados y, a veces, artistas, entonces puede haber tenido menos atractivo para los científicos, en tanto un método popular para estudiar lo familiar no era fácilmente “cientificable”. Las propuestas de eugenistas como Johnson y Davenport, por lo tanto, siguieron siendo excepcionales. Sus colegas nunca aceptaron la idea de Galton de buscar el parentesco en el cuerpo, y permanecieron enfocados en la sangre. La evaluación de la paternidad angloestadounidense se basó principalmente en la serología.
En Europa continental y América Latina, en cambio, el estudio científico de la similitud de parentesco floreció. Ya en 1915, un año después de la muerte de Roque Arcardini y la incursión inicial de Roberto Lehmann Nitsche en el campo, un conocido experto medicolegal en Río de Janeiro examinó los cuerpos de dos mujeres y un niño adoptado para resolver una disputa sobre quién era la madre. Los expertos forenses brasileños comenzaron a utilizar sistemáticamente métodos somáticos en San Pablo una década y media después. Mientras tanto, en 1921 en Noruega un caso de paternidad se decidió sobre la base de una semejanza somática. En la Unión Soviética, el doctor Poliakov desarrolló una técnica de evaluación de la paternidad que involucraba 125 puntos de comparación. Los métodos somáticos se adoptaron en Polonia y Hungría, y los expertos medicolegales portugueses y españoles también debatieron su uso.
Sin embargo, fue en Austria y Alemania donde el análisis del cuerpo, como el de la sangre, entraría sistemática y precozmente en la práctica judicial. A mediados de la década de 1920, un ambicioso antropólogo racial introdujo los primeros exámenes somáticos en un tribunal de Viena. Otto Reche era director del Instituto de Antropología y Etnografía de Viena, y su método se basó en un análisis de 19 rasgos físicos, incluyendo orejas, nariz, cabello y color de ojos. Desarrolló el método a petición de un juez que se había frustrado por lo que él creía que era un perjurio desenfrenado en los procedimientos de paternidad. En pocos años, los tribunales superiores de Alemania comenzaron a aceptar su análisis antropológico, y en 1931 la Corte Suprema de Austria comenzó a exigirlo en casos de paternidad en disputa.
Las múltiples búsquedas para encontrar paternidad en el cuerpo germinaron, en parte debido a la circulación transatlántica de ideas y conocimientos entre los científicos, pero también a través de la generación espontánea. Otto Reche y Lehmann Nitsche vivían en lados opuestos del Atlántico, pero tenían mucho en común: ambos eran antropólogos alemanes de la misma generación, formados en un entorno intelectual similar, y también se conocían profesionalmente entre sí. Ambos se interesaron en el problema de la pericia somática, pero no hay evidencia de que Reche estuviera al tanto del trabajo de paternidad de Lehmann Nitsche en el caso Arcardini, que precedió al suyo por una década. Los experimentos en la ciencia de la paternidad a menudo se materializaron de manera independiente, estimulados por un entorno transatlántico centrado en la herencia y sus aplicaciones prácticas.
Volvamos a Buenos Aires, donde el caso Arcardini estaba en pleno apogeo en el juzgado civil. Al no haber podido demostrar el delito de suposición de parto en un tribunal penal, los Arcardini ahora trataban de anular el reconocimiento legal de los niños por parte de Roque. Había reconocido a los dos hermanos menores, Roque Humberto y María Carmen, en sus registros bautismales. La demanda sostenía que el engaño de nacimiento invalidaba este reconocimiento, ya que Roque no podía reconocer a los niños que en realidad no había engendrado. El tribunal recogió el testimonio de docenas de testigos: vecinos y amigos de Celestina Larroudé, la niñera, la partera. También recibió informes científicos de Lehmann Nitsche, así como de dos expertos adicionales, ambos médicos. Los tres habían discutido el caso e intercambiado referencias bibliográficas, pero cuando llegó el momento de escribir su informe de expertos, les resultó imposible llegar a un consenso y presentaron conclusiones separadas.
Ahora era momento de que el fiscal revisara la abundante evidencia y la resumiera para el juez. El fiscal Ernesto Quesada fue una figura pública muy conocida, un jurista y polímata con intereses que iban desde la historia romana hasta Goethe y la legislación inmobiliaria de Túnez. Se interiorizó inmediatamente en el informe experto de Lehmann Nitsche (los otros dos médicos no parecen haber producido informes para explicar sus conclusiones). Reconociendo el potencial del método para revolucionar las demandas de filiación de alto perfil, comunes en los tribunales argentinos, examinó la jurisprudencia internacional para otros casos de análisis mendelianos de paternidad, pero se presentó con las manos vacías: el método de Lehmann Nitsche aparentemente no tenía precedentes globales. Y así, como correspondía a sus voraces tendencias intelectuales, Quesada decidió evaluar sus méritos científicos por sí mismo. El círculo de las élites intelectuales en la Buenos Aires de la Belle Époque era pequeño, y Quesada y Lehmann Nitsche eran amigos. El fiscal le preguntó al antropólogo si podía consultar su biblioteca científica, con lo que se sumergió en la literatura y procedió a escribir un informe más del doble de extenso que el de Lehmann Nitsche.
Quesada consideró que la idea de un método científico para resolver enigmas de parentesco era profundamente seductora, pero también planteó una serie de preguntas. ¿Cómo podría Lehmann Nitsche estar tan seguro de que no hubo excepciones a las famosas reglas de Gregor Mendel? ¿Qué pasa con la presencia de atavismo hereditario? Quizás Roque Humberto era como el cordero negro nacido de ovejas blancas, un retroceso a algún antepasado parduzco. O tal vez el entorno podría cambiar la fisonomía. Tomemos a los góticos, de piel clara, que invadieron Italia y en sólo unas pocas generaciones se oscurecieron a un tono mediterráneo; quizás la apariencia racial de los niños también había sido alterada por su entorno. Las leyes mendelianas no eran “absolutas o exclusivas”, e incluso si lo fueran, la forma en que las aplicó Lehmann Nitsche le pareció sospechosa a Quesada, porque carecía de un análisis de la línea materna. Si bien había examinado a una docena de miembros de la familia paterna, más allá de una breve descripción de Celestina Larroudé (a quien Lehmann Nitsche caracterizó por tener una “mirada inquieta y falsa”), una evaluación de su árbol genealógico estuvo completamente ausente.
Quesada estaba aun más preocupado por el hecho de que los tres expertos científicos en el caso habían llegado a conclusiones contradictorias. Lehmann Nitsche declaró que Roque Humberto y María Mafalda eran no descendientes y que la evidencia sobre María Carmen no era concluyente. Sin embargo, uno de los médicos pensó que ninguno de los tres podía ser descendiente de Larroudé y Arcardini, y el otro dijo que no podía determinar el origen de ninguno de ellos. Si la ley mendeliana era tan clara, predecible y bien entendida, ¿por qué los tres distinguidos expertos no lograron llegar a un consenso?
La conclusión de Quesada fue, por lo tanto, diplomática pero enfática: el método mendeliano no podía probar la paternidad. Si bien encontró que las conclusiones de Lehmann Nitsche no eran convincentes, aceptó la posibilidad de una prueba científica en sí. Quesada se lanzó a la literatura científica y finalmente concluyó que “según el estado actual de nuestro conocimiento”, la ciencia “es incapaz de decir si una persona es o no hija de otra”, aunque abrió la posibilidad de que en el futuro sí lo fuera.
En 1918, casi tres años y medio después de la muerte de Roque Arcardini, era hora de que el juez se pronunciara sobre el destino de sus bienes. Revisó cuidadosamente el testimonio de los testigos, los informes de expertos de Lehmann Nitsche y los dos médicos, y la evaluación del fiscal Quesada antes de declarar que la filiación de los niños había sido probada. Roque Arcardini era el padre de los dos niños más pequeños, cuya paternidad estaba en juego en la demanda civil. El juez no estaba más convencido que Quesada por la evaluación de Lehmann Nitsche: “Si hay algún resultado práctico que pueda extraerse del informe pericial”, concluyó, “es la impotencia de la ciencia, en este momento, de resolver con la certeza que la ley requiere cuestiones de parentesco comparando rasgos fisionómicos y tipos familiares”.
El fallo del juez fue tan breve como categórico. Su veredicto examinó exhaustivamente el testimonio de los testigos, la extraña confesión de Celestina y los registros bautismales, pero dedicó poco tiempo a discutir el extenso y complejo informe antropológico, o incluso la crítica más larga del fiscal. Esto se debe a que las preguntas que Lehmann Nitsche y Quesada abordaron, a saber, si Arcardini había engendrado a los niños y cómo se podría probar este hecho, eran diferentes de las preguntas que el juez mismo quería responder. Para el magistrado la pregunta principal era si Roque Arcardini había reconocido legalmente a los dos niños como propios, y si alguna vez se había comportado en desacuerdo con esta convicción. Dada la confesión de Celestina y los rumores recurrentes de nacimiento fraudulento que habían circulado durante la vida de Roque, el juez trató de determinar si Roque había demostrado alguna vez dudas o falta de inclinación a la paternidad.
El magistrado concluyó que no. El comportamiento de Roque Arcardini fue el de un hombre que había abrazado inequívocamente su condición de padre. Esto importaba porque la paternidad era un acto de voluntad, más que una cuestión de hecho:
Mientras la letra y el espíritu del Código Civil sigan vigentes, no seré yo quien viole la voluntad [del hombre], que para mí es digna del más alto respeto, para anular una paternidad que el difunto abrazó en los registros públicos y a través de actos inequívocos y repetidos que lo confirmaron.
El imponente análisis de parentesco de Lehmann no había resultado terriblemente persuasivo, pero sobre todo fue irrelevante para la cuestión de la voluntad que el juez trató de responder.
Los Arcardini apelaron el veredicto. Sus abogados publicaron grandes secciones de la transcripción de la corte en un libro titulado Hijos artificiales, tal vez en un intento de influir en la opinión pública a su favor. En la apelación, perdieron nuevamente. A los ojos de la ley, Roque Humberto y María Carmen fueron los hijos y herederos de Roque Arcardini. En otro juicio, varios años después, su hermana mayor, María Mafalda, también demostró su identidad filial. Incluso en ausencia del reconocimiento formal de Arcardini en su registro bautismal, ella pudo demostrar su posesión de estado como su hija.
Según la ley de herencia argentina, el vasto patrimonio se dividió entre los antepasados del difunto (la madre de Arcardini, María Trischetti, quien murió en medio de los procedimientos judiciales) y sus descendientes (los tres hijos naturales). Aun así, el litigio continuó. A principios de la década de 1940, casi 30 años después de la muerte de Roque, la rama “legítima” (herederos de la parte heredada por la madre de Roque) y la rama “natural” (herederos de los tres niños) todavía estaban sumidas en juicios relacionados con la división. Para entonces, la rama legítima estaba representada por las nietas y los sobrinos de Roque. Uno de ellos era un conocido abogado que tenía un año cuando murió su tío abuelo y era el más joven de los 16 miembros de la familia examinados por Lehmann Nitsche. En cuanto a la rama natural, mientras que el destino de la hija menor, María Carmen, es desconocido, sus hermanos, María Mafalda y Roque Humberto, murieron cuando eran adultos jóvenes, y sus porciones de la herencia pasaron a manos de sus cónyuges y de otros herederos.
Por su parte, el antropólogo y el jurista continuaron su animado debate sobre la prueba mendeliana de paternidad, que tuvo múltiples réplicas durante los años siguientes. Sin desanimarse por el resultado del caso Arcardini, Lehmann Nitsche contribuyó con informes de experto en otros casos de filiación en disputa. Otros científicos adoptaron su método somático. Las evaluaciones forenses de paternidad aparecían de vez en cuando en las publicaciones medicolegales de Argentina, pero el hecho de que fueran dignas de publicación sugiere que continuaron siendo una novedad. Dos décadas después, una nueva generación de científicos recordaría el asunto de Arcardini, la minuciosidad y la erudición de los estudios de Lehmann Nitsche y de Quesada, y el interés que el caso había generado más allá de la sala del tribunal. En cuanto al fracaso del método mendeliano, lo atribuyeron al escepticismo que merecen todas las cosas nuevas. A medida que las evaluaciones científicas de la paternidad progresaron gradualmente entre los científicos y algunos juristas, en Argentina y también de otros países, comenzó a repetirse la noción de que si los tribunales habían rechazado a la ciencia de la paternidad había sido porque no la entendieron o se sintieron amenazados por una forma competitiva de autoridad.
Pero el problema en el caso de Arcardini no era la novedad del método de Lehmann Nitsche ni las preguntas persistentes sobre su validez científica. El problema era lo que pretendía descubrir en primer lugar. Lehmann Nitsche buscó determinar la paternidad biológica de los tres niños de Roque Arcardini, pero el objeto tradicional de las disputas de filiación argentinas no era la paternidad biológica. Era posesión de estado, la conciencia del hombre y la aceptación de ser el padre. El método de Lehmann Nitsche desafió estas antiguas concepciones sociales y volitivas, pero no las eliminó fácilmente. Tres décadas después del caso Arcardini, otro científico frustrado descubrió que la práctica judicial argentina aún estaba casada con la antigua paternidad:
La posesión de estado es pura y exclusivamente subjetiva. El biólogo no puede compartir la convicción del juez de que constituye una prueba categórica y decisiva de filiación.
Ese científico exasperado no era otro que Leone Lattes, el serólogo italiano, que había huido de las leyes raciales de Benito Mussolini, emigró a Argentina y ahora se desempeñaba como experto en casos de filiación. En ese momento, a fines de la década de 1940, el tipo de sangre era ampliamente conocido y aceptado como un método para demostrar la no paternidad, pero, para disgusto de Lattes, esto no significaba que los jueces argentinos lo aceptaran. Solía relatar el caso de un caballero rico y su consorte mucho más joven que había dado a luz a una bebé. Durante varios años, el hombre trató a la niña como a su hija y la mantuvo económicamente tanto a ella como a la madre, pero a medida que la relación se enfriaba comenzó a tener dudas. Un análisis de sangre descubrió que el hombre no podía ser el padre biológico, pero sus acciones en los primeros años de la vida de la niña constituyeron una prueba legal “precisa y completa” de su posesión de estado. El tribunal asignó al hombre la paternidad. Treinta años después del debut fallido de Lehmann Nitsche, Lattes encontró el mismo obstáculo: las pruebas biológicas no podían superar la posesión de estado.
En el contexto de las dislocaciones que causó la modernización, en el que las viejas formas de conocimiento fluían, y en una corte preparada para abrazar la autoridad científica, la familia Arcardini planteó su reclamo del patrimonio de Roque no sólo con un nuevo método para establecer la paternidad, sino basada en una nueva forma biológica de definirla. Su historia reflejaba circunstancias sociales, económicas y políticas específicas de la Buenos Aires de la Belle Époque, pero el resultado de la demanda no fue particular de este momento y lugar. La nueva ciencia de la paternidad estaba en franca tensión con la idea tradicional de posesión de estado, una figura de todos los regímenes de derecho civil. En 1935, un tribunal francés rechazó las pruebas de sangre como “contrarias al sistema general de la ley francesa”, en el que la paternidad “no es susceptible a la prueba directa” sino a las “presunciones” sociales. Las tensiones entre la paternidad biológica y social siguen siendo una característica marcada de la ley francesa hasta el día de hoy. Pero no fue sólo en países con derecho civil que la evidencia biológica encalló en los bancos de paternidad social. Como descubrió Charles Chaplin, los tribunales estadounidenses también favorecían a veces las definiciones no biológicas de la paternidad. Esta era la naturaleza de la paternidad moderna: al introducir nuevos métodos científicos para descubrir al padre, aumentaron las tensiones entre las diferentes formas de conocerlo.
Finalmente, los Arcardini perdieron su apuesta, y con ella la mitad del patrimonio de Roque Arcardini. ¿Quién era el padre? A pesar de que la ciencia de la paternidad ganó una autoridad cada vez mayor, esa pregunta no se confió necesariamente a la experiencia de científicos como Roberto Lehmann Nitsche, Leone Lattes o los médicos del juicio de Chaplin. Continuó dirigiéndose a comunidades, vecinos y, a veces, a los mismos padres, a hombres como Roque Arcardini.