Esta investigación fue publicada originalmente en la revista Lento #40 (julio de 2016), con el título “En la puerta de la fiesta”
La noche montevideana ya no se limita a los fines de semana. La movida empieza los jueves y puede prolongarse hasta algún domingo en la tarde. En ese mapa, casual o estratégicamente agrupadas en un entorno que no supera las diez manzanas, un salpicado de casas recicladas ofician de boliches o pubs que transformaron el viejo Cordón Sur en una versión local del Soho. De a miles pueden contarse los jóvenes que desfilan sus plumajes por Bulevar España y Constituyente rumbo al lugar elegido para enfiestarse.
Antes de la fiesta está la previa, que puede entenderse no sólo como la reunión para tomar antes de salir a bailar sino también como la secuencia de actos de acondicionamiento corporal orientados a seducirse a uno mismo, a los demás y, sobre todo —y esto es lo novedoso—, al boliche. El apronte es tanto exterior, en la selección de la vestimenta que se ajuste a los estándares que impone el lugar, como interior, en la combinación de sustancias que intensifiquen emociones y levanten los ánimos necesarios para salir.
En la puerta se ven los pingos. Al llegar al boliche, todo lo preparado con anterioridad se orientará a ganar el juego: unos entrarán y otros no. Ahí se da un delicado equilibrio entre ser colegas de espera y competidores de ingreso, que terminará en estar de fiesta si te dejan pasar, achacarte por estar horas esperando, o irte masticando la bronca si al final te dijeron que no. Frente a esta puesta en escena, cualquier observador atento podría preguntarse: ¿cuáles son los criterios de selección que determinan el éxito o el fracaso de los aspirantes?
De un tiempo a esta parte se han hecho visibles, sobre todo en las redes sociales, diversas denuncias realizadas por personas que expresan haber sido víctimas de situaciones de discriminación, al no habérseles permitido la entrada a algunos de estos boliches. Si bien las razones que han esgrimido los responsables de los locales son variadas, en todos los casos subyace la apelación al conocido recurso del “derecho de admisión”, por el que los organizadores del evento se reservan la potestad de no dejar entrar a quien les parezca, sin dar demasiadas explicaciones.
Sin embargo, el derecho de admisión no existe como tal en nuestro orden jurídico. En Montevideo, la única regulación sobre ingreso a los espacios públicos es el artículo 2.804 del Digesto Departamental, que en el “Volumen XIII - De los Espectáculos Públicos”, establece:
Prohíbese en todo local de espectáculos públicos [...] la entrada de personas en estado de embriaguez o de notorio desaseo
Si se siguiera al pie de la letra, los boliches tendrían un gran problema, porque se sabe que la inmensa mayoría de los jóvenes llega al local habiendo tomado alcohol. Por otra parte, si bien el término “desaseo” puede resultar ambiguo y abierto a interpretación, no es el recurso al que se apela desde los boliches para justificar los casos de discriminación ocurridos.
De esto se desprende que los criterios de ingreso definidos por los locales no están contemplados por la ley. Por eso, tanto las denuncias como el develamiento de los criterios reales y concretos de selección, resultan pertinentes y de relevancia pública.
“Instrumentos legales no faltan”, señala la trabajadora social Ana Agostino, responsable de la Defensoría del Vecino de la Intendencia de Montevideo, acerca del encuadre jurídico que corresponde a estos episodios. Además de la Constitución, primer documento donde se establece la igualdad de los individuos, Uruguay ha abordado la temática con la firma de diversos tratados internacionales sobre derechos humanos y lucha contra la discriminación en todas sus formas. Incluso existe la ley nacional No 17.817, que afirma:
Se entenderá por discriminación toda distinción, exclusión, restricción, preferencia o ejercicio de violencia física y moral, basada en motivos de raza, color de piel, religión, origen nacional o étnico, discapacidad, aspecto estético, género, orientación e identidad sexual, que tenga por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública
Las denuncias son recogidas por la Institución Nacional de Derechos Humanos, que trabaja en coordinación con la Defensoría del Vecino de Montevideo, la Inspección General de la Intendencia y la Secretaría de Derechos Humanos de Presidencia. Las cuatro instituciones formularon una nueva reglamentación municipal que sanciona estas formas de discriminación social y la presentaron a la Comisión de Legislación de la Junta Departamental, donde se formularon observaciones que todavía no se han resuelto. Además, el proyecto promueve la sustitución del mal llamado “derecho de admisión” por el “derecho al acceso y la permanencia”, en un intento por construir una noción alternativa que reivindique la inclusión positiva.
Para los aspirantes a entrar al boliche, la puerta es una sucesión de barreras que se abren con la sutil aprobación de un ojo entrenado. Allí, son varios los factores y actores que se combinan para permitir o denegar el ansiado ingreso. En la entrada se respira un clima de hostilidad inicial, impuesto sobre todo por la figuras del patovica y el portero, que custodian la puerta y maniobran la cadena sobre la que se aglomeran y vuelcan los cuerpos; abriéndose para permitir el acceso de los elegidos, cerrándose para quienes no cumplen con los requisitos necesarios.
El aspecto físico, la vestimenta, la edad, el grado de alcoholización, la actitud y el capital social: todo se conjuga en la pinta de los aspirantes. De ésta dependen los tres escenarios posibles para ellos: pasar sin problemas, esperar y esperar afuera hasta resignarse o ser directamente rechazados.
Lo que se esconde detrás del diagnóstico inmediato de la pinta es nada más y nada menos que el nivel socioeconómico. El público al que apuntan estos boliches son jóvenes de clase media y alta, y todos los filtros que realiza el local, en la misma puerta o antes, tienen como objetivo asegurar el ingreso exclusivo de esa clase de jóvenes, lo que también significa impedir la entrada de aquellos que no den con ese perfil social, que no formen parte del target.
Aunque es el criterio selectivo determinante en la puerta del boliche, la pinta de un individuo es la impresión que le causa a un observador al primer golpe de vista. De los distintos atributos que la conforman, tal vez el más importante es la apariencia: una combinación del aspecto físico, la vestimenta y la actitud. Habitualmente, no tienen problemas para ingresar los que tienen rasgos faciales finos, un cuerpo estilizado, vestimenta asociada a la estética cheta, y una actitud paciente pero confiada. Por el contrario, la entrada será muy difícil para quienes muestren rasgos, vestimenta o modos de conducta y habla asociados a sectores más populares, especialmente a la cultura plancha. Si los primeros atributos funcionan como símbolos de normalidad, los segundos se ven como desviaciones de las normas estéticas impuestas, que son castigadas con la exclusión.
Algunas de las señales del estigma más identificables son la ropa deportiva, los cortes de pelo mohicano o escalonados, las nucas rapadas, el calzado deportivo (especialmente el que tiene “resortes”), las camperas de nailon de colores flúo y las caravanas en hombres. Es decir, accesorios que forman parte de la estética plancha.
Otro factor de gran peso en la selección para el ingreso es el capital social, entendido como “los contactos” dentro del boliche con los que cuentan los aspirantes, que pueden facilitar su entrada. Este atributo también funciona como indicador del nivel socioeconómico, ya que denota los ambientes (liceo, facultad, trabajo, familia, amigos) en los que se mueve una persona. El capital social es un reflejo de la clase social presentado en forma de redes de influencia.
El funcionamiento de estos mecanismos ha ido afinándose en los últimos tiempos. La admisión o no del boliche ya no sólo se lleva a cabo en la entrada, sino que puede venir dada de antemano. Para ello, una de las principales herramientas es Facebook, que actúa como filtro de aceptación o descarte de clientes. Cuando los potenciales concurrentes hacen una reserva, muchas veces los administradores del lugar se toman el trabajo de chequear sus perfiles con el fin de comprobar si se ajustan a los estándares establecidos: si son lo suficientemente lindos, si estudian en alguna facultad, si no tienen demasiados amigos “terrajas”, o dónde fueron sus últimas vacaciones.
Si esta selección es exitosa (y habitualmente lo es), el lugar favorecerá el ingreso mayoritario de personas de estratos medio-altos (chetos, vistos como gente normal), dejando afuera a los estratos medio-bajos (planchas, vistos como gente que hace lío).
No obstante, estos mecanismos que así descriptos resultan tan evidentes, son cotidianamente escondidos, por un lado, bajo eufemismos, y por otro, bajo la apariencia de aleatoriedad. El eufemismo es el amable y educado camuflaje de la exclusión: “No das con el perfil del boliche”. La aleatoriedad se manifiesta en la típica pregunta: “¿A quién no le pasó de quedar afuera de un baile?”. Con esa explicación, que dan algunos de los dueños para justificar el recorte social, se hace pasar la cuestión como un tema de suerte, cuando en realidad se trata de un mecanismo pensado y previsto. Si bien es cierto que hay algo azaroso y que la capacidad física del lugar influye al momento de definir la entrada, está más que claro que las posibilidades de ingresar son desigualmente repartidas: si sos rubio, lindo y cheto, es muy probable que entres; si sos negro, feo y plancha, es muy probable que no.
Un tercer recurso cada vez más utilizado es el de la evasión. El patovica tiene el silencio como un as bajo la manga: la no respuesta ni explicación, la indiferencia, que es aun peor que el repudio. No decir nada es decirlo todo. Este silencio permite a los administradores resguardarse frente a posibles denuncias de discriminación, y resguardar también su apariencia amigable y respetuosa. Ya no dicen: “Vos no pasas”; el mecanismo es mucho más frío y despersonalizado, depositándose la responsabilidad de “descartarse” en el propio sujeto, que luego de pasar un largo rato esperando, debe darse por vencido.
El local no transparenta su selección; no está bien visto que lo haga. Cuando alguien no logra entrar, se lo culpabiliza. Es su responsabilidad, dado que conociendo el perfil del lugar debería haberse arreglado como corresponde. Dos trampas operan en esta selección. La primera: se deposita en el concurrente o cliente la responsabilidad de adecuarse a las exigencias del boliche. La segunda: los responsables del boliche no reconocen que la selección se haga según un criterio social (“llegaste tarde”, “no te arreglaste lo suficiente”, “no hay más lugar”, son excusas que esconden la no admisión por motivos estéticos, y en el fondo, de clase).
Lo novedoso no es que los jóvenes elijan el boliche al que quieren ir, sino que los boliches elijan in situ a los jóvenes que quieren recibir. Se cierra así una suerte de círculo, un círculo de inclusión: los jóvenes eligen boliches que a su vez los eligen a ellos. No sólo voy a este boliche porque me dejan pasar a mí, sino que voy, además, porque no dejan pasar a otros.
Los mecanismos de selección se han ido afinando cada vez más y generaron ese “ojo entrenado” capaz de reconocer rápidamente esas diferencias sociales que al mismo tiempo institucionaliza y, de alguna forma, burocratiza, reforzando la segregación urbana en la que chetos y planchas comparten cada vez menos espacios sociales. Este creciente distanciamiento termina contribuyendo a la tensión latente entre ambos sectores sociales, echando leña para que en sus pocos cruces se respire un humo espeso de conflicto.
Si se atiende a las justificaciones dadas por los dueños de los boliches acerca de estos casos de exclusión, se observa inmediatamente la apelación a razones de seguridad, a la necesidad de cuidar el clima interno del lugar. Es cierto que estas “medidas preventivas” son muy efectivas para evitar conflictos que, de no existir estas restricciones de ingreso, podrían darse en el interior. Una vez más, el cruce en un mismo espacio de grupos socioculturalmente distintos puede generar algún roce que complique la noche. Sin embargo, además de profundizar la segregación urbana y la bronca mutua, los mecanismos selectivos no necesariamente se explican por cuestiones de seguridad.
¿Por qué los jóvenes de clase media y alta quieren pasar sus noches en locales con ingreso selectivo? ¿Por qué son tan exitosos estos boliches? Es normal y esperable que los jóvenes, al compartir momentos de ocio, quieran estar rodeados de semejantes, ya que el conjunto de normas de conducta, gustos y valores compartidos hace que su interacción vaya sobre ruedas. En cambio, la fricción se produce cuando un ellos y un nosotros se encuentran en el mismo lugar de esparcimiento. Para estas personas, los boliches proporcionan las dos condiciones que garantizan una noche exitosa: ver a quienes quieren ver y no ver a quienes no quieren ver. Ir y entrar a cualquiera de estos boliches es un acto que confirma su pertenencia a círculos sociales distinguidos y les asegura que estarán rodeados de sus pares, a salvo de toda contaminación visual o incomodidad producida por un diferente.
Los que no pasan son los portadores del estigma, entendido como atributo personal que se aparta de los patrones de normalidad y que produce en los demás un descrédito amplio. Es altamente probable que el estigmatizado, al ser consciente de su condición, tienda a adoptar una postura defensiva que puede rápidamente traducirse en una situación de conflicto y termine confirmando el prejuicio que lo precede. Así se cierra el segundo círculo, el de la exclusión, donde el estigmatizado encarna la actitud conflictiva que legitima el rechazo sufrido previamente.
Ahora bien, ¿qué otra actitud se puede esperar de alguien que salió a divertirse y a quien se le veda la entrada al lugar que eligió sólo por la pinta que tiene? ¿No será esta reacción violenta del estigmatizado una respuesta a la exclusión ejercida sobre él? ¿No será esta exclusión inicial violenta per se?
“¿Por qué te enojás? El derecho de admisión siempre existió”. Todos tenemos un conocido que quedó fuera de un boliche, si es que no fuimos nosotros mismos. Las razones y excusas seguro fueron varias y muchas veces absurdas. Pero, ¿cuánto y cuántos nos quejamos de esto?
Los mecanismos de exclusión son tan finos y funcionan tan bien que hasta los propios rechazados suelen señalar la necesidad y la eficacia de la selección: “la seguridad es importante, hay que cuidar el ambiente”, dicen. ¿Cómo contradecirlos? El problema surge cuando la forma de cuidar el “ambiente” es alimentar un trasfondo de discriminación de clase, cuando las oportunidades de ingresar a un local son desiguales según el nivel socioeconómico de procedencia.
Si ya han ocurrido casos de discriminación racial en la puerta de los boliches y la indignación pública ha sido inmediata, ¿por qué entonces se siguen buscando excusas para una discriminación estética y social? Volvemos entonces a los círculos que enlazan al boliche y sus concurrentes en esta intrincada y perversa relación que determina quiénes entran y quiénes no.
Cabría preguntarse qué tanto influyen estos mecanismos de discriminación en nuestra propia construcción y percepción como sociedad. Tal vez esto sea un reflejo de lo que no queremos admitir: en la sociedad uruguaya se sigue profundizando el distanciamiento entre ellos y nosotros, y que ellos son, la mayoría de las veces, los sectores sociales más bajos.
En este plano, la “diversidad” nos cuesta. El escrutinio social sigue siendo la vara con la que medimos de quiénes nos queremos rodear y de quiénes no. Esta cruda discriminación social que nos tiene por cómplices es uno de los síntomas que nos muestran lo mucho que nos falta. Como en la puerta de los boliches, siempre son los mismos los que van quedando afuera del futuro, en otro baile que no tiene música.