Médico traumatólogo, docente e imprentero en la Comunidad del Sur, Sergio Villaverde comenzó a publicar sus cuentos y poemas en la década de 1970, y recibió el primer premio del concurso de la Feria Internacional del Libro de Uruguay en 1987. En 2006 apareció Mientras voy cayendo, su primera colección de relatos. La novela más famosa de John Cheever se cruza con este nuevo cuento de Villaverde.

“Un lugar al que no se trae nada, salvo una clase abstracta de ropa, los recuerdos que uno tiene adentro, los recuerdos de los que uno se compone. Un lugar sin incidencias. Una estación ferroviaria después de la abolición de los trenes”. J. M. Coetzee, La Edad de Hierro

“Sí, es muy difícil hablar de la propia vida; debería ser lo que mejor se comprende en el mundo, y tal vez sea lo que menos se comprende cuando uno la observa a través de los años”. Cornelius Castoriadis, Ventana al caos

Mi recuerdo de las primaveras de Toronto está dominado por la humedad del deshielo. En el parque que recorría todos los días para ir y venir de la escuela había montículos aislados de nieve, remedos del invierno, contrastando con el verde intenso de la vegetación y el renovado azul del cielo, rodeados de un pasto empapado y barroso. Había charcos en las veredas y en las calles, contra los cordones, hilos de agua perezosa. Parecía quieta esperando evaporarse, pero seguramente gotearía lentamente en algún vertedero. El aire tenía un vaho transparente, lo que, unido al contraste con el frío ya pasado, generaba una sensación de calor más fuerte que la real. Por los árboles y el césped de los jardines corrían las ardillas. Parecían disfrutar. Andábamos en manga de camisa o buzo de algodón, vaqueros y zapatos de goma o deportivos, pero con mis amigos sentíamos la nostalgia del invierno. Botas, campera abrigada, guantes o mitones, gorra con orejeras, los patines colgando de los hombros, corríamos por la nieve hacia la laguna circular que formaba el arroyo helado que atravesaba el parque. Sorteábamos a quién le tocaba probar si el hielo era suficientemente sólido para simplemente patinar o jugar hockey. Un día se partió bajo mis pies y quedé sumergido casi hasta la cintura. Cuando salí, entre las risas de los que me ayudaron, vi cómo mis pantalones empapados se iban cubriendo rápidamente de escarcha. También aprovechábamos para ganar nuestros quarter of dollar paleando nieve para despejar los senderos de entrada de las casas del vecindario. Batalla con bolas de nieve. En la puerta de mi casa había un camión estacionado cargando varillas de hierro que sobresalían hacia atrás de la caja. Mi hermana, que participaba poco, más bien observaba, estaba ocasionalmente parada cerca de los extremos sobresalientes. Alguien, acaso yo mismo, le tiró un bolazo, ella giró bruscamente la cabeza y una varilla le abrió un tajo en la nariz. Nunca en mi vida volví a ver un rojo tan rutilante como las gotas de sangre de mi hermana en la nieve. Hace poco, una noche, cenando, recordamos el episodio y le increpé que no debió hacer ese movimiento.

Cincuenta años después Toronto está seco y frío en primavera. Ni rastros de los montículos remedos del invierno que pensaba ver. Desde la cama del hotel mirando un informativo en televisión me entero de que es el mayo más frío en casi cuarenta años. Por la ventana, en la esquina que hace diagonal, veo a un hombre tirado en medio de la vereda. La gente parece no haberse enterado y caminan de manga corta los hombres, de vestido y sandalias las mujeres, por la misma calle por donde luego yo voy de campera y gorra de lana. Si me hubiera quedado quizás andaría desabrigado como ellos o habría cumplido mi sueño infantil de integrar The Royal Canadian Mounted Police y estaría, a mi edad, coordinando la custodia de quién sabe qué bosque de Alberta o Saskatchewan.

Yonge St. nace en Union Station, el nudo ferroviario que se levanta sobre la costa del lago. Se pierde en el norte, dividiendo la ciudad en este y oeste. Me parece reconocer cada uno de los pocos viejos edificios de dos o tres plantas, paredes de ladrillos rojo oscuro y líneas de cemento blanco que afirman cada hilera, sucesión de pequeñas ventanas cuadradas en las plantas altas. Aprisionados por enormes moles de cristal y acero. Adivino Simpson’s, la tienda donde mi madre nos compraba la ropa, quizás el luncheon donde almorzábamos recién llegados. Por King St. hacia el este y por Dundas St. hacia el oeste cruzan tranvías. Siento, aun sabiéndolo imposible, que son los mismos que tomábamos en la estación de Jane St. para venir al centro. Los tranvías humanizan las ciudades. Como San Francisco. Róterdam. Un Montevideo perdido.

Llego a la intersección con Bloor St. Corre de este a oeste delimitando sur y norte. Yonge y Bloor: la cruz de los caminos. El downtown. Tengo la fantasía de encontrar en esa esquina algo fascinante, un racconto instantáneo desde mi pasado hasta el presente, una puesta en escena exclusiva. Pero no. Un banco, una tienda de ropa, una farmacia y un Tim Hortons, la cadena de comida rápida. Tomo el subte hacia el oeste. Vivíamos en la planta alta de un edificio de dos pisos en una esquina, Bloor y Brentwood. En la planta baja había una tienda de artículos deportivos y otra de electrodomésticos propiedad de Smith, un vecino, donde vi por primera vez televisión. Un ventrílocuo, Edgar Bergen, animando dos muñecos: Charlie MacCarthy y Mortimer Snurt.

Bajo en la estación de Royal York Ave., en el corazón de Kingsway. Los edificios sobre Bloor, la zona comercial, se mantienen igual; cambiaron los negocios. Hay una sucesión de restaurantes que se especializan en comidas que reflejan el cosmopolitismo actual. Sushi, thai, pizza, pasta, paella. Poco después que nosotros, llegaron al barrio los primeros italianos de la posguerra. Un matrimonio con tres hijos adolescentes. Vivían en uno de los pocos edificios al sur de Bloor. El padre trabajaba en la construcción, la madre instaló de a poco una lavandería y los hijos empezaron a competir fuertemente conmigo y mis amigos parando bolos en el Bowling Alley, a razón de veinte centavos por jugador y por línea. No había esos sistemas mecánicos que paran los bolos y devuelven las bolas a los jugadores. Lo hacíamos a mano, cada uno encargado de dos canchas contiguas, saltando de una a la otra. Eran unos años mayores que nosotros y coparon los campeonatos, que habitualmente se jugaban de noche. Igual seguimos rebuscándonos por las tardes. Me parece reconocer su casa y el local donde funcionaba la lavandería. Kingsway crecía hacia el norte por calles arboladas y casas de madera con techo a dos aguas, rodeadas de jardines. Al sur, además de algunas viviendas, la iglesia católica y una tienda de bebidas alcohólicas, y en el cruce de Bloor con Prince Edward Ave. el cementerio, que ahora me parece más extenso. En el portón de acceso hay un cartel que reza: “Hay lugares disponibles”.

Ahí está nuestra casa, reconozco las ventanas, la puerta de entrada en el número dos de Brentwood. Camino hacia Montgomery Ave., la diagonal que me lleva al parque, cruzo el puente sobre el arroyo y tomo el sendero, que pasa debajo de la vía férrea, en dirección a la escuela. Fue parte de lo más preciado de mi vida; forzado y ayudado por maestras y compañeros, aprendí inglés en pocos meses, me peleé y me amigué, canté “God Save the Queen” sin mucha convicción. Pero en primer lugar estaba Joan, una princesa delgada, frágil, ansiosa de protección, de ojos celestes, cabello castaño y lacio, que se sentaba en la fila siguiente a mi derecha, dos o tres bancos detrás del mío. Desatendía la clase por darme vuelta y mirarla. Nunca le dije nada, pero acompañaba mis sueños y mis encierros en el baño, saciando aquellas erecciones improductivas de los once años. Y ella ¿soñaría conmigo o con alguien más, saciaría en soledad sus brotes iniciales de pasión? La escuela no está, desapareció. En su lugar se levantan enormes bloques de viviendas. Entran y salen lujosos automóviles. Yo veo y siento un enorme vacío.

Vuelvo tarde de noche, hace frío. El hombre sigue tirado en la misma posición. No hay casi nadie en las calles. No sé qué hacer, ni si tendría que hacer algo. ¿No hay policías en Toronto? ¿No hay nadie que dé aviso a algún sistema de emergencias? Tengo hambre. Cruzo York St. al Tim Hortons frente al hotel. Sopa de verduras y un sándwich de pollo. En una mesa hay varios policías comiendo, hablando fuerte y a las risas. Levanto mi pedido y coincidimos en la salida. Algunos van hacia un patrullero y otros se colocan cascos y montan sus bicicletas. Me dirijo a uno de ellos.

—Perdone. No soy canadiense, estoy de paso, me preocupa un hombre que está desde hace horas tirado allí en la esquina de Wellington.

—Lo conocemos, hace cuatro años que duerme en esa esquina. El criterio de libertad individual que tienen nuestros políticos hace que nada podamos hacer. Seguramente podría estar en un lugar mejor.

—Bueno, muchas gracias, buenas noches.

Montaron sus bicicletas y se fueron por York St., pasando cerca del hombre sin mirarlo.

De mañana llueve. No hay viento y el agua cae vertical. Protegiéndose a medias bajo el estrecho dintel de un viejo edificio de dos plantas cruzando York, el vecino está parado contra la pared, con un paraguas colorido que sostiene con su mano derecha, leyendo un libro que mantiene firme con la izquierda. Abstraído e indiferente, como si estuviera cómodamente sentado en un sillón de cuero en su biblioteca, esperando que el valet le traiga su desayuno. Un hombre robusto de mediana estatura enfundado en un mono de mecánico sin abotonar, dejando ver un rectángulo de gasa fijada con esparadrapo, apenas manchado de sangre, que le cubre el vientre, una campera raída de un color verdoso hace sospechar un desecho militar, zapatillas deportivas que no puede o no quiere abrochar. A su lado una bolsa de plástico y un par de botas deformadas. Cubre su cabeza una gorra gris de visera. Lo único expuesto de su cuerpo, la cara y las manos, limpias, como sometidas a un cuidado periódico y sistemático. Una barba rala y canosa deja entrever algunas arrugas en una piel rojiza, que, prejuicioso, supongo fruto de la mezcla de alcohol e intemperie. Ojos celestes leyendo. No hay indicios medianamente certeros para conjeturar su edad. Paso de largo. Me dirijo al Roger Center, el estadio de los Blue Jays, el equipo de béisbol de la ciudad. En la puerta nueve se venden las entradas para el partido de la tarde contra los Angels de Los Ángeles. En realidad son de Anaheim, una ciudad fagocitada por el crecimiento de la urbe hacia el desierto. Yo era hincha de los Toronto Maple Leafs, el entonces equipo de la ciudad en béisbol y hockey. Según me informa el conserje del hotel, ahora compiten en ligas amateurs perdidas en barrios periféricos. Se puede entrar sin pagar entrada, me agrega. Voy a ver a los Blue Jays y sufro la derrota tres a uno como si fuera mía, en medio de treinta mil personas que, a la salida, siento que la asumen con cierta indiferencia, como regidas a vivir una cotidianidad sin sobresaltos. Vuelvo caminando. Duerme en el mismo lugar y en la misma posición que la primera vez que lo vi. Me doy cuenta de que es encima de un respiradero del subte y que, curvando el tronco y flexionando algo caderas y rodillas, su cuerpo se adapta al tamaño del enrejado, lo que le permite recibir enteramente el vaho de calor que sube del subsuelo. Hasta mañana, vecino.

No llueve. En la misma esquina de ayer, hoy está sentado en el suelo recostado a la pared. Tiene el libro en la falda mientras les da de comer a unas palomas que parecen conocerlo. En la vereda, entre sus pies, hay un vaso de cartón, de los que sirven café en Tim Hortons, con algunas monedas. La mancha de sangre me parece más grande, de un tinte envejecido. Una curación que debiera cambiarse.

—Buen día, ¿cómo está?

—Bien, parece que va a ser una linda mañana.

—Veo que tiene una herida, ¿no le parece cambiar las gasas?

—Lo hago yo mismo cada tres días —dice señalando con la vista la bolsa de plástico a su lado.

—¿No necesita nada?

—Sí, todos necesitamos algo. Hoy necesito un día soleado. Yo veo pasar mucha gente que parece tenerlo todo, pero sé que no es así.

—Es cierto, a veces uno no lo sabe, como si la necesidad estuviera dormida hasta que algo en la vida la despierta. ¿Qué está leyendo?

Falconer, de John Cheever. Este libro me lo dedicó él.

Me lo extiende para que lo constate. En la portadilla, con una caligrafía clara y firme, en tinta negra ya agrisada, leo: Para Pete Burley, el verdadero Ezequiel Farragut. John Cheever. Ossining, 1981. Es una edición de 1977, la hojeo y constato largos párrafos subrayados y numerosas anotaciones en los márgenes. Sus páginas conservan el hálito de un libro que ha recibido innumerables lecturas. Se lo devuelvo con respeto y envidia.

—Lo compré en Nueva York y lo leí muchas veces antes de decidir ir a visitarlo a su casa en Ossining, una ciudad que me traía algunos malos recuerdos.

—Debo suponer que usted es de Ossining, o por lo menos pasó tiempo allí, donde conoció a Cheever.

—Algo de eso es verdad, pero esa parte de la verdad es tan escasa que no sirve de nada —dijo llevándose nuevamente el libro a la falda, para luego continuar alimentando las palomas.

—Yo estoy dispuesto a escucharlo para conocer toda la verdad —respondo mientras me siento en el escalón de una puerta en desuso a menos de medio metro del vecino que, sentado en la vereda, debe sentirse más cómodo. Me mira con un gesto mezcla de interés y desconfianza.

—Antes debo confesar que voy a traicionarme, porque en algún momento tomé la decisión de callarme. —Queda pensativo por un instante—. Acaso dos cosas leídas influyeron, una de Thomas Carlyle que dice: “No hables, en manera alguna, hasta que tengas algo que decir”, y otra es la traducción de un poeta español que decía algo así como “quien habla solo espera hablar a Dios”. Hablar para sí es la única forma de pensar, no se me ocurre que haya otra. Yo pienso mucho, a veces bien y muchas probablemente mal. Cuando hable con Dios él juzgará.

Se sonríe sin dejar de extender su mano izquierda con migajas para sus amigas.

—El poeta español se llamaba Antonio Machado.

—¿Murió?

—Sí, hace muchos años.

—Entonces quizás haya hablado con Dios más de una vez —dice mientras apoya ambas manos en el suelo y extiende los brazos, elevando levemente el cuerpo para acomodar mejor su espalda contra la pared. Las palomas levantan vuelo en dirección al lago.

—Yo nací y crecí aquí, cuando Toronto era muy poco más que una aldea pentecostal y anglicana. Fui maestro en una escuela pública. Vivía solo, nunca me casé, tampoco hice muchos esfuerzos, el único familiar era un hermano que vivía en Nueva York, con el que mantenía una relación epistolar esporádica. La escuela era mi hogar. Era una época en la que a los progenitores se les interrogaba sobre sus inclinaciones religiosas cuando iban a inscribir a sus hijos. No es que no se aceptaran, pero no había niños católicos, sus padres preferían enviarlos a escuelas confesionales y privadas. Recuerdo una cerca de la nuestra, que quedaba cruzando un parque. En más de una ocasión sus autoridades denunciaron ante nuestro director pequeños actos de vandalismo contra su institución o sus alumnos, supuestamente responsabilidad de los nuestros. Nunca pudieron presentar pruebas fehacientes, pero yo siempre les creí, porque nuestros métodos educativos fomentaban la intolerancia y la violencia. Se aplicaba el castigo físico ante faltas disciplinarias. Yo mismo estuve a cargo de aplicarlo durante un tiempo. El condenado era conducido al gimnasio. Debía extender los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y yo se las azotaba con una correa de goma dura. Tres azotes en cada una. Un día esperaba en el gimnasio una princesa delgada, frágil, ansiosa de protección, de ojos celestes, cabello castaño y lacio. Al verme llegar con la correa ofreció sus manos para el castigo. Yo cumplí mi tarea. De noche no pude dormir, ¿qué falta podría haber cometido esa niña para merecer un trato tan cruel e infamante? Y después pensé en todos los demás, no uno por uno, sino en todos los niños. Yo era infame, pero también los padres y madres que aceptaban callados el sometimiento de sus hijos. Al día siguiente me apersoné ante el director y le dije que renunciaba a cumplir con la tarea de verdugo. Seguí con mis clases, me sentía aliviado, pero el método continuó incambiado. “Es el sistema”, pensaba en esa forma tan común de la hipocresía, como si “el sistema” fuera algo ajeno a los sentimientos y las acciones de cada uno y de todos —dice, mira al cielo y suspira, mientras saca de un bolsillo de la campera una cajilla arrugada de cigarrillos Camel. Me ofrece.

—No fumo, gracias.

Ilustración: Luciana Peinado.

Ilustración: Luciana Peinado.

El vecino se lleva uno a la boca y revuelve el otro bolsillo hasta encontrar un encendedor, protege la llama con la mano libre, da dos o tres pitadas cortas y luego fuma lento y callado. Un momento de placer. Sentado en el escalón espero, con los codos apoyados en las rodillas, mirando pasar mucha gente que parece tenerlo todo, pero sé que no es así.

Apaga la colilla, se levanta con cierta dificultad, casi en cuclillas apoya las manos en las rodillas para ayudarse. La arroja en un recipiente para desperdicios y vuelve a sentarse donde estaba antes.

—Un día el director reunió a todos los maestros en el salón de actos. Junto a él había dos personas desconocidas. Nos comunicó que el ayuntamiento había aceptado la oferta de una corporación inmobiliaria para construir un condominio de lujo en el predio de la escuela. Uno de los desconocidos, representante del ayuntamiento, agregó que esta no se relocalizaba. El otro, vocero de la corporación, con expresión profética y voz impostada nos tranquilizó diciendo que los maestros quedábamos sin trabajo pero teníamos asegurado un buen fondo de retiro que cubriría con creces todas nuestras necesidades. Yo dije que mi única necesidad era enseñar en esa escuela y que no veía cómo el fondo iba a cubrirla. Todos mis colegas rieron, también el director y el representante del ayuntamiento; el de la corporación me quedó mirando sin respuesta. Quizás por primera vez su rostro tuviera una expresión no programada. He pasado por ahí mucho tiempo después; por supuesto la escuela no está, desapareció. En su lugar se levantan enormes bloques de viviendas. Entran y salen lujosos automóviles. Vi y sentí un enorme vacío. ¿Alguna vez usted sintió algo así? —pregunta, gira la cabeza y me mira a los ojos.

—Sí.

—Rechacé el fondo de retiro y resolví irme a Nueva York a encontrarme con mi hermano. La última carta la había recibido hacía unos cuantos años. Decía que se había alistado en la infantería de marina y se iba a la guerra, me advertía que había registrado mi dirección para dar aviso en caso necesario. No recibí ninguna comunicación, lo que me daba cierta certeza de que seguía vivo. En el viejo sobre había un remitente en la calle Treinta y Ocho y la Octava. Por si hubiera vuelto, allí le escribí avisándole de mi llegada. Era un edificio angosto y viejo, de pocos pisos, apretado entre dos mucho más altos. Las ventanas tenían toldos rojos ennegrecidos por el hollín. El portero era un chino flaco y avejentado que me miró de arriba abajo con cara de asombro, disimulando una sonrisa, cuando le pregunté por Jeff. Me indicó un número en el segundo piso. Golpeé en la puerta y gritó que entrara sin saber quién golpeaba. La habitación exhalaba un olor desconocido para mí en ese momento, el humo de la marihuana. Nos costó reconocernos y tolerarnos. Yo era un ex maestro de escuela, algo pasado de peso, misógino y atildado, y él era un ex marine, un saco de huesos sucios, homosexual, alcohólico y drogadicto. Llegué a tolerar sus opciones, pero nunca su extrema promiscuidad. Una noche discutimos violentamente, trató de atacarme con un cuchillo, lo contuve sin dificultad, lo dejé tirado en su cama y me fui. Me metí en el E, la línea de metro que atraviesa toda la ciudad desde el norte del Bronx hasta la zona más alejada de Brooklyn. Dos recorridos permiten dormir lo suficiente. Al otro día Jeff apareció muerto a puñaladas. La policía me estaba esperando. Entre la inculpación, el juicio y mi condena pasó poco tiempo. Lo viví con desinterés, como si estuviera viendo una mala película. El defensor de oficio, un hombre con la pasión por la tarea propia de su juventud, estaba más convencido de mi inocencia que yo mismo. Fui a dar a la prisión de Ossining, más conocida como Sing Sing, que era el nombre primitivo de la ciudad cuando no era más que un pequeño poblado del estado de Nueva York. La cárcel me remitió a una rutina comparable a la de mi vida de maestro. Sing Sing no era cualquier prisión y los reclusos teníamos cierto sentido de pertenencia, el orgullo de pertenecer a un lugar donde la primera silla eléctrica fue puesta al servicio de una muerte más humana y eficaz de los condenados, que hasta entonces eran ajusticiados en la horca. La ejecución inaugural fue un fracaso tan cruel que estuvieron a punto de desterrar el método, pero los ingenieros trabajaron eficientemente y lograron perfeccionarlo. Entre los reos más renombrados, que gracias al progreso se salvaron de los horrores de la horca, estaban Sacco y Vanzetti, después el matrimonio Rosenberg. Se la conservaba transformada en objeto de museo, en una sala junto a numerosas fotografías de condenados, acompañadas de breves resúmenes de los juicios y las condenas, que documentaban la larga contribución de la silla al cumplimiento de la justicia. Ahí supe la historia de estos famosos.

—Supo la historia que le contaron los que los juzgaron, condenaron y ejecutaron.

—Es cierto, uno cuestiona de la historia impuesta los hechos que le interesan, y a mí nunca me interesó ahondar en el periplo de estas personas, más allá de mi rechazo a los asesinatos legalizados.

Callado, parece estar repasando su memoria, buscando aquellos que hubieran suscitado su cuestionamiento.

Sigo sentado en el escalón cerca del vecino, compartiendo la indiferencia de una ciudad que parece crecer y mutar ante mis ojos, ajena a los recuerdos de mi infancia. Sin embargo me invade un placer viejo, la vivencia de un tiempo infinito compartido con mis amigos de la adolescencia, haciendo nada, sentados en la vereda frente a las puertas de casas en un barrio acogedor y umbroso de un Montevideo inmóvil.

—Estando en prisión conocí a John Cheever. Ya era un escritor famoso, tenía una cátedra en la Universidad de Iowa y como vivía en Ossining, una vez por semana daba clases de literatura y coordinaba un taller de escritura en Sing Sing. No puedo decir que hicimos amistad, simplemente hablamos y nos escuchamos mutuamente. Un día llegó la noticia de mi liberación. Alguien involucrado en un nuevo crimen en el submundo de adictos y traficantes confesó ser el asesino de Jeff. Atravesé el portón sin una idea muy clara de hacia dónde dirigirme. Tenía unos dólares en el bolsillo, con los que el estado había pretendido resarcirme por las molestias. Después me di cuenta de que en realidad debía agradecer por haber aprendido para siempre cuáles eran mis verdaderas necesidades básicas. Me acordé de mis idas habituales con Jeff a la Iglesia de los Santos Apóstoles en la esquina de la Veintiocho con la Novena Avenida, donde funcionaba un comedor gratuito todos los mediodías. Tomé el tren hacia Manhattan. Desde Grand Central me fui por la Cuarenta y Dos hacia Times Square. No sentí ninguna sensación de libertad recobrada en medio de aquella multitud caminando rápido, gesticulando y hablando en voz alta cada cual para sí, como si estuvieran locos. Descubrí que estaban enchufados a teléfonos móviles casi invisibles.

El vecino hace una nueva pausa y revuelve los bolsillos para encender otro cigarrillo. Fuma, mientras yo reprimo el deseo de acompañarlo, volviendo a un viejo vicio abandonado.

—Ya no se enchufan los teléfonos, sino las personas. Ellos se comunican a través de la gente. De ese día en particular recuerdo a una mujer, caminando a poca distancia de mí por la Séptima, mientras, sin quererlo, me enteraba de los pormenores del conflicto con su ex marido por la tenencia de su hijo. Pero yo no era un interlocutor, en algún lugar un auricular recibía señales auditivas, sin que importaran los gestos de su cara y sus manos apretadas. Había resuelto intentar alquilar de una habitación en el mismo edificio donde viví con Jeff. Estaba igual, sólo los toldos rojos de las ventanas me parecieron aun más ennegrecidos. Unos pasos antes de la puerta vi por primera vez a quien después supe que se llamaba, o le decían, Sundance. Era un negro enorme, sentado en un cajón, recostado a la pared bajo unos andamios en un edificio en refacción. Tenía la mirada fija, perdida, acompañada de una expresión de cálculo y dominio, como si estuviera sospechando traiciones o maquinando venganzas. Parecía un rey africano con ropas inapropiadas a su investidura, con su gorra de béisbol, una gabardina vieja, pantalones cortos hasta las rodillas y zapatillas con medias blancas. El chino flaco y avejentado no estaba más, en su lugar había una latina gorda, de pechos rebosantes, que puso como único requisito que pagara una semana por adelantado. Pagué dos y subí a la habitación en el tercer piso. Era como la de Jeff, pero sin el tufo amarillento del alcohol y la droga. Cerca de medianoche bajé a comprar cigarrillos. Sundance seguía en el mismo lugar y en la misma posición. Al día siguiente fui caminando a Santos Apóstoles, en Chelsea. A la entrada de la iglesia había un hombre en una mesa pequeña que repartía volantes que invitaban a participar en un taller de literatura los miércoles después del almuerzo. Me dispuse a concurrir. El comedor ocupaba toda la nave principal, yo me acordaba de cuando estaba en una sala de la sacristía mucho más pequeña, que ahora servía de cocina. Me senté a almorzar en medio del murmullo de las conversaciones de centenares de comensales. En una mesa cercana volví a ver a Sundance. Comía solo y en silencio. En un momento se empezó a escuchar una melodía tocada en el órgano de la iglesia. Recuerdo haberlo vivido como una instancia de religiosidad auténtica. El miércoles siguiente, después de almorzar, el hombre de la mesa pequeña esperaba en una salita cerca de la entrada de la iglesia. Resultó ser Ian Frazier, quien nos recibió y dio las ideas generales del funcionamiento del taller a los que llegábamos por primera vez. Sumados a los ya integrados, entre los que estaba Sundance, seríamos diez o doce. Recuerdo que al comienzo dijo algo como: “Aquí vienen a comer mil doscientas personas todos los días. En cualquier grupo de mil doscientos neoyorquinos naturalmente vas a dar con un pequeño porcentaje que realmente puede escribir”. Durante la primera hora cada uno podía contar lo que se le ocurriera, generalmente sus experiencias de vida, mientras los demás, si les interesaba, hacían anotaciones. En la segunda se leían textos escritos por los participantes; en general eran relatos cortos, pero también podían ser poemas, o algunos más ambiciosos traían a consideración partes de futuras novelas, que no sé si alguna llegó a terminarse.

—Un miércoles Sundance ocupó toda la primera hora explicando con lujo de detalles sus múltiples recursos para vivir en la calle. Acompañaba el discurso con una gestualidad atrapante de su cara y manos. Me fascinó la minuciosa descripción que hizo de la forma de entrar en la playa de maniobras del ferrocarril de Newark y viajar de un estado a otro en los trenes de carga. En la segunda hora alguien se refirió a una última novela de Cheever, que se desarrollaba en una prisión. Todavía me quedaban algunos dólares, así que compré Falconer en una librería de la Treinta y Cuatro. Recordaba haber conversado con Cheever acerca de mi pasado como maestro y de la experiencia del reencuentro con mi hermano, nuestras diferencias, su muerte y mi condena. También sobre mis reflexiones en prisión respecto de mi vocación de enseñar. Él me había confesado la conflictiva relación con su hermano, una convivencia teñida de pulsiones incestuosas que se hizo insoportable y los llevó a desvincularse definitivamente, su posterior caída en el alcoholismo y la internación en una clínica para rehabilitarse. Cuando lo leí por primera vez me sentí robado, traicionado por el autor, como si algo de mi intimidad fuera expuesto sin mi consentimiento e impúdicamente. El personaje central, Ezequiel Farragut, me pareció una fusión evidente de mi historia personal con la de Jeff. Un profesor universitario, que podría haber sido un simple maestro, drogadicto y homosexual, asesina a su hermano, por lo que es condenado a prisión. Sufre condiciones oprobiosas hasta que logra evadirse y en una esquina de la ciudad redescubre su verdadera vocación por la enseñanza —dice el vecino, mientras dobla sus piernas, se abraza las rodillas y me mira a los ojos—. Si no la leyó le aconsejo que lo haga, vale la pena.

—Tendré en cuenta su recomendación.

—Como ya le dije, lo releí varias veces antes de decidir ir a Ossining para hablar con Cheever. Se me había apaciguado aquel sentimiento de traición. Creo que influyó que continué yendo un tiempo al taller de Ian y había tenido el impulso de escribir un relato inspirado en Sundance, en el que el personaje, jefe de una pandilla en el Bronx, es traicionado por su lugarteniente más cercano. Se salva de un atentado y resuelve refugiarse viviendo en las calles de Manhattan, desde donde planea su venganza, para la cual le es necesario confiar en la lealtad de otros miembros. Pero no puede superar la sospecha de nuevas traiciones. Decide irse de la ciudad y viaja en trenes de carga por diferentes estados, hasta que descubre su fe y vocación, usando su capacidad histriónica como presbítero de una pequeña iglesia en Luisiana. El sentimiento de traición se fue sustituyendo por una especie de curiosidad, una necesidad de saber por qué Cheever había sido tocado por mi historia. Me fui a Newark con la idea de viajar siguiendo las instrucciones precisas de Sundance para entrar en la playa de maniobras de los trenes. Además recordaba claramente dos de sus principios fundamentales para moverse en la calle como si fuera tu propia casa: primero aparentar que conoces de siempre el terreno que estás pisando, así sea la primera vez que lo haces, y segundo que en la calle puedes llegar a tener conocidos, pero no amigos. La combinación de estos principios hace que si cumples bien el primero, aun a los que nunca te vieron les pareces conocido y a ti ellos también. Lo confirmé en la práctica con el personal del ferrocarril en aquella primera incursión. Cuando el tren se puso en movimiento, mirando por la puerta a medio cerrar del vagón de carga, primero los otros convoyes detenidos y luego la costa del Hudson con Manhattan desplazándose lentamente hacia el sur, tuve una sensación de libertad hasta entonces desconocida, y acaso en ese momento elegí una forma de vivir. No me fue difícil dar con la casa, Cheever era un ícono de Ossining. Estaba muy enfermo, enflaquecido al extremo, fumaba en cadena un cigarrillo tras otro, me recordaba a Jeff. Murió unos meses después. No creí que me fuera a reconocer, pero no tuve que presentarme. No hablamos mucho, le dije que había leído Falconer y lo que me parecía de Farragut. Recuerdo su respuesta: “Mira, Pete, hay muchas formas de matar, se podría escribir una versión en la que Aquiles mata a Patroclo”. Me dedicó el ejemplar y me habló de un escritor húngaro que había conocido en Nueva York, donde se había exiliado. Me contó que ese hombre le había dicho que uno es realmente lo que calla de sí y no lo que dice. Él se había ido de Hungría no por lo que no podía decir, sino por lo que no podía callar. Cheever agregó que el escritor puede narrar del personaje lo que este calla. Me dijo el nombre del húngaro, pero no lo retuve...

—Sándor Márai.

—Cierto, ahora lo recuerdo, gracias, quizás algún día lea algo.

El vecino queda pensativo, estira las piernas a un lado y otro del vaso de café con las monedas y acomoda su espalda contra la pared. Tengo la impresión de que espera que yo diga algo para continuar su historia.

—Debo entender que en ese viaje usted eligió vivir para siempre como lo está haciendo ahora.

—Así es. Era diciembre y caían las primeras nevadas. En lugar de buscar un tren que me llevara de regreso, con otros a quienes conocí entre las vías me subí a uno que iba hacia el oeste con destino a Seattle. Según ellos, que lo venían haciendo año tras año, desde ahí era fácil bajar a California para pasar el invierno. Descubrí San Francisco y redescubrí Toronto. No volví más a Nueva York. Vivo aquí la mayor parte del año y sigo pasando el invierno en San Francisco. Los tranvías humanizan las ciudades.

Es casi mediodía, parece que ambos coincidiéramos en la necesidad de otros quehaceres. Me incorporo del escalón, no sin ciertos dolores y crujidos. Echo unas monedas en el vaso.

—Aprendí de Sundance que se puede vivir de las necesidades de los demás sin violentarlas. No sé, ni me interesa, cuál es la que lo lleva a usted a darme esas monedas que yo no le he pedido y que quizás tampoco necesite. Como le dije al principio, hoy lo que necesito es un día soleado.

—Yo tampoco sé, pero lo voy a pensar. Ahora necesito ir a visitar el St. Lawrence Market.

Y emprendo la caminata por Wellington hacia el este.

Es la mañana del último día. No quiero irme de Toronto sin caminar por la costa del lago, semejanzas o diferencias con la costa del río que empezaba a extrañar. Más allá del muelle donde atracan las embarcaciones que cruzan a la isla cercana trasegando pasajeros del aeropuerto de cabotaje, en la balconada abierta de una cafetería frente al agua, sentado en una de las mesas, solo, el vecino fuma y toma su café. En una silla a su lado está la campera y encima de la mesa la bolsa de plástico. Parece estar exponiéndose al sol, con el mono abierto, como siempre, que deja ver el rectángulo de gasa limpia, sin rastros de sangre. Cruzamos las miradas un instante y aprovecho para saludarlo inclinando levemente la cabeza. Indiferente, no contesta el saludo.