Seguimos esperando el libro que continúe Cuando eso acecha (Irrupciones), la colección de relatos inquietantes que Andrea Arismendi dio a conocer en 2017. Mientras tanto, podemos releer “La casa en el otro lado”, que publicamos en abril de 2019, o este cuento que estrenamos ahora.

Hay voces en mi cabeza y creo que algunas no son mías.

Hace un tiempo comencé a soñar con un camino a la vera de un bosque de robles por el que solía desplazarme en mi infancia desde muy temprano para ir a la escuela del pueblo. Cerrado, tenía una colina que se elevaba imponente hacia la mitad del trayecto. Había una antigua escalera de piedra ya cubierta por pasto centenario que invitaba a lanzarse hasta la cima. Siempre miraba con moderada reserva hacia ahí. Era tentadora la vista al pasar, pero nunca subí. Era demasiado oscuro ese lugar; me atraía tanto como me turbaba su presencia, como si algo extraño en él acechara pronto para atacar, para lanzarse a la caza desde el inquietante borde ambiguo. Durante la ida me preparaba para no verlo, para ignorarlo, pero invariablemente estaba allí, quieto, imperturbable, misteriosamente silencioso. Ni siquiera las aves que anidan en primavera y colman el aire con sus melodías se demoraban en sus copas. El regreso era más confortable. Mis padres me esperaban en la puerta de la escuela y volvíamos a nuestro hogar en auto por una carretera asfaltada. Entonces los terrores infantiles parecían infundados y descansaban hasta el día siguiente. En mi sueño me arriesgaba a detenerme y a observarlo quieta, desafiante. Tal vez mi memoria ha guardado imágenes parciales vislumbradas de reojo y junto a las intervenciones creativas de la imaginación fui reconstruyendo y reinventando el lugar, como una serie de piezas de rompecabezas que sólo cobran sentido cuando se juntan en la mente.

Una de las primeras noches en que soñé con él, me atreví a imponer una variante a la monotonía de la fantasía y me propuse subir hasta la mitad de la colina. La niebla parecía desprenderse del suelo húmedo y se adhería a mi cuerpo, como queriendo hundirme entre la roca y el musgo. Trepaba, glacial, hasta sentir heridos mis ojos, mi nariz, mi boca. Pude percibir apenas la siniestra presencia que lo habita. Le vi algo como unos pies corriendo apresurados por los antiguos escalones, pero no logré definir qué era o cómo estaba hecha. Su forma era la de una palabra imprecisa que se dibuja aproximadamente en el recuerdo y que finalmente no aparece. Desperté trayendo ese frío confuso a mi dormitorio, tosiendo ahogada, los pulmones repletos del aire cargado de la densa humedad del lugar. Tantos años sin pensarlo y de pronto parecía que había estado allí hacía sólo unos minutos. Mi viejo gato estaba agazapado, observándome desde un rincón del dormitorio, las orejas chatas, conmovido, supongo, por la angustia de mi malestar.

Pasaron los días sin que me detuviera a pensar especialmente en el lugar, hasta que nuevamente lo soñé. La situación era idéntica, excepto que esta vez entendía hacia dónde debía caminar para encontrar aquello que huía de mí o que quería llevarme hacia el centro oscuro del bosque. Fui muy consciente de que estaba en un sueño, así que tomé el evento como un viaje de descubrimiento. Razoné que estas alucinaciones no son más que una aventura hacia los confines de nuestra propia imaginación. Antes, cuando esto me ocurría, sentía tanto miedo que llegaba a caer de la cama o gritaba hasta despertar. Ahora, entendiendo la circunstancia, quise disfrutar del azar, del juego que proponía mi propia mente.

Me vi y me sentí recorriendo un paisaje por momentos familiar, aunque sin dudas desconocido. Hundí mis pies en el barro cubierto de húmedas y amarronadas hojas. Sentí su peso acuoso en el avance. Mi olfato se adentraba en el aroma pútrido y pesado de la naturaleza invernal, mohosa, encapotada. Casi en la cima de la colina miré las copas de los robles. Gigantes y deformes, se izaban ancestrales y apretados a mi alrededor. Recordé la leyenda de los pequeños Hansel y Gretel de los Grimm, los otros hermanos, que tantas veces había leído siendo una niña. Esa historia funcionó como una injusta amonestación y el sueño se tornó pesadilla. Me desvié en mi propio sueño, me perdí. Comencé a girar y a marearme. Las raíces de los árboles me enredaban el paso y me hacían caer. Al apoyar mis manos en el barro para incorporarme, el suelo se tragaba mis dedos. Pensé si sería posible dejar algo en un sueño y no encontrarlo nunca más. O peor aun: llevarse algo de ese mundo al otro. ¿Sería posible?

Parada a un costado de mi cama, tardé unos infinitos segundos en volver a la realidad. Palpé el terror, la angustia de los niños abandonados por sus padres. Volví a pensar que algo dejamos en cada lugar que visitamos. Juzgué, como el que pierde un objeto querido, valioso, que había extraviado algo irrecuperable y ya no podría encontrarme a salvo, ni siquiera de mis propios pensamientos, nunca más.

Hace cuatro o cinco noches desperté boca abajo en el piso del living. En invierno mi casa es terriblemente fría y en cada pieza se hace necesario encender la calefacción. El gato suele acostarse a mi lado o sobre mis piernas, así que también es una especie de abrigo adicional que se mueve conmigo a donde vaya. Esta vez, como si una desconocida fuerza me hubiera depositado allí, me hallé rígida por el frío, empapada con algo que no era sudor sino la absurda humedad de la niebla que traía de ese otro lado, incómoda y con el cuerpo adolorido y tembloroso. Alguien (supongo que yo misma sin darme cuenta) había apagado la calefacción de toda la casa.

Me había dormido escuchando una melodía que suelo utilizar para conciliar el sueño. La armonía confusa, barroca, se repetía mezclada con un sonido parecido a un martilleo distante y frágil. En mi sueño me levantaba, al comienzo atraída por esa música que creía que alguien había encendido en el living de mi casa, donde hasta hacía poco rato había estado sentada leyendo. Eran unos acordes de Arcangelo Corelli, una variación de un movimiento de uno de sus conciertos que sonaba ininterrumpida, creciendo sutilmente mientras me aproximaba casi levitando hasta la sala. Podía sentir el arrastre de mis pies en el frío suelo. Creí que se trataba de una fantasía distinta, original, novedosa. Quise darle la oportunidad a mi imaginación de experimentar cuando el sonido comenzó a palpitar en mis piernas. Las vibraciones de los violonchelos y la percusión venían del subsuelo. Recordé que allí sólo había un viejo depósito de partes usadas de automóviles. En la densa oscuridad invernal era probable que algún culto guardia de seguridad, como tantos hay en estos tiempos, estuviera acompañándose de esas armonías para espantar el frío y la soledad. Me recosté en el suelo y pegué mi oreja izquierda a él mientras mis cerrados ojos se metían cada vez más en esa composición. El sonido del picaporte abrió mis ojos. Mi cara daba hacia el pasillo donde estaba la puerta de entrada. Comencé a escuchar el discreto intento por abrirla. La melodía de Corelli pasó a un segundo plano, aunque se volvió reiterativa, como si una púa de un viejo pasadiscos saltara sin encontrar la manera de escapar del laberinto sonoro en el que se había atascado. Cada vez que el picaporte sonaba, la melodía volvía a comenzar. Mi cabeza se elevó pesada del frío suelo. Miraba hacia la puerta y podía ver la luz del pasillo del edificio encendida, pero no veía bajo la puerta la sombra de pie alguno que indicara una presencia humana allí. La luz se apagó luego de unos minutos y el sonido cesó. Volví a dormirme en mis sueños. Súbitamente, un violento estruendo irrumpió en la paz de mis abigarrados y musicales sueños. Advertí, feroces e indudables, unas piernas tal vez humanas paradas en el pasillo, ante la puerta de mi apartamento abierta y la intensa luz de fondo, a la vez que el gato bufaba y amenazaba con atacar. Mi propio grito me despertó. Estaba, sin embargo, ahí, boca abajo en el gélido suelo de mi living, mirando hacia una oscuridad absoluta, que sólo se apaciguó cuando logré pararme e ir con las manos extendidas, tanteando como ciega, hasta el interruptor de la luz. Quise convencerme de que fue un sueño más, otra pesadilla ininteligible que husmeaba en mi mente. Giré el pomo. La puerta del apartamento y el pestillo estaban abiertos. Decidí creer que había olvidado trancarlos. De todas maneras, no he podido volver a dormir con tranquilidad.

En estas últimas noches han aparecido voces llamándome. Me despiertan chillando furiosas y, si bien a veces pretendo reconocerme a mí misma en ellas, en sus diferentes inflexiones, en sus múltiples modulaciones, estoy segura de que no puedo ser yo. He dejado de escuchar la melodía de Corelli, pero el sonido similar al de una púa sobre un disco antiguo perdura. Por momentos se parece más al crujir de infinitas hojas secas en un bosque. Es un ruido que baja o sube de intensidad y a veces salta para colocar mis sueños en un punto preciso donde todo comienza nuevamente. La entrada al bosque, la ascensión por la ruinosa escalera de piedra, las imágenes entrevistas de ese ser esquivo que corre, el llamado, el hundimiento en el barro. En mi insomnio he pensado en cómo podría escapar de todo este enredo; sigo sin encontrar una estrategia. Pienso en que debería ir a un médico, pero no sé por dónde empezar toda esta historia. Temo que me creerán loca, esquizofrénica o algo parecido; no es así. Conozco bien esas patologías, así como las limitaciones de mi imaginación, como para darme cuenta de que esto está fuera de mi mente. Mi cansancio va creciendo y es tal que durante el día estoy alejada de la realidad, de lo que me rodea, de las charlas de mis colegas. He llegado a cerrar mis ojos caminando y hasta me he dormido durante segundos en esas ocasiones. Sé que estoy empezando a perder la noción del tiempo y estoy olvidando los nombres de algunos amigos. Ayer —creo— caminé en una especie de semiconsciencia y me encontré parada frente a una casa en la que viví hace unos seis años. No sé cómo ni por qué llegué hasta ella.

La lluvia cae implacable. Durante la madrugada se desató una tormenta inusual. Puedo escuchar al viento sacudir y arrasar con todo lo que se le cruza. El agua golpea como olas en las ventanas. Me había dormido temprano; en mi trabajo previeron la tempestad que se avecinaba y nos dejaron salir bastante antes del horario acostumbrado. El cansancio que he acumulado ha hecho que cayera sobre mi cama, vestida y hasta con los zapatos calzados. Comencé a soñar con el lugar. Todo se repetía, como en una espiral sin principio, sin fin. Los altos árboles, la escalera, las voces que me llaman. Me he aventurado más allá de lo habitual en ese espacio onírico que tanto aturdimiento me ha causado estos últimos días. Noté que hay un claro en la cima de la colina. Tras un árbol, el ser extraño apenas se deja ver. Descubrí una de sus manos aferrada a la corteza. Los dedos finos clavados como ganchos en la piel del árbol se movieron en una señal que entendí como una invitación a acercarme, pero cuando llegué hasta allí, se había ido. Sin embargo, las voces continuaron repiqueteando estruendosas en mi cabeza. La lluvia, pensé, se deja oír aunque esté dormida, y probablemente sólo sea eso: una intromisión violenta en mi mente que me engaña y me hace creer algo más. Pero de pronto quedé detenida, paralizada en la pesadilla, cuando una gélida y pequeñita mano tomó la mía, aferrándose como un animal salvaje. Escuché, estridente, mi propia voz gritando mi nombre. Miré con pavor a quien me tocaba y me encontré con mi rostro, infantil, lejano, sonriente.

Un rayo quebró la oscuridad y su explosión me hizo saltar a un lado de la cama. De inmediato el frío me hizo regresar a ella y taparme, escondiendo la cabeza bajo las frazadas. El gato subió a mis piernas, intranquilo, maullando levemente, como si algo temiera. Escuchaba mi respiración incómoda bajo el pesado manto. Cuando asomé mi cabeza, lo vi entre destellos mirando hacia la puerta, moviendo de un lado a otro sus orejas y su cola. Sabía que venía algo acercándose al dormitorio. Se sintió una ráfaga de viento entrar por el pasillo junto al crujido de la madera de la puerta. Luego, unos pasos sonaron débiles recorriendo los primeros tramos del apartamento. Mi nombre se confundía con el tumultuoso torbellino del exterior. El felino, horrorizado, achataba las orejas sobre su cabeza y su cuerpo comenzaba a apretarse contra el mío en actitud de ataque. Lentamente se acercaba aquella voz, chapoteando en un barro traído de otro mundo. Ahora sé que vuelve hacia mí, a buscarme, terriblemente múltiple y una, esa parte mía que extravié en los sueños.