Belén Riguetti ha sido periodista en varios medios montevideanos y actualmente es parte de la redacción de la diaria. Este es su primer relato édito.

Ya era hora de que el bus pasara. Faltaban menos de quince minutos para que fueran las diez de la noche, y si quería llegar a la fiesta tenía que arrancar el viaje ya. Estaba ansiosa por llegar, era una fiesta de disfraces y hacía semanas que llevaba preparando el suyo. En un momento pensó que no lo iba a lograr. Le faltaban accesorios y quería que quedara bien. La idea era parecerse a un genio, en su caso, una genia. Llevaba unas babuchas celestes, un chaleco rojo y una remera blanca bastante corta. Tenía el pelo recogido en una cola bien alta con la que había estado luchando por casi media hora ese día. No era un disfraz complicado. A excepción de los brazaletes que llevaba en cada una de sus muñecas, lo demás había sido fácil de conseguir. Primero había pensado que los podía hacer ella: un poco de cartón, algo de papel de aluminio y pronto, pero cuando los terminó no le gustaron. Quería algo más realista. Pasó dos semanas buscando brazaletes. Cuando encontró los perfectos, eran demasiado caros. Lo pensó cinco minutos y los pagó con la tarjeta de débito que usaba para ahorrar. Ya tendría tiempo para compensarlo. Si iba a hacer algo, lo quería hacer bien.

Ahora estaba en la parada, deseando llegar a la fiesta. No hacía mucho frío, pero tuvo que ponerse un abrigo largo porque no quería quedar como una loca en la calle, sobre todo en el barrio: a los vecinos les encantaba hablar, y su madre siempre se terminaba enterando de cosas que a ella no le convenían. Ya estaba lo suficientemente grande como para hacer lo que le pareciera, después de todo era mayor de edad desde hacía meses, pero la mujer insistía en tratarla como a una niña.

Sintió alivio cuando vio aparecer el ómnibus que le servía. Por suerte iba vacío y se pudo sentar en uno de los últimos asientos. No había pasado ni media hora de viaje cuando se empezó a poner nerviosa. Tenía ganas de ir al baño, no había ido antes de salir por miedo de que le dijeran algo sobre lo que llevaba puesto. Había logrado la proeza de vestirse sin que su madre la interrumpiera y se había despedido con un simple “¡Me voy, no me esperes despierta, como siempre!”.

Entre que estaba nerviosa por llegar y que el ómnibus iba lento, en cuestión de minutos la necesidad comenzó a volverla loca. Su amiga le mandó un mensaje preguntando dónde estaba, ella le mandó la ubicación sin más. Cada pozo que agarraba el ómnibus le hacía ver las estrellas.

Esperó un poco, rezó para que las ganas cedieran, pero no pasó. Parecía no llegar más. Miró su ubicación en el mapa del celular y vio que no estaba muy lejos del shopping. Ahí se podía bajar y buscar un baño. Se propuso tener paciencia, pero otro pozo hizo que se le escapara un chorrito. Eso era el colmo. Sin fijarse en dónde, se bajó. Buscó desesperada el arbusto más grande, se bajó la babucha y la ropa interior y dejó salir el chorro. Al principio fue tal el alivio que no pensó en nada más, pero a medida que su vejiga se iba vaciando empezó a mirar el lugar. Estaba todo oscuro y no había nadie. Le dio un poco de miedo. Su amiga siempre le decía que pensara las cosas antes de hacerlas, que no podía hacer todo sin medir las consecuencias. Ahora le reprocharía no sólo que llegaba tarde, sino que se hubiera bajado en medio de la nada sólo porque quería ir al baño. Ya escuchaba en su cabeza la voz de Mariana diciendo “Cerrá las piernas y aguantá. Pensá en otra cosa. Mirá videos. Cualquier cosa, pero no te bajes del ómnibus”. “Demasiado tarde”, pensó ella.

Cuando terminó, se acomodó la ropa lo mejor que pudo y se incorporó. Se había mojado un poco los zapatos de tela que llevaba. Siempre le pasaba. Ya se iban a secar, mañana los podía poner a lavar, nadie se iba a dar cuenta.

Miró para todos lados y no vio ninguna parada. El mapa decía que a pocos metros había una, pero nada la señalaba. Fue hasta ahí. El celular nunca se equivocaba. Si decía que había una parada tarde o temprano algo tenía que pasar. Pensó en que lo mejor sería tomar un taxi o pedir un Uber, pero se había gastado todo lo que tenía en la tarjeta y casi no llevaba efectivo. Las entradas las tenía Mariana, y ella sólo se había preocupado por la plata para un par de tragos. Pensó que no iba a necesitar más.

Se cerró un poco mejor el abrigo, se cruzó de brazos y se dispuso a esperar. No habían pasado ni cinco minutos cuando sintió que alguien la observaba. Miró para todos lados y no vio nada. Se estaba poniendo paranoica. Tal vez era mejor caminar hasta el shopping. Ahí seguro había gente y se sentiría más segura. Cuando estaba a punto de decidirse escuchó un ruido raro, como el de una puerta vieja que se abre. El chirrido la erizó. El ruido parecía venir del bosque que había al otro lado de la calle. Bueno, no era un bosque de verdad, era un parque bastante grande que daba a la calle, pero a ella le había quedado la costumbre de llamarlo “bosque” porque cuando era chica se lo imaginaba de esa manera.

En el sitio en el que ella estaba esperando había casas, y sus luces iluminaban la vereda. También había una columna de luz, pero no alumbraba mucho. A pesar de eso, se puso debajo. Volvió a sentir que alguien la estaba mirando. Vio que en el muro de una de las casas había una persona sentada que parecía observarla, pero no llegaba a distinguir bien su cara. Las piernas le colgaban y se balanceaban, tenía los brazos flacos apoyados en el muro y la cabeza se inclinaba un poco hacia ella.

Se dio vuelta rápido. No quería comprobar que la estaba mirando. Se concentró en la calle para ver si venía el ómnibus. Si lo deseaba mucho tal vez apareciera. Le pareció raro que ya no pasaran autos.

¿Era cosa de ella o la calle estaba cada vez más oscura? Mariana la iba a matar si seguía demorando. Con lo ansiosa que era, le resultaba raro que no la hubiera llamado todavía. Revisó el teléfono y nada, no había mensajes ni llamadas perdidas.

Le iba a mandar un mensaje de voz cuando sintió una respiración entrecortada muy cerca. Dio media vuelta y se encontró con la figura que estaba en el muro a menos de dos metros. Ella seguía debajo de la luz de la columna, pero la persona estaba en penumbras y todavía no podía verla bien. Le parecía escuchar en su cabeza la voz de Mariana diciendo “Salí de ahí, ya. Aunque quedes como una loca, corré”, pero ella no se podía mover, se quedó petrificada en el lugar tratando de distinguir la cara del que la miraba. En medio del silencio, escuchó:

—Hola.

Se sobresaltó, no porque el saludo fuera inquietante, sino porque la voz era profunda y lenta. Nunca había escuchado una voz así.

—Hola —contestó casi al momento y prácticamente sin darse cuenta.

—¿Por qué estás acá tan tarde?

Era un sonido persuasivo. Estaba cada vez más oscuro y la silueta inclinó la cabeza, interrogante.

—Iba a una fiesta, me estaba haciendo pis, me bajé del ómnibus porque no podía más y ahora estoy esperando que pase otro; mi amiga me va a matar, porque quedamos de encontrarnos en la puerta para que me diera la entrada, ahora tengo miedo de no llegar y de estar sola acá —dijo, y abrió mucho los ojos y se tapó la boca. No había querido contar tanto, ni siquiera quería responder.

—No es un lugar bueno para estar sola. Mirá, allá viene gente —dijo la silueta con su voz modulada y dio un paso hacia atrás, escondiéndose más en la penumbra.

Ella vio cómo se acercaban cinco chicos. Todos parecían bastante borrachos. Reían y gritaban, se burlaban de uno de ellos porque no se había animado a hacer algo y lo retaban a hacerlo ante la próxima oportunidad. Pasaron a su lado y ella estuvo a punto de llamar su atención, pero sintió la presencia de la sombra muy cerca que le decía:

—No les digas nada, mejor que no sepan que estás acá.

Se quedó quieta y pasaron sin hacerle caso.

Cuando ya estaban lejos, se dio vuelta y vio que la figura estaba en el mismo lugar que antes, con los brazos largos colgando a los costados y la cabeza ladeada.

—¿Nos conocemos? —preguntó, y con la misma espontaneidad que antes ella contestó:

—Hace años que no paso por acá, no creo.

—Hace años que no hablo con nadie, sos la primera persona en mucho tiempo que me hace caso.

—Debe ser porque das miedo —dijo ella, y se escuchó una carcajada tan profunda que retumbó en su pecho

—Sí, debe ser eso. ¿Ahora te doy miedo? —preguntó la figura cuando paró de reír.

—No tanto como al principio —dijo ella, y vio cómo muy, pero muy lento la sombra ladeó la cabeza para el otro lado.

—¿Te puedo contar un secreto? Pero me tenés que prometer que jamás, nunca se lo vas a contar a nadie. Aunque pasen muchos años y parezca que ya no es importante, nunca nadie lo puede saber.

—¿Qué es? —preguntó ella con curiosidad.

—Jurame que nunca lo vas a decir.

—Lo juro —dijo la muchacha besando el dedo índice de su mano derecha dos veces, como hacía cuando tenía siete años.

—Tengo mucha hambre y no puedo comer, hice esa promesa. Hoy pensé en romperla, pero las promesas se cumplen siempre.

—¿Por qué? —preguntó ella con algo de miedo.

—Porque así somos, no lo podemos evitar. Hace años que nadie se acuerda de que todavía existo. A todos los que quise me los devoré, me los tragué enteros, pero la última, una chica muy parecida a vos, me hizo prometer que sería la última, y así ha sido. Desde ese momento me empecé a morir. Al principio no me di cuenta, todo seguía como siempre, pero con los años fui perdiendo fuerza, ya no era tan vasto. Ahora soy sólo el triste recuerdo de lo que era y me resigno a ver pasar las cosas desde la vereda de enfrente. Quisiera pedirte algo. ¿Podrías complacerme? —dijo el ser, expectante.

Ella no entendió, y la sombra levantó el brazo izquierdo y señaló su ropa. En algún momento su abrigo se había abierto, dejando al descubierto su traje.

—Ah, no, esto es un disfraz.

—¿Qué es un disfraz?

—No importa. ¿Qué es lo que querés? —dijo ella tratando de llevarle la corriente. No quería que le hiciera nada malo.

—Quiero deshacer mi promesa.

—Pero eso sólo lo puede deshacer la persona a la que se lo prometiste, yo no puedo ayudar, está mal.

—Pero ella ya no está.

—No puedo hacer nada, lo siento.

—Entonces deseo que me recuerden.

—Eso sí lo puedo hacer, yo te voy a recordar siempre —dijo la muchacha sin dudar ni un momento; jamás se iba a poder sacar de la cabeza esa situación tan rara.

—Pero no lo vas a poder contar.

—Jamás. Ya lo juré —dijo ella pensando en que si alguna vez decía algo no le iban a creer, o peor, iban a pensar que estaba loca. Tenía mucho miedo de quedar como una loca.

—Entonces trato hecho. Cuando te vi pensé en llevarte conmigo y olvidar lo que había prometido, pero nosotros no hacemos eso, los seres especiales necesitan ser tratados de manera especial. Yo también tengo mis trucos —dijo la sombra, y estiró los dos brazos, que se empezaron a alargar creciendo como las ramas secas, pero todavía vivas. Esas cosas la cubrieron de pies a cabeza, formando una especie de cápsula vegetal que no la apretaba, pero tampoco le dejaba espacio para moverse.

—¿Qué me vas a hacer? —preguntó ella casi llorando de miedo.

—Llevarte al lugar que querés.

—No le vas a hacer daño a nadie, ¿verdad?

—Nunca prometí eso, pero tampoco me liberaste de mi juramento anterior. Tal vez alguien más me pueda ayudar —dijo el ser, y ella sintió por primera vez en su vida el peso de la culpa. Se mareó y cerró los ojos, y cuando los abrió la maraña de ramas ya no estaba. Recuperó la orientación y vio a Mariana en la esquina; estaba en la puerta de la fiesta, esperándola.

—¿Cómo apareciste de la nada? ¿Qué te pasó que demoraste tanto? —le preguntó su amiga tan rápido que pudo evitar la primera pregunta.

—El ómnibus venía lento —mintió.

—Qué lindos brazaletes. ¿No me digas que te los compraste?

—Sí, no fueron tan caros —dijo ella sin mirarlos.

—No parece. Prestame uno.

—No, son míos —dijo ella protegiéndolos, sin saber muy bien por qué le generaba aprensión desprenderse de ellos; con Mariana se prestaban todo.

—Pero ¿qué tienen?

Las dos los miraron con atención y vieron que en cada uno de ellos había un enorme árbol tallado en lo que parecía ser plata. Cuando los compró eran completamente lisos, estaba segura de eso.

—¿Qué te dijo tu madre?

—Nada, no los vio todavía.

—Te va a matar. Bueno, vamos a entrar, que ya es tarde —dijo Mariana olvidando todo lo anterior. Así era su amiga, estaba ansiosa por vivir y no dejaba que la distrajera lo que para ella no era importante.

Esa noche todo cambió. Ahora las promesas pesaban y siempre se cumplían. Le llevó mucho tiempo deshacerse de los hermosos brazaletes que había conseguido, pero logró dejarlos a un lado un día. Ya estaba vieja y ahora lo olvidaba casi todo, hasta las promesas. En algunos momentos se sentía aliviada, en otros se sentía culpable sin saber por qué, pero la mayor parte del tiempo estaba orgullosa de no haber olvidado mientras pudo, porque cuando hacía algo, lo hacía bien.