Los viajes largos en auto. Me cuesta mucho leer arriba de un auto. En los ómnibus, no. En los ómnibus puedo leer horas. Ahora que lo pienso, los ómnibus deben de ser el lugar en donde soy capaz de leer más cantidad de horas seguidas. Cuando dejé de vivir en el Cerro, perdí un par de horas diarias —ida y vuelta a cualquier lugar céntrico— de lectura.
Es que en los viajes largos en auto hay dos tareas que me demandan mucha energía: cebarle mate al conductor e intentar poner música que nos deje contentos a todos los que viajamos. Al mediodía, pasando el Chuy, me tocó manejar. Puse un disco nuevo, publicado ese mismo día, de una banda de la que formo parte. Lo puse porque me lo pidieron. A la cuarta canción, mis cuatro acompañantes se habían dormido. Dos de ellos roncaban. “Es un disco para la noche”, me consuelo.
Tengo una sola superstición: el volumen de la música dentro de un auto no puede estar en 13. Manejar es una tarea demasiado riesgosa como para andar dando ventajas esotéricas.
Escucho música brasileña muy ocasionalmente. Pero cuando estoy en Brasil es casi lo único que escucho. Es un ejercicio de mimetización que me hace sentir medio boludo, como el turista que viaja a México y anda con sombrero de mariachi gritando “¡órale!”. Pero lo cierto es que la música brasileña suena mejor acá, de la misma manera que “El grito del canilla” no convive bien con los bolinhos de sirí y la caipirinha.
En ese sentido, nos enteramos de la existencia de la caipirinha de banana y alguien manifiesta estar “un poco confundida con la delimitación del concepto y objeto de la caipirinha”.
Dentro de las casas brasileñas los televisores siempre están mal ubicados y apuntan hacia cualquier lado. Siempre. No es una conclusión a la que haya arribado partiendo de un solo caso: debe de ser el quinto o sexto lugar que habito en Brasil en el cual el televisor ocupa un lugar insólito. Me refiero a casas de balnearios.
En donde me estoy quedando ahora, la única manera de ponerte a ver la tele es quedándote parado —medio torcido, bastante incómodo— en el espacio de mayor tránsito de la casa. No solamente está mal ubicada, sino que está en el peor lugar posible donde podría estar.
De todas maneras, prendí la tele y sólo tiene cinco canales locales. Quería ver si pasaban algún partido de la liga inglesa, la única liga europea en la que se juegan partidos en esta época del año. Me imagino a un jugador con una buena oferta para jugar en la Premier, pero que la descarta porque no lo liberan entre las fiestas.
Brasil se basta consigo mismo. Es una afirmación temeraria, pero estoy en Brasil y se acerca fin de año, así que me permito la libertad de anotarla. Sé que es un lugar común y tremenda generalización, pero pareciera que, en promedio, los brasileños no tienen mucha idea de qué hay más allá de su país y tampoco les importa.
Hace unos meses estuve acá cerca, también en un balneario del sur, pero más agreste. Bastante aislado y con poco turismo. Tenía sus decenas de habitantes, su bar de pueblo y unos tres parroquianos con quienes estuve hablando. Los tres vivieron toda su vida a 800 kilómetros de la frontera, pero cuando les dije “Uruguay” se miraron entre ellos, extrañados. No les sonaba ya no el país, sino la palabra. Pregunté, en actitud Gorzy: “¿Maracanazo?”. Nada. Un hito forjador de identidad allá, una expresión desconocida en la propia escena de la hazaña.
En la playa, un argentino macrista dice que se jodan los que votaron a Cristina, que ahora no van a poder vacacionar por el impuesto al turismo. Más temprano me habló de un amigo suyo que estaba re loco. Y ejemplifica: “Le sacaba las lagañas al perro con el dedo y después te pasaba el dedo por la boca, así de loco estaba”. Nunca deja de sorprenderme la capacidad para comunicar que tienen los porteños. Cualquier porteño elegido al azar, por sorteo, podría llevar adelante un programa de radio o televisión en Uruguay. Como conductor, como panelista. Y sería famoso.
Manjericão es, definitivamente, mi palabra favorita en portugués. Es la albahaca, que junto con el queso y el tomate forman la mejor palabra italiana, caprese.
Hay palabras que representan muy bien el objeto que simbolizan. Agua, madera, hipopótamo. Hay otras que no, como por ejemplo barrilete.
Uno de los libros que seleccioné para leer durante las vacaciones aborda científicamente la cuestión de la risa. Por qué, cuándo y para qué nos reímos. Menciona ejemplos de ataques espontáneos de risa y me retrotrae a tres años atrás, un 25 de diciembre que pasé en Madrid. Entré a una misa de Navidad junto a mi ex pareja, que era medio católica. Nos pusimos a cantar villancicos en una iglesia famosa. Yo me lo tomé muy en serio, me compenetré, exento de cualquier tipo de ironía atea.
Pero apareció, en un villancico, el doble sentido. Y de pronto, en mi cabeza el niño Jesús no había “crecido entre pajas” literalmente, sino que estaba obsesionado con la masturbación. Todo el día dale que te dale el niño Jesús. La enorme presión social de la coyuntura fue mucho más débil que mi infinita estupidez, así que comencé a emitir ruidos guturales provocados por la risa, que se me desbordaba por la nariz y la boca. Mi acompañante comenzó a ponerse roja de vergüenza propia y ajena, todo junto. Los feligreses comenzaron a mirarme mientras le cantaban al niño Jesús y a mí se me escapaban lágrimas y más sonidos. Como aún no quedaba claro si me estaba riendo o simplemente me encontraba conmovido, me puse de rodillas, me tapé la cara con las manos y empecé a rezar. No sé si alguien me habrá creído, pero finalizada la tentación —la mía y la de Cristo— me incorporé y sentí una paz inédita, ambigua, en parte por la risa, pero también por el improvisado rezo.
En Brasil conviven el culto al cuerpo escultural y el culto a la fritanga. Este contrapunto se ve acentuado en las playas, donde se hace más notorio que o bien tienen el cuerpo trabajado, o son bastante obesos. Los físicos trabajados masculinos rioplatenses generalmente imitan el modelo tipo futbolista, pero los musculosos brasileños siguen un estereotipo mucho más cercano al de actor de película porno.
A los rioplatenses de esta playa es fácil distinguirlos porque —además de la portación de mate— son los que ocupan todo el espectro físico medio.
Es común, en las playas desiertas o muy poco concurridas, saludarte con las pocas personas que te cruzás. Me parece bien y alguien debe de tener algún argumento elegante y antropológico para explicar esta costumbre. ¿Pero dónde se establece el límite? ¿Cuál será el umbral? ¿Cuánta poca cantidad de gente debe haber ocupando un espacio público para determinar que saludemos a un extraño con el que hacemos contacto visual?
Ya en suelo uruguayo, considero que manejar en la ruta, junto con lavar los platos, son las dos tareas que más despiertan la proliferación lateral de pensamientos enfocados, ocurrencias originales, preguntas existenciales. Por eso extrañaba lavar cuando tuve lavavajillas. Es como si la concentración mecánica y a largo plazo en una tarea despertara, a su vez, otros canales de razonamiento más trascendentales, o, mejor dicho, la más estéril cháchara mental.
¿Los animales se desmayan?