El agua con bicarbonato ha hecho más por Chile que Piñera. Grafiti en el Centro Gabriela Mistral

“¡Cuidado con el agua!”, gritan desesperados desde la primera línea. Un chorro de agua amarillenta se esparce sobre miles de manifestantes en la esquina de Manuel Corvalán. De pronto un olor ácido invade todo y parece que estamos respirando ceniza ardiendo. La piel, los ojos, el cuero cabelludo, todo arde como si se estuviera quemando.

—¡Respiren por la nariz! ¡Respiren por la nariz! ¡No abran la boca! —gritan de todas partes—. ¡Cúbranse! ¡Cúbranse!

Me tapo la cara con la solapa de la campera, no puedo ver, me tomo del hombro de alguien que está adelante, haciendo fila india, para avanzar contra la pared. El aire me quema los pulmones. No sé hacia dónde correr, no puedo respirar, sólo atino a taparme la cara y hacerme un ovillo detrás de un árbol. El guanaco vuelve, entre gritos de dolor y estampidas, a rociar otra vez a la multitud. La gente se saca la ropa que la abrasa, escupe, vomita, tose y se desespera en busca de oxígeno.

“¡Primera línea!”, escucho que gritan, y de alguna parte, de entre la nube de humo y gas, salen dos escudos que me cubren la cara y me sacan de allí.

Protestas en Santiago, el 7 de febrero de 2020. Foto: Javier Torres / AFP.

Protestas en Santiago, el 7 de febrero de 2020. Foto: Javier Torres / AFP.

“No ve”, dice alguien mientras me aferra la mano al mango de un carrito de supermercado lleno de hielo y cerveza. “Respira por la nariz, respira por la nariz”, me dice otra voz. “Abre la boca y luego escupe”. Los ojos me arden como si me hubieran espolvoreado con ceniza caliente. Me rocían con agua con bicarbonato, que me alivia hasta que puedo abrir los ojos. Entre nubes distingo varios encapuchados que me miran con curiosidad, detrás de lentes de soldador y máscaras antigás con filtros laterales, como en una escena de Mad Max. “Pestañea todo lo que puedas”, me indica abriendo y cerrando las manos otro encapuchado. La nariz, la boca y la garganta me pican como si hubiera aspirado soda cáustica, porque he aspirado soda cáustica.

—¿Estás mejor? —pregunta un adolescente con una camiseta negra sobre la cara.

Asiento con la cabeza, todavía no puedo hablar.

—Toma, cálmate un poco —me dice, y me pasa un porro.

Rechazo la gentileza y me siento en el cordón de la vereda. Se sienta conmigo, atento. Gente tirada a un lado y otro respira jadeante. Muchos se han sacado la ropa, los zapatos, los voluntarios los rocían con mangueras. Nos miramos como si sobreviviéramos a una guerra química. Los ojos hinchados, la garganta seca, los pelos revueltos, la boca chorreando baba que quema los labios.

—¿No tienes máscara? —pregunta un señor alto, con asombro—. No puedes venir sin máscara —me advierte, un poco tarde, mientras revuelve en su mochila y saca un pañuelo turquesa empapado en agua con bicarbonato y me lo da para que me lo ate sobre la nariz y la boca. Todavía lo tengo.

A las cinco de la tarde

A las cinco de la tarde el sol cae a pique sobre Santiago. En la desolada Plaza de la Dignidad y en los alrededores del Parque Forestal, algunas decenas de manifestantes hacen peaje. Piden monedas para la causa a los autos y empiezan a cortar el tránsito activando extintores.

En el grafiteado monumento a Manuel Baquedano siempre hay un primera línea “cuidando la posición”, sentado en los escalones más altos. Los termómetros marcan 35 grados, pero el mármol debe de estar a 40. Subo hasta allí. Un chico encapuchado, que tendrá 20 años, me cubre con la bandera de Chile que tiene sobre las piernas y me pregunta quién soy. Está harto de que le saquen fotos. Hay gente sacándose selfies haciendo la V de la victoria, un canal de televisión graba un informe con testimonios de transeúntes, y ahora que somos dos todos los teléfonos apuntan hacia nosotros.

Foto: Javier Torres / AFP.

Foto: Javier Torres / AFP.

—Es muy fácil venir a sacarse fotos y decir “¡resiste!”, pero luego hay que estar aquí y aguantar —dice, y me señala dos heridas de perdigones vendadas en sus piernas.

—¿Y por qué sigues aquí?

—¿A dónde más voy a ir?

Trabajaba en las plantaciones del sur, pero en cuanto supo de la revuelta se vino a Santiago. Se vino a dedo, no tenía dinero para el boleto. Se va a quedar aquí hasta que las cosas cambien.

—Desde que empezó la revuelta no ha cambiado nada. No hemos conseguido nada. Entonces, ¿protesto un día y después vuelve a seguir todo como estaba? No. No protestas un día y los demás no. No te enamoras un día y los demás no.

Una señora de unos 60 años se sube al escalón y le deja una caja con postres de chocolate.

—¿Qué necesitas? —pregunta.

—Agua —responde el chico.

Un hombre baja de una camioneta y reparte cervezas en la plaza. Justo enfrente, en lo que era la entrada del metro de Baquedano, ahora cerrado y convertido en una exposición de arte callejero, se congregan los curiosos. Una bocina gruesa y los gritos de la calle anuncian que ya llegan los carabineros a despejar la zona.

A las cinco de la tarde, cada día, en la Plaza de la Dignidad —antes era la plaza Baquedano o Italia, pero fue bautizada así por los manifestantes—.

La resistencia

Una lluvia de insultos y piedras cae sobre el carro blindado lanza agua, el guanaco.

—¡Pacos culiaos! ¡Bájense y peleen de frente, cobardes! ¡Concha de tu madre! ¡Asesinos, violadores!

El chorro de agua apunta primero al piso, levantando los escombros y las piedras de la calle, que revientan como proyectiles contra los manifestantes. Después les apunta directamente al cuerpo. La mayoría corre hacia el Parque Forestal a protegerse detrás de los árboles, los primera línea corren en la dirección contraria, a enfrentarlo en medio de la calle.

—¡Me lavaste un pie, vuelve que me falta el otro! —le grita un encapuchado, mojado de pies a cabeza.

Los más hábiles han aprendido a burlarlo, saltando o agachándose a ras del suelo. Uno con menos suerte lo recibe en el pecho, vuela por el aire como un muñeco, da una vuelta de campana y cae en el cemento. Allí se queda tendido. Dos primera línea corren a cubrirlo con improvisados escudos hechos de antenas de DirecTV y tanques de lata. Uno tiene pintada una calavera blanca sobre un fondo negro, el otro una camiseta que dice “Somos el 94% que se los pasa por el ñato” (el presidente Sebastián Piñera tenía 6% de aprobación, según una encuesta del Centro de Estudios Públicos del 16 de enero de 2020; luego esa cifra bajó a 4,2%).

Los rescatistas

En medio de la confusión los rescatistas salen en busca del chico caído en la calle, empapado y cubierto de sangre, con un tajo de cinco centímetros en la frente. Los rescatistas son voluntarios; llevan overoles anaranjados, cascos y escudos con una cruz pintada en el medio, pero igual el guanaco los baña con agua. A rastras llevan al herido hasta la reja de la improvisada clínica Fuerza de Tarea, instalada en la entrada de un edificio en la avenida Vicuña Mackenna. El portón se abre para dejar pasar al herido y su acompañante. Los voluntarios se apuran a acostarlo en una camilla. Al margen del tajo, está completamente drogado.

Segunda línea

Foto: Javier Torres / AFP.

Foto: Javier Torres / AFP.

Un griterío llega desde el Parque Forestal: detrás del puente que cruza el río Mapocho arde un ómnibus. Una columna de humo negro se eleva hasta hacer desaparecer el cerro San Cristóbal. Los manifestantes festejan y graban el incendio. Los vendedores ambulantes ofrecen “chela”, agua fresca, empanadas y cigarros con sabor a frutas. El griterío, esta vez de alarma, llega desde la Plaza de la Dignidad. Se acerca el zorrillo, un blindado que lanza gas lacrimógeno por los laterales, como si estuviera fumigando una plantación. El aire se vuelve irrespirable, la gente tose y hace arcadas en forma compulsiva, enceguecida y asfixiada por los gases que invaden la plaza. La composición de los gases que tiran ha variado con el tiempo, y los efectos que causan son diferentes cada vez. El Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile investiga de qué componentes químicos se trata, porque los efectos causados no coinciden con las sustancias declaradas por Carabineros.

Los abusos en la represión de las manifestaciones han sido denunciados ante diversos organismos nacionales e internacionales. Sólo en la revuelta del 18 de octubre el Instituto Nacional de Derechos Humanos chileno recibió 158 denuncias por violencia sexual, cuatro de ellas violaciones, y 770 por torturas y tratos crueles. Hay al menos 405 personas con pérdida de globos oculares, más de 250 afectados graves por gases lacrimógenos y más de 2.000 heridos por disparos.

En la retaguardia, media calle más abajo, la segunda línea y la tercera corren a ayudar. Son los que rocían a los manifestantes con espray con agua con bicarbonato o agua de laurel para contrarrestar el efecto del gas. Corren hacia los que ven heridos: los ojos rojos, hinchados, las pupilas dilatadas, algunos totalmente ciegos. Levantan los brazos para que los vean, o rocían directamente el aire. En la otra esquina, una banda toca el tambor y la gente baila.

A las barricadas

Alrededor de la barricada de la avenida Vicuña Mackenna la multitud salta al grito de “ya van a ver, las balas que nos tiraron van a volver”. Una chica de pelo rosado y máscara de colores aviva el fuego con botellas de plástico, cajas de cartón y líquido inflamable. Los primera línea secan su ropa mojada por el guanaco. La barricada se abre para dar paso a la ambulancia que vino a llevarse al herido, y se vuelve a cerrar. Tuvo suerte porque es jueves, los viernes las ambulancias no entran. En la manifestación del viernes 15 de noviembre murió Abel Acuña Leal, luego de sufrir un paro cardíaco a consecuencia de los gases. Una ambulancia del Servicio de Atención Médico de Urgencia llegó a tiempo, pero mientras intentaban reanimarlo los carabineros dispararon bombas lacrimógenas, el chorro del carro lanzaagua y perdigones contra la ambulancia, el equipo médico y quienes intentaban protegerlo. Desde entonces las ambulancias no entran en la zona los viernes, que es el día que las manifestaciones son masivas.

En un apartamento del segundo piso del edificio de enfrente, sobre la Alameda, emite la radio Plaza de la Dignidad, a todo volumen, “para alentar a los que luchan”. Debajo se instalan los vendedores ambulantes. Una señora rolliza y de piel muy blanca se arrodilla con dificultad sobre una manta que exhibe máscaras antigás, antiparras, hondas y bolitas, que sirven de munición. Toma una honda, la gira con curiosidad un momento y pregunta el precio.

—Dos lucas —responde el chico.

La señora la mide con fuerza, hasta tensar al máximo la goma, la aprueba y se la lleva. Se escucha la sirena del camión de bomberos que llega para apagar el ómnibus que arde del otro lado del río Mapocho, las barricadas se abren para darle paso.

La plaza es nuestra

Al grito de “¡la plaza es nuestra!”, la multitud vuelve a congregarse en la Plaza de la Dignidad. Dos encapuchados se sientan en el caballo del monumento del general Baquedano, y largas cintas de colores bajan desde la montura hasta la plaza. Alguien acumula piedras en los rincones. Padres con sus hijos. Estudiantes. Jubilados. Cada uno levanta su pancarta. Unos para defender el agua. Otros para decir que el rap está presente. Algunos bailan, otros cantan, todos sacan fotos y abuchean a Piñera. Cada tanto el viento trae gases, no se sabe ya de dónde, y todos vuelven a cubrirse la cara.

A media cuadra, sobre la calle Ramón Corvalán, hay combate abierto entre los carabineros y los manifestantes, que ya son miles.

“¡Cuidado, lacris!”, advierten cuando ya en el aire zigzaguean las bombas lacrimógenas atravesando la Alameda. Tres, cuatro, cinco, no puedo contarlas. Rebotan por todas partes, dejando una estela serpenteante a la que los primera línea no parecen temerle. Todos llevan pañuelos empapados en agua con bicarbonato, filtros de gas para respirar y lentes o antiparras herméticas.

A mi costado, un primera línea atrapa una bomba y la tira dentro de un botellón de cinco litros de agua, lo tapa y lo sacude. La bomba se apaga. El chico levanta los brazos en actitud de victoria: en una mano sacude el botellón lleno de humo y en la otra levanta el dedo del medio. Es del “escuadrón matalacris”: atrapan las bombas para apagarlas o lanzarlas de vuelta a los pacos. En medio del caos se escuchan silbidos dobles y agudos. Todos entienden de inmediato:

—¡Encerrona! ¡Encerrona!

De un lado vienen los gases, del otro los carabineros. Bajan de dos furgonetas, abriéndose en abanico para cerrar el paso y acorralar a los manifestantes. La gente corre en todas las direcciones. Los voluntarios sanitarios se quedan inmóviles con un brazo en alto. Los primera línea se atrincheran en sus posiciones.

Molotov

Foto: Javier Torres / AFP.

Foto: Javier Torres / AFP.

La multitud se abre entre vítores y aplausos al paso de una columna despareja y caótica formada por hombres y mujeres vestidos de negro, cubiertos con capuchas de colores algunos, apenas con remeras negras atadas en la nuca otros. Llevan máscaras antigás, antiparras, guantes y mochilas cargadas de municiones: piedras, molotovs, fuegos artificiales, “bombas” de tintas de colores. Son los “matapacos”, que van a defender la posición en la esquina de Ramón Corvalán. Van todos vestidos de negro, de los pies a la cabeza, para ocultar tatuajes o cualquier señal que pueda identificarlos.

—No saques fotos —me pide una mujer de unos 50 años vestida también de negro, pero a cara descubierta—. Hay que proteger a los chiquillos, hay que cuidarlos a ellos, que son los que nos están cuidando a nosotros para que podamos manifestarnos.

La ley de porte de armas y la ley de defensa del Estado prevén penas que rondan los diez años para los que caigan presos por tirar o portar molotovs.

—Si no llevas un “molo” igual dirán que llevabas uno y te plantarán lo que ellos quieran —dice un primera línea—. Muchas veces el que te ayuda a hacer el molotov es un paco. Una vez había un cabro en primera línea que gritaba “¡vamos a romper todo, vamos a romper todo!”, y estábamos frente a un jardín de infantes. Nadie le siguió el juego; no estamos combatiendo un jardín de infantes, estamos combatiendo a los pacos.

Debajo de un portal se cambia la ropa negra y mojada por jeans y una remera limpia y se va caminando despacio, de la mano de su novia.

Voluntarios médicos

Tres rescatistas atienden a heridos sobre la vereda. Uno tiene perdigones en el muslo y en la pantorrilla, de las heridas apenas sale sangre. El otro tiene un círculo en el medio del pecho, en carne viva, donde rebotó el perdigón. Limpian las heridas y las cubren con gasa a toda velocidad. No pueden cruzar la calle hasta el punto de atención sanitaria porque todavía están disparando, y toda la avenida está envuelta en humo y gases.

Fuerza de Tarea trabaja detrás de la reja que rodea la entrada al edificio, justo en la esquina. Un toldo y una camilla hacen de consultorio. En la parte exterior han instalado un punto con agua para beber y bañar a los que llegan afectados por el agua con químicos. Una señora de pelo blanco, de unos 70 años, sale del edificio y, sin decir una palabra, cierra el pase de agua y, con mucho trabajo, intenta desconectar la manguera. Los voluntarios la dejan hacer, manteniéndose en sus tareas.

Un momento más tarde baja otro vecino, ve la llave del agua cerrada y la vuelve a abrir.

—Hay que dejarla, está en su derecho —me explica a modo de disculpa—. No todos están de acuerdo con la revuelta, pero la mayoría sí lo estamos.

Los vecinos del edificio, en asamblea, decidieron por mayoría ceder el espacio a Fuerza de Tarea, una organización de estudiantes de Medicina y Odontología que, en forma espontánea, empezó a ayudar a los heridos.

—La revuelta nos ha unido. Antes yo no conocía a ninguno de mis vecinos. Nos hemos tenido que juntar para resolver cosas y hemos terminado por conocernos, por ser amigos. ¡Ahora celebramos juntos los cumpleaños!

La sirena del guanaco interrumpe la conversación, todos corren a protegerse detrás de los escudos y a cubrirse con las máscaras. El chorro da de lleno en la improvisada clínica y los empapa a todos. El vecino se pone una mascarilla mojada con agua con bicarbonato y me pasa otra. Seguimos la charla cubiertos como para hacer una cirugía.

—Yo viví el miedo en la dictadura. Era un niño, pero vi el miedo cuando sacaron a mi padre y a todos los vecinos a culatazos. Hoy no quiero vivir el miedo. Mi respuesta es ayudar a estos chicos y pararme en la vereda. Cuando vienen los pacos no me muevo. No estoy haciendo nada. Tengo derecho a estar parado en la vereda y punto.

Cuando empieza el avance de los carabineros y todos corren a cubrirse, el vecino cruza la reja y se para en la vereda. Otro vecino del edificio lo imita y ambos se quedan de pie, inmóviles, en medio del caos.

Vivir con la revuelta

Foto: Roberto López Belloso.

Foto: Roberto López Belloso.

Asesorada por mi casera, al otro día fui a una ferretería a comprar una máscara antigás de las que se usan en la construcción o para pintar autos, y antiparras.

—Se me han terminado, sólo me quedan estos —dice el vendedor, y me señala dos modelos de antiparras—. Esta está certificada y es hermética, cubre tanto de los gases como de los balines, porque está pensada para proteger en caso de que salten lascas de metal en las obras.

Luego me dice que tiene que hacer un nuevo pedido, que se le han terminado ya dos veces y se viene marzo, cuando las protestas, dicen, se van a multiplicar.

Mi casera, que vive en Baquedano, a dos cuadras de la plaza, sale siempre con su kit en la mochila.

—En cualquier momento puede haber enfrentamientos y hay que estar preparada —me advirtió con sobrados motivos: todos los días de mi estadía, a partir de las cinco de la tarde, dispararon gases en alguna parte de Providencia, en los alrededores de la Plaza de la Dignidad o en la Alameda.

Con la revuelta empezaron los cabildos en los edificios. La vida cambió por completo a partir del 18 de octubre. Inquilinos y propietarios tuvieron que empezar a resolver juntos la nueva realidad: cómo convivir con la revuelta. Enfrentamientos diarios entre manifestantes y policías, presencia policial permanente en la zona, presencia constante de encapuchados, cómo atender a los heridos, cómo defenderse de las balas, las piedras, los gases, las sirenas, el corte de calles. ¿De qué lado está cada uno? ¿Hay que apoyar a los manifestantes o a la Policía? ¿Es posible mantenerse neutral?

El bloque de edificios queda exactamente sobre la Plaza de la Dignidad y es patrimonio histórico. Para M, enfermera de profesión, no había discusión: iba a ayudar a los heridos. Ese es su mandato, para eso estudió. Fin de la discusión.

C pasó del miedo al apoyo, del apoyo al cansancio de las noches sin dormir, del instinto de proteger a su hija al de proteger a los chicos que están siempre en la plaza.

Cada día, cuando llega de trabajar, abre la ventana y pone música para darles ánimo a los manifestantes. Tiene una playlist revolucionaria. A las cinco de la tarde lleva hielo al punto de asistencia médica que está abajo del edificio. También lee poemas. Algunos días de calor abrasador ha cruzado a la plaza a llevar agua a los primera línea. El último lunes terminó invitándolos a refrescarse en su casa.

—Vienen de barrios que me da vergüenza decir que ni siquiera sabía que existían. Uno de ellos está preocupado porque tiene tres hijos y su esposa no entiende su lucha. Cada día, después de trabajar, se viene a la primera línea a luchar. Estuvimos conversando mucho rato, descansó y volvió a la pelea —me cuenta.

Está cansada de la revuelta, pero la apoya.

Dos planchas de metal de más de dos metros de alto bloquean lo que antes fue la entrada de un centro comercial de la Alameda. Por una portezuela abierta atienden los voluntarios de Cruz Azul. Una mujer vestida de pantalón y chaqueta, como si viniera de una oficina, se acerca y les deja una crema contra las quemaduras.

—Es lo que pude traer —dice la mujer, y sigue de largo sin detenerse en la manifestación que empieza a congregarse.

Otra mujer, que empuja un cochecito de bebé, se detiene a preguntar si todavía se puede pasar. Daniel le dice que sí, que el guanaco todavía no ha llegado, y la mujer apura el paso entre la gente.

En los últimos días los carros lanzaagua han multiplicado el uso de químicos que queman la piel, y por eso han empezado a llegar donaciones contra las quemaduras.

Todo el material que tienen para atender a los heridos son donaciones como esta, u organizadas a través de las redes sociales o de grupos de Whatsapp. Todos los que trabajan son voluntarios; médicos, enfermeros, estudiantes que se turnan para atender a los heridos en las manifestaciones.

—Empezamos a venir a vaporizar agua con bicarbonato a los afectados por los gases, y hemos terminado atendiendo heridas cortantes profundas, gente con intoxicaciones graves, quemaduras y balas. Una vez vino un chico con 17 balines en el cuerpo. Era una masacre.

En la zona hay al menos 12 organizaciones que atienden a los heridos. Algunas tienen puntos fijos, otras van rotando, y tratan de coordinar entre ellas la asistencia.

—Tratamos de venir tres veces por semana, los días que tenemos libre en nuestros trabajos. Los jueves y los viernes seguro estamos aquí, que son los días más complicados.

—¿La Policía los respeta, pueden trabajar seguros?

—No.

La vida sigue

Foto: Javier Torres / AFP.

Foto: Javier Torres / AFP.

El portero del edificio de la esquina de la Alameda y Ramón Corvalán se calza la máscara antigás y se pone a barrer el agua de la vereda.

—La vida sigue —dice.

Los baldosones que cubrían la fachada de lo que fue un coqueto edificio en un punto privilegiado de la ciudad están destrozados hasta donde alcanza el brazo de un hombre. Las ventanas de los primeros pisos están tapiadas con maderas y rejas. La vereda ya no existe. La parada de buses que estaba enfrente es un amasijo de hierro, y toda la cuadra está cubierta de grafitis. Las descascaradas columnas del portal de entrada son el refugio de fotógrafos y de los primera línea, que todos los días, desde el 18 de octubre, se enfrentan a los carabineros en esa esquina.

Un camión lanzaagua y los blindados que lanzan gases rocían desde allí a los manifestantes. A veces son un par de decenas, otras veces son muchos miles.

El desprestigio de Carabineros por corrupción y violaciones a los derechos humanos es amplio. A las por lo menos 405 personas con pérdida de globos oculares y los más de 2.000 heridos por disparos se suma el desprestigio de la Justicia (carabineros violadores confesos están libres, el conductor de un blindado que asesinó a un hincha de Colo-Colo está libre) y del Parlamento, que sanciona leyes cada vez más represivas.