En la Argentina actual existe un cierto vacío interpretativo de la política en relación con Carlos Menem, el menemismo y la década de 1990. Fuera de la academia, la política profesional mira ese pasado con el ojo de vidrio de una indiferencia calculada; con la excepción de la izquierda, a todos los incomoda. En el mundo cultural el vacío es aun más pronunciado, a excepción de que se nombre esa década desde la condena automática o bajo la tenaz y solitaria pluma de un escritor como Jorge Asís. Pero esos años ya no se tematizan. Algo de eso puede observarse en las contadas situaciones institucionales en las que un Menem ya anciano aparece para reclamar sus fueros en la historia: entre la distancia y el consumo irónico, y pasadas las pasiones personales que prohijó, da la sensación de que la sociedad política argentina aún no sabe bien qué hacer con él.
Al peronismo le recuerda una parte “maldita” de su historia, una que no puede narrarse en clave de movilización popular, expansión de derechos, resistencia o lucha antiimperialista. Una década extensa y compleja, difícil de decodificar a través del prisma de sus tres banderas históricas de “independencia económica, soberanía política y justicia social”. Incluso hoy, mucha de la bibliografía más reciente sobre el peronismo prefiere hacer descender un olímpico cono del silencio sobre el tema. Esto se suma a cuestiones “biográficas”: la mayoría de los cuadros dirigentes y funcionarios del peronismo del siglo XXI hizo su escuela de gestión pública en el Estado menemista. No podía ser de otra manera, siendo que el Menem de 1989 cortó la racha de un peronismo desalojado del poder desde 1976. “Quemá esas fotos”.
Para el macrismo el menemismo es también paradojal, una suerte de tío exitoso pero ordinario, “grasa” y plebeyo: un familiar que le da vergüenza. Esta percepción puede graficarse en el propio proceso de “desmenemización” con que debutó la carrera política de Mauricio Macri, un protagonista excluyente (junto con su padre, que nunca renegó) de la noche y de las playas del Punta del Este noventista. La crisis de 2001 y el estallido del modelo de la convertibilidad forzaron un acto de contricción colectiva de las élites argentinas con aspiraciones políticas: separarse de Menem primero y de Domingo Cavallo después fue algo así como el certificado de nacimiento de Propuesta Republicana (Pro) como entidad independiente. No se podía ser hijo de 2001 y de los 90 a la vez. Más cercana en el tiempo, la conformación de Cambiemos, en conjunto con la Unión Cívica Radical, profundizó aun más esa diferenciación, consolidando además el perfil ya netamente antiperonista de la coalición política. La conclusión: en Argentina, menemista no fue nadie. Los 90 son su “década olvidada”.
Hoy el fracaso inapelable de la experiencia cambiemista en el poder permite tal vez una relectura en una clave que pueda ir más allá de la ignorancia oficial de la historia macrista y de la narración del “saqueo” con voz en off de Fernando Pino Solanas, típica del relato semioficial del kirchnerismo. En una primera aproximación, podría decirse que el macrismo y el menemismo comparten una misma cosmovisión, una misma concepción del mundo y de la integración de Argentina en él, una comunión de objetivos basada en un credo “liberal” común, con todo su decálogo clásico: apertura de la economía, libre mercado, desregulación, reforma del Estado. Las coincidencias, sin embargo, terminan ahí. Todo en la puesta en práctica de esta política, en sus formas, en sus procedimientos y en su sociología es, efectivamente, muy diferente. En ese sentido, Marcos Peña tenía razón en desestimar la comparación entre Macri y Menem; lo que no queda tan claro es que eso sea una ventaja para Macri. En buena medida, Menem consiguió y realizó los sueños secretos del macrismo, y lo hizo construyendo un “orden” relativamente estable —el concepto mantra de los 90 fue la estabilidad— que lo une en línea histórica con la tradición de gobierno de Juan Domingo Perón y de Néstor Kirchner, al menos en sus primeros mandatos. Una “estabilidad” que encuentra su espejo deformante cruel en la vida “a salto de dólar” de los cuatros años macristas y que permite un ejercicio político e intelectual a lo Plutarco. Las vidas paralelas de dos experiencias políticas.
“No importa de qué color sea el gato, lo importante es que cace ratones”
La máxima del dirigente chino Deng Xiaoping sintetizó una aspiración y un clima de época para muchos partidos y movimientos populares a fines de la década de 1980. La caída de la Unión Soviética y del muro de Berlín obligó a la reconfiguración interna de la mayoría de las formaciones políticas históricas del siglo XX, sin distinción de latitudes ni de lenguas. El triunfo aparentemente inapelable de las ideas de apertura y libre mercado habilitó una máxima darwinista: adaptarse o morir. Por nombrar solamente algunos ejemplos destacados, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano, el Partido Comunista de China y el peronismo argentino iniciaron o profundizaron su reconversión política e ideológica en aquellos años. Pero lo hicieron sólo a medias, a sabiendas de que la hibridación era su destino manifiesto: ¿cuánto conservar y cuánto transformar?
El PRI mantuvo lo que pudo el unicato, Menem jamás desafió el modelo sindical de unidad promocionado ni el poder —corporativo al menos— de la Confederación General del Trabajo (CGT). Más al norte, la experiencia de la Perestroika de Mijaíl Gorbachov funcionaba como contraejemplo: una reforma que había ido demasiado lejos y terminado con el reformador. Por eso, al principio la adscripción a las reformas de mercado fue en la mayoría de los casos una sobreadaptación pragmática, un conjunto de formas y herramientas nuevas para intentar lograr los mismos fines de siempre. El vocabulario conceptual ensamblado lo grafica: el “socialismo con características chinas” de Xiaoping o la “economía popular de mercado” de Menem. La “fe” vino después.
La “vía peronista al liberalismo” surgió entonces como una respuesta adaptativa a la combinación histórica de la crisis hiperinflacionaria de 1989 y 1990 —a la que el historiador argentino Tulio Halperín Donghi señaló como ejemplo de “la agonía de la Argentina peronista”—, el fin de la Guerra Fría y el nuevo unipolarismo estadounidense. Se vivía, efectivamente, una atmósfera de fin de época, y se sentía la fuerza arrolladora de un nuevo “viento de la historia”. Caían los partidos comunistas, caía el Apartheid, caía Augusto Pinochet. Construir molinos de viento fue la consigna de un peronismo que mutó para no morir, y que a la vez mató algo de sí mismo al hacerlo. Y como el peronismo siempre se vio a sí mismo como una metáfora de Argentina, en su modernización se cifraba también la clave y la posibilidad empírica de la modernización capitalista del país. La forma de hacer sustentable, viable y, sobre todo, “gobernable” a la nueva Argentina de la desigualdad parida por la dictadura militar. El peronismo no era el obstáculo, sino la solución del problema.
El macrismo “contemporáneo”, forjado en los hornos de Jaime Durán Barba y de Peña, partió de la hipótesis política exactamente contraria. El peronismo fue, es y será el problema: los famosos “70 años de peronismo” de la ideología cambiemista. Para el macrismo, la historia argentina del siglo XX es unívocamente la historia de un fracaso. Una nación descarriada por el populismo y reducida a un tuit del número de la inflación. Un peso muerto a sacarse de encima. Observan esa historia como los reformistas radicales de Boris Yeltsin leían la historia de la Unión Soviética: el relato de una tragedia. Por esto, y a pesar de los intentos de “negociación” con la sociedad peronizada que les tocó gobernar —digamos, la mejor versión posible de lo que en Argentina se dio en llamar gradualismo—, existió algo en el ethos profundo de la experiencia que tenía como misión central y definitiva neutralizar al monstruo, demostrar su obsolescencia y disfuncionalidad. Macri incluso consiguió que el Fondo Monetario Internacional (FMI) y Donald Trump le financiaran un Plan Marshall para tal efecto. La práctica política concreta mostró una y mil veces esta verdad escrita en granito: en los sucesivos fracasos del “ala peronista” del PRO en ampliar la alianza hacia los sectores peronistas más derechistas o refractarios al kirchnerismo —que hicieron de su máximo exponente, Emilio Monzó, un panelista de televisión más—, en la centralidad definitiva de Peña hasta el último día, en el peso desproporcionado de Elisa Carrió en la coalición cambiemista, en la cultura y en los medios oficialistas. El macrismo terminó pareciéndose a una versión en slow motion de la Alianza que asumió en 1999, con su continuismo del modelo anterior de la convertibilidad primero —el “gradualismo” de Fernando de la Rúa— y el fin del financiamiento internacional y el descalabro después.
Tal vez por esta elección deliberada de identidad política, la agenda “reformadora” en términos reales y concretos del macrismo fue casi invisible (persiste, quizás, como único ejemplo la política desregulatoria del transporte aeroportuario del ex ministro Guillermo Dietrich y sus low costs). Entre la identidad y la transformación, el macrismo eligió la endogamia de quien se mira al espejo y le gusta demasiado lo que ve.
Una cuestión de clase
Fue una elección que también tiene raíces profundas en otro elemento central del macrismo que lo diferencia del menemismo: el de Macri fue un gobierno más “de clase” que “liberal”, y el de Menem fue el gobierno con agenda liberal más plebeyo de la historia argentina. Difícilmente pueda encontrarse una amalgama de colores, estilos, acentos y orígenes políticos tan diversos como los que contuvo en su seno el menemismo: del liberalismo de barrio de una Adelina Dalesio de Viola a la aristócrata María Julia Alsogaray, de la Renovación Peronista de Carlos Grosso, José Luis Manzano y José Manuel de la Sota a lo más profundo de la ortodoxia sindical de un Jorge Triaca o un Luis Barrionuevo, de ex montoneros como Alicia Pierini y Luis Prol hasta ex fascistas como Rodolfo Barra. La diversidad no era sólo ideológica y política, sino también sociológica y federal; todavía no había llegado la hora de la “buenosairesización” definitiva de la política argentina: el menemismo tenía acento riojano, cordobés, santafesino, mendocino, porteño y bonaerense, y orígenes sociales muy diversos, de Recoleta hasta las barriadas más humildes y marginadas del país. Dicho rápido, incluso si se piensa que el gobierno de Menem fue, en términos generales, “para los ricos”, lo que es seguro es que no fue un gobierno “de ricos”. Hasta el mismísimo Cavallo era un ejemplo de ascenso social, proveniente de una familia de clase media trabajadora de Córdoba. El de Menem fue un gobierno de políticas neoliberales hecho por gente que tenía —sobre todo al comienzo— una relación de tipo instrumental con ellas. Sobreactuaba liberalismo porque no provenía de él, y muchas de las frases más pomposas de la era —“las relaciones carnales” con Estados Unidos, por ejemplo— pueden entenderse en esa clave.
Al menemismo la unidad conceptual no le fue dada por la pertenencia de clase, sino por decisión política. No había nada de “espontáneo” en su visión del mundo ni en su planteo estratégico: Menem estrenó la presidencia en un país incendiado. No era posible gobernar Argentina con sus sectores de poder en contra, y se hacía necesario para el nuevo peronismo pactar nuevas reglas de convivencia con el establishment económico. Un acuerdo necesario incluso para terminar de matar al histórico Partido Militar argentino. Esa intuición se convirtió en una primera política con la alianza entre Menem y el conglomerado Bunge y Born. Incluso cuando se tardó un año y medio más en llegar a la Ley de Convertibilidad del Austral —la clave del éxito político del plan económico—, los fundamentos del menemismo se construyeron desde el primer día.
Menem tenía en su cabeza un esquema asociativo entre el establishment local y el internacional, una alianza buscada por el Estado y cimentada en la asociación común en el nuevo plan de privatizaciones. En un trabajo pionero, El oligopolio telefónico argentino frente a la liberalización del mercado, los economistas Martín Abeles, Karina Forcinito y Martín Schorr mostraron con un ejemplo concreto la voluntad de anudar los intereses de los jugadores locales —los Pérez Companc, los Soldati, Amalita de Fortabat, los Bulgheroni, los Rocca, los Roggio, los Pescarmona y sí, los Macri— con los nuevos jugadores internacionales, sobre todo europeos, como Telecom, Telefónica y tantos otros. En su voluntad de constituir un sólido nuevo bloque de poder, el menemismo llegó incluso a asociar a muchos jefes sindicales en este proceso, en lo que se dio en llamar el “sindicalismo empresario” de la década de 1990, un fenómeno que dio origen a un nuevo sindicalismo resistente y combativo protagonizado por la nueva Central de Trabajadores de la Argentina y el Movimiento de los Trabajadores Argentinos, conducido por Hugo Moyano. En todo caso, CGT-burguesía nacional-capital internacional fue la peculiar tríada del “pacto social” menemista. Menem creía en una gobernanza “con el círculo rojo adentro”, y era capaz de extender ese concepto hasta los límites de lo imposible.
El macrismo operó de forma diametralmente contraria. Hijo del 2001 y de la llegada a la política electoral de los sectores medios y altos luego del colapso del sistema político argentino, el macrismo es también hijo de estos viejos generales de la “Patria contratista” de los que buscó siempre emanciparse. Un concepto fuerte y estructurante del ideario macrista fue este de “círculo rojo”, en el cual pretendía englobar el conjunto de una dirigencia —empresarial, sindical, periodística— culpable excluyente de la decadencia argentina, una operación que le permitía por un lado autoexcluirse del conjunto, y por el otro evitarse toda mediación en su diálogo tecnológico con “la sociedad”.
Para el promedio de la dirigencia macrista, “matar al padre” fue una ley primera: la utopía consistía en romper con la vieja burguesía “comisionista”, que había colaborado tanto con militares como con peronistas, y en recrear un discurso liberal limpio y puritano, de “unicornios” y emprendedores, lejos del barro de la historia que los vio nacer. El macrismo edificó así un gobierno freudiano, empeñado en una lucha generacional interna que cristalizó un resultado insólito: un gobierno de empresarios antiempresarios. O, en todo caso, de los empresarios argentinos realmente existentes, y no de los imaginarios. En su lucha contra el “círculo rojo” nacional, Macri tenía como aliado imaginario al capital extranjero, supuestamente urgido por regresar a Argentina: “extranjeros versus locales” era el partido que el gobierno imaginaba ganar, ahogando en dólares frescos al país de la paridad permanente entre los Ignacio de Mendiguren y los Moyano. Con el Lava Jato de los cuadernos incluido, toda la jerga de la época remitió siempre y consistentemente a este imaginario: la “lluvia de inversiones”, el mini-Davos, la emoción de Macri en la recepción del G20, la celebración del acuerdo con el FMI. El mundo no como asociado de Argentina, sino como redentor de sus pecados. Ted Turner contra Franco Macri.
La máquina de perdonar
Si el menemismo ofreció estabilidad económica y consumo de masas para los incluidos y miseria y desocupación para los excluidos, el fracaso económico del macrismo democratizó de facto el reparto de la torta: mishiadura y crisis para todos. Como escribió Martín Rodríguez en la revista digital argentina La Política On Line:
Carlos Saúl Menem no era un menemista. Fue un hombre de Estado que remató el Estado y sembró un derecho casi indecible porque se pronuncia como deseo: nos merecemos el mundo. Lo que no se puede doblegar es la sociedad que nació en los 90. No la de los 70, no la del consenso alfonsinista. La del pacto menemista, la del consumo popular.
Este hecho generó un desplazamiento del discurso político oficial de la infraestructura y el gobierno ingenieril a la política de identidad, valores y aspiraciones. Donde el menemismo era todo economía y “cosas”, el macrismo fue todo sueños y utopías. Sin Altos Palermos ni Apple Stores que mostrar, el gobierno profundizó su deriva de identity politics. A pesar de esa voluntad iconoclasta, jamás pudo saltar fuera de los límites políticos y simbólicos de su propia clase: pocas veces la historia argentina asistió al espectáculo de una homogeneidad “étnica” semejante. La lista de la mayor parte del funcionariado argentino podía sintetizarse en tres o cuatro variables principales: capitalinos o bonaerenses, colegios de élite, hombres de entre 35 y 55 años. Un sector que proyectó su propia insularidad de clase sobre todo el resto de Argentina, en un proceso que solidificó la impronta afrikáner de su práctica política: representar, pura y exclusivamente, a la Argentina “blanca”. La polarización y la grieta de Estado fueron su lógica consecuencia.
El fin de la historia de principios de los 90 tuvo su propio capítulo con una versión vernácula de “fukuyanismo” menemista que no encabezó ningún teórico, sino el propio presidente de la República. Menem no se veía a sí mismo como el mero representante del “subsuelo de la Patria sublevada”, ni tampoco de los sueños irredentos de la Argentina blanca. Menem se veía a sí mismo como la síntesis posible, un poco en la línea primigenia del mismo Perón: un proyecto político mulato y mestizo en el marco de una Argentina poshistórica que cerraría de una vez por todas su siglo XX corto, como el resto del mundo. Una “comunidad organizada” por el capitalismo y el libre mercado.
La palabra preferida del menemismo: reconciliación. Y el arma preferida utilizada por Menem para su realización: el perdón. El carisma de Menem estaba basado en el perdón, perdonando hasta límites insospechados. Tal vez perdonaba tanto para que lo perdonaran a él mismo, con su propia autoconciencia “atorranta”. Se paraba sobre su propia biografía de preso político durante la dictadura —una que no necesitaba simular— para abrazarse con todos los enemigos históricos del peronismo, desde el almirante Isaac Rojas hasta Álvaro Alsogaray, para indultar a la Junta Militar de la dictadura y a la cúpula de Montoneros y tratar de reconciliar a árabes con israelíes. Nada escapaba al sincretismo menemista: el premio Nobel al que aspiraba Menem no era de economía o de letras, sino el de la paz. Su apuesta, ambicioso o megalómano, era a cerrar todas las grietas argentinas juntas: Facundo y Sarmiento, civilización y barbarie, por vía del perdón, el olvido, la estabilidad cambiaria y el consumo masivo y democratizado, en un ejercicio que también tenía ecos de época a nivel mundial.
En todos los países ex comunistas, en naciones como Chile y Sudáfrica las nuevas dirigencias apostaban a un esquema similar: esa fue quizás la promesa más universal de la década de 1990, y la más fallida vista desde nuestra propia posteridad. Tenía una premisa lógica interesante: presentar un proyecto económico, “construirle una economía” al proyecto político modernizador que quería sustentar. Pero a la larga fracasó porque este capitalismo serruchó la rama sobre la que quiso sentarse, al consolidar niveles de desigualdad y pobreza estructural que sólo podían tener como consecuencia la profundización de la polarización política.
A esa realidad el macrismo sí pudo y quiso acomodarse, en tanto hijo de la “democracia de la desigualdad”. Tal vez su único ejercicio de realismo político, pero uno que sólo fue resignado y conservador, y que por eso jamás pudo llegar a constituirse en un orden nuevo.
Las ilustraciones que atraviesan este artículo serán parte de Los 90, un libro que recopilará material de Sergio Langer. Se trata de viñetas unitarias de intervención política, historietas publicadas en la revista Los Inrockuptibles y en el periódico Clarín, más material que quedó sin publicar.
“La idea del libro surgió en pleno macrismo. Muchos de estos chistes hechos a fines de los 90 y principios de los 2000 podían ser trasladados al presente con la misma contundencia, en todo caso, con un matiz diferencial: en los 90 eran una rareza, y ahora son transparentes. Esto permitía mostrar, por debajo de la trama institucional, la de la construcción de las subjetividades microfascistas, hoy tan de moda y por entonces frecuentadas, y hasta me atrevería a decir descubiertas, desde el humor gráfico por el trabajo de Sergio”, dice Ruben Mira, director de la colección de ensayos políticos breves 90 intervenciones y colaborador asiduo de Langer (juntos han hecho, por ejemplo, Cervantes para principiantes y Burroughs para principiantes).
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