“Si mueve la cola y ladra, es un perro. Si se llama Luis Alberto, es presidente, blanco y pariente de Herrera, ¿es otro Lacalle, lacayo del neoliberalismo?”.

Difícil saberlo sin el diario del lunes. Pero supongamos que es lunes y abrimos el diario: “Nadie se baña en el río dos veces porque todo cambia en el río y en el que se baña”, repite el filósofo su obviedad ramplona. Cualquiera se da cuenta de que esta sociedad, ese río posneoliberal y posprogresista, no es la misma que la de inicios de los 90. Tampoco puede serlo, por tanto, la derecha que en ella abreva (y se baña).

“¡No sea nabo!”, repite otro filósofo. “Si mueve la cola y ladra, se llama Luis Alberto y es presidente, blanco y pariente de Herrera, algo de ese eterno retorno de lo mismo tiene que haber”.

Es necesario hilar más fino. Comparar el neoliberalismo noventero con el posprogresismo que se nos viene exige trazar escenarios hipotéticos con base en tres o cuatro variables fundamentales. Se trata de mirar tanto al río como al que se baña en él, delinear rupturas y continuidades en ambos, e imaginar las configuraciones posibles.

Lo que sigue, entonces, será inevitablemente parcial y arbitrario. Al analizar el tablero que se dibuja en la portada del diario del lunes parto de un supuesto fundamental: para la consolidación de un ciclo largo y exitoso de gobiernos conservadores será determinante lo que ocurra con la economía pos era progresista, así como lo que haga o deje de hacer el nuevo gobierno para modelarla y regularla en función de sus ideas e intereses.

Los soñados 90

Ilustración: Ramiro Alonso.

Ilustración: Ramiro Alonso.

El decidido giro neoliberal que tomó el gobierno del Partido Nacional (PN) en marzo de 1990 constituyó, en términos comparados, un caso “raro”. Un outlier, como dicen los que saben de estadística. Al menos así lo entendió en su momento James Raymond Vreeland, especialista en economía política e instituciones internacionales, hoy profesor en la prestigiosa Universidad de Princeton. En el año 2003, Vreeland publicó un artículo (disponible en ladiaria.com.uy/U0v) en la International Political Science Review en el que, luego de mirar año a año qué países firmaron (o no) cartas de intención con el Fondo Monetario Internacional (FMI) entre 1952 y el 2000, sugiere que la decisión de Luis Alberto Lacalle Herrera de recurrir al FMI a apenas dos semanas de iniciado su mandato configura una rareza estadística y, por tanto, un caso digno de estudio. Ello porque Uruguay, en palabras de Vreeland, “no necesitaba un acuerdo con el FMI pero igualmente firmó uno para imponerse a sí mismo medidas de austeridad fiscal”.

Entre todos los países del mundo que alguna vez firmaron una carta de intención con el FMI, el Uruguay de principios de 1990 se destaca por ser el que contaba con el stock más alto de reservas internacionales. A pesar del bajo crecimiento, la alta inflación, la deuda externa creciente y la caída sostenida de la inversión, el gobierno de Lacalle padre se encontró con un déficit fiscal manejable al momento de asumir (alrededor de 3% del PIB). Contaba además con una balanza de pagos superavitaria. Es decir, Uruguay no necesitaba los dólares frescos del FMI para sostener su moneda, pagar sus importaciones y honrar sus obligaciones financieras. Pero Lacalle —y esta es la tesis central de Vreeland— sí necesitaba la ayuda política del FMI. Vreeland trae a colación el caso uruguayo para desmontar la creencia bastante extendida de que las condiciones incluidas en las cartas de intención son simplemente una herramienta al servicio del FMI para forzar a los gobiernos a implementar ajustes dolorosos e impopulares que de otro modo no estarían dispuestos a aceptar. Al menos en algunos casos (por ejemplo, Uruguay, 1990), son los mismos gobiernos los que, por mera afinidad ideológica, recurren voluntariamente al FMI para elevar los costos de que su programa de reformas neoliberales sea rechazado por el resto del sistema político.

El de Lacalle fue, desde el comienzo, un gobierno débil. Es que el PN había ganado las elecciones con 39% de los votos, pero sólo 22% había votado a Lacalle directamente (Ley de Lemas mediante). Lacalle distribuyó cargos en el gabinete para asegurar la unidad de acción al interior de un partido fragmentado y sin mayorías legislativas. Firmó además con los colorados un frágil acuerdo de “coincidencia nacional”. Pero la resistencia no se hizo esperar. Un número importante de legisladores blancos y colorados, con bancas vulnerables ante una izquierda en franco ascenso electoral, se oponía abiertamente a las reformas. Únicamente durante el primer año el PIT-CNT convocó a cuatro paros generales (realizaría otros cuatro durante el resto del mandato). A seis meses de iniciado su gobierno, Lacalle tenía sólo 18% de aprobación, mientras que 55% de los montevideanos aprobaba la gestión de su flamante intendente, el doctor Tabaré Vázquez.1

Al anunciar públicamente su voluntad de firmar una carta de intención con el FMI, Lacalle buscaba posicionar al capital financiero internacional como un aliado fundamental, y así presionar al Parlamento para liberalizar la economía, recortar el gasto público, subir los impuestos, eliminar los Consejos de Salarios, privatizar las empresas públicas y reformar la seguridad social. Una estrategia que a la larga probaría ser, en líneas generales, muy exitosa. Según Vreeland, el ajuste fiscal de 1990 produjo una contracción económica de 1% del PIB. Pero a pesar de esta caída, los ingresos de capital aumentaron gracias al descenso aun más pronunciado de la participación de los trabajadores en el ingreso global del sector manufacturero. En otras palabras, la buscada recesión supuso, desindustrialización mediante, un aumento de 2% en las ganancias de los capitalistas.

El ideólogo y gestor de esta estrategia tiene nombre y apellido. Ladra, mueve la cola y se llama Ernesto Talvi, quien por entonces se desempeñaba como principal asesor del equipo económico del gobierno de Lacalle. Talvi fue el chief negotiator (así lo indica su currículum) con el FMI.2 Hoy vuelve al gobierno como canciller de la República de Lacalle júnior, que también se llama Luis Alberto, es blanco y pariente de Herrera. Al igual que en 1990, los Talvi y los Lacalle lideran una coalición aparentemente frágil que se propone, una vez más, reducir el peso del Estado en la economía para restablecer las tasas de ganancia de los capitalistas. Al menos eso es lo que reclaman sin disimulo sus bases empresarias. Saben, como hace 20 años, que la tarea es ardua. Vencer la resistencia no será sencillo. ¿Seguirán, entonces, la estrategia del todo o nada que siguieron en tiempos de Lacalle padre?

¿Eterno retorno?

Ilustración: Ramiro Alonso.

Ilustración: Ramiro Alonso.

Dicen que una rana saltará fuera de la olla apenas la arrojemos al agua hirviendo, pero si la ponemos en agua fría y la calentamos a fuego lento, la rana no lo notará y se cocerá hasta la muerte. La encrucijada estratégica a la que se enfrenta el gobierno de coalición se parece mucho al síndrome de la rana hervida. A la derecha le conviene el fuego lento. El problema es que el hambre acecha y quizás no quieran (o no puedan) esperar a que hierva el agua con la rana adentro... O a hacer sonar el timbre para terminar el recreo.

El gobierno es mano y ya mostró algunas cartas de lo que pareciera ser una estrategia política basada en el todo o nada. A primera vista, el proyecto de ley de urgente consideración (LUC) indicaría que la coalición de derecha se apresta a desarrollar una estrategia maximalista: implementar el grueso de su programa en los primeros dos años de gobierno. Pero quizás la LUC (ese proyecto ómnibus que incluye casi 500 normas) sea sólo un primer movimiento táctico que permita desplegar la estrategia contraria: ganar la primera mano sin echar el resto, o sea, pensar el tablero como una guerra de posiciones orientada a consolidar un ciclo largo de hegemonía conservadora.

Si la primera estrategia presenta ventajas evidentes, acarrea, no obstante, riesgos mayores. Para la derecha tiene sentido aprovechar el capital político con el que normalmente cuenta un gobierno durante sus primeros años de ejercicio. Además, necesita capitalizar lo más posible la solidez aparente de una coalición parlamentaria que, como sabemos, tiene fecha de vencimiento. La estrategia maximalista resulta entonces atractiva para un gobierno que se piense a cinco años. Pero su éxito podría, a su vez, comprometer las chances de un segundo o tercer gobierno conservador. Es que dar satisfacción urgente a las principales demandas del “bloque social de la restauración” produciría fuertes impactos distributivos, con consecuencias políticas ineludibles.

Una reducción del gasto público de dos o tres puntos del PIB, acompañada de una mayor devaluación y de una pauta salarial restrictiva (o sea, el corazón del programa económico de los sectores empresariales), implicarían una caída pronunciada del salario real de los trabajadores. Hoy los contratos de trabajo de casi nueve de cada diez asalariados están reglados por negociaciones colectivas en las que, en ausencia de acuerdo, el gobierno tiene siempre la última palabra. A esa mayoría de ciudadanos cuya única propiedad es su fuerza de trabajo pueden no caerle muy en gracia los sindicatos, pero en última instancia el valor de su salario depende fundamentalmente de lo que establezcan los convenios colectivos negociados en consejos tripartitos. Asimismo, a la “gente” puede no gustarle que haya tantos funcionarios públicos, pero la enorme mayoría de los niños asisten a la educación pública. También se atienden en hospitales estatales o en mutualistas financiadas por un Fondo Nacional de Salud deficitario, que por lo tanto requiere la asistencia permanente de Rentas Generales. Un ajuste estructural de la magnitud comprometida durante la campaña (y en campaña) no sólo afectaría la provisión de servicios públicos (educación, salud, negociación salarial) que durante la era progresista han pasado a integrar el repertorio de derechos ciudadanos fundamentales; su impacto en el mercado interno podría traer más recesión, más desempleo, quizás más inflación, más deuda y probablemente más ajuste.

Arrojar la rana al agua hirviendo (con o sin la ayuda política del FMI) supone entonces ingresar en un escenario similar al del período macrista: la derecha y sus bases empresariales logran imponer su programa sin dilaciones, pero a costa del regocijo popular. Desmantelar mal y pronto los equilibrios de la economía astorista puede erosionar el apoyo de un sector significativo del electorado que resulta clave para renovar mandatos. Un escenario de creciente descontento dificultaría además la continuidad de la coalición, alentando deserciones tanto por derecha (más ajuste y represión) como por izquierda (más moderación y diálogo). Sería el escenario ideal para que el Frente Amplio (FA), sin esforzarse demasiado, retornara rápidamente al gobierno. La rana saltaría fuera de la olla.

El gobierno podría optar por otra estrategia, más minimalista, pero probablemente más redituable en el largo plazo. Un ciclo largo de modernización conservadora exige mayorías electorales duraderas. Y ello requiere una administración inteligente de las expectativas, postergando las principales demandas de los empresarios e implementando un ajuste moderado y diferido en el tiempo que mantenga la macroeconomía relativamente ordenada. Esta alternativa implicaría que la coalición multicolor se pensase a sí misma como proyecto de gobierno por más de un período, aprovechando la relativamente fuerte posición fiscal que ostenta el país (hoy celebrada tanto por el FMI como por las calificadoras de crédito).

Contener las demandas de “la gente” para comprar un poco de tiempo generaría condiciones envidiables para liberalizar la economía y bajar impuestos muy lentamente, a medida que se recuperan la inversión y el empleo, sin necesariamente comprometer el salario real o la calidad de los bienes públicos. Mediante una estrategia más gradualista, la coalición podría fácilmente desacreditar a la oposición frenteamplista y aislar políticamente los focos de resistencia corporativa al programa restaurador. Podría incluso tramitar con éxito una reforma ordenada de la seguridad social, cuyo déficit es la verdadera causa estructural del deterioro fiscal en el largo plazo. Todo ello sin acicatear la movilización ciudadana y su muy probable convergencia en un “bloque social de la preservación”.

It takes three to tango

Ilustración: Ramiro Alonso.

Ilustración: Ramiro Alonso.

La derecha noventera, esa que recurría al FMI por puro amor a la causa neoliberal, contaba con ciertas ventajas para imponer su programa. Eran tiempos que azuzaban el fin de la historia, la muerte de las ideologías, la modernización capitalista y liberal (conservadora) como destino manifiesto. El consenso de Washington alcanzaba su apogeo, y Uruguay todavía no terminaba de procesar su dolorosa incorporación a la globalización pos Guerra Fría. Las reformas estructurales de los gobiernos blanquicolorados liquidaron lo poco que quedaba de la industria nacional, el salario real se mantuvo prácticamente estancado, y el desempleo aumentó sostenidamente. Los sucesivos ajustes fiscales degradaron la calidad de los bienes públicos, la desregulación laboral destrozó el poder negociador del movimiento obrero, y la desigualdad alcanzó récords históricos. Y aun así, el neoliberalismo democrático tenía mucho que ofrecer. Para empezar, durante un tiempo fue capaz de conjugar estabilidad política con crecimiento económico. La inflación pudo contenerse por primera vez en décadas, y el acceso al consumo permitió la emergencia de formas novedosas de ciudadanía. A pesar del aumento de la pobreza y la exclusión, los que se consideraban “ganadores” del modelo fueron, durante un buen tiempo, mayoría electoral.

La derecha posprogresista no llega al gobierno en las mismas condiciones. Como en los 90, podrán ladrar y mover la cola, llamarse Talvi y Luis Alberto Lacalle, pero el río en que se bañan no es el mismo. Son otros estándares. Tanto la estabilidad económica y política como el acceso al consumo de masas son ahora un derecho ciudadano, conquistas de las que también se enorgullece la izquierda, a las que además sumó protección social y laboral. En este sentido, la derecha tiene poco que ofrecer a cambio de un nuevo disciplinamiento al imperio del mercado.

La izquierda, por otra parte, tampoco es la misma. El FA ya no es el partido orgánico de masas de los 90. Es un partido poderoso, con enorme experiencia en asuntos de Estado, que ostenta una envidiable identidad partidaria y que además preserva un enorme caudal electoral. Pero, organizativamente, está muy fragmentado y desmovilizado. Es un partido de técnicos y profesionales de la política altamente institucionalizado. A diferencia de en los 90, el FA ya no es un partido fundamentalmente dedicado a desarrollar capacidades de articulación social y síntesis política con el llamado movimiento popular, o sea, un partido especializado en traducir protesta social en movilización electoral.

La sociedad política uruguaya, finalmente, tampoco se parece mucho a la de los 90. Organizativamente, cuenta con fortalezas que potencian su capacidad de resiliencia (y resistencia) a los cambios. El PIT-CNT tiene más de 400.000 afiliados, y su representación corporativa en distintos estamentos del Estado no está (por ahora) en tela de juicio. El Uruguay frenteamplista fue, con la Argentina kirchnerista, el único país del siglo XXI en desarrollar modelos neocorporativos de relaciones laborales altamente centralizados. Sólo en Escandinavia sobreviven sistemas similares. Pero a diferencia de Argentina, y de acuerdo con los estudios del politólogo Sebastián Etchemendy,3 en el diseño del actual modelo uruguayo de negociación colectiva las relaciones entre el PIT-CNT y el gobierno juegan un rol fundamental en la sincronización salarial y macroeconómica, y aseguran la moderación de expectativas inflacionarias. En otras palabras, el PIT-CNT es algo más que una central sindical: es también un garante institucional de la estabilidad económica.

No sería exagerado afirmar que si hubo un rasgo de la economía política que distinguió al “modelo uruguayo” en relación con otras experiencias posneoliberales de la región —muchas de ellas supuestamente más radicales—, este fue precisamente el estatus diferenciado, institucional y centralizado que el FA otorgó a las relaciones capital-trabajo. El FA en el gobierno fue el partido más genuinamente socialdemócrata de América Latina. Su legado más importante tal vez sea, entonces, ese poder institucional acumulado durante estos años por parte de un sindicalismo autónomo, unitario y de larga tradición democrática. A esto debe agregarse un conjunto heterogéneo de movimientos sociales que han sido empoderados por nuevos derechos reconocidos por el Estado. Ese tejido social fortalecido podría ofrecer una resistencia importante y moderar los impulsos restauradores.

El río y quien se baña en él

Ilustración: Ramiro Alonso.

Ilustración: Ramiro Alonso.

Si la coalición apostará por una estrategia de shock u optará en cambio por el gradualismo quedará claro cuando se presente el presupuesto y el gobierno avance en la definición de las pautas de negociación colectiva. Ahí se podrá determinar con mayor exactitud el alcance y la profundidad del ajuste fiscal, así como evaluar sus posibles impactos en el mercado interno. En este sentido, la tramitación de la LUC, por más polémica parlamentaria y resistencia social que genere, no será determinante. De hecho, el gobierno podría utilizarla inteligentemente para aplacar algunas demandas del “bloque social de la restauración” y luego desplegar una estrategia gradualista, ajustando el gasto solamente de manera marginal, manteniendo impuestos y garantizando la estabilidad del salario real. Si es esta la estrategia, la coalición tiene chances de surfear con éxito los primeros años de la era posprogresista, y quizás de renovar su mandato en cinco años. Cocinar ranas a fuego lento parece mucho más astuto, sobre todo en democracia, ese odioso régimen en el que las ranas también votan.

Y aquí una encrucijada paradójica para la izquierda. Si en el corto plazo prima el todo o nada y se instala un escenario de crisis y conflicto social extendido, el FA, a pesar de todos sus problemas, podría recuperarse rápido. De alguna manera, la derecha le facilitaría el trabajo, como se lo facilitó Mauricio Macri al peronismo. Si la estrategia es moderada, el FA debería zurcir mucho más para mantener a su base social cohesionada y prepararse para una guerra de posiciones mucho más larga y de resultado incierto. Ello supone desafíos para los que la izquierda no está preparada. Pero por otro lado, este escenario obligaría al FA a procesar una renovación ideológica, organizativa y programática mucho más profunda.

Desde el primer batllismo, la clase política uruguaya desarrolló una fuerte tradición de profesionalismo y autonomía relativa en relación con los grupos económicamente dominantes. Sólo durante el pachecato y la dictadura los sectores empresariales asumieron funciones de gestión directa en el aparato del Estado.4 Pero el gradualismo no es para nada una tarea sencilla. Requiere no solamente la construcción de aceitados mecanismos de negociación política para mantener unida la coalición parlamentaria, sino que además exige niveles superiores de articulación y consenso social, en particular con los sectores dominantes, una forma de liderazgo propiamente hegemónica a la que los partidos tradicionales no están acostumbrados. Pero si son exitosos en su ejercicio, el FA (y las ranas) estará en problemas.

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  1. Véase, por ejemplo, la crónica de The New York Times de la época www.nytimes.com/1990/08/29/world/in-uruguay-two-leaders-and-two-ideologies.html?

  2. Ver www.brookings.edu/wp-content/uploads/2016/07/talvie_cv.pdf

  3. ladiaria.com.uy/U0w

  4. Véase, por ejemplo, el clásico ensayo de Carlos Real de Azúa Política, poder y partidos en el Uruguay de hoy