Me metí en la cama más o menos por agosto. Había estado teniendo dolores de espalda poco después de mi cumpleaños, y apelando a esos dolores defendí ante mi familia mi permanencia en la cama como si estuviera salvaguardando un derecho humano esencial. Estaba enfermo. ¿Qué más podía hacer? Pero al cabo de dos semanas no había forma de seguir insistiendo en el asunto de la espalda sin recibir por parte de mi mujer y mis hijos una mirada irónica, que era más dolorosa que el lumbago original. Así que pronto dejé de aducir motivo alguno. Simplemente pasaba el día en la cama y punto. En cierta medida fue un alivio verme eximido de la penosa necesidad de manifestar síntomas.
La resistencia de mi familia en general no fue muy aguerrida. Armaban la mesa del desayuno en la cocina y ponían un plato para mí. Algunas veces, sobre todo al principio, me levantaba para acompañarlos. Pero como de a poco había ido descubriendo que lo de poner la mesa era una forma de manifestarme que el mundo seguía ocurriendo mayormente fuera de mi cuarto, luego de un tiempo dejé de asistir cuando me llamaban. Sólo me di cuenta de que había una puja velada en torno al asunto cuando constaté que nadie me ofrecía jamás llevarme el desayuno a la cama. La única comida que se me llevaba al cuarto era un almuerzo tardío, que tenía lugar cuando ya todos habían comido. Mi esposa o mi hijo más chico me traía una bandeja con algún guiso tibio y un pan. Los tres mayores rara vez se asomaban a verme.
Mi mujer, que había comenzado a quejarse por el desorden de la cama y por el olor a encierro, un día se mudó al cuarto de servicio. Hacía años que no teníamos empleada en casa y, según parecía, la perspectiva de meterse en aquel cuartito diminuto le molestaba menos que dormir conmigo. Y en realidad yo no la culpaba. ¿Qué clase de atractivo podía tener para ella compartir la cama con un sujeto que le era cada vez más desconocido? A veces, bajo el dintel de la puerta del cuarto, se quedaba unos segundos mirándome como se mira una casa que fue de uno y en la que ahora vive otra familia.
—¿Qué te parece si te traigo la afeitadora y un poco de agua? —me decía al cabo de ese instante de mirada absorta, como si el solo hecho de que me sacara la barba pudiera traerle de vuelta al sujeto con el que se casó. Yo alzaba los hombros, intentaba sonreírle y no le decía nada.
Todos asumían que estaba agotado después del escándalo de la última obra, y que cuando olvidara el derrumbe del edificio volvería al estudio. Había oído a mi mujer hablando con mi hermano por teléfono, y ella estaba segura, o eso decía, de que se trataba de un desaliento pasajero. Pero en realidad yo no pensaba casi nunca en el estudio, y ninguno de los arquitectos había intentado comunicarse conmigo. Mi mujer había explicado vagamente lo de la lumbalgia a Moretti, el administrador, que nunca volvió a llamar para preguntar cómo seguía. Hacía años que mi presencia en el estudio era accesoria. Incluso durante el derrumbe, el despido de los dos arquitectos responsables se hizo casi sin que fuera necesaria mi participación. La oficina de personal ya tenía sus renuncias redactadas antes de que yo me hubiera siquiera enterado de lo que hicieron. Creo que eso me había deprimido más, en el momento, que el hecho de que el estudio que mi padre construyó durante cuarenta años perdiera de un plumazo todo su prestigio. Salvo el perro guardián del sereno, no había muerto nadie. Pero ese día tuve por primera vez la clara noción de que podía desaparecer de aquel lugar sin que nadie extrañase mi presencia.
Era raro, porque al cabo de dos meses ya no pensaba casi nunca en mi oficina, ni en mi trabajo, ni en la arquitectura en general. Tenía la sensación de que esas décadas pasadas bajo el polvillo de las obras se habían tornado difusas, inaccesibles, como si fueran recuerdos de otra persona que me hubieran sido referidos con gran detalle, pero que yo no hubiese vivido directamente. Siempre había tenido, a decir verdad, la sensación de que la arquitectura no era una disciplina que me resultara muy propia. Era, de alguna manera, una especie de patria en la que había nacido y a la que había aprendido a querer sin mucho fervor. Una patria de la que a menudo me sentía deseoso de emigrar. Cuando murió mi padre, seguí a cargo del estudio sin tomar más que rara vez decisiones. Todo estaba aceitado, todo funcionaba. Había allí veinte sujetos con más credenciales que yo. Se me presentaban los papeles y los pliegos por puro respeto a mi lugar en la familia. Pero nadie se detenía a pedir mi opinión. Lo que en buena medida era un alivio. Porque aunque yo era un arquitecto mediano y hubiera podido decir en dos frases qué pensaba, nunca habría concitado la atención de todo el estudio, como vi cientos de veces hacer a mi padre. Pararme en el medio de la planta y comenzar, a voz en cuello, a repartir tareas y recomendaciones. Eso no era para mí. A nadie, por eso mismo, le llamó la atención que yo sacara un día mi escritorio de la planta central y lo pusiera en la oficina chica que quedaba junto a Contaduría. Fue una especie de alivio para todos. Y cuando después adquirí la costumbre de visitar las obras sin razón aparente, a pasar la tarde rodeado de albañiles, entre la mugre y el olor a asado, pronto encontré que allí tampoco nadie, ni los capataces, se acercaba a pedirme instrucciones. Era claro que alguien, algún administrador o el jefe de planta, había dejado dicho que las decisiones se tomaban en el estudio, y no a partir de esas visitas espontáneas. No lo tomé a mal. Tampoco, en honor a la verdad, tenía mucho que decir. Ya los procedimientos eran distintos a todo lo que había aprendido en mis años de mayor actividad, y no tenía caso que cuestionara decisiones que entendía sólo superficialmente. Saludaba a los obreros, subía al montacargas, me sentaba en algún rincón que tuviera buena vista y dejaba pasar la tarde.
Por eso es que, habiendo pasado un mes en la cama, el estudio comenzó a desaparecer del horizonte de mis pensamientos, desplazado por innumerables imágenes que me resultaban más cercanas, más inmediatas. La luz que entraba a través de las cortinas, el paso de las nubes adivinándose en las sombras que cruzaban el cuarto, los lomos de los libros en la biblioteca. A veces entrecerraba los ojos durante un largo rato, tratando de percibir el cuarto como si se tratara de un recuerdo remoto y yo estuviera en realidad en otro lado. O como si no hubiera cuarto y sólo pudiera elucidarse dónde había luz y dónde sombra. Hubo algunos días en los que apenas me moví. Oía los ruidos de la casa, las risas lejanas de mis hijos o de alguna de sus novias. El sonido casi irreconocible del teléfono.
Nunca llamé a un médico. Ni siquiera en los primeros días, cuando tenía la ilusión de estar enfermo. Fui simplemente aceptando mi nueva situación, aunque esa aceptación le costara un poco más a mi familia. De a poco, me había ido convirtiendo en un sujeto que vivía en la cama, y en nada me beneficiaba asociar ese estado con circunstancias objetivas como estar enfermo, tener lumbago o experimentar un agudo cansancio físico. En rigor, no me sentía cansado en lo más mínimo. El trance que atravesaba era distinto al cansancio. Más bien se trataba de que no veía razones para levantarme. Ni siquiera hasta la biblioteca, donde tenía buenos libros que aún no había leído. Estando en cama, había empezado a hacer un repaso de lo que sabía. De lo que realmente sabía. Elegía un tema y trataba de agotar, frase por frase, todo lo que alguna vez había aprendido sobre ese asunto en particular.
La luna, por ejemplo. Creía que se había formado a partir de una colisión con un cuerpo celeste, pero no podía precisar cuándo. Se había enfriado con el tiempo. No tenía movimiento de rotación, así que uno de sus lados estaba oculto permanentemente a la vista de los terrícolas. Su movimiento regulaba nuestras mareas, mediante un mecanismo que me costaba especificar. Carecía de atmósfera. Un ser humano pesaba allí seis veces menos que en la Tierra. En 1969 habían bajado en su superficie, en el módulo Eagle del Apolo 11, Armstrong, Aldrin y otro astronauta cuyo nombre no recordaba, tal vez porque nunca bajó del módulo. La sombra de la Tierra en la luna generaba un ciclo reconocible de cuarto creciente, luna llena y cuarto menguante, aunque no podía precisar en qué orden. Luego de esa recapitulación, llegaba a la conclusión de que todo lo que había aprendido en cincuenta y seis años sobre la luna cabía en un solo párrafo lleno de imprecisiones.
Sócrates. Sócrates había sido maestro de Platón. Acusado de blasfemar en contra de los dioses, fue obligado a tomar cicuta. Era célebre por haber dicho “yo sólo sé que no sé nada”, una frase que en realidad nunca dijo. Y allí se acababa el Sócrates que podía repetir de memoria. ¿Platón? Platón creía que el mundo tangible que uno percibía a través de los sentidos era apenas una sombra de un mundo esencial de figuras arquetípicas, y metaforizaba eso mediante la alegoría de la caverna, cuyo contenido yo no recordaba con precisión. ¿Grecia? Podía decir muy pocas cosas de la Grecia clásica. Atenas y Esparta tenían distintos regímenes, siendo Esparta más belicosa y Atenas más... Etcétera, etcétera. Así, pasaba tardes enteras constatando que casi todo lo que sabía de casi cualquier cosa cabía en un solo párrafo. A veces una línea, y en general todo lo que enunciaba estaba lleno de niebla e incertidumbre. Por momentos tenía el consuelo de que esos párrafos parecían ser muchos, pero en seguida me daba cuenta de que mil o dos mil párrafos no son nada, sobre todo cuando la mayoría de esos párrafos refieren apenas muy tangencialmente a mi vida. La mitad de lo que sabía era, entonces, además de impreciso, inútil.
Traté de hacer lo mismo con mi vida. Pasar revista a lo que sabía de mí mismo, con el mayor detalle posible. Quién era. Qué había pasado conmigo. Qué me gustaba.
Me gustaba que otra persona me peinara. No me gustaba en general el resultado, pero me gustaba el proceso. Sentir que alguien le está mirando a uno la cabeza como si esa porción de cuerpo pudiera mejorarse con un poco de aplicación y empeño. Me gustaba tomar café con leche espumoso temprano en la mañana. Las pequeñas burbujas de la espuma rozando un instante el paladar antes de desvanecerse en la boca. Me gustaba, creía, leer libros. Pero ahora que tenía libros a mano y tiempo disponible no estaba leyendo en absoluto, por lo que decidí que tal vez esa era una ilusión. Tal vez me habría gustado que la lectura fuera uno de mis grandes placeres. Tal vez no lo era. Mi padre amaba leer. Tal vez la lectura era uno de sus placeres. No sabía. Por algo ahora no estaba leyendo.
¿Qué tenía ganas de hacer? Podía responder con bastante precisión esa pregunta. No tenía ganas de hacer nada. Me miraba la mano largo rato, inerte frente a mí. Escuchaba los ruidos de la casa. Peleas entre mis hijos. Risas. El timbre y la llegada de alguna novia. El murmullo distante de la televisión. Nada se refería estrictamente a mí. Ya todos eran grandes. Todos tenían una vida que podríamos calificar de funcional. Incluso yo, ahora en la cama y barbudo, no molestaba a nadie. No oía voces ni era agresivo ni entraba en estados letárgicos ni gritaba. Sólo estaba allí.
A los cuatro meses de cama, sin aviso alguno, mi mujer trajo de visita al rabino Meltzer. Yo lo conocía desde mis ocho años. Lo había visitado, a instancias de mi padre, en momentos de mi vida que, según se me había dicho, eran cruciales. Siempre, a cualquier edad, me había tratado de usted. Cada vez que tuvo oportunidad me había reprochado que no pudiera tener una conversación completa en yidis. Lo consideraba una manifestación de debilidad de carácter. Pero nunca era riguroso o severo. Las veces que lo había visitado, que no fueron más que tres o cuatro, siempre me había atendido comiendo. Lo recordaba como un sujeto regordete, que en ningún aspecto evocaba la figura de un anciano sabio. Ahora, en cambio, estaba enjuto, con la mirada vidriosa y una fragilidad patente en la forma de caminar. Había entrado al cuarto detrás de mi esposa, avanzando con lentitud. Ella le acercó una silla, con gran reverencia.
—Tu mujer, buena, como siempre, me pidió que te visitara —dijo el rabino dejándose caer en el asiento. Luego hizo uno de sus clásicos silencios cargados de intención, en los que se supone que uno expondrá sin querer la punta de una madeja que él a continuación tendrá la consideración de desenredar. Como yo conocía el procedimiento, guardé silencio y sonreí con la mayor amabilidad posible.
—Les voy a hacer un té —dijo mi mujer saliendo del cuarto. Era verdad que era buena.
Meltzer sonrió. Me dijo que él también había pasado un tiempo en cama, en Lodz, cuando había muerto su padre, y que todo el mundo se había preocupado mucho por él. En aquella época todas las muestras de flaqueza eran consideradas abominaciones de la conducta, según repitió con gran énfasis, y nadie estaba dispuesto a tolerar una conducta así. No había ninguna cosa peor, en su barrio y su círculo, que parecer un loco. Pero él insistió en quedarse acostado. Al cabo de un par de meses se había levantado de la cama, sintiendo que el proceso le había permitido atravesar su pena, y había salido fortalecido. Era un mejor rabino ahora por haber conocido ese aspecto de la naturaleza humana.
Hice un largo silencio, al cabo del cual le pregunté si podía hablarle al humano Meltzer, al ser de carne y hueso y no al rabino, y hacerle una pregunta específica. Él me dijo que en general trataba de que el humano Meltzer y el rabino Meltzer fueran el mismo, pero que si la pregunta demandaba disociarlos trataría de hacer un esfuerzo especial.
—Usted, al margen de todo lo que debe predicar y de todas sus... tareas relacionadas con el bienestar de la colectividad... Usted, como persona, ¿qué cree que pasa cuando nos morimos? ¿Cree de verdad que hay vida eterna? ¿Cree que vamos a alguna parte? En su fuero más íntimo, ¿no sospecha que en realidad no hay nada más, que nos morimos y punto?
No sé por qué le hice esa pregunta. No era una cuestión que yo hubiera estado meditando, y de hecho me pareció que había cierta crueldad implícita al formulársela a un sujeto que debía haber pasado los ochenta años. Pero ahora ya lo había preguntado, y mientras esperaba su respuesta me di cuenta de que el asunto en realidad no me resultaba indiferente. La vida era en verdad muy distinta si realmente se terminaba.
Meltzer parecía incómodo. No estaba del todo molesto, pero se acomodó en la silla como si de pronto sus nalgas le estorbaran. Se miró las manos. Luego sonrió.
—¿Cómo van sus hijos? ¿A qué se dedican? —me preguntó al cabo de ese largo silencio.
—Los dos más grandes son arquitectos. Tienen veintinueve y veintisiete. La mujer quiso ser contadora, a pesar de toda la propaganda en contra que yo le hice a la profesión. Tiene veintidós. Y el más chico no se decide aún. Está evaluando tomarse un año en Israel para pensarlo cuando termine sexto año. Tiene dieciocho recién cumplidos.
—¿Y cómo se portan? —cerró por fin la mano que hasta hace un instante estaba mirando.
—Se portan bien. No tengo quejas. Los grandes están armando un estudio propio...
—Con usted, quiero decir. ¿Cómo se portan con usted?
Hice silencio. La presencia del rabino no me estaba resultando grata. Nunca en la vida había tenido un diálogo con este hombre que no me resultara espinoso, indirecto, incómodo.
—¿Esta es su manera de contestar mi pregunta? ¿Tiene que ser tan rabino cada minuto? ¿No ve que llegado un cierto punto puede resultarle agotador a los demás? —dije de pronto exasperado, en un tono que resultó al mismo tiempo nuevo e impropio de mí. A pesar de que mi exabrupto me sorprendió, me gustó la forma en que logré decir todo eso de golpe, sin filtrarlo con mi tradicional sistema para callar todo aquello que pueda incordiar al prójimo.
—Ah —dijo sonriendo—, veo que tal vez esté atravesando un trance de lucidez, y que entonces va a querer que nos internemos en una charla estricta. Así que le voy a responder punto por punto, empezando por sus últimas tres preguntas, y volviendo después a la primera, ahora abordándola en un sentido más específico. Comienzo: sí, esta es mi forma de abordar el asunto de la vida eterna. A usted no se le escapa que, por más especial que considere que es su circunstancia, usted es el hijo de alguien, que a su vez fue hijo de alguien, y así sucesivamente. Esa cadena no es eterna hacia atrás, pero puede decirse sin duda que es larga. El antepasado remoto que se propusiera figurarse cómo iba a ser su descendencia al cabo de cien generaciones difícilmente iba a imaginarse a un sujeto en cama, rodeado de comodidades y paralizado. Pero sea como sea, ese futuro remoto tendría que ser para él al menos una de sus versiones posibles de la vida eterna. O al menos de la vida después de la muerte. Es decir, de aquello que le sigue a uno. Saber qué pasa con los hijos es la manera de adelantarse a lo que pasará cuando uno no esté.
Hizo con la mano un ademán con el que parecía proyectar muchas generaciones hacia adelante. Y luego relajó los dedos, como si pasado cierto punto el futuro se hiciera necesariamente inconcebible.
—Con respecto a si tengo que ser tan rabino cada minuto, permítame decirle que se trata de una excelente pregunta. Me eduqué para incorporar mi llamado a cada cosa a la que aplico mi energía. Trato de comer como un rabino, de dormir como un rabino y, en mis mejores días, de hablar como un auténtico rabino. Pero al mismo tiempo me doy cuenta de que mi trabajo entre los hombres no puede hacerse del todo si en algunas ocasiones no soy también un hombre cualquiera, un sujeto que todo lo ignora, incluso diría que no puede completarse si a veces no soy un goy o un ateo. Y el balance entre esos dos aspectos de mi trabajo es difícil. Lo que en alguna medida contesta su tercera pregunta. Sí, veo que esa tensión puede resultar para los demás tan agotadora como para mí. Pero si no hubiera ningún aspecto en el que mi presencia pueda resultar perturbadora, me costaría definir exactamente en qué consiste mi trabajo.
Estaba, se veía, haciendo un esfuerzo. Este Meltzer envejecido, carcomido por los años y desprovisto de su vieja habilidad para eludir lo importante se había propuesto contestarme como a un adulto. De modo que le sonreí. Todavía me molestaba un poco su presencia, pero al menos lo reconocía como un personaje familiar. Como un recordatorio de mis otros momentos cruciales.
—Ahora bien, su primera pregunta requiere una respuesta directa y a cargo de Aaron Meltzer, el hombre, pues si en este momento le contesto estrictamente como lo haría un rabino voy a perder su respeto para siempre —me dijo bajando un poco la voz y acercándose hacia mí—. Un día, cuando era niño, tuve una fiebre muy intensa. Deliré por horas, según se me contó. Y siendo que era un niño delicado, muy devoto de mi madre, durante ese trance le dije cosas terribles. Mi madre no quiso contarme cuáles fueron las palabras exactas que escupí, y yo no recordaba más que retazos aislados. Una nodriza, ante mi insistencia, me contó al cabo de unos días que yo había lanzado insultos y que había maldecido a mis padres y a mi existencia. Con el tiempo olvidé el episodio, y no lo traje a mi memoria justamente hasta ese período de luto, el que le referí antes, cuando pasé unos meses en la cama. Sentía que había perdido mi guía. Me preguntaba qué habría sido de mi padre, qué clase de vida eterna le esperaba. Dónde estaría. Y entonces recordé mi episodio de delirio. No sé cómo, mi mente relacionó las dos cosas sin proponérselo. ¿Qué podían tener en común? La conclusión tardó en llegar. Pero al cabo de muchas cavilaciones se hizo inevitable. Si el aumento de unos pocos grados de mi temperatura corporal me había desprovisto aquella vez por completo de la sensación de ser yo mismo, del impulso de amar a mi madre y la obligación de respetar a mi padre, ¿qué consecuencias no tendría verme un día de golpe desprovisto de cuerpo por entero, estando mi carne descomponiéndose en un ataúd? Si un pequeño trance como estar enfermo me había quitado la sensación de ser Aarón, ¿qué no me quitaría de la vivencia de existir la llegada de la muerte? De golpe caí en la cuenta de que cuatro copas de vino, por ejemplo, eran capaces de distorsionar por completo la persona que uno creía ser, sólo mediante la torpe maniobra de intoxicar el cuerpo, la carne material, con un poco de alcohol. Una pequeña amenaza a la estabilidad de las entrañas le sacaba a uno la vivencia precisa de ser quien uno es. Luego me interesé, pues mi trabajo demandaba que fuera exhaustivo en mis preguntas, por los tumores y los accidentes vasculares, y recordé lo mucho que pierde un ser humano de la vivencia de ser quien es al sustraérsele apenas medio puñado de masa corporal, especialmente si ese pedazo estaba dentro de su cabeza. Había gente que dejaba de recordar cosas, gente que dejaba de reconocerse en el espejo, e incluso casos en los que un sujeto que había sido toda su vida bueno, luego de una lesión se tornaba egoísta e intratable. ¿Cómo podía, después de considerar eso, seguir creyendo que un sujeto privado de cada palmo de su cuerpo, de cada trozo de su cabeza y de todos sus órganos podría conservar algo de su individualidad? ¿Con qué ojos vería el mundo esa entidad eterna, si cuando aún estamos aquí y perdemos los ojos no vemos nada? Quise reconciliar esa cadena de conclusiones con todo lo que se me había enseñado. No hubo manera. No podía haber al mismo tiempo una vida humana como la conocemos y luego una vida eterna e incorpórea en la que éramos en esencia las mismas personas. Nuestra vida, se me figuró, es justamente lo que es porque está unida a un cuerpo. Y ese cuerpo dura lo que dura.
Hizo una pausa. Nunca habría imaginado que Meltzer alojara en su cabeza esa clase de razonamientos. Me parecía de pronto más viejo que unos minutos antes. Me lo imaginé en cama, atizado por la memoria de su padre, preguntándose por la fiebre y cuestionando dónde es que se produce la sensación de ser uno mismo.
Entró de vuelta mi mujer en la habitación, trayendo una bandeja con dos tazas de té. La miré como si no la hubiera visto en años. Tenía el pelo canoso atado encima de la cabeza y una mirada apacible, anhelante y un poco triste. Cuando levantó la vista y me miró a los ojos, reconocí que estaba preocupada. Dejó la bandeja y le sonrió a Meltzer.
—Ah, bueno —dijo él—, qué amable. Pero en verdad voy a quedarme sólo unos minutos. El menor de los Finkelstein tiene su bar mitzvah la semana que viene y el pobre, que no lee bien, no logra memorizar nada. Arreglé con su madre que los visitaría. Nada mejor que la aparición intempestiva de un rabino para que un adolescente se lleve el susto de su vida.
Mi esposa le sonrió y abandonó el cuarto. Sabía que los minutos de Meltzer eran contados. Vaya a saberse qué expectativa tenía sobre el impacto de su visita. Quedamos un momento solos, mirando la bandeja. Los dos levantamos la taza al mismo tiempo. Luego de dar un sorbo, dejé la taza en mi mesa de luz y me incorporé en la cama. Me destapé un poco. Me sentía, de golpe, acalorado.
—¿Y usted qué piensa —dije al cabo de esa pausa, en medio de una cierta exaltación, sin haber terminado todavía de asimilar lo que me había dicho antes—, que el mundo un día simplemente se va a acabar? ¿Que el sol va a estallar tragándose a la Tierra y que todo lo que fue importante para nosotros va a desaparecer un día sin dejar rastro? ¿No hay nada eterno?
Meltzer tomó otro sorbo y luego bajó la taza.
—No puedo pretender que conozco la respuesta a esa pregunta. La propia Torá no habla una sola palabra de la vida eterna. Así que Maimónides y una larga cadena de rabinos se encargaron de definir el asunto para los interesados. Se trataba de hombres sabios, presumimos. Pero de hombres, al fin, tan limitados por lo que sabían como cualquier hijo de vecino. Yo también, apenas puedo decirle lo que sé. Mire a su alrededor. ¿Alguna vez vio algo eterno? ¿Qué lo hace suponer que, más allá de lo que usted conoce, podría haber alguna cosa que dure para siempre? El hombre probo se limita a lo que sabe. Así que, si me pregunta en función de lo que sé, le diré que el mundo ciertamente se va a acabar. ¿Pero qué se yo?
Saqué las piernas de abajo del acolchado y me senté en la cama. Me rasqué con repentina virulencia la mejilla.
—No lo entiendo. Suena usted como un ateo —le dije por fin.
—De ninguna manera. No se engañe. Soy un rabino, vine a visitarlo en cumplimiento de mis funciones. Tengo la Torá en mi maletín, lista para incrustársela en la cabeza al pequeño David Finkelstein si es necesario. Pero mi trabajo es, entre otras cosas, ser un sujeto razonable. Me vinieron a buscar porque lleva usted meses en la cama, sin afeitarse, comiendo apenas, preocupando a su familia. ¿Qué espera que le diga a un hombre de casi sesenta años? ¿Que todo va a salir bien? Tengo que respetar su inteligencia. Si usted ha vivido hasta ahora pensando que va a ser premiado en un improbable más allá, lo lamento. A los treinta, tal vez una creencia así puede ayudar a alguien a llevar una vida recta. Pero a su edad, ¿qué caso tiene?
Luego dio un largo sorbo y dejó su taza nuevamente en la bandeja. Se paró, miró un segundo hacia un costado, como para cerciorarse de que realmente estábamos solos, y se inclinó apenas hacia mí.
—Quédese en la cama tanto tiempo como precise. No se apure. Pero recuerde que un día, más o menos a mi edad, va a morirse. Es inevitable. No todo va a salir bien. Pero algunas cosas van a valer la pena.
Luego caminó hasta la puerta, y desde allí me hizo una inexplicable venia militar antes de desaparecer por el corredor. Oí que mi mujer lo despedía. Uno de mis hijos entró con su novia por la puerta de calle mientras Meltzer salía, según escuché. Después siguió un silencio que pareció durar una hora, y que sólo fue quebrado al fin por unas risas que venían desde la calle.
Me quedé largo rato sentado en la cama, sin atinar a subir los pies y taparme con el acolchado, o a ponerme de pie, o a ir al baño. Afuera, en la calle, unos vecinos festejaban el resultado de un partido de fútbol. El rumor de los autos que pasaban se me hizo de pronto mucho más notorio que en todos los miles de días que hasta hoy había pasado en esta casa. Ocasionalmente, alguna bocina alentaba a los que festejaban, y entonces se alzaban las risas y los gritos. Me paré y me asomé a la ventana. Quise convencerme de que me acerqué al vidrio para ver si las nubes anunciaban tormenta, pero en realidad quería ver la fiesta. Me resultaba tan distante el deseo de reunirme con otros cincuenta sujetos a agitar un trapo y gritar cánticos a voz en cuello, y sin embargo al ver aquel pequeño maremágnum que reía allá abajo no pude evitar sonreír. ¿Qué querían esas personas? ¿Por qué estaban allí? ¿Había alguna cosa que a mí pudiera entusiasmarme de esa manera?
Recordé lo mucho que me gustaba el verano cuando era niño. La sensación de abandonar la casa en la gran camioneta de mi padre y seguir la ruta hasta llegar al chalet junto al río, en la colonia de la Asociación de Arquitectos, donde ni yo ni mi hermano nos pondríamos zapatos por meses. Recordé la sensación de la noche de la víspera, cuando con mis primos nos quedábamos despiertos imaginándonos qué haríamos al otro día. Cazar sapos y tenerlos un rato croando en un balde. Soltarlos en el río. Hacer carreras corriendo en el agua. Pescar de noche con un farol. ¿Qué había sido de esos niños? ¿Cuántos de aquellos niños mayores, de aquellos jóvenes que nos enseñaban a tirar cantos rodados y a silbar con las hojas de un árbol ya estarían muertos? Recordé a mi padre y, como Meltzer hizo en su tiempo, me pregunté dónde estaba. Era una pena constatar que, si uno pensaba apenas un segundo, tenía que aceptar que no estaba en ninguna parte. Que el único lugar en donde estaba más o menos completo era en nuestras cabezas. La mía, la de mi hermano y pocas más. Me consolé por un momento pensando que, al menos dentro de esas cabezas, mi padre aún se movía, hablaba, fumaba pipa, hacía chistes y odiaba los edificios que siempre odió.
Enseguida pensé en mi madre, que llevaba diez años internada en una clínica, incapaz de recordar nada, y reconocí que esa especie de muerte en vida a la que estaba condenada consistía justamente en que en su cabeza no vivía nadie en particular. Unas pocas imágenes de los dibujos animados que la acompañaban todo el día parecían ser todo lo que era capaz de retener. No había una tarde remota que de pronto se hiciera vívida en su mente. Una persona muerta que allí dentro seguía viva. Pensé de pronto que tener una cabeza que contuviera todas esas cosas, esa especie de milagro que uno da por sentado, era un hecho que recibía muchos menos homenajes cotidianos que cualquier héroe nacional. No había un himno a la cabeza, ni una avenida Cabeza, ni una estatua en la plaza central que dijera: “A la cabeza. Acá se guarda todo lo que alguna vez mereció ser recordado”.
Miré nuevamente la fiesta y reconocí que, aunque yo sabía que había una fiesta objetiva allá abajo, la única manera de disfrutar la escena era mirarla con mis ojos y pensarla en mi cabeza. Saber que ese ruido y esas masas que se movían eran personas, y que lo que hacían juntos se llamaba fiesta. Ninguno de esos dones, es decir, poder ver eso e interpretarlo como lo que era, le estaban permitidos, por ejemplo, a la ventana o a la cornisa. A pesar de que estaban más o menos a la misma distancia de la fiesta que yo, la ventana y la cornisa eran completamente indiferentes a lo que pasaba en la calle. La fiesta, por así decirlo, les estaba vedada. Por un momento me pregunté si esa clase de razonamiento, que no recordaba haber tenido desde la más temprana infancia, como por ejemplo “¿qué es lo que puede sentir una cornisa o una ventana?”, era una manifestación de que estaba loco. Quizás toda esta larga convalecencia en cama podía interpretarse como eso, como una lenta y progresiva pérdida de la cordura. Y sin embargo estos nuevos razonamientos, por motivos que me eran difíciles de explicar, aparecían de pronto como más relevantes que casi todos los que me habían acompañado en los últimos años. Me resultaba a mí mismo más cuerdo ahora, de pijama a mediodía, con una barba de cuatro meses y preguntándome cómo es que uno puede recordar y una ventana no, que si estuviera en el estudio, revisando un pliego que no entendía y poniéndole mi firma. Y por primera vez en cuatro meses, no me sentí culpable de estar en cama.
La ducha pareció durar horas. Era, de alguna manera, como si estuviera bajo el agua por primera vez, pues así de nueva era la sensación de sentir cada gota impactando en la mollera, salpicando, cayéndome por las sienes y la nuca. Pero no se trataba en realidad de una sensación nueva, sino remota, casi añeja. Recordé de pronto las veces que, en la infancia, la lluvia interrumpía un partido de fútbol y, cuando todos salían corriendo, nos quedábamos con mi hermano en la vereda, dejando que las gotas nos fueran empapando la camisa, los pantalones cortos, las medias, los zapatos. Después, al llegar a casa, decíamos “nos sorprendió la lluvia”, como si aquel dejarse mojar a propósito fuera inconfesable, irracional, casi pecaminoso. Vino a mi memoria una gripe de verano, pasada también en cama, con gran dolor de pecho y mucha tos, al cabo de la cual le había dicho a mi madre, con enorme arrepentimiento, que la gripe era culpa mía. Mi madre me había contestado que los niños no tienen culpa, que todavía están aprendiendo a pensar y que por eso los que trabajan, votan y pueden ir a la cárcel son los adultos. Me dijo que después del bar mitzvah sería responsable de todo lo que hiciera, pero que por ahora era inocente por definición. Yo tenía diez años, de modo que aún me quedaban dos años de inocencia, pensé. Y ahora, que llevaba cuarenta y cuatro años siendo culpable, encontraba que las gotas de la ducha eran la cosa más próxima a aquella lluvia de los años del pantalón corto. Miré el desagüe. El agua que había resbalado por mi cuerpo llegaba allí cargada de pelos, de pequeñas costras, de mugre. Me pregunté cómo había tolerado semejante desmejora.
Cerré la canilla. Me sequé exhaustivamente. Apliqué una generosa capa de desodorante en mis axilas. Me miré en el espejo, frente a la pileta. Parecía un náufrago, un brahmán, Rasputín, un completo desquiciado. Dediqué cinco minutos a fabricar una espuma de jabón de la que cualquier hombre pudiera estar orgulloso. Me afeité con aplicación, cortando primero la barba con una tijera de uñas que había en el botiquín y luego pasando la navaja con extremo cuidado, como si debiera vencer, además de la barba, la implícita tentación que había en cada movimiento que un hombre hace con una navaja, que es cortarse de un solo tajo la propia garganta. Me sentía, sin embargo, menos suicida que nunca, especialmente luego de enjuagarme la cara y contemplar el impecable resultado. Quedaba, naturalmente, la cuestión del pelo. En cuatro meses había crecido hasta el largo que un adolescente habría encontrado óptimo, pero que en un sujeto de mi edad sólo podía interpretarse como una especie de mensaje airado. Al haberlo secado con la toalla, lo había desflecado en todas las direcciones y parecía una especie de tifón. Tomé un peine de carey que había en el estante, que había pertenecido a mi padre. Iba a peinarme, cuando me detuve de golpe. Me miré unos instantes a los ojos. Luego me puse la bata blanca que había en el toallero, y puse el peine en su bolsillo.
Salí del baño y me dirigí al cuarto. Parada en el medio de la habitación, estaba mi mujer. Avancé hasta la cama y me senté. La miré a los ojos. Era la primera vez en meses que su expresión parecía serena. Dejó que terminara de acomodarme en la cama antes de hablarme.
—¿Qué te dijo? —preguntó al fin.
—¿Meltzer? —pregunté inútilmente. ¿Quién más podía ser?
—Sí, Meltzer.
La miré. Pobre Anna. Había insistido en celebrar el bar mitzvah de nuestros hijos. Sus abuelos habían muerto en Polonia, en la Shoah. No los había conocido en vida, y tenía la esperanza de conocerlos en el Olam HaEmet, cuando los familiares se encuentran en la morada ultraterrenal que premia una vida de entrega. Su hermana había muerto hacía dos años de un doloroso cáncer de garganta. Su madre hacía cuatro. Su padre hacía siete. El más allá era para ella, como decía su preceptor, “tan real como su pulgar”. Si había una recompensa en la vida eterna, el lugar estaba diseñado para ella.
Y lo más importante: Anna no llevaba cuatro meses en la cama. Durante todo mi predicamento había seguido adelante con la vida de la casa, tratando de que lo que ella veía como la enfermedad no se extendiera por los otros cuartos, contagiando a todos. ¿Qué podía haber hecho, tenderse a mi lado y ver cómo todo se venía abajo?
—¿Cómo están Daniel, Benjamín, Dinorah y Rafael? —pregunté. No había pronunciado el nombre de mis hijos en muchos días. Me di cuenta, sin embargo, de que estaba incurriendo en el mismo tipo de maniobra dilatoria que había usado Meltzer: hablar de la familia en el momento en que a uno le han preguntado otra cosa.
—Están bien. Les dije, todos estos días, que trataran de dejarte en paz. Que no te invitaran a la mesa. Que estabas atravesando tu halajá. Que saldrías cuando tuvieras que salir.
—Bien —dije al cabo de unos segundos. Me costaba, me di cuenta, hablar de lo que había ocurrido. De lo que seguía ocurriendo. De lo que ocurriría.
—¿Qué te dijo, entonces? —me preguntó con dulzura, pero con la determinación de los judíos. Nunca desistiría. Me había visto por meses con la mirada perdida entre las sábanas y ahora me tenía de pie, afeitado y oliendo a jabón, apenas una hora después de la partida de Meltzer. Quería saber qué frase, qué recomendación había obrado el milagro. Qué cosa me había dicho y qué clase de promesa le habría hecho yo.
—Me dijo... — comencé lentamente— que mi vida eterna está en peligro. Y me dio unas recetas que debo seguir al pie de la letra.
—¿Se trata de oraciones? —preguntó.
—No. Son viejos rituales... Me dijo que son anteriores al Talmud. Algunos debe hacerlos la pareja, y algunos la familia. Son rituales íntimos y secretos.
Ella me miraba con atención, como tomando nota. Siempre me había gustado la forma en que se detenía ante las tareas que demandaran cierta secuencia, inclinando la cabeza levemente hacia un lado y repasando el proceso en su interior.
—Primero que nada, todos los días tenemos que peinarnos. Tu a mí, con gran detalle. Hasta que el pelo quede a tu gusto. Luego yo a ti, con un peine que haya pertenecido a la familia.
Ella me miró a los ojos. Asentí con gravedad.
—Ese ritual debemos hacerlo solos, fuera de la vista de nuestros hijos —amplié.
—Bien —dijo ella.
—Otro de los procedimientos involucra a toda la familia —continué—. Se trata de tomar leche caliente, siempre que, por supuesto, sea kosher, y en la medida de lo posible todos juntos. Me dijo que puede ser durante el desayuno, y que puede ser café con leche. Pero hay que hacerlo a conciencia, y recordando en orden estas tres cosas: que la leche proviene de un ser vivo, que uno está vivo, y que ese café con leche podría ser el último. Y tratar, mientras uno lo toma, de dar a nosotros y a nuestra familia lo mejor que tengamos.
—No parece difícil —dijo Anna.
—Creo que con esfuerzo lo podemos realizar. Por último, dijo que un día antes del sabbat, todas las semanas, tenemos que sentarnos solos los padres, de ser posible en la misma habitación, y leer un libro de nuestra elección al menos por una hora. Cuando ambos sintamos que ha sido suficiente, tenemos que conversar con gran detalle acerca de qué es lo que sentimos mientras lo leíamos, en qué medida alteró nuestra impresión de ser quien somos y nuestra sensación de estar vivos.
—¿Justo antes del sabbat? —preguntó ella.
—Sí. Preferentemente por la mañana.
—¿Y qué más? —dijo mirándome con insistencia a los ojos.
—Sólo eso.
—¿Por cuánto tiempo hay que hacerlo?
—Dijo que lo mejor es hacerlo para siempre —concluí con la mayor certidumbre posible.
Anna miró unos momentos al piso. Algo en ella se resistía a reconocer al rabino Meltzer en estas pequeñas operaciones de salvataje, y sin embargo, al cabo de un minuto, volvió a alzar la mirada con la misma concentrada devoción.
—¿Y eso va a asegurarte la vida eterna? —preguntó con una nota de esperanza en la mirada.
—Me dijo que no garantiza nada. Que es un rabino, no un adivino, y que debe limitarse estrictamente a lo que sabe. Pero que, en su opinión, mi vida eterna y la de todos serán mucho más definitivas y posibles si seguimos estas simples instrucciones.
—¿Todo esto te lo dijo... literalmente? —preguntó con auténtica curiosidad.
—Algunas cosas las dijo de una forma indirecta. Dejó mucho librado a la interpretación. Pero esto es, en esencia, lo que me recomendó.
Se hizo un largo silencio. Anna me miró con extrañeza. Me acordé de que todavía tenía el pelo en completo desorden, largo, crespo y parado como las ramas de un árbol. Así que metí la mano en el bolsillo de la bata, tomé el peine de mi padre, y simplemente se lo di.