En verano, cuando dormíamos con la ventana abierta y dejábamos entrar los sonidos del barrio, mi hermano se despertaba algunas noches convencido de que habían abandonado a un bebé cerca de casa. Me tocaba el hombro para que me levantara a escuchar el llanto y ambos mirábamos la oscuridad por la ventana, con la piel erizada pese al calor húmedo de la noche de enero.
Salimos más de una vez a buscar al niño que gemía de esa forma. Bajábamos a la calle empedrada y caminábamos unos metros, intentando distinguir de dónde venía el sonido. Mi hermano, mayor que yo, abría el paso e intentaba aparentar más seguridad de la que tenía. Pero el llanto desesperado del bebé se perdía en algún punto entre los árboles y los techos del barrio, y no encontrábamos qué era lo que se lamentaba con tanta fuerza a una hora tan inadecuada.
A las tres de la mañana uno está dispuesto a creer cualquier cosa, y nos quedábamos pensando en espíritus en pena o en las historias de fantasmas, que abundaban en una cuadra con tantas casas abandonadas como la nuestra. Se contaban cosas sobre un asesinato ocurrido hacía muchos años a sólo cincuenta metros de donde estábamos, en un balcón despintado que daba a unas ventanas con los postigos oxidados; a la luz del sol hacíamos bromas y todo aquello nos parecía infantil y poco creíble, pero era muy distinto cuando aquel grito cruzaba la noche en el barrio dormido.
Con el tiempo, los llantos comenzaron a multiplicarse hasta convertirse en un tema del que no sólo nos ocupábamos mi hermano y yo. Papá nos resolvió el misterio una mañana de sábado.
—Son los gatos de la vecina. Si no fuera porque es buena y me da mucha pena saldría a envenenarlos, a ver si se puede dormir de noche —dijo, medio en broma.
Mi hermana, a la que nada la despertaba de noche, lo miró como si pudiera lanzarle rayos con los ojos.
—Están peleando por el territorio, o en celo o algo así, por eso dan esos gritos —siguió papá—. Vamos a tener que hablar con ella, a ver si puede hacer algo.
Para mí había algo más en el sonido de esos gatos en la madrugada. Yo sentía que no era sólo el instinto de territorialidad o el deseo sexual lo que hacía tan peculiares esos gritos. Me parecía que se comunicaban entre ellos de alguna forma que nosotros no podíamos comprender y que algo que escapaba a la descripción de mi padre se escondía en los ruidos que nos despertaban de noche, pero me guardé mi teoría. Sólo mi hermano y yo nos quedábamos rato escuchándolos en la oscuridad, sin poder creer que un animal fuera capaz de hacer sonidos tan humanos y sobrenaturales al mismo tiempo.
La vecina se llamaba Ofelia y vivía a media cuadra, en una casona con un jardín que parecía de otra época. Tenía árboles frutales, un pozo y una fuente de piedra, además de las estatuas de dos gatos con aspecto egipcio que custodiaban la escalera. La construcción era viejísima y grande, pero Ofelia vivía sola desde hacía mucho tiempo. Los gatos habían empezado a llegar de a poco, aprovechando que les daba de comer y los cuidaba, y un tiempo después era común ver las siluetas felinas recortándose sobre el tejado al atardecer, en la escalera o en los muros agrietados. Comenzaron a conquistar territorio en la cuadra, hasta que se hizo frecuente escucharlos después de la medianoche.
Con otra vecina quizá el barrio hubiera sido menos paciente, pero detrás de los gatos de Ofelia se escondía una historia triste. Su esposo y su único hijo habían muerto en un accidente ocurrido a pocas cuadras de su casa, atropellados por un camionero borracho al que acababan de despedir de su trabajo. No tenía hermanos o hermanas ni nadie cercano; sólo recibía cada tanto a un hombre de traje que según mamá era el contador de su esposo, encargado de darle un dinero cuyo origen no conocíamos exactamente.
Durante meses estuvo encerrada en su casa, prácticamente sin salir, hasta que un día apareció en el jardín con un gato adulto y otro cachorro, recogidos de la calle. De a poco, comenzó a interactuar con los vecinos y a cuidar las plantas y las flores de la casona, siempre seguida por sus gatos, que se llamaban Sombra y Misterio. Pronto llegaron muchos más, sin que se supiera bien de dónde. Como si alguien hubiera pasado la voz entre ellos, los gatos venían de otras cuadras y se instalaban en el jardín de Ofelia, quizá por la misma atracción misteriosa que los lleva a poblar los cementerios y hacerlos suyos.
Mirando hacia atrás, hurgando en mi memoria, la recuerdo como una mujer dulce, que nos daba galletas de chocolate cuando volvíamos de la escuela o sacaba frutas de los árboles para que les lleváramos a nuestros padres, pero en general era silenciosa y parecía preocupada sólo por sus gatos. A veces nos daba unos pesos para que cortáramos el pasto o podáramos las plantas, aunque no puedo decir que el resultado fuera muy alentador para el jardín. Yo solía quedarme a charlar con ella porque pensaba que no tenía a nadie más con quien hacerlo, si exceptuábamos los gatos. Suponía que era difícil para ella, porque estaba ya en esa edad en la que algunas personas comienzan a aislarse, incluso cuando están en presencia de otros. Pero yo escuchaba con paciencia los cuentos de otro tiempo y a veces me quedaba hasta que la tarde caía y los murciélagos empezaban a planear sobre los árboles en busca de comida.
Hablaba con sus gatos todo el tiempo. Ofelia tenía una cara bondadosa pero una mirada extraña, un poco torcida. Cuando uno le hablaba inclinaba la cabeza hacia un costado, como si hiciera un esfuerzo por escuchar mejor, y al caminar lo hacía con cierta irregularidad, casi cayéndose hacia adelante. Tenía unos bigotitos muy finos, como una pelusa suave, que nos llevaba a veces a compararla con los gatos que la rodeaban. Con los años se volvió más felina y silenciosa, y comenzó a caminar prácticamente sin que uno la notara, con mucho sigilo.
Una mañana, luego de una noche en la que los gatos habían estado especialmente ruidosos, paseando por los techos y los balcones de la cuadra, nos dimos cuenta de que no todos los vecinos estaban dispuestos a ser tan tolerantes. El portón de Ofelia apareció quemado, después de que prendieran fuego un montón de hojas de árboles rejuntadas. Ese día vimos que hablaba con el vecino de al lado de casa, Demetrio, y entendimos enseguida que se venían problemas.
Mi hermano, que pasaba por allí, se acercó lo suficiente para escuchar la conversación. “Mirá que si no hacés algo con los gatos te van a aparecer quemados”, le explicaba Demetrio. Lo decía amablemente, como siempre, lo que sólo lo hacía más tenebroso.
La casa de Demetrio también era grande y estaba cubierta por muros llenos de madreselva. Desde la azotea y el balcón veíamos el fondo, siempre ordenado, con las mesas y las macetas colocadas en perfectos ángulos rectos. Mamá decía que era pirómano: barría hojas todas las mañanas y las quemaba en la calle, un trabajo interminable e inútil, porque aquellos árboles vivían sacudiéndose con el menor viento. Pero Demetrio era obsesivo y, como jubilado, tenía mucho tiempo. Cualquier cosa que apareciera frente a su casa pasaba a ser “limpiada” por el fuego si se abandonaba mucho tiempo allí: bolsas, basura, papeles o plantas. A veces nos llegaba el olor de la goma quemada de los neumáticos y un hilo de humo negro se elevaba al cielo, como una tribu que enviaba señales.
Tenía un bigote rectangular y un peluquín que no engañaba a nadie, aplastado por una boina oscura. Hablaba siempre en un tono falso, con una semisonrisa que escondía sus verdaderas intenciones. Era misterioso también. Papá decía que se había “acomodado” durante la dictadura, y hacía toda clase de especulaciones sobre el tipo de trabajo que le tocó hacer por entonces. Vivía con su esposa y una hija, de aspecto dulce pero demasiado atemorizadas como para desafiar el dominio que ejercía Demetrio en esa casa.
Los gatos eran un problema para Demetrio. Eran el caos, el ruido y el descontrol que se colaban en su vida ordenada, en esa parcela de mundo que era su casa y los alrededores, que él amoldaba a su antojo, a su idea de cómo tenía que funcionar el planeta. Pero los gatos no paraban de llegar.
Papá le ofreció ayuda a Ofelia para llevar a castrar los gatos, en un intento por calmar aquellas incursiones nocturnas, pero yo dudaba que eso fuera a detenerlos. Ofelia parecía creer lo mismo. Le explicó a papá que además no podía parar de alimentarlos, no sólo porque no quería; terminaríamos con la cuadra llena de gatos famélicos, intentando robar lo que pudieran por las ventanas de las casas.
Pasó entonces algo extraño. Los gatos comenzaron a actuar más “ordenados”, aunque ese no es exactamente el concepto. Es imposible de definir, porque no es que hicieran más caso a Ofelia y no salieran del jardín. Sin embargo, vagabundeaban sólo a determinadas horas y ya no lanzaban aquellos llantos que nos despertaban en la noche; ahora habían cambiado de tono, con unos maullidos cortos que en mi imaginación sonaban a conversación.
Excepto en la casa de Demetrio. En esas noches interminables de verano en las que la ciudad se adormecía por los vapores que se levantaban desde el cemento, mi hermano y yo matábamos el insomnio apostándonos como vigías en el balcón de nuestro segundo piso, observando la quietud del barrio en esa isla de tiempo que se formaba antes de la madrugada.
Los veíamos pasar entonces, pegados al muro de la casa de Demetrio o caminando por encima de los pretiles, decenas de ellos. Daban vueltas de un lado a otro, mirando hacia adentro, con la actitud de quien espera algo. Algunos lanzaban los lamentos de siempre y otros correteaban por el techo, arrastrando todo lo que pudieran encontrar. Y eso, nos decíamos mi hermano y yo con las miradas, sólo podía significar malas noticias. Una tormenta se levantaba en el horizonte.
Los fuegos y los accidentes en la cuadra se hicieron más frecuentes. El buzón de Ofelia apareció arrancado una mañana, su muro fue manchado con pintura, una ventana recibió una pedrada en la mitad de la noche. Un gato negro amaneció muerto en la vereda una vez, tieso como una estatua, congelado en un estertor. Yo ayudé a Ofelia a enterrarlo al lado de un naranjo de su jardín, en una ceremonia breve y silenciosa en la que incluso los gatos parecieron guardar el respeto que ameritaba la ocasión.
Pese a ello los gatos no retrocedieron, sino que aumentaron su asedio a la casa de al lado. Supuse que habría ratas, pájaros, restos de comida, cosas que sólo aquel fondo enorme les brindaba a los felinos del barrio. Una mañana supimos que Demetrio se había lastimado al caerse al salir de su casa, luego de tropezar con unas enredaderas cuyos tallos se habían entreverado con la base del portón.
Demetrio ya no podía disimular el malhumor, e incluso la fachada de su falsa simpatía comenzaba a agrietarse. Entendí por primera vez por qué papá decía que podía ser un tipo peligroso. Una tarde me preguntó si pensábamos dejar para siempre el auto que estacionábamos en la calle, frente a sus muros, que estaba empezando a enterrarse en el polvo y el esmog. Mi padre tenía un Plymouth antiguo que había sido el lujo máximo en su época, una nave negra que me hacía pensar en gánsteres y películas viejas. Estaba roto, pero como no teníamos plata para pagar el garaje dormía a la intemperie, frente a lo de Demetrio.
En el medio de aquella batalla que se iba gestando en la noche, cuando la cuadra dormía, nuestro auto fue una de las primeras víctimas colaterales. Algunas semanas después de la advertencia, mientras Ofelia seguía cuidando de los gatos abandonados que llegaban a su casona atraídos por un llamado que nosotros no comprendíamos, nos despertó el fuego en la calle. Nuestro auto de 1948 era una antorcha que iluminaba la noche y arrojaba sombras danzarinas sobre el muro de Demetrio.
La familia entera bajó la escalera para ver cómo aquel auto se consumía, y con él los recuerdos de cincuenta años, propios y ajenos. Mamá me abrazaba y lloraba, con los ojos acuosos reflejando el fuego sin poder apagarlo, aunque no sabía explicar por qué. Nunca había tenido especial cariño por aquel auto viejo, pero quizá intuía algo que asomaba por detrás de ese hecho aislado.
Llegaron los bomberos y luego la Policía. “Seguro fue algún vago”, dijo el oficial, pero nosotros sabíamos la verdad. No teníamos pruebas, claro, ni las tendríamos, pero lo sabíamos. No había ni humanos ni animales dentro del Plymouth cuando se prendió fuego, pero esa noche los gatos desaparecieron y la calle quedó vacía y callada, excepto por el crepitar de los restos del metal quemado.
Debimos haber visto entonces el peligro o haber intuido algo de lo que vendría después, pero no fue así. Todo nos parecía irreal, como si sólo tuviera consecuencias en el país extraño que se formaba después de la medianoche: el ejército de gatos avanzando por los muros, su predilección por la casa del vecino, los fuegos provocados. El balcón era nuestro palco de lujo para observar el drama que se iba desarrollando cuando todos dormían.
Ofelia y Demetrio ya se encontraban en una trayectoria de colisión que nadie supo ver. Ella seguía obstinada en mantener a los gatos, excepto a aquellos que cada tanto se llevaba algún vecino, y no cedía a pesar de las amenazas. Y después de unas semanas de calma engañosa, todo se precipitó. En los días que siguieron mi hermano y yo pensamos muchas veces en qué habría sucedido si hubiéramos estado despiertos aquella noche, observando la cuadra con atención. Pero el verano terminaba, el calor cedía y volvíamos a dormir profundamente. Nos despertó el sonido de las sirenas de los bomberos, igual que al resto de la cuadra. Luego llegaron un olor acre a cosas quemadas y el resplandor difuso en las persianas de la ventana. Cuando mi hermano y yo saltamos al balcón, papá, mamá y mi hermana salían de sus cuartos.
Por detrás de las sirenas escuchamos entonces otro sonido mucho más perturbador: los lamentos de decenas de gatos, que formaban un coro sobrenatural en aquella escena. La casa de Ofelia, llena de maderas y suciedad, era una antorcha encendida que lanzaba al cielo volutas de humo negro que teñían la luna de rojo. La luz rojiza se movía entre la cuadra como una marea de lava, suavizando los contornos de los muros. El fuego iluminó la calle y de-sorientó a los gallos de una vecina, que cantaron con fuerza.
Papá y mamá no nos dejaron salir, pero subimos a la azotea para observar mejor la casa, que estaba a unos treinta metros. Me esforcé en ver a Ofelia en el jardín o en la calle, a salvo, pero el maullido de los gatos no me traía un buen presentimiento. La casa entera ardía e incluso un árbol, cuyas ramas daban contra el techo, estaba encendido.
No pudimos volver a dormir esa noche y esperamos toda la madrugada, mientras los bomberos continuaban apagando las llamas. Cuando la mañana llegó, el verano cayó sobre el calor acumulado del fuego y convirtió la calle en un horno. Papá se acercó a la casa quemada, conversó con los bomberos que enfriaban los restos y volvió caminando despacito, mirando hacia abajo. No necesitó decirnos nada, supimos todo poco después. Como a nosotros, a Ofelia el fuego la sorprendió durmiendo, y no pudo salir a tiempo. Algunos gatos corrieron la misma suerte, pero los demás, probablemente espantados por las llamas, habían desaparecido. Nos quedamos callados un rato largo, intentando asimilar esa noticia que esta vez no salía de un titular del informativo sino de nuestra propia vida, a sólo unos metros de casa.
Para nosotros no existía ninguna duda de quién era el culpable, pero mamá se horrorizó de que estuviéramos sugiriendo algo así.
—Es un viejo loco por quemar hojas y a veces autos, sí, pero eso no lo hace un asesino; no quiero escuchar nada parecido—nos dijo.
—¿Y si sólo quería asustarla y el asunto se le fue de las manos? —le preguntó mi hermano.
Mamá calló.
Era imposible que tuviera la misma perspectiva que nosotros, porque no conocía el drama que presenciábamos en la calle desierta después de la medianoche, la guerra sigilosa que los gatos mantenían con el vecino. Pero en eso ni siquiera podíamos buscar complicidad con papá. Las pericias de los bomberos apuntaban al desperfecto de un aparato eléctrico, y no se encontraron evidencias de un incendio intencional, nos dijo. Para nosotros eso no probaba nada; pasaba lo mismo que con nuestro auto. “Si alguien sabe disimular un incendio provocado es un buen pirómano”, decía mi hermano con los rulos pegados a la frente por el sudor que causaba la tarde tórrida de final de verano.
Al día siguiente a Demetrio se lo vio tan compungido como a los demás, con esos movimientos suaves de serpiente de los que nosotros habíamos aprendido a desconfiar. Parecía ansioso por mostrarse a todo el mundo, pero esa era la reacción más inteligente: quedarse en su casa sólo lo hubiera convertido en sospechoso.
Me costó muchos días volver a pasar por el frente de lo de Ofelia. Aunque tuviera que ir a la esquina, daba la vuelta a la manzana para no ver el vacío chamuscado que quedaba donde estaban la casona y su jardín, como un diente negro y carcomido que torcía el aspecto de la cuadra. Me entristecía ver el esqueleto del naranjo y las ruinas de la casa; prefería imaginar que continuaban allí, con Ofelia y los gatos, que si los ignoraba su existencia seguiría su marcha, día tras día, hasta que a mí se me ocurriera aceptar la pérdida y destruyera el encantamiento.
Como papá y mamá estaban preocupados por nosotros, se les ocurrió algo para hacernos sentir mejor y con lo que podíamos ayudar de alguna forma. Muchos gatos habían quedado en el terreno de Ofelia deambulando, perdidos, y se necesitaba gente que los adoptara para evitarles un destino peor. Incluso mamá, a la que no le gustaban los animales, estuvo de acuerdo en traer a casa a uno de los gatos, que daban vueltas desorientados e intentando entender qué había pasado.
Los tres hermanos fuimos hasta el jardín en ruinas para elegir uno y entramos casi en puntas de pie, con miedo a mirar lo que quedaba de la casa. Si observábamos la sombra que proyectaban los restos, casi podíamos creer que aún seguía allí, como el fantasma de un miembro amputado. La decisión no fue difícil: una gata negra muy cachorra, que nunca había visto antes, salió de atrás del naranjo, se enroscó entre mis piernas y me frotó el morro contra la pantorrilla. Como parecía haber optado por nosotros, no lo pensamos más: la guardamos en una caja y la llevamos a casa.
La llamamos Susurro, porque no sabía maullar y sólo emitía un ronroneo bajo para comunicarse. Pero era inteligente y cuando creció adquirió una forma de moverse que pronto me llamó la atención. Susurro no tenía las conductas habituales de otros gatos, lo que atribuimos a la falta de una madre o una manada que le indicara cómo actuar cuando era una cría.
Tenía una predilección especial por mí y se quedaba horas a mi lado, cuando yo estudiaba o leía. De alguna forma, parecía intuir mi llegada y esperaba detrás de la puerta a que yo apareciera. A veces no me sacaba los ojos de encima, como si estuviera intentando descifrarme, y en otras ocasiones miraba fijo a un punto sin razón aparente. Si le abríamos la ventana del cuarto salía al balcón y se paraba sobre la baranda que daba a lo de Demetrio, en una vigilia constante.
No recuerdo bien cuándo la conducta de Susurro comenzó a resultarme realmente extraña, o cómo se empezó a formar aquella teoría en mi cabeza. Cuando creció y se mostró en nuestro balcón algunos gatos regresaron al barrio; solía verlos pasar por debajo de nuestro balcón o subiendo al muro de la casa de al lado, desde donde intercambiaban algunos maullidos y luego se retiraban. A papá y mamá no les gustaban estas apariciones nocturnas cada vez más frecuentes.
—Hay que castrar a la gata y se acaban estas visitas —anunció papá una mañana, usando un cuchillo de untar para acentuar en el aire las palabras y las habilidades del veterinario.
Mi hermana, siempre atenta al sufrimiento de los demás, lo miró como si tuviera rayos láser en los ojos. Yo sentí un dolor breve en la pierna. La gata acababa de clavarme las garras y me observaba con una mirada intensa, a la que parecía dedicar toda su concentración.
Ambos convencimos a papá de que no era necesario extirparle nada a la gata para evitar que la casa se convirtiera en un lugar de encuentros, siempre y cuando tuviéramos algo de cuidado. Pero a mí me parecía que aquellas visitas tenían muy poco de amorosas y que no eran los encantos de Susurro lo que estaba volviendo a nuestro balcón tan popular entre la comunidad felina.
Demetrio, mientras tanto, había recuperado la tranquilidad de su rutina y barría las hojas secas del otoño todas las mañanas, satisfecho de haber recobrado el orden en sus dominios. Cuando salía, Susurro corría hasta el extremo del balcón y quedaba hipnotizada, observando el vaivén del rastrillo.
Con el paso de los días, las fantasías que a veces me asaltaban en la noche se volvieron más recurrentes, hasta que no pude ignorarlas más. La gata daba vueltas en mis sueños, maullando de una forma que yo parecía capaz de entender, pero cuando despertaba me la encontraba sentada en medio del cuarto, mirándome fijo. Pasé a tener entonces la certeza inexplicable de que Susurro podía comprender cualquier cosa que yo dijera y prestaba atención cada vez que yo hablaba.
Durante el día, descartaba aquellas ideas por ridículas y me prometía que jamás se las contaría a nadie de mi familia, pero en la noche la sensación permanecía y se reforzaba. Me descubrí analizando también la forma en que Susurro caminaba y por qué me resultaba tan extraña.
Veo ahora que entendía en realidad qué era lo que me perturbaba, pero no quería reconocerlo. Notaba en Susurro la misma mirada torcida y esa forma peculiar de inclinar la cabeza hacia adelante cuando yo le hablaba. Era ágil, pero caminaba con cierta irregularidad en los movimientos, como si su centro de gravedad fuera distinto al de cualquier otro gato. Y el día en que decidí hacer un experimento, el impacto fue tan grande que todavía recuerdo la escena como si estuviera mirando una fotografía.
Susurro, como cualquier gato, no estaba acostumbrada a reaccionar al escuchar su nombre. Era receptiva a cualquier muestra de cariño, pero daba la espalda sin demasiado interés si uno se dedicaba a repetir “Susurro, Susurro” con insistencia. En una de estas ocasiones, en que la gata se alejaba displicente rumbo al balcón, le dije: “¡Ofelia!”. El efecto fue instantáneo: se dio vuelta con rapidez, me miró con intensidad, caminó hasta quedar a sólo medio metro de mí y se sentó en el suelo, expectante. Como no sabía qué hacer, excepto temblar ligeramente, me quedé parado, sin saber si hablarle o dejarme de fantasías y tratarla como a cualquier gato. Susurro se acercó hasta mí y, como para tranquilizarme, se hizo un ovillo entre mis piernas, hasta dormirse.
Por las dudas, a partir de ese día intenté manejarme con otro respeto, aunque me sintiera un poco estúpido por hacerlo. Mi conducta no pasó inadvertida.
—¿Por qué te das vuelta cuando la gata va al baño? —me preguntó mi hermana una vez.
—Por nada. Casualidad —disimulé.
—Es un gato, no una compañera de clase en el baño de mujeres —insistió ella.
—No tengo ningún problema en mirar —dije y me reí incómodo, pero no me di vuelta.
Yo ya estaba en un camino sin retorno, tratando a la gata con una deferencia y una seriedad que desconcertaban a mis hermanos. No le tiraba de las orejas, ni le frotaba el lomo o le arrojaba ovillos de lana para jugar. A mis ojos se había convertido en una señora, que me miraba con una dignidad que no me animaba a mancillar con unas cuerdas de juguete o unos golpecitos cariñosos en el lomo.
Quizá porque yo era el único que prestaba atención a los detalles de su comportamiento y porque todavía estaba confundido por lo que había ocurrido, fui el único que despertó la noche en que sucedió todo. Fue en el veranillo de san Juan, cuando el calor y la humedad tomaron brevemente al invierno. La ventana de nuestro cuarto estaba nuevamente abierta, pero desde antes de que me acostara Susurro se quedaba quieta, muy quieta, sentada en mi mesa de estudio y mirando hacia afuera.
Dormité y entre sueños sentí un ronroneo sordo, multiplicado, como el sonido de un motor en movimiento, tan tenue y de tono tan bajo que se percibía antes con el cuerpo que con los oídos. Cuando abrí los ojos, la gata ya no estaba en el cuarto. Salí por la ventana, me asomé por la baranda y tuve la sensación de que algo extraño estaba sucediendo.
Parecían venir de todos lados. Sobre los muros, bajo las enredaderas, bajando de los árboles, saliendo de las rejas de las casas o haciendo fila en el medio de la calle. Iban todos en la misma dirección y me recordaron a los grupos de elefantes africanos, que instintivamente pueden encontrar agua aunque esté a cientos de kilómetros de distancia. Casi no hacían ruido y se movían en masa, como si fueran un solo ser vivo. Eran los gatos, que habían vuelto a la cuadra en una cantidad que nunca habíamos visto antes. ¿Qué atraía a todos esos animales justo ahora, en esa noche tan cálida que volvía la escena aun más irreal?
Busqué a Susurro entre todos aquellos gatos, y aunque era difícil distinguirla en la semioscuridad, presentí que estaba en el centro de ese movimiento, en un sitio donde se veía a los animales girando en círculo. Pronto quedó claro a dónde se dirigía la manada. Los gatos se detuvieron frente a lo de Demetrio y esperaron unos segundos, estáticos. Luego, el asedio comenzó. La multitud felina trepó a los muros y tomó la casa de dos pisos desde todos lados: la azotea, las ventanas, la chimenea. Era una escena hipnótica, una película catástrofe con un solo espectador, paralizado en el balcón mientras intentaba comprender qué estaba sucediendo. La casa aún dormía y yo, pequeño ante la noche inmensa que se abría sobre mi cuadra, el barrio, la ciudad y el mundo, tuve la sensación de estar ante fuerzas que no comprendía. Trepé por la ventana, entré al cuarto y me tapé la cabeza con el acolchado, sin saber si estaba intentando volver a dormir o despertarme.
Cuando las sirenas sonaron, pocas horas después, despertándonos nuevamente en la madrugada, supe enseguida lo que había pasado. Lo acepté como quien acepta cualquier hecho cotidiano e indiscutible: la salida del sol todos los días, la fuerza de la gravedad, la evaporación del agua al calentarse. El fuego había arrasado la casa de Demetrio, con él adentro. La esquina era ahora un páramo, con los muros ennegrecidos y el esqueleto de las enredaderas aferrándose a lo que quedaba de la estructura. La esposa y la hija de Demetrio estaban en el interior del país visitando a unos parientes, y yo intuía que el incendio sólo se podía haber iniciado así, con el vecino como único habitante del lugar.
Mis hermanos sospechaban de la casualidad de aquella secuencia de hechos, que mis padres aceptaban con la naturalidad de quien no tiene tiempo para especulaciones, pero así suele suceder: los adultos no están tan acostumbrados a jugar a conectar los puntos. Pero yo prefería callarme y no hablar con nadie sobre lo visto en la noche y el asedio a lo de Demetrio, que a mí me resultaba salido de otra dimensión.
—No pudo salir a tiempo. Parece que lo intentó —le contó papá a mamá en la mañana, después de hablar con los bomberos. Todavía se investigaban las causas, pero un incendio accidental no era descabellado en la casa de un hombre acostumbrado a hacer fuego todos los días. Supongo que eso explicaba que los vecinos no estuvieran tan impactados pese a haber sufrido dos incendios fatales en pocos meses.
—¿Te dijeron si encontraron algo más? —le pregunté, con la voz quebrada.
—¿Algo como qué? —quiso saber.
—¿No había animales entre los escombros? ¿Gatos?
—¿Gatos? No, no tenía gatos. Sólo él. ¿Por qué? —preguntó.
—No encuentro a Susurro.
Susurro había desaparecido, y con ella todos los gatos callejeros del barrio, algo que en el frenesí de esas horas pasó inadvertido. La buscamos durante un tiempo, pegamos carteles y recorrimos las veterinarias, pero no volvió a aparecer. Tampoco en el jardín de Ofelia, que incluso dejó entonces de recibir las escasas visitas felinas de los últimos meses.
Luego de un tiempo demolieron los restos, vendieron el terreno y una empresa construyó un edificio de cinco pisos, con cerca eléctrica y un portero. Donde estaba el naranjo hay ahora un salón comunal. En lo de Demetrio se levantó un reciclaje moderno, con el césped perfectamente cortado y perros que ladran si algún gato despistado se asoma al muro por casualidad. Casi nunca pasa. Los gatos no se acercan mucho al barrio, y hasta los que son domésticos suelen extraviarse después de un tiempo en la cuadra.
A veces pienso en Ofelia y en Susurro. Me pregunto quién la cuida, si es feliz, si extraña el jardín y el naranjo, o si se refugió en la seguridad de algún cementerio, buscando siempre un par de lápidas conocidas. La imagino en compañía de muchos gatos, a salvo, u observando la ciudad desde una ventana cuando cae la oscuridad. Estos pensamientos se me pasan pronto o los atribuyo a la imaginación infantil. Pero cada tanto, en la noche, el lamento sobrenatural de algún gato en celo me hace creer que estoy equivocado.