El piloto se convenció de que no era una broma cuando sintió el frío de la pistola en su nuca. Ernesto Fernández García estaba a cargo del vuelo 648 de Aerolíneas Argentinas, que unía Buenos Aires con Río Gallegos, y las palabras del joven que se había colado en la cabina, Dardo Cabo, sonaron como una orden imposible de eludir: “Ponga rumbo a Malvinas”.
Cabo, un militante peronista de 25 años, alto y de cabello ondulado, no actuaba en solitario. Lideraba el grupo que el miércoles 28 de setiembre de 1966 protagonizó el primer secuestro de un avión comercial de la historia argentina.
Aún no salía el sol, los pasajeros dormían. Nadie imaginaba que en un par de horas aterrizarían en las islas, a excepción de una presencia fortuita: el contraalmirante José María Guzmán, gobernador de Tierra del Fuego. Él le había comentado a su custodia que percibía movimientos extraños, algo nerviosos, entre unos muchachos que permanecían despiertos y fumaban. Apenas hubo tiempo para reaccionar. Una mujer rubia se le acercó:
—Disculpe, tiene que levantarse de su asiento.
—¿Cuál es el problema? —quiso saber Guzmán.
—Dígame, ¿le gustaría ser gobernador de las Malvinas? —retrucó ella.
—¿Cómo no me va a gustar? —respondió, sorprendido.
—Muy bien, porque vamos hacia allá.
Técnicamente, Guzmán era el gobernador argentino de las islas. El problema, claro, radicaba en que las Malvinas se encontraban ocupadas desde 1833 por los británicos. María Cristina Verrier, la única mujer entre los 18 que integraban el comando, había reconocido al contraalmirante. La periodista de 27 años, que era hija de un ex juez de la Corte Suprema y pareja de Cabo, en ese momento creyó que había comprometido a Guzmán con la misión del grupo, que no era otra que recuperar las Malvinas, por muy ambiciosa —y hasta irracional— que pareciera.
En la otra punta del Douglas DC-4, Juan Carlos Rodríguez y Pedro Tursi les informaron sobre el nuevo destino del vuelo a las azafatas, que en ese momento se disponían a servir el desayuno. El tono parco de aquellos hombres persuadió a quienes estaban alrededor de que algo raro sucedía. Tripulantes y pasajeros levantaron las persianas y comprobaron que todo lo que se veía a ambos lados era mar. Lo que ocurrió segundos después los dejó atónitos: de los pies del gobernador emergía el resto del grupo, que traía consigo las armas escondidas en la bodega. Era el inicio del Operativo Cóndor.
La historia siempre es difusa. Presenta sus lagunas, choca con contradicciones y relatos parciales e interesados, a veces proclives a tapar ciertos aspectos de un hecho en beneficio de otros. Sin embargo, contamos con testimonios y protagonistas que nos permiten arriesgar conjeturas. En el caso de los cóndores, lo que se sabe es que todos, salvo Verrier, provenían de la resistencia peronista. Muchos adscribían a un nacionalismo de límites peligrosos, afirmado en una fuerte convicción católica. El exilio de Juan Domingo Perón, que comenzó en 1955, significó una prueba de fuego para el movimiento que él mismo había moldeado, ahora sin conducción en el terreno y, para peor, proscripto. Para una generación de jóvenes de entre 20 y 30 y pocos años, nacida en hogares peronistas, se trataba de un combate abierto a su identidad. Cabo, Verrier y sus 16 compañeros se medían en un escenario muy desfavorable. Sólo el campo de lo simbólico se ajustaba a su capacidad de acción. Por eso la idea de ir a Malvinas parecía más un imperativo de la época que una locura.
La autoría del Operativo Cóndor —la literalidad del nombre es absoluta— puede atribuírsele a Cabo y a Verrier. La historia, imprecisa también en este aspecto, no nos dirá quién sugirió primero el plan de desviar un avión a las islas. Lo cierto es que ambos se encontraron para una entrevista que la revista Panorama publicaría en febrero de 1966 y terminaron acordando la hoja de ruta de una epopeya nacionalista.
Primero había que reclutar voluntades, algo de lo que se encargaría Cabo. La convocatoria viajó en voz baja, boca a boca, de compañero a compañero. Circuló en un viaje compartido en tren como un rumor dentro de una fábrica, corrió por el sindicato y en reuniones reservadas. Una vez completado el grupo, debían procurarse los fondos y las armas. El padre de Cabo era un reconocido dirigente metalúrgico cercano al líder sindical Augusto Vandor, así que entre la poderosa Unión Obrera Metalúrgica y un empresario de la industria ferroviaria financiaron a los cóndores. En tanto, Verrier se ocupó de la inteligencia. Tomó en varias oportunidades el vuelo a Río Gallegos para hacer trabajo de reconocimiento, recurrió a sus contactos para obtener información técnica del trayecto y reunir fotografías con el fin de reconstruir una cartografía del archipiélago. Restaba comprar los pasajes. Necesitaban definir la fecha.
Felipe de Edimburgo, el marido de la reina Isabel, tenía previsto viajar a Buenos Aires el 28 de setiembre. El general Juan Carlos Onganía, que había llegado a la presidencia tres meses después de derrocar a Arturo Illia, oficiaría de anfitrión. Al tratarse de una visita protocolar, el gobierno de facto consideró inconveniente mencionar cualquier asunto vinculado con las Malvinas, si bien Naciones Unidas calificaba de colonial la situación en las islas e invitaba a argentinos y británicos a discutir la restitución del territorio. Qué mejor que tomar por sorpresa tanto al príncipe como al dictador.
Entusiasmados con la oportunidad, se repartieron los pasajes entre los 18 (en un comienzo los cóndores sumaban 20, pero dos se arrepintieron a último momento). Acordaron con su contacto dentro de Aerolíneas Argentinas la manera de ingresar el armamento con la mayor discreción posible (a pesar de los controles poco minuciosos, era necesario preverla porque se trataba de un eslabón clave para el éxito del plan) e invitaron al periodista Héctor Ricardo García, creador del diario Crónica, a cubrir la primicia. La suerte estaba echada. Cerca de las 0.30 el avión despegó de Aeroparque.
Los 18
Participaron en el Operativo Cóndor:
Dardo Cabo
María Cristina Verrier
Juan Carlos Rodríguez
Pedro Tursi
Alejandro Giovenco
Norberto Karasiewicz
Fernando Toti Aguirre
Ricardo Ahe
Ramón Sánchez
Pedro Bernardini
Aldo Ramírez
Juan Bovó
Fernando Lisardo
Andrés Castillo
Edelmiro Jesús Ramón Navarro
Luis Caprara
Víctor Chazarreta
Edgardo Salcedo
“Gauchos con alas y la mujer criolla dijeron ¡presentes!”, tituló Crónica, con una épica exagerada para el accidentado comienzo. Cabo y Alejandro Giovenco, quien lo secundó en la cabina, habían indicado al comandante que aterrizara el DC-4 detrás de la casa del gobernador británico de las islas, Cosmo Dugal Haskard, pero el viento, la escasa visibilidad y el combustible que quedaba obligaron a Fernández García a descender en una pista de carreras de caballos. El terreno era pequeño y las alas sobrepasaban el alambrado que lo perimetraba. El avión se asemejaba a un ovni perdido en medio del descampado. Por entonces no había aeropuerto en Malvinas, una colonia ubicada a 12.686 kilómetros de Londres, casi olvidada por las autoridades británicas.
Sepultado el factor sorpresa, los 18 se persignaron y bajaron del avión por una soga. Arriba quedaron Fernández García, su copiloto, Silvio Sosa Laprida, el resto de la tripulación y los pasajeros. Esa visita inesperada trastocaría la acompasada rutina de Stanley, la capital de la isla, que para 1966 era un pueblo ovejero de menos de 2.000 habitantes. Los primeros curiosos se acercaron a la pista, donde los cóndores desplegaban siete banderas argentinas: cinco en el alambrado, una en el avión y la última, atada a un poste, flameaba sobre sus cabezas.
A media mañana todos los isleños estaban enterados de la situación. Verrier había redactado unos panfletos en inglés en los que explicaba que su presencia allí no constituía una agresión, sino un acto de soberanía. El número de curiosos se elevaba, algunos locales llegaban en jeeps y, naturalmente, los cóndores se vieron rodeados. Bajo las alas del avión, decidieron pasar a la acción y tomaron de rehenes al jefe de la Policía y al de los Marines (“mercenarios belgas”, aseguraban los argentinos), así como a otros cinco malvinenses. A cambio, acordaron alojar a tripulantes y pasajeros en casas de familias isleñas. La mayoría eran niños y mujeres, y entre ellos se encontraban también el periodista de Crónica, el gobernador de Tierra del Fuego, que se desentendió de los 18, y un boxeador que en un rapto de patriotismo amagó con unírseles. Sólo permaneció en el avión el piloto, que cuidaría de su nave. Por su parte, Cabo y Verrier se dirigieron a la casa del gobernador.
De alguna manera Les Gleadell, el sustituto temporal del gobernador Haskard, los esperaba. Había visto al DC-4 dar vueltas entre las nubes cuando llegaba a la residencia de Haskard, una construcción amplia emplazada a tres kilómetros de la pista de carreras de caballos, para sustituirlo en sus funciones, ya que este se encontraba en Londres. El vicegobernador cruzó el jardín y salió al encuentro del jeep aparcado en la entrada. Lo conducía un chileno que vivía en Stanley.
Verrier hablaba inglés y se dirigió a Gleadell.
—Señor, consideramos que esta es nuestra tierra y por eso nos quedaremos. A partir de ahora deberá plegarse a la autoridad argentina.
—¡Fuera de aquí! Esta no es su casa. ¡Entréguense! —dijo Gleadell, furioso.
El hombre se dio media vuelta y la pareja quedó desconcertada. Cabo, que se había ganado cierta fama de pendenciero, tenía el arma en la cintura, pero no se atrevió a sacarla.
Volvieron a la pista con las manos vacías. El Operativo Cóndor atravesaba un punto de inflexión, el instante en que una hazaña se encamina al fracaso. Cabo y Verrier eran partidarios de una acción pacífica. A ellos se oponía un grupo encabezado por Giovenco, a favor de tomar las islas. Alrededor había más jeeps, ahora con policías, infantes (o mercenarios belgas) y civiles armados, y dos ametralladoras de pie apuntaban a los cóndores. La noticia se conoció en Buenos Aires y Onganía llamó “facciosos” a los jóvenes peronistas.
Con los pies enterrados en la turba, sin ánimos de rendirse, los 18 aguardaban una señal. Finalmente apareció la persona dispuesta a destrabar la situación: Rodolfo Roel era el cura del pueblo, hablaba castellano y se ofrecía como mediador. El grupo cerró filas y aceptó su intervención.
Roel trató de ganárselos, ofició una misa dentro del avión, logró que los jóvenes liberasen a rehenes y les pidió que entregaran las armas. No lo harían. El sacerdote insistía, sabía que el malestar entre los isleños podía escalar y que las autoridades coloniales presionarían aun más.
—Muchachos, todo el mundo está hablando de ustedes. Cumplieron su cometido. La gente se levantó en armas. No pueden hacer más —les suplicó Roel.
—No vamos a rendirnos ante los ingleses —respondió Cabo.
En la madrugada del jueves 29 de setiembre, Clifton les exigió que se rindieran o de lo contrario daría a sus hombres la orden de disparar al avión de Aerolíneas Argentinas. El frío conspiraba en su contra. Uno de ellos, Edelmiro Navarro, se descompuso y debió ser trasladado al hospital de Stanley, en una suerte de premonición.
Los 17 debatían si concluir el operativo implicaba reconocer la autoridad británica en Malvinas. Cabo le hizo saber al cura que no se entregarían, pero que le dejarían las armas a Fernández García y se pondrían bajo refugio de la iglesia católica.
Luego de 36 horas frente a los malvinenses pertrechados y en estado de vigilia, retiraron las banderas argentinas. Agotados, esperaban los jeeps que los llevarían a la parroquia. De pronto, uno de los cóndores empezó a cantar el himno nacional, bien alto para que el viento no lo ahogara. Lo siguió un coro de voces quebradas. Era la primera vez que se entonaba en las Malvinas.
Los cóndores han sido incómodos para la historia y la política. Si bien se admitía un reconocimiento a los gestos más simbólicamente patrióticos del operativo, como izar una bandera celeste y blanca en plenas Malvinas —y 15 años antes de la guerra—, sus protagonistas se tornaban inescrutables. Buena parte de ellos, como Cabo y Giovenco, habían tenido su bautismo militante en Tacuara, una agrupación armada de extrema derecha. Pero en los años finales, la vida encontraría a los líderes de la travesía nacionalista en veredas opuestas. Giovenco moriría en un atentado en 1974, cuando una bomba le explotó en las manos. Para entonces era el jefe de la Concentración Nacional Universitaria, una organización terrorista paraestatal que se decía peronista. Y Cabo, que se unió a Montoneros, sería asesinado tres años después por la dictadura.
El derrotero de cada uno de ellos, de alguna manera ligado a disputas al interior del peronismo, no es lo único que oscureció el recuerdo del Operativo Cóndor. Los rencores derivados de las diferencias sobre los planes originales hicieron el resto.
De los 18 sólo quedan seis. Fernando Toti Aguirre es uno de los sobrevivientes, junto con Verrier, Navarro, Andrés Castillo, Norberto Karasiewicz y Fernando Lisardo. Es una especie de leyenda viviente, aunque a sus 75 años uno podría asociarlo más a un tío que siempre tiene preparada alguna historia para contar. En este caso, Aguirre sí tiene una historia interesante. O al menos una versión de ella.
—El patrimonio del operativo es de Dardo Cabo. Él le dio el okey a Rodríguez para que se sumara la gente de Merlo. Era algo que picaba mucho en la juventud. Rodríguez tenía de compañero a Tursi. Yo me encargué de Luis Caprara, Juan Bovó y Víctor Chazarreta. Hace dos meses murieron los dos que quedaban. Soy el único sobreviviente de Merlo.
—¿Tomaste dimensión de lo que iban a hacer?
—Nosotros éramos Perón o muerte. Mi viejo me despidió en Aeroparque, no le dije a dónde iba. Desde los 15 años laburé en el Congreso. El 28 de setiembre no aparecí. Aparecí en los diarios.
A los pocos días, en los diarios apareció también la noticia de que los cóndores —y los pasajeros y los tripulantes del vuelo 648 menos Fernández García, que esperó a que despegara el DC-4— serían trasladados a Ushuaia. Se disipaba así el temor del grupo a ser juzgados en Londres, como sugirió Gleadell, quien hizo correr el rumor de que un buque proveniente de Sudáfrica los llevaría a la capital británica. Esto fue parte del acoso premeditado que sufrieron los 18 en sus últimas horas en Malvinas. Infantes o mercenarios belgas, lo mismo da, entraron a la parroquia dispuestos a quitarles las banderas a punta de pistola. Forcejearon con los argentinos, hasta que el padre Roel volvió a mediar y los intrusos se marcharon. El sábado 1º de octubre, cuando escoltó a los jóvenes a la lancha carbonera que los acercaría hasta el buque Bahía Buen Suceso, que los dejaría en el continente, incluso el sacerdote holandés recibió insultos de los isleños.
La bienvenida tampoco sería cálida en Ushuaia. El agua chorreaba por las paredes de la celda y mojaba las cuchetas, mientras el frío paralizaba a los cóndores. Enseguida organizaron una huelga de hambre, que duró un día y medio, y obtuvieron a cambio el casino de suboficiales, para armar un refugio más digno. Sin embargo, el malestar en el ambiente precipitó un quiebre entre los 18.
—Hubo una pelea muy dura entre Giovenco y Dardo [Cabo]. Giovenco era una bestia, no se lo podía parar. Le reprochaba que se había ido con su novia.
—¿Tenías diálogo con Cabo?
—Estuve cinco meses con él. No hablaba mucho. Estaba siempre metido en alguna lectura, sabía que éramos de otra banda.
—¿Y con Verrier?
—Nunca la consideramos una compañera, pero la cuento como una más porque la condenaron. Cristina no salía al recreo, estaba en una oficina de la jefatura. Dardo la iba a visitar.
—¿Por qué los separaron a los 18?
—Una vez fue Onganía a celebrar una reunión de gobernadores patagónicos a Ushuaia y nos dijeron que se suspendían los recreos. Que se fuera al carajo, nosotros estábamos encerrados. Pedimos para ir al baño, llamamos al carcelero, y entonces nos empujó y salimos todos. Llamaron a la Marina, a la Prefectura y a la Policía, y nos cagaron a palos. Producto de este quilombo nos separaron. A Bovó, Giovenco y Pedro Bernardini los mandaron a Río Grande. Tres de Merlo quedamos en Ushuaia. Ahí también hubo quilombo. Dardo me vino a hablar y me dijo que tenía que parar la pelea. “Ya son grandes”, le dije.
Cabo y Verrier se casaron en la cárcel. De hecho, Verrier permaneció en reclusión voluntaria luego de que el juez liberara a 15 de ellos (Cabo, Giovenco y Rodríguez, con antecedentes, no fueron incluidos en el fallo). Los demás salieron en junio de 1967. Cada uno siguió su camino. Muchos no volvieron a hablarse. A partir de ahí, dice Aguirre, siempre se mantuvo “visible”, una manera de decir que su militancia no era clandestina.
Actualmente jubilado, ya no ocupa una banca de concejal en Merlo. Esta tarde de principios de febrero, a la salida de un chequeo de rutina en una clínica de avenida Libertador, cuenta los días para irse de vacaciones. Sus preocupaciones son otras. Y aunque el tema vuelva una y otra vez, al fin parece reconciliado con la misión de los 18:
—Podríamos haber ocupado, factor sorpresa. Todos mansos, agarrábamos los autos, los dejábamos atrás, ocupábamos la gobernación, nos hacíamos fuertes. Pero no hay que tirar todo por la borda. Hicimos lo que pudimos.