Elogio del Maracanazo es un libro de relatos del poeta, narrador y periodista chileno Víctor H Ortega (Malloco, 1982), que ya fue publicado en su país y en México. Este mes aparecerá su primera edición uruguaya, que será también la primera del sello Sujetos Editores (sujetos.uy), que dirige el investigador Alejandro Gortázar. Elogio del Maracanazo, de donde proviene el relato que reproducimos aquí, será parte de una colección que abordará mitos de la cultura uruguaya y latinoamericana.

Una sola vez en la vida vi un choque en vivo y en directo. Por fortuna, no se trató de nada muy violento ni muy sangriento. Como supongo son los choques en todas partes del mundo, este fue de improviso. Yo estaba en el lugar del accidente, pensando en otra cosa que acababa de ver, y de repente vino el chancacazo.

Desgraciadamente lo recuerdo con frecuencia. Más de lo que quisiera. Si me pongo a sacar cuentas, creo que lo recuerdo más o menos unas tres veces al mes, lo que no me agrada. Al contrario, me asusta. La multiplicación indica que en un año lo recuerdo 36 veces. Y eso es mucho. Me he preguntado por qué. La respuesta es que a veces, cuando camino por el centro de la ciudad, escucho una vibración en el suelo que me desconcentra del objetivo de mis pasos y me lleva al recuerdo de ese ruido ensordecedor. Es un ruido que me pone nervioso y me hace pensar que puedo ser testigo de un nuevo choque. Es una cosa muy extraña. La vibración del pavimento funciona como un anticipo de lo que podría venir, como una alerta para estar preparado a una posible colisión. Es como eso que dicen de los perros y sus comportamientos premonitorios con los terremotos.

Nunca volví a escuchar un ruido tan fuerte como el de aquella vez. Tampoco volví a sentir ese olor a chatarra humeante, que hizo que me doliera la nariz y la frente. Pero no puedo confiarme. Tengo que estar preparado. Santiago es una ciudad ruidosa y sobrepoblada de autos, micros y camiones, por lo que las amenazas de ver un nuevo accidente de tránsito se van a repetir todos los días. Por fortuna para mí, o por el bien de las calles, en el último tiempo, todas las amenazas han quedado sólo en vibraciones.

No cabe duda, quedé marcado por este hecho. Tal vez, también, un poco traumado. Pero ya está, qué le voy a hacer. Además, para ser honesto, no fue sólo por el accidente, sino también por lo que pasó antes. Vamos por partes.

Lo primero que debo decir es que no hubo víctimas fatales. Eso hace que el recuerdo no sea tan terrible. No quiero ni imaginar lo que sería de mí si el choque hubiera dejado algún muerto. Tuve suerte. A veces creo que como no hubo muertes, yo asocio lo que pasó antes con lo que pasó después, lo cual me parece maravilloso. Aunque es un arma de doble filo, porque cuando viene el mal recuerdo del choque, viene también el buen recuerdo de lo que pasó antes. Y cuando aparece el buen recuerdo de lo que pasó antes, viene la mala cosa del accidente.

Entremos en los detalles. El choque fue protagonizado por una camioneta blanca y un auto rojo. No sé nada de marcas, ni de años, ni de modelos de automóviles. Sólo podría decir que la camioneta era demasiado grande para las estrechas calles de Santiago. De todos modos, sin ser un experto, creo que eso no influyó. La causa del accidente estuvo dada por un tipo que atravesó la calle y miró sólo en dirección norte y dirección sur. Se olvidó de mirar hacia el este, de donde también doblaban autos. Cuando se dio cuenta, urgido, apuró el tranco. Eso hizo que la camioneta blanca frenara de imprevisto y que el auto rojo la chocara por atrás. La mujer que conducía el auto se golpeó la cabeza y quedó inconsciente. Despertó un rato después. Al tipo de la camioneta no le pasó nada. Se bajó rápido y se acercó a ayudar a la mujer, que tuvo suerte. No llevaba puesto el cinturón de seguridad. Hay días en que me pongo a pensar quién tuvo más suerte. Él, por haber salido ileso, o yo, por haber visto lo que vi antes del choque.

En contra de lo que pensaba de los accidentes de tránsito, antes de vivir uno en persona, tengo que confesar que no fue la vista lo que me generó temor. Fue el ruido. Y lo repito una y otra vez porque en verdad fue un ruido terrorífico. No sé si a todos los que pasaban por ese lugar les habrá pasado lo mismo. Soy consciente de que tengo los oídos sensibles para escuchar los ruidos de la ciudad, pero no estoy exagerando. El choque fue lo más parecido a como creo debe sonar la explosión de una bomba atómica.

Lamentablemente, tengo que decir que lo peor vino después. Del ruido del impacto entre la camioneta y el auto pasamos a ese silencio que viene luego de cualquier cagada urbana. Nadie hablaba, nadie tocaba la bocina, nadie aceleraba. Apareció eso que yo llamo, de forma arbitraria, cinismo acústico. La cosa quedó quietita por algunos minutos y se escuchó más fuerte que nunca el vapor de los micros. El silencio asustaba tanto como el choque mismo. Las gotas de bencina que caían sobre el piso y el humo cremoso de los motores atrofiados provocaban escalofríos.

Sigamos con los detalles. La colisión se dio en la calle Matucana, en la esquina con Compañía, a una cuadra del metro Quinta Normal. Acá podría decir que lo sucedido es una curiosidad, pero en verdad no lo es. También podría decir que es una coincidencia, pero tampoco lo es. Para qué hacerme el loco. Yo siempre pensé que si alguna vez veía un choque en vivo y en directo, sería ahí, en la calle Matucana. Sí, tal como suena. La razón fue haber visto ese reportaje del programa Contacto de Canal 13, en el capítulo en que hablaban sobre las filmaciones de las cámaras de seguridad en la ciudad. Lo recuerdo perfecto. Se titulaba “Sonría, lo estamos grabando”. Una de las cosas que concluía es que la esquina aquella, en donde fue el choque, era una de las más peligrosas de Santiago. ¿Cómo lo sabían? Simple. La cámara ubicada en ese punto registraba la mayor cantidad de accidentes de todo tipo al año, en especial atropellos.

Continuemos. Pese al estrés y el nerviosismo, no pasé por alto lo que ocurrió antes de que el auto y la camioneta se estrellaran. Sin ninguna duda, es lo único grato de recordar de aquel episodio ruidoso, pero no nos adelantemos, vamos por partes. Yo estaba a la salida del metro Quinta Normal, esperando al Korioto, que me llevaría hasta allí mi última adquisición, una réplica exacta de la camiseta que Roberto Baggio usó en el Mundial de Estados Unidos 94. El Korioto, llamado así por su parecido con uno de los personajes de Supercampeones, era un dealer de camisetas históricas de fútbol, que no tenía oficina física. Hacía el contacto y coordinaba los detalles por internet; luego se fijaba un día, un lugar y una hora, y él mismo entregaba el pedido.

Como habían pasado ya 15 minutos y el Korioto no se asomaba por el lugar, le mandé un mensaje de texto para saber dónde estaba. Me respondió casi al instante, disculpándose por la demora. Llegaría en unos 30 minutos. Una lata. La desesperación asomó por partida doble. Esperar en una zona llena de bocinazos. Y esperar para ver cómo había quedado la camiseta de Baggio.

Acá es cuando viene la reflexión sobre aquello que al principio parece premio de consuelo, pero que después se transforma en una revelación. Pensar que si no hubiese sido por la demora de la mercancía, nunca me habría enfrentado al acontecimiento previo al choque, que, insisto, es una de las cosas más maravillosas que me han pasado en la vida. No es menor que, pese a ser un acontecimiento pequeño y de pasada, no sucumbiera en mi cabeza, después de quedar sacudida por el choque.

Si habría que resumirlo en una sola palabra, conmovedor. Ahí mismo, donde yo estaba esperando la camiseta de Roberto Baggio, había un hombre vestido de buzo, de alrededor de unos 45 años, junto a un grupo de niños que debían tener unos 15 o 16, y que también vestían de buzo. Al principio pensé que eran un curso de colegio que andaba de paseo. Un par de minutos después detuve la mirada en sus espaldas y leí el bordado que lucían. Eran de la Escuela de Fútbol de Magallanes, de la filial de Maipú.

El hombre, que supuse era el DT, y que tenía el pelo largo y lo llevaba amarrado, les hablaba a los chicos con un entusiasmo que yo jamás había visto. Ellos, por su parte, lo escuchaban con atención y en silencio.

Me acerqué sin ser invasivo y pude oír que les decía, con voz pausada, que estaban en el lugar donde se encontraba la estatua más linda de Chile. Sin pausas en su discurso, continuó dándoles el consejo de que deberían venir por lo menos dos veces al año al metro Quinta Normal para que no se olvidaran de que ahí estaba la estatua más linda del país. Giré mi cabeza y vi el monumento al que el hombre se refería. Era una estatua de Gabriela Mistral.

Me quedé pasmado ante la escena y puse atención a cada frase que el hombre decía. Les aseguraba a los niños que la estatua de Gabriela Mistral tenía una fisonomía ideal para estar al aire libre. La podemos mirar de frente, como si la fuéramos a besar, les dijo con total seriedad. Emocionado y sorprendido, fui testigo de cómo el grupo de niños miraba con devoción la estatua y seguía el relato de su maestro. Hay que besarla, insistió. Con respeto, pero hay que besarla.

Ante lo que estaba presenciando, ya no me molestaba esperar al Korioto. Al contrario; ahora quería que se demorara más. No es que ya no me interesara la camiseta de Baggio; sólo que era la única forma de seguir el diálogo entre el DT y sus dirigidos.

El hombre se acercó y puso su mano derecha sobre el pelo de Gabriela Mistral. La miró unos segundos, mientras los niños observaban concentrados, y le dio un beso en la mejilla. ¿Ven?, es la estatua más linda de Santiago, repitió y volvió a besarla en la mejilla. Más encima está al lado del Cristo Pobre, entonces pueden venir a ver la estatua, le dan un beso y después le pasan a dejar unas monedas al Cristo Pobre, continuó. Los chicos lo seguían como si estuvieran hechizados.

En el momento en que vi al Korioto acercarse, desde la vereda de enfrente, uno de los niños preguntó al DT: oiga, profe, ¿y por qué esta estatua es la más linda? Porque sí, estimado, por todo, por estar aquí, donde las papas queman, por todo lo que eso significa. Porque poner esta estatua aquí es una prueba al transeúnte, porque este es el lugar de Santiago donde hace más calor, un calor que quema, que la quema a ella y que quema al Cristo Pobre, por eso es la más linda. El niño quedó anonadado con el inspirado monólogo del DT. A mí me pasó algo similar. Pude intuir la admiración que estaban sintiendo los niños en ese momento. El DT quiso continuar, pero se vio interrumpido por una nueva pregunta. ¿Y por qué hay que darle un beso, profe?, lanzó otro de los chicos. Porque sí, muchacho, porque es la única estatua que no está en un pedestal elevado; está frente al público y se le puede mirar a los ojos, respondió.

Saludé al Korioto, quien se excusó por el atraso, y rápidamente me empezó a contar que tenía réplicas nuevas que me podrían interesar. Hice como que lo escuchaba y asentí con la cabeza a sus ofertas, pero en realidad estaba más pendiente de lo que pasaba con el DT, los chicos y la estatua de Gabriela Mistral. Me entregó la camiseta de Roberto Baggio, la miré de reojo y la guardé en mi mochila. Le pagué con dos billetes de 20.000, pero no tenía vuelto. Me dijo que lo esperara y bajó a la boletería del metro a cambiar. Aproveché ese instante para volver a concentrarme en la estatua. Vi con gusto cómo el hombre y los niños se fotografiaron sonrientes junto a Gabriela Mistral.

Al rato, los niños comenzaron a despedirse uno por uno de la estatua, dándole un beso en la mejilla. Luego se agruparon y caminaron en dirección al paradero. La escena llegaba a su fin. Yo seguí esperando que el Korioto me trajera la plata, y en eso vino el choque. El resto ya está dicho. Ruido, chatarra humeante y todo el trauma generado por el accidente. Pero nada, absolutamente nada, como la estatua más linda.