Este es el tercer relato que publicamos de lo que debería ser la próxima colección de relatos de Andrea Arismendi (Montevideo, 1975). Como recordarán, su debut, Cuando eso acecha (Irrupciones), apareció en 2017.

La mente es un misterio que puede llegar a ser un infierno.

Bajo una mesa, escondidos tras la última explosión o lo que sospechamos fue algo como el estallido de una bomba, un disparo, un derrumbe —bien pudo ser todo eso a la vez o una alucinación—, permanecimos inmóviles durante días. Se nos fueron acabando las reservas y el contacto con los demás se volvió nulo. Ya no tuvimos a quién recurrir, a quién pedir ayuda. No hubo noticias, ni un teléfono ni redes para saber qué fue de los otros. No nos quedó ni una imagen real, sólida siquiera, en la memoria, de ese mundo del otro lado.

Cuando llegó el fin intentamos convencernos de la fugacidad de todo lo que hemos tenido o conocido. Fuimos enumerando familia, amigos, lugares, comidas, recuerdos, objetos. Hubo un duelo, mayor o menor, por cada uno. Con los días se nos volvió sumamente incómodo no poder acceder con tranquilidad al baño; eso, en el fondo, ha sido lo que de verdad terminamos extrañando durante las últimas horas. No nos decidíamos a aventurarnos por los pasillos porque sabíamos que en cualquier momento podría derrumbarse alguna parte del departamento y quedaríamos separados, temor más grande que morir aplastados, así que resolvimos juntar nuestros excrementos en las bolsas de nailon que encontramos tras una rápida expedición conjunta a la cocina. Para mí es difícil orinar en un hueco de la pared; para ella, hacerlo en una botella plástica de pico recortado y luego desechar la orina por el mismo lugar resultaba más complicado, pero estaba dispuesta a ese sacrificio. Hicimos el hueco quitando un zócalo, raspando la pared con una cuchara y mucha paciencia hasta dar con el caño del desagüe que desciende desde la azotea, dos pisos más arriba, hasta la calle. Bueno, lo hizo ella, en realidad, que siempre ha tenido más energía y más habilidad para eso. Parecía que conocía cada detalle de la estructura edilicia así que se percató antes de la presencia de ese caño. Yo, en cambio, conozco de memoria y puedo distinguir el ruidoso trajín de los vecinos. El perezoso arrastre de las pantuflas del anciano del piso de arriba, sus charlas monótonas sin interlocutores y la voz cantarina, repetitiva, dolorosa de la soprano del fondo son los más interesantes entre la multitud de ecos confusos que llegan hasta aquí. Me han hecho muchas veces secreta compañía. Ella nunca lo supo. También soy capaz de escuchar a través del cemento el gimoteo hambriento del hijo menor de una joven madre soltera que vive en un apartamento de la planta inferior o los molestos reproches que, más abajo aún, un hombre les hace a sus hijos, quejándose de los juguetes esparcidos por cualquier lugar. Toda esa sabiduría es, en épocas como esta, inútil.

Me había resignado a vivir nuestros últimos momentos aspirando el dañino amoníaco de nuestros orines hasta envenenarnos, como si mi cabeza estuviera a dos centímetros del urinario colectivo de un bar. Ella se aventuró hasta la cocina y regresó con víveres, muchas bolsas, un martillo y la cuchara con la que logró escarbar lo suficiente en la pared como para que aun bajo el efecto de los vapores tóxicos, en nuestra condición de refugiados, no estuviéramos sentados sobre el apestoso piso mojado. Cuando el tiempo tedioso, breve pero tenaz, comenzó a transcurrir y se nos dificultó meter las heces en las bolsas, convivir con ellas y comer con las mismas manos mugrientas los frugales restos de las reservas, empecé a sospechar de la certeza del Apocalipsis. Es cierto que lo anunciaron en la televisión durante un período relativamente prolongado. Es cierto que tuvimos miedo hasta del agua que nos envenenaba el cuerpo día tras día hasta que apareció la peste que dio rienda suelta a un exterminio más evidente y feroz. Pero también es cierto que desde que el hombre tiene conciencia de su finitud y, especialmente, de sus errores, lo anhela y pronostica con una frecuencia obsesiva.

Un viernes, luego de una larga semana de conflictos bélicos transmitidos en vivo por cada uno de los medios de comunicación, luego de que hordas de ciudadanos enajenados saquearan todos los mercados cargando sus coches de kilos innecesarios de alimentos que seguramente hoy se estarán pudriendo en sus heladeras y en sus despensas, luego de que a cada minuto el ejército acudiera a dispersar con ráfagas de metralleta y gases a las multitudes de apestados que corrían tras los otros para obtener algo que comer, luego de las sirenas y los gritos, despertamos conjeturando que había un inusual silencio en la mañana de la ciudad. Un mal augurio. Hacia el mediodía cerramos definitivamente las persianas tras oír violentas discusiones y ruidos pesados, como de militares corriendo dentro y fuera del edificio. A medida que la tarde fue avanzando hubo detonaciones espaciadas y lejanas, tal vez molotovs o disparos; hubo gritos de una pequeña manifestación y una inmediata estampida humana con sus lamentos horribles diluyéndose con el crepúsculo. Con lágrimas, con miedo, sin mirarnos, armamos un refugio bajo el escritorio de firmes patas de hierro, bastante gruesas, donde ella suele trabajar o estudiar. Colocamos sábanas a manera de cortinas. Metimos agua en un bidón, llevamos muchas galletas, las de ella más desabridas, las mías, de sabores más consistentes, frutas y verduras. Vaticinamos que no duraríamos muchos días. Nos acurrucamos temblando. En el refugio pensé varias veces en escribir mis memorias sobre la guerra, pero lo cierto es que dejamos de verla. Me habría gustado ser novelista. Se lo dije a ella, pero ya no entendía muy bien lo que le decía, o fingía no entender para no tener que recordar.

Aquella noche lloró muchísimo. Su cara se fue hinchando y yo no supe cómo consolarla. Coloqué mi cabeza en su falda e intenté dormir, aunque sus repentinos temblores y gemidos me impidieron un sueño profundo. Al despertar la vi contemplando el rojizo resplandor del amanecer colándose por las rendijas de una persiana. Había corrido la sábana sutilmente y la luz se reflejaba directamente en sus ojos. Divisé en su mirada, comprendí en su calma un relámpago de locura brotando frágil pero decisivo. De pronto se incorporó y mientras yo procuraba despabilarme, reaccionar, inició un frenético movimiento de muebles hacia las aberturas del apartamento. Comenzó por tapiar las ventanas con maderas de las sillas y de los cuadros que destrozó. Luego claveteó incansable la puerta de entrada, el único punto de salida, de escapatoria que teníamos. Quise convencerla de que no hiciera eso, de que recapacitara. Me interpuse varias veces en su camino para calmarla. Incluso peleamos furiosamente un rato, pero no tuve el valor para hacerle más daño. Hemos convivido tanto que nos une algo más que la costumbre o el miedo a la soledad.

La puerta principal estaba al fondo de un pasillo que, una vez terminado de colocar los clavos, llenó de muebles y montones de libros. Era imposible que alguien pudiera invadir nuestro hogar, que nos atacara, que entrara a saquear o contagiarnos. También, indiscutiblemente, categóricamente, nuestro lugar en el mundo se había convertido en nuestra tumba.

Hace algo así como un mes atrás, en medio de una crisis nerviosa que parecía anticipar todo este problema, cuando supimos que se avecinaba el terror, tuvimos una larga charla en la cocina. Ella bebía el café negro matinal. Sus codos apoyados en la mesa sostenían firmemente la cabeza con ambas manos. Devastada por las constantes noticias del caos que se vivía en otros lugares del planeta, comenzó a llorar angustiada. La guerra y la peste eran inevitables, tan inaplazables y próximas como la muerte. Las lágrimas le rodaban lentas y gordas por el rostro. Su nariz empezaba a inflamarse. Siempre fue alérgica —cuestión que achacaba a algunas de mis costumbres—, por lo que no era nada extraño escuchar su voz alterada por la falta de aire. Repetía en su llanto que a mí a lo sumo me quedarían unos cinco años de vida, pero que ella aún era demasiado joven para morir. Gritaba de dolor, de furia. Decía que si fuera una anciana se sentaría en una plaza pública a esperar el desastre. Una bala, un infarto, una ola gigante que la borrara del mundo. Pero morir en esta indiferencia, en esta vorágine que ataca desde todos los ángulos, tan pronto, era un sinsentido.

Había llegado a esta ciudad más grande, más poblada que la suya, a estudiar. Siempre recordaba y transmitía historias sobre su antigua vida familiar con anécdotas tan divertidas como melancólicas. Nos conocimos una noche lluviosa. Nos cruzamos en una esquina mientras buscábamos ampararnos del granizo y del viento que iba arrasando peligrosamente con ramas y cables. Fue un hechizo. En cuanto la vi supe que debía estar con ella, que tenía que quedarme. Contemplar después su mirada perdida y aterrorizada fue lo más terrible que he vivido. No reconocía en esos ojos extraños a aquella muchacha tierna que protegió nuestras cabezas arriesgando la mochila donde llevaba sus cuadernos y algunos libros. Durante semanas me contó acerca de su familia, de sus hermanos, de su perra de más de 15 años. No los volvería a ver. Adentro de ella sólo quedó el espanto y tal vez hasta olvido. Probable era también que en esas circunstancias todos nuestros amigos y sus familiares estuvieran muertos. Eso fue algo que no tuve el coraje de sugerir en ningún momento, especialmente luego de que quedamos, por ese instinto de preservación desmedido suyo, aislados y prisioneros en nuestra propia casa.

Muy distinta ha sido mi vida. Lo único que yo he tenido es a ella. Ella, a la que he protegido y amado hasta el final. Siempre fui un paria. Desde pequeño me han evitado y maltratado, hasta que ese azar climático me ayudó. Por eso preferí la cárcel de nuestro Apocalipsis antes que desertar. Y no hay más que pueda decir sobre mí.

Cuando llegó el peor momento, despertó en la madrugada, debilitada y alucinando. Las marcas de la peste se iban formando en su piel desgarrada y sucia. Comenzó a recitar agitada y tosiendo fuertemente incoherentes profecías sobre el futuro cercano mientras yo intentaba distraerla recostándome en ella, acariciándola; quería abrazarla, que se durmiera, que los dos lográramos evadirnos de la pesadilla incesante. No hay otra forma del amor que haya conocido, así que no supe qué más hacer. Una vez que se cansó y se quedó en silencio pude sentir el tibio calor de sus lágrimas cerca de mi rostro. Creo que yo nunca había llorado antes. Me dormí con la cabeza recostada en sus piernas, acunado por el suave estertor de su respiración. Al despertar vi su mirada alucinada, detenida para siempre ante el hilo de luz rojiza que pasaba cortando cruelmente el espacio entre las celosías y se filtraba por la sábana. La boca abierta, grotesca, buscando el aire que nunca entró.

No lo pude creer. En el pasillo, atestado de objetos, grité, pedí auxilio, quité lo que pude. Rompí mis uñas rasgando la puerta. Me comporté como un demente. No lo sé; tal vez lo era.

Hoy sé que pasó el fin del mundo. Como todo lo que pasa en la vida de los miserables, no fue tan importante. La gente parece olvidar lo grave y sonreír otra vez. Mi nueva familia está compuesta por la madre soltera y sus dos niños, todavía pequeños. Ella me sacó de aquella tumba improvisada y me trajo hasta aquí. Me limpió, me curó y alimentó como a un hijo más. Miro a la calle por la ventana y todo es igual que antes, un poco real, un poco ficticio. Me remuevo en la ventana, incómodo ante mis pensamientos, dubitativo. La vieja incertidumbre me eriza todo el cuerpo. Creo que no quiero saber nada más. Siento el peso del sol en mis ojos y observo a mi dueña que se aproxima con pasos suaves. Ella acaricia al pasar mi lomo y me invita a sentarme en su falda. Cada vez que el roce delicado de sus finos dedos recorre mi cabeza y mi cuello unas diminutas lágrimas escurren desde mis bigotes hasta su vestido. Adormecido y ronroneante voy sumiéndome en el recuerdo de aquella otra que tanto me quiso.