Una calle central enladrillada es el patio interno. De tablas al sol, acostados, encastrados al suelo, oscurecidos por medio siglo de lluvias y soles, los ladrillos son pequeñas piezas de un mosaico peatonal al que dan los frentes de la mayoría de las casas de la cooperativa de viviendas de Isla Mala, en Florida. Es algo así como una explanada rojiza con dos o tres áreas en las que conviven, salidos de las hendiduras, algunos yuyos y musgos. Desde allí irradian las casas, todas con un leve chanfle intencional.
El plano que proyectó el arquitecto Mario Spallanzani les garantiza a las 28 viviendas sol en la ventana de cada uno de sus dormitorios en algún momento del día. “Es un esquema radial que da como resultado terrenos individuales trapezoidales que se ensanchan hacia el fondo”, lo que “conjuga la aspiración de los cooperativistas de contar con espacios generosos, con un frente compacto para minimizar el costo de la infraestructura de calles y redes”, señala el decreto que en 2015 declaró esta obra como monumento histórico nacional.
En el fondo de cada vivienda hay un espacio lo suficientemente amplio como para plantar frutales, hacer una buena quinta y quizás hasta criar una vaca o un par de ovejas. Nada del otro mundo —incluso corriente y necesario— para gente de tierra adentro que en no pocos casos trabajaba en tambos o venía de habitar predios rurales.
Al padre Julio Arrillaga no le alcanzaba con los sacramentos. Tenía claro que había muchas otras cosas para hacer en Isla Mala. A fines de la década de 1950, recién llegado, andaba metiéndose de sotana en los bailes para, entre otros asuntos, confirmar lo que intuía: eran el único ambiente del pueblo en el que se hacían posibles las interacciones directas entre jóvenes varones y mujeres. Ellas en un rincón y ellos en otro, armándose de coraje para pegar la vuelta y, aunque en la sala estuvieran todos los proyectos de suegra de la cuenca lechera, animarse a la invitación para una pieza, o dos, o todas las necesarias hasta encaminarse hacia el juzgado y el altar.
—¿Qué hace acá, padre? —le preguntaban.
—Es que Dios está en todas partes —respondía irónicamente.
Fue así que se le dio —según narra— por promover la práctica deportiva mixta en aquel pueblo que no alcanzaba los 1.700 habitantes. “Yo llegué en el 57. Empezamos a jugar al vóleibol. Se jugó mucho. Y después sumamos otros deportes. Se fueron mezclando y mezclando. Había que ver lo que era eso si hablamos de patriarcado. Las muchachas no iban al liceo. Las que iban eran las que tenían dinero para ir al colegio de las hermanas”, dice Arrillaga en referencia al Colegio y Liceo Nuestra Señora del Huerto, en la ciudad de Florida.
—Después de eso del deporte y de una experiencia de la escuela taller, en la que se enseñaban un montón de oficios, de a poco empezaron a ir más al liceo —dice.
Arrillaga está en su casa, en Durazno, y a los 91 años de edad parece disfrutar el ejercicio de “andar pialando recuerdos”. Desde su llegada a Isla Mala trilló el sur del departamento de Florida en moto, auto o tren, desde 25 de Mayo (nombre oficial de Isla Mala) a 25 de Agosto. Fue así que en el vértice de los años 50 y 60 se embarró en otros asuntos, como el de los salarios de los peones de los tambos. Isla Mala había tenido experiencias complicadas con la sindicalización de los peones de la cuenca lechera desde la cual salían, en interminables filas de vagones de ferrocarril, tarros y más tarros hacia Montevideo. Entre otros episodios facilitados por alguna autoridad policial decidida a reprimir cualquier intento de organización de trabajadores rurales, hubo sindicalistas apaleados, según cuenta Samuel Blixen en Sendic, así como peones echados por haber asistido a asambleas en las que el tema central era su jornada de 12 horas —cumplida en dos o más turnos—, sin domingos ni feriados y por un sueldo que daba para poco más que seguir respirando hasta el día siguiente. En algunos establecimientos los peones se podían tomar el domingo si conseguían alguien que los suplantara y si ellos mismos le pagaban el jornal a su sustituto, como recoge Héctor Moreira en Los Alpes de la Isla Mala.
Ya avanzada la década de 1960, Arrillaga se empeñó en organizar la filial zonal del Sindicato Único de Peones de Tambo. Hubo trabas, y no sólo patronales sino incluso de la propia matriz del sindicato, dirigida desde Montevideo por miembros del Partido Comunista, a los que el sacerdote veía más preocupados por organizar una marcha a Montevideo con los peones de tambo yendo a pie —y demostrar así una capacidad de movilización de asalariados rurales similar a la que poco antes habían protagonizado los cañeros junto a Raúl Sendic— que por explorar algunas otras vías para mejorar el ingreso de los peones.
“Yo no era ni peón ni patrón”, apunta. Sin sentirse en un lugar equidistante, no dejaba de estar cerca de unos y otros. A sus cumpleaños asistían desde los peones de tambos de la zona hasta un ex presidente de Conaprole.
—Muchos tamberos no tenían, culturalmente, diferencias con respecto al peón. Manejaban más dinero. Sólo eso.
La gestión por la mejora del salario se volvió proyecto de ley. En una de esas vueltas previas pudo acercarse a la mesa de un bar en la que estaban varios miembros del directorio de Conaprole. Arrillaga les dijo:
—Les traigo los papeles boca arriba. Esto es lo que se va a plantear en el Parlamento. Vean y piensen un poco quién puede vivir con ese salario.
Según Arrillaga, las gestiones de la filial consiguieron no sólo establecer un sueldo muy superior al que percibían —lo cual, lógicamente, acompañó y celebró la Dirección Nacional del sindicato—, sino también indumentaria para el trabajo y el reconocimiento de algunos derechos básicos. Pero en el camino se revivieron algunas de las peores escenas del pasado, entre ellas una golpiza a Omar Pereyra, el secretario de la filial, quien a raíz de las lesiones estuvo cerca de un año internado. “Tiempo después se suicidó. Siempre me quedó eso ahí, como un remordimiento”. Le habían dado la paliza frente a un lugar por el cual era sabido que Arrillaga también iba a pasar. “Más de uno me dijo que esos golpes eran para mí”.
Cuando se cumplieron 50 años de la fundación de la cooperativa, el 24 de mayo de 2020, Ester Arén terminó de pintar el muro de su casa. Es uno de los primeros que se ven al llegar desde el pueblo. Con el decimal de su edad llegando a siete, es joven todavía en el universo de socios fundadores que aún viven. David Navarro tiene 89. María Adela Deus, Lila, cumplió 90.
Pintó flores entre lomas. Y en el medio del paisaje, un número: el 50. A unos 30 o 40 metros del muro de Ester hay un pasacalle con la misma cifra: “50 años, con mucho orgullo”, reza en letras enormes a cuyos pies está el logo del cooperativismo —los dos pinos que simbolizan la vida y la ayuda mutua— y a un costado la sigla del Instituto Nacional de Viviendas Económicas (INVE).
Ester, que hoy es la presidenta de la cooperativa, tenía 17 años cuando en 1968 entró como socia junto a quien entonces era su novio, Jorge Marroco. Una de las condiciones era casarse, les aclararon.
—En aquel momento mi esposo trabajaba de mecánico durante toda la semana, hasta el sábado al mediodía, así que en la obra él estaba parte del sábado y después todo el domingo. Traía camiones, desde su trabajo, y en ellos cargaba todo el material, arena, pedregullo y todo eso, para ir adelantando todo para la semana —cuenta.
Durante la obra, que comenzó en la segunda mitad de 1968, las mujeres fueron el grueso de la plantilla de peones de lunes a sábados. La mayoría de los varones sólo podía hacer horas los domingos.
—Las mujeres hacíamos turnos de mañana y de tarde. Hacíamos, por ejemplo, las losetas del techo, y también armábamos las viguetas. Trabajábamos con el hierro. Pusimos los ladrillos del frente y el fondo, los zócalos de las casas; pasamos barniz en la madera. No sabíamos qué casa nos iba a tocar, así que era construir la casa de todos. Cada casa era la nuestra.
“El aporte de la mujer fue fundamental. Si no, esto no se podría haber terminado”, opina David Navarro, que se acuerda de las reuniones previas —celebradas seguramente en 1965, aunque no hay registros—, siempre con Arrillaga hablando con todos y cada uno, convenciéndolos de que el problema de acceso a la vivienda lo podían solucionar por una vía hasta ahora nunca practicada en el país. Las cuotas sociales, según actas, fueron abonadas a partir de febrero de 1966.
—Las primeras reuniones fueron en la iglesia. Después empezamos a tener el apoyo de la Junta Local. Arrillaga supo que había un dinero de Alemania y empezó a buscar cómo hacer. Por medio de Arrillaga nos acercamos al Centro Cooperativista Uruguayo [CCU]. Al principio fuimos muchos, como 60. Pero la gente, por no saber esperar, se fue borrando. En aquellos años no existía este plan de vivienda, no existía la ayuda mutua. Por no saber esperar y por hacerles caso a los de afuera, empezaron a borrarse. Yo les dije a muchos que la oportunidad de hacerse la vivienda era esa. La cuestión es que nos metimos bajo techo. Y son casas fuertes. Tienen un material que es una maravilla. Paredes hechas con bloques fabricados por los propios cooperativistas; techos con vigas y cielorrasos de losetas también de fabricación propia, y encima de estas, chapas de dolmenit. Lo tengo claro porque nosotros mismos las hicimos. Yo era uno de los que les tenían miedo a los vientos. Desde que estoy acá, les perdí el miedo. Estos techos no se van a volar nunca —dice Navarro.
A mediados de los 60 Arrillaga, el cura, viajaba una vez a la semana a Montevideo, porque también era asesor rural de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas. “Cuando estaba con lo de los peones y contaba en qué andábamos, me ponían unos ojos como el dos de oro”, recuerda. A través de su vínculo con ese ámbito fue que, primero viajando a Argentina para conocer la experiencia, y después ayudando a productores a organizarse, participó en la gestación de los primeros grupos CREA (Consorcios Regionales de Experimentación Agropecuaria). Él fue uno de los fundadores del de Sarandí del Yi. Hoy hay medio centenar de grupos CREA en Uruguay, que involucran a más de 600 empresas agropecuarias.
Lo de la cooperativa de viviendas surgió más o menos por ese entonces. En las conversaciones con los peones que levantaba en la ruta durante su recorrido, pero también en los asuntos cotidianos del pueblo, veía que muchos noviazgos no terminaban en familia no por falta de interés, sino porque el peso social de aquello de “el que se casa, casa quiere” siempre ataba el asunto a una cuestión de recursos. Como dicen los versos de “Aprontando el nido”, de Abel Soria:
Decidite, china, y elegí la fecha,
si mal no te viene, pa’ dentro de un mes
que si Dios nos hace rendir la cosecha
vamos a pedirle presupuesto al juez.
—El argumento que esgrimí ante la gente a la que tuve que acudir por asistencia técnica y apoyo financiero es que los muchachos de allá, los peones de tambo y de todos los oficios de la lechería, como camioneros, tarristas, y los propios mecánicos, pero también los policías, no se podían ni casar. No podían constituir un hogar porque con lo que ganaban, no vivían. “No forman una familia, no constituyen un hogar porque no pueden”, les decía. Era una experiencia de vida. Yo estuve en 25 de Mayo durante 16 años y lo vi clarito. Y era una época en la que había mucha gente con esas inquietudes. Estaban quienes tenían la inquietud revolucionaria, pero estaba la inquietud social, la de organizar al pueblo para buscar recursos, buscar medios, que no venían del cielo sino del esfuerzo, y especialmente del esfuerzo mancomunado, dentro del sistema cooperativo u otro sistema, siempre sobre la base de aquello de que la unión hace la fuerza —dice Arrillaga.
El CCU nació en 1961. Así lo cuenta la revista Dinámica cooperativa de noviembre de 2016:
El CCU fue fundado a iniciativa del obispo de San José, monseñor Luis Baccino, por un grupo de cinco militantes cristianos para quienes gestionó becas en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica), con el apoyo del Movimiento Internacional de la Juventud Agraria Católica (MIJARC) y financiación [de] Boerendond Belge (Centro Cooperativista Agrario de Bélgica). A su retorno y en base a los conocimientos adquiridos crearon el CCU para promover el cooperativismo en Uruguay y otros países de América Latina y dar apoyo técnico a empresas cooperativas. Sus actividades comenzaron por la organización de cursos de formación para dirigentes de nuestro país y otros de la región.
A uno de esos cursos concurrió Arrillaga, y lo marcó. Hubo asistentes de todo el continente, y expositores llegados especialmente desde Europa. “Fue en el hotel de La Floresta. Estuvimos internados tres meses. Salíamos sólo los domingos. Fue suculento”, dice, mostrando el cuaderno de apuntes en cuyas hojas ahora amarillentas aparecen títulos de talleres con temas como “El desarrollo” o “La propiedad”. “En ese curso fue que conocí a dos chilenos que venían de la experiencia de las cooperativas de viviendas. Nos hicimos amigos”. Un lustro después, los visitó en Chile. “Fui a otro curso allá, sobre economía, y estuve antes en Mendoza, en Argentina. Ahí ya vi un mundo de cooperativas de viviendas, y después las de Chile”.
Arrillaga venía asistiendo a instancias de formación sobre desarrollo y economía humana desde 1949. En estas se cruzó con figuras como el arquitecto Juan Pablo Terra, que después sería dirigente del Partido Demócrata Cristiano, y el economista Enrique Iglesias, entre otros.
—Además yo seguía mucho los cuadernos del padre Louis-Joseph Lebret, un domínico francés, sobre movimientos políticos. Allí profundizamos mucho sobre socialismo, por ejemplo. Teníamos la base política bien diversificada; el asunto era no encerrarnos en sólo uno, sino mirar todo el conjunto —recuerda.
A una casa de distancia del pasacalle por los 50 años está la vivienda de la familia Iris. No hay cómo errarle: su frente es una bandera uruguaya pintada que abarca toda la fachada. Y hay en el suelo, sobre los ladrillos que están de tablas al sol, un riel —obra de arte entre intervención y escultura— delante de una réplica a escala del letrero de la estación de tren de Isla Mala. La casa alberga un museo de botellas de vidrio y la atención se la roba la de Ñosca, una bebida fabricada en Isla Mala durante la década de 1950 que en algunos puntos del país llegó a ser vendida a la par que la Coca-Cola, hasta que —según los testimonios— la empresa tuvo que cerrar por una demanda legal de la multinacional.
Blanco Iris, el anfitrión que muestra la botella, es hijo de fundadores de la cooperativa. Cuando la familia Iris se sumó al grupo de vecinos que el padre Arrillaga venía organizando Blanco recién abandonaba la infancia, pero tiene claro cómo fue el proceso:
—Mucha gente decía que era una locura, que esto no se iba a llegar a construir. Y acá estamos. Acá en casa todos trabajamos en algo de la obra.
Blanco, que tiene 66 años, es muralista. Es el autor, entre otras, de la reproducción de una obra del artista visual Miguel Ángel Battegazzore, Entropía III, en la esquina de Colonia y Magallanes.
El equipo de vivienda del CCU se formó en 1965, a cuatro años de la fundación del centro, y después de acumular experiencias de asesoramiento y promoción de diferentes tipos de cooperativas. Cada testimonio va refrescando nombres: los arquitectos Saúl Irureta, Miguel Cecilio y Mario Spallanzan, la asistente social Daisy Solari, y el escribano Luis Estradé.
—El primer equipo de vivienda del CCU buscaba poner a punto la idea y ver cómo se podía hacer para empezar a aplicarla. Surgió una oportunidad muy interesante: el Estado uruguayo tenía un préstamo del BID [Banco Interamericano de Desarrollo] para construir viviendas, y no estaba en condiciones de ejecutarlo porque pasaba por una situación económica bastante crítica. Siempre el BID pone la mayor parte, y la contraparte tiene que aportar la restante. Pero no había forma de usar ese dinero porque el Estado uruguayo no podía integrar la contraparte económica requerida. El equipo del CCU se enteró de esto, y había un contacto a través de Horacio Terra Arocena, que era el presidente del INVE. De ahí surgió la idea de poner la contrapartida, en vez de en plata, en trabajo. Entonces, una parte del dinero que tenía disponible Uruguay se usó para financiar cooperativas de ayuda mutua. La parte que tenía que poner el país se puso un poco con la ayuda mutua y el resto con donaciones que se consiguieron con la cooperación internacional —cuenta el ingeniero Benjamín Nahoum, quien ingresó al CCU en 1972 y es un autor ineludible para quien quiera profundizar mínimamente en el desarrollo del cooperativismo por ayuda mutua en Uruguay.
Arrillaga recuerda que Misereor, la obra episcopal de la Iglesia Católica alemana para la cooperación con el desarrollo, aportó 40.000 marcos alemanes.
—El paso siguiente era “con quién lo hacemos”. Se articularon contactos con gente interesada en hacer una experiencia de ese tipo, y de ahí surgieron las experiencias piloto —añade Nahoum.
Cuando Arrillaga se enteró de que el CCU tenía el propósito de tener cooperativas de viviendas, se afirmó en organizar a los trabajadores de Isla Mala. Ahora podía intentar solucionar el problema que venía percibiendo desde su llegada al pueblo.
25 de Mayo no fue la única experiencia piloto. Hubo además una en Fray Bentos, con trabajadores municipales, llamada Éxodo de Artigas, y Cosvan, integrada por funcionarios del ferrocarril, en Salto.
—Cuando se piensa en las tres experiencias una de las cosas que llaman la atención es que ninguna estaba en Montevideo. El CCU tenía un trabajo fuerte en el interior, en el sector agropecuario —señala Nahoum.
En el libro Las cooperativas de viviendas por ayuda mutua (1999), Nahoum sostiene:
La organización adquirida por los grupos durante la etapa de obra (que se prolonga posteriormente en las estructuras de uso y administración del bien común) ha llevado naturalmente a encarar, también en forma colectiva, otros problemas sociales comunes. Así han surgido policlínicas, guarderías, bibliotecas, cooperativas de consumo, que han contribuido a mejorar la calidad de vida de los cooperativistas pero también de la comunidad circundante, a la que las cooperativas están abiertas.
En Isla Mala también apareció una experiencia de producción con Manos del Uruguay. Daisy Solari fue la asistente social del CCU que trabajó con la cooperativa, y subraya que eso fue posible, precisamente, “por el proceso grupal” atravesado durante la etapa de construcción de las viviendas, y que incluso venía desde antes.
—Las mujeres adquirieron capacidad de organización en la obra, pero también la habían tenido en otra actividad fundamental, cuando se estuvo gestionando la compra del terreno y trabajando en una hormigonera que el CCU le dio al grupo para fabricar bloques. Para juntar recursos, hacían loterías con chocolate el fin de semana. Eso generó la capacidad de organizar una actividad a la que iba todo el pueblo. Después, cuando ya estaban por terminar las viviendas, alguien dijo que iban a quedar muy lindas, pero que no tenían qué ponerles adentro. Pero ya era claro que tenían habilidades y capacidad de organización. Hablé con Beatriz de María, asistente social que trabajaba en una incipiente Manos del Uruguay. Me dio una bolsa de lana para que ellas hicieran lo que pudieran, lo mejor que pudieran. Se dieron cuenta de que tenían una manualidad muy grande, así como capacidad de organización, tanto que después, si Manos del Uruguay tenía una exportación de urgencia, se la daban a ellas porque tenían capacidad de realizar el trabajo en función del tiempo. Siempre llegaban a tiempo para la exportación —dice Solari.
Hoy, sin embargo, a los socios les cuesta encontrar instancias de carácter asociativo. Responden con muecas pero sin palabras. Ester Arén lo explica:
—Los viejos fundadores ya están muy veteranos y no están involucrados en la acción, y la gente joven no vivió todo el trabajo, todo el esfuerzo de construir la casa, y no está involucrada en sí en el sistema cooperativista. A veces creo que tendría que haber una materia o talleres en el liceo sobre cooperativismo. Porque para todo lo que sea que vayamos a hacer, juntándonos todos podemos hacer miles de cosas, y uno solo no puede hacer nada.
En los primeros años la obra dejó instaladas, incluso, instancias de recreación. David Navarro extraña especialmente los asados y las guitarreadas que hacían los domingos entre vecinos.
Hubo, con todo, otros logros recientes. En 2011 concretaron un saneamiento alternativo, dado que la red original de la cooperativa —que sigue siendo, 50 años después, la única de Isla Mala— tuvo algunos inconvenientes. Ahora evacúa en un humedal con base en un sistema de cámaras que purifica el agua naturalmente, y deriva en un parque ecológico en el que hay 141 árboles nativos, de acuerdo a la memoria exacta de Ester.
“¡Le tengo un amor a mi casa!”, exclama Teresa Gordano mientras muestra, estirando sus dos manos, una foto en blanco y negro bastante ajada. Fue tomada el día de la inauguración, el 24 de mayo de 1970. Aparecen Ruperto Grandich —uno de los peones de tambo que Arrillaga impulsó a sindicalizarse años antes, y que fue el presidente de la cooperativa cuando comenzaba la obra—, Cono Iris, el arquitecto Leonardo Pessina, Ruben Lamaita y Washington Pérez. Iris y Pérez eran hijos de socios fundadores.
Ruben Lamaita fue el capataz. Tenía entonces 47 años, aunque en la foto parece bastante mayor. Empezó a trabajar en la construcción a los 12 años de edad. Todavía siendo niño, se sumergió en ese mundo hasta hoy casi exclusivo de varones y rebosante de vieja masculinidad. Pero en la cooperativa tuvo a su cargo un plantel de mujeres, algo inimaginable en una obra de construcción en 1968. Además, provenían de mundos no necesariamente relacionados al universo de la albañilería, más allá de las posibles experiencias previas de autoconstrucción de algunas.
“Mi padre tenía un feeling especial con las mujeres”, comenta su hijo, Daniel Lamaita, y añade que muy posiblemente en eso haya influido el hecho de haber sido criado en un hogar donde las únicas referentes eran la madre y la abuela.
El arquitecto Leonardo Pessina, recién ingresado al CCU en 1968 y con el título todavía en trámite, fue el encargado de seleccionar al capataz para un proyecto que consistía en bastante más que construir viviendas.
—El equipo del CCU, que incluso venía trabajando en la Ley Nacional de Vivienda, que sería aprobada en diciembre de 1968, necesitaba un proyecto concreto para darle vida a algo que hasta ese momento sólo era una idea. Ahí salió Isla Mala, y también salieron Salto y Fray Bentos —cuenta Pessina desde Florianópolis, donde reside.
Muy posiblemente sin saberlo, Lamaita asumió un rol clave para el éxito del proyecto de Isla Mala y, por lo tanto, para el de la germinación, al menos en ese momento, del modelo de cooperativas de viviendas por ayuda mutua en Uruguay.
“Yo estaba aprendiendo, y él era el profesor de todos nosotros”, añade Pessina, y con él coinciden los socios fundadores, que recuerdan su afán didáctico y su capacidad para gestionar ánimos y ritmos, pero siempre dispuesto a zambullirse en códigos nuevos. Por ejemplo, al principio observaba a las mujeres por hablar durante la tarea, pero las propias cooperativistas, sus peonas, y también Daisy Solari, la asistente social, le hicieron ver que ellas tenían la capacidad de hablar y trabajar al mismo tiempo.
—Decía que las mujeres conversábamos mucho y que así no íbamos a rendir, ¡y las mujeres le dábamos 30 vueltas! Porque cuando nosotras nos poníamos a trabajar, empezábamos y no parábamos. No se sabía la cantidad de losetas que hacíamos en el día. Íbamos llenando la cancha de corrido y quedaban tres o cuatro días para que se secaran. Y después ayudábamos a armar cosas más chicas —contó Ester en una entrevista para Dinámica Cooperativa.
—En la obra me agarré las canseras más grandes que me he agarrado, pero uno lo hacía con tanto gusto, con tanto cariño —comenta Teresa Gordano empuñando la fotografía.
“Si no fuera por las mujeres, esto no sé cómo habría terminado”, dice David Navarro. De todos modos, el sistema familiar de cuidados siguió recayendo en ellas, y muchas iban con sus niños a la obra.
La transmisión de conocimiento, ya no sólo de Lamaita sino de todo el equipo de la obra, pasó a otras cooperativas que comenzaron a construir poco después. En ocasiones llegaban pequeños grupos a ver cómo estaban resolviendo en Isla Mala algunos aspectos prácticos. Lamaita, junto con algunos cooperativistas, iba a visitar las obras de esas nuevas experiencias como tarea añadida a su rol tradicional de capataz.
—La única máquina que hubo fue una bloquera, pero estaba todo perfectamente aceitado para que las máquinas no hicieran falta. Era un trabajo sincronizado. ¡Había que ver lo que era eso! El trabajo sincronizado vale más que una máquina —subraya Arrillaga.
Para Pessina, Lamaita también fue fundamental para el inicio de su vida profesional:
—Sin Lamaita no sé si salía la obra. Se encantó con la ayuda mutua. Parecía como ya pronto para eso. Tuvimos mucha empatía entre nosotros. Con el conocimiento práctico que él tenía y el conocimiento teórico que yo traía, hicimos un par extraordinario. Me ayudó mucho —subraya el arquitecto.
Cuando terminaron en Isla Mala, Pessina invitó a Lamaita a ser capataz de otras construcciones, entre ellas la de la cooperativa de la que él mismo era socio: Covimt 3, en Sayago. Lamaita armó equipo con Cono Iris y Washington Pérez, los dos hijos de cooperativistas a los que les había transmitido el oficio durante la obra.
Radicado en Brasil desde 1982 —antes estuvo en Holanda, donde expuso sobre la experiencia uruguaya—, el arquitecto desparramó la semilla del modelo autogestionario de construcción de viviendas. Fue un actor relevante para el surgimiento de la primera experiencia de un mutirão, la forma que adoptan en Brasil las viviendas por ayuda mutua. El primero data de 1989, en el municipio paulista de São Bernardo do Campo. Luego continuó trabajando y movilizándose por el modelo autogestionario, pensándolo además en términos de construcción de ciudad.
Para la obra, el cura Arrillaga ya no estaba. O sí. Sabedor del oficio de ayudar a creer en algo intangible, venía de pasar tres años evangelizando sobre cooperativismo de viviendas a decenas de familias trabajadoras, pero sin tener un ejemplo a mano. Tenía todo el acopio y la concepción teórica, sí, pero más que nada venía de conocer apóstoles que, llegados desde el otro lado de la cordillera, no necesitaron citar ningún texto sagrado para contar que existían. Y en 1967, a ambos márgenes de la cordillera —en Mendoza primero, y en Santiago después—, les vio la cara. Lo predicó, armado de su condición de hombre de afuera —es oriundo de Chamizo, Florida—, de su convencimiento de que “el espíritu del cura tiene que ser el de darse a la gente, el darse al pueblo”, y de la acumulación de años de textos y clases en donde absorbía desde Lebret a Terra, pero fundamentalmente marcado por lo que venía viviendo en el pueblo mismo, repleto de peones que se sabían menos importantes que los animales de los establecimientos en los que estaban dejando la vida.
Le resonaban los comentarios que alguna vez le había hecho Eugenio Topolansky, un técnico del Plan Agropecuario que había estado estudiando en Israel los moshav y los kibutz.
—Me planteó algunos aspectos de la vivienda que tratamos de inculcar, aunque no era fácil: las casas debían estar lo suficientemente cerca como para que se vieran, por el factor emulación. El poder mirar qué plantó, qué reforma hizo el vecino, ayuda a eso de que la cooperativa no termine en construir la casa. Pero también debían estar suficientemente lejos, por la intimidad de cada hogar.
Llegado el momento tuvo que apartarse, porque “el cura, por esencia, es un impulsor, un promotor, pero un tipo que promueve y da alas para que se vuele solo”, aunque nunca pudo hacerlo del todo.
—Mi rol estaba siendo cuestionado porque mucha gente dependía de qué decía el cura, y que si viene el cura o no viene el cura. Yo era consciente de eso. Cuando me dijeron que tenía que dejar ese lugar porque la gente así no crece, yo estuve totalmente de acuerdo. Pero también tenía claro que después, con quien asumiera el rol, iban a repetir eso que pasaba conmigo. Esa es la realidad social del grupo: necesita un bastón, un apoyo. Pero es un bastón que se tiene que ir evaporando, y el mío a esa altura era muy pesado todavía. Pero das el paso viendo que no dejás eso a la deriva. Después entró Daisy Solari e hizo un gran trabajo —recuerda.
De todos modos estuvo en la obra, ayudando a familias a las que se les estaban acumulando plazos. Él dice que fue “alguna vez a hacer algunas horas”, pero los registros no dicen lo mismo. Héctor Moreira, que se sumergió en las actas de la cooperativa para bucear en detalles que publicó en Los Alpes de Isla Mala, cuenta que en la del 15 de marzo de 1970, con la obra prácticamente finalizada, dice:
Se destacó la noble acción del presbítero Arrillaga, cumpliendo personalmente hasta dieciséis horas semanales de trabajo en beneficio de los que se encontraban atrasados.
El 24 de mayo de 1970 hubo fiesta de inauguración, pero la efeméride no se limita a ese acontecimiento. La conexión con las otras experiencias ya gestadas en el país derivó también en la instalación de mesas coordinadoras y en encuentros nacionales. El 24 de mayo de 1970 fue el V Encuentro Nacional de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua, y ahí quedó fundada la Federación Uruguaya de Cooperativas de Viviendas por Ayuda Mutua (FUCVAM). Fueron 11 cooperativas: cinco de Montevideo y las restantes de Florida, Salto, Río Negro y Paysandú, donde ya se habían formado tres emprendimientos.
“El del cooperativismo por ayuda mutua es el único programa que tiene más de 50 años. Pasó por todas las tempestades y por momentos de calma”, opina Gustavo González, secretario general de la federación y autor de Una historia de FUCVAM (2013). Cree que el camino recorrido por el cooperativismo de ayuda mutua en general no siempre ha sido debidamente valorado. “Tenemos un enemigo claro que es el sistema capitalista, que no nos perdona que tengamos propiedad colectiva”, comenta.
El Censo 2011 del Instituto Nacional de Estadística registró 30.045 hogares en cooperativas de viviendas. Nueve años después, son más de 35.000, en los que viven aproximadamente 110.000 personas.
Lila recuerda que cuando la cooperativa era todavía un proyecto, escuchó al padre Arrillaga entrevistado en la radio Florida.
—Yo pensaba que qué suerte que tenía esa gente que iba a poder tener una casa. Le decía a mi marido que era una lástima que no viviéramos en 25 de Mayo para poder entrar en esas viviendas. Nosotros estábamos por Arroyo de la Virgen, en un tambo. Después pasó el tiempo, se vendió el campo y nos quedamos criando terneros. Y un día nos avisaron que iban a entregar el campo, así que salimos sin un vintén. En aquella época no se pagaba despido ni se pagaba nada; no había leyes. Vinimos para el pueblo a vivir a lo de mi hermana, cerca de la iglesia, después para lo de mis suegros, y después entramos acá. Mi marido estuvo de empleado en la obra de la ruta 5. Echaba alquitrán y todo eso. Trabajaba a pie. Una vez que iban a levantar una columna, se desmayó y lo trajeron para acá en una sábana, con una hemorragia impresionante. Parecía que se moría. ¡Lo que era que no hubiera leyes ni quién nos defendiera! No quedamos en la calle porque ya teníamos la casa, pero no teníamos asignación ni nada para vivir. Yo hacía una quintita acá y tenía unas vacas que ordeñaba. Vendía la leche, algunos quesitos, y hacía la quintita. Con eso nos arreglábamos cuando casi todos mis hijos estaban acá. Ya estábamos acá, y eso fue lo que nos valió.
Arrillaga aclara que no le encomendaron organizar a la gente desde la Iglesia Católica. “Los curas del clero somos muy independientes en cuanto a la gestión de la parroquia o de la obra que tengamos entre manos”, dice, y recuerda que en los 16 años que estuvo en Isla Mala sólo recibió dos o tres visitas del obispo.
De Isla Mala pasó a Durazno, donde se radicó, y antes de que terminaran los años 70 colgó los hábitos. Se casó con Nela Yanes, oriunda de 25 de Mayo.
—Algunos, descolocados, me preguntaban si me iba a casar por iglesia. ¡Pero claro! Le enseñé a tanta gente que Dios podía entrar en el amor humano, que no me lo iba a negar a mí mismo.
Mirando desde su jardín hacia el Parque de la Hispanidad, dice con orgullo que el nombre de la calle de su casa es 30 de Noviembre de 1980. “Fue un acontecimiento cívico extraordinario”, subraya, y se explaya en un análisis sobre el plebiscito de esa fecha, en la que los uruguayos se negaron a ratificar el proyecto de la dictadura. No cuenta, salvo que se lo pregunten, que desde 2013 una calle de allí cerca se llama, sin más peros, Julio Arrillaga. Incluso a la zona algunos duraznenses le dicen “barrio Arrillaga”. Lo de la calle fue por propuesta de los vecinos, no por su trabajo con la cooperativa de Isla Mala, sino por su vida en Durazno. Allí trabajó en la organización de microproductores y en otros proyectos de carácter social. Fue dirigente del Partido Nacional (del Movimiento Nacional de Rocha), e incluso tuvo una columna en Alternativa, el programa de radio que cada mañana inunda el paisaje sonoro de Durazno.
De su rol en la génesis de la primera cooperativa de viviendas por ayuda mutua en Uruguay, en Durazno se ha sabido poco y nada. Es que si no le preguntan...