En 2018, Mayra Nebril ganó el segundo premio en el concurso anual del Ministerio de Educación y Cultura por su novela Inédita herencia, que fue editada en 2019 por el sello Estuario. Antes, había publicado ficción en diversas antologías y en medios especializados en psicoanálisis. En 2019, ganó el premio Lussich de cuento y novela con El ajolote de Althusser, donde volvió a cruzar ficción y teoría. El cuento que aparece aquí no había sido publicado antes.

El domingo de la semana pasada me dirigía a San Gregorio de Polanco. Faltaban menos de cien kilómetros y hacía más de un año que no visitaba el pueblo que se jacta de parir a los mejores pescadores del país, dos de los cuales son —además de compinches— entusiastas rivales. En el boliche en el que me detuve a desayunar unos bizcochos de grasa y me convidaron con mate, aconsejaron que acortara camino por una ruta vecinal. Les hice caso.

El tendido eléctrico hilvanaba varios pueblos y caseríos, los pájaros sobre los cables parecían palillos en una cuerda sin ropa, hasta que el ruido del motor les sacudía la modorra y alzaban vuelo formando nubes grises de tormenta viva. Los rayos de sol permitían la multiplicación de los verdes y espejaban el agua de los tajamares.

Un ruido metálico fue el anticipo; el humo saliendo a los lados del semicírculo del capó, la confirmación. El coche se recalentó, saltó la tapa de la bomba de agua y al enfriarse se quebró, desparramando el líquido sobre la tierra rojiza.

Necesitaba un remolque. Subiendo y bajando el brazo, trepando a la alambrada, busqué con insistencia señal en el celular. Las barras de conexión no se inmutaban. Me resigné. Tenía una caminata por delante. Abrí la valija, saqué mi abrigo, mi gorra y los lentes de sol. El último paraje había pasado hacía veinte minutos, así que decidí avanzar en busca del teléfono disponible más cercano.

El cartel colgado de la portera, un pedazo de madera tallado y pintado de amarillo y verde, ya no dejaba adivinar la inscripción. Un camino ondulante, cercado por pinos petisos y laureles de jardín blancos, desembarcaba en una construcción precaria a unos cien metros. Comencé a andar. Un gato negro se atravesó por la senda, se desperezó con parsimonia y su pelaje centelló con algún haz de luz. Avancé intrigado por un murmullo que comenzaba a recortarse sobre el piar de los pájaros y el movimiento sedante de la brisa entre las hojas. El sendero moría delante de una puerta a medio abrir, la abertura para ingresar a un gran galpón.

Asomé la cabeza por el espacio que quedaba entre la chapa gris oxidada y el paredón de bloques que terminaba en un ondulante dolmenit. El susurrar audible cesó. El arrastre de unos pasos me advirtió que alguien se acercaba.

—¿Usted quién es? —preguntó una voz que todavía no tenía cuerpo.

—Hola. Soy... Necesito un teléfono.

—¿Puede esperar?

—Sí, sí, claro.

—Entre y siéntese, en unos minutos lo ayudaremos.

Cuando el sonido se encarnó, estaba sonriendo con la mano extendida señalándome una de las tantas cabinas dentro del amplio salón. Era alto, delgado y barbudo. Vestía unos jeans y una remera blanca debajo de una camisa celeste. Creo que estaba descalzo, pero no lo recuerdo con claridad. Su mirada suave, incluso vagabunda, contrastaba con el ceño fruncido y la mano crispada que señalaba uno de los cubículos en el modo en que se da una orden.

Observé el espacio. Estaba dividido en tres partes. Era enorme. A nuestra izquierda había una especie de tarima muy alta —más de cuatro metros había que trepar por una escalera de caracol— para arribar a una especie de escenario, increíblemente iluminado. Delante de nosotros, un ancho corredor desnudo; en el piso dibujado con tiza blanca, rosada y celeste, se lograba adivinar una rayuela y una cruz con los puntos cardinales, creo que mal orientados. El tercer espacio del galpón estaba copado por cubículos de fibra de vidrio grises dispuestos en dos hileras, a razón de uno cada cuatro metros cuadrados. Espacios que se asemejaban a los baños químicos de los parques, o a casillas de sereno pero sin ventana. Ningún sonido delataba la presencia de otros humanos, pero se intuía el esfuerzo por hacer esa nada.

—Espero afuera —balbuceé, tomado por la ansiedad que me generaba aquel extraño lugar.

El hombre insistió con la mano extendida, el gesto se le endureció. Ahora lo pienso y me resulta incomprensible, pero en ese momento sentí que sólo podía obedecer.

Entré al cubículo que se encontraba más cercano a la puerta del galpón, el único negro. En el centro había una silla tapizada con pantasote marrón, cuyos resortes eran visibles debajo de la tela. Alrededor de mi cuerpo, paredes forradas con espejos. Una vez dentro, miré al hombre interrogándolo. No me salían las palabras, pero con el gesto le dije “¿y ahora qué hago?”. Él sonrió y me invitó a encerrarme, haciendo la mímica de trancar la puerta con pasador. ¿Lengua de señas?, ¿mutismo? Habíamos hablado, pero esa posibilidad pareció agotarse una vez que accedí a entrar en el galpón. Sin decir, obedecí otra vez.

Una vez encerrado, levanté la cabeza. No había techo en estos espacios cercados, y por lo tanto se veía desde cada uno de ellos la tarima alta; apareció en ella mi anfitrión, tenía un micrófono en la mano y estaba por comenzar a hablar.

—Mírense con detenimiento. Conózcanse. Ese que tienen delante es su tabla de salvación. Lo único, sí, digo bien, lo único, escúchenme bien: loúnico con lo que cuentan en la vida.

—La voz era un chorro firme y certero que llegaba como un golpe de agua—. Están solos y muchas veces asustados, lo sé. Desamparados. Sienten desasosiego. La independencia no es un derecho, es un privilegio que corresponde a una minoría. —Las pausas eran dramáticas, y en el silencio de palabras mi pensamiento repasaba las frases buscando sentido y verificación, ¿a quién citaba?, ¿o hablaba en su nombre?—. No hay más dios que ustedes mismos. nohaymásdiosqueustedesmismos. Repitan —gritaba y vivaba—: no hay más dios que yo. No hay más dios que yo. No hay. No hay. ¡Que no hay, díganlo con firmeza! No, no, no, no hay. —Cuando el orador me ofrecía su mirada, movía los labios y le regalaba una apariencia de obediencia, pero apenas susurraba—. Gggrriten, carajo. Vomítenlo, saquen lo que les queda de condescendencia y estupidez. Liberen esa mongólica misericordia. Sólo yo, sólo yo, sólo yo, sólo yo.

Al centrar la mirada en el hombre, me pareció verlo elevarse y flotar sobre la tarima. Pestañeé y acomodé la visión anterior, su modo de estar habitando el cuerpo era raro; aunque me cueste describir los detalles, había algo extraordinario.

—No dios, no dios, no dios, no dios, no dios, no dios, no dios —repetíamos cuando el orador acercaba el micrófono para amplificarnos, el gesto se asemejaba al de las estrellas de rock and roll.

Mi yo interior repetía cada frase, cada sentencia, queriendo guardarlas en la memoria, pero sobre todo anhelando encontrar un sentido a la situación en la que me encontraba.

—La figura del destino no es más que un engaño para tontos. Si algo sale mal, sépanlo, la culpa es de ustedes, nada de responsabilizar al karma, a la mala suerte o a dios, Nodios, no dios. —Los presentes respondieron a coro con un no que tuvo al menos veinte o sostenidas en agudo—. Pero si algo sale bien, compañeros, colegas yoísticos, si algo sale como ustedes quieren, apláudanse y con entusiasmo, porque en ese caso, también, el mérito será de ustedes. Y de nadie más. La valía de un hombre se mide por la cantidad de soledad que es capaz de soportar. Así que aguanten, carajo. —Elevaba la voz cuando era oportuno, un mensaje que en momentos parecía tener el control de cada gesto y entonación—. Obsérvense, con cuidado miren a ese ser que tienen delante, con paciencia esperen y verán nacer delante de sus ojos, en este mismo instante, a un dios. Libérenlo, hermanos. Sean Él sin temor. Fuera la culpa. Sean Él. ¡Que entre la autoestima! Toda la autoestima y háganla sólida. ¡Erecten el ego también! Ahora. Bienvenido, oh dios que te libero en este instante. Acá estoy. Repítanlo. ¡Más fuerte!

De los cubos contiguos comenzaron a emanar susurros, aullidos, gritos, el ruido era animal e insoportable, éramos una manada de grillos en celo. El camino a todo lo grandioso pasa por guardar silencio, dijo la boca del orador mientras su mano derecha, con un gesto brusco, pareció tapar todas las bocas a la misma vez. Éramos también una excelente orquesta. El hombre fijó su atención en mí. En un excelente dígalo con mímica, me instigó a observarme con detenimiento en los espejos. Di una miradita rápida. Volví a levantar la vista y su gesto de insatisfacción me aclaró que era por demás insuficiente con echarme un vistazo. La inconformidad del hombre con mi esfuerzo me atormentó, ¡quería agradarle!, una estupidez del orden del imperativo.

Me detuve en mis ojos, los observé con una audacia inaugural, fue difícil sostenerme la mirada. Luego analicé mis rasgos faciales, segmentando las porciones de mi rostro. La frente y sus arrugas, los párpados, el iris, sus puntos y marcas, las pestañas, las cejas, la caspa de las cejas, y las bolsas debajo de los ojos, la nariz, las narinas con pelos asomando y los surcos junto a la boca, los labios, la lengua, la baba y los dientes, la pera, los lunares, las orejas, la papada, los cachetes.

Dejé de reconocerme; cuando quise juntar los pedazos, yo no era yo. Mi cuerpo era una masa informe sentada sobre una silla, debajo de una cabeza, ¿cómo se armaba?

Me levanté de golpe. La opresión en el pecho mutó a mareo, apoyé mi mano derecha en el espejo frente a la silla, buscando apoyo, alivio. El calor de la piel empañó el vidrio, mi cuerpo existía, emanaba tibieza y su reflejo lo notaba, me tranquilizó. Mi cabeza llegaba hasta el borde de las paredes del cubículo, busqué la aprobación del orador para retirarme, pero la tarima estaba vacía y esa ausencia me volvió a preocupar. El silencio colmaba las orejas de un modo severo. Froté las manos contra mis pantalones para verificar el sonido como posibilidad. ¿No había más nadie en el galpón? ¿Serían grabados los aullidos? No me decidía a tantear la puerta e irme. El miedo crecía y engrosaba las venas en mis sienes, no hacía más que latir, de pie, delante del espejo.

Quité la tranca, giré el pestillo y salí. El orador me esperaba del otro lado de la puerta. Sus ojos claros me alentaban a ir en su dirección, tenía los dedos enredados en su barba rojiza. La luz parecía rodearlo a Él más que a los demás objetos dentro del galpón, su figura se delineaba con exacta nitidez. Me tomó de la mano, sé de la sorpresa pero no logro recordar el tacto de su piel. Me soltó al llegar a la escalera, una serpiente enroscada a la que había que acariciar con firmeza para ascender. Llegamos a la tarima, dirigí la mirada al salón. Doce rostros me miraban serios y expectantes desde sus respectivas cabinas. Sentí pánico.

El hombre puso entre mis manos el micrófono y, dándome la espalda, empezó a descender del escenario. Corrí detrás de él. Se escucharon risas contenidas y luego carcajadas francas.

—Espere, ¿qué hace? —le increpé, y cuando lo alcancé le devolví el objeto.

Se hizo un largo acople. Los presentes resoplaron molestos y esbozaron palabras que quedaron, para mi suerte, fuera de mí. Sentí una furia inmensa, que calibré al hablarle al anfitrión.

—¿Usted comprende que lo que yo necesito es un teléfono? —Indiferencia fue la única respuesta—. Si no tienen uno para prestarme, me quiero retirar.

—Bienvenido —sentenció, como si no hubiera traducido de forma adecuada mi pedido.

—Bienvenido —repitió el coro de doce voces.

Tomé el amplificador de voz. ¿Qué quieren que diga? Los doce me enfocaban con mucha atención. Soplé. No era posible irse, la obligación se sentía en el cuerpo. Grité. Me copiaron. Qué poderoso. Eructé. Eructaron. Después de un silencio también hablé, dije palabras sueltas, sin entender cómo era que las elegía ni cuál era mi propósito, nada parecido a una intención se dibujaba en mi cabeza, pero aun así decía con énfasis y convicción. Temí, aun creyendo que me burlaba.

—Horrible, el, Él, él, la mesa, triángulo, yoyoyoyoyoyoyoyooyo, uyyy qué vivos, diosdiosdios, dios ha muerto, lo asesinamos entre todos, viva, aleluya, gloria a dios, dios fue el primer muerto, fallecido, perecido muerto, desde ahí nos llama a todos, te llama a vos, a vos, y a vos... Ustedes están todos muertos. No. Nonono. Todo empieza en ti, quiérete, te mereces tu amor y tu afecto. Eleva tu autoestima, sé tú mismo, vas a triunfar.

Y de ahí en más las palabras se desmigajaron, globo rocvmdjjo, arrrrgggg, tutututututu, pufff, tilín tolón, iupi, conchuuuuoplkmfre frío, pecvdrtcho cal.-{ñ ́+yuiente, hasta que logré decir tengo derecho a una llamada y volví a la lengua.

Unos largos diez minutos duró la exposición. El gesto de los oyentes se fue ablandando, observaba la aprobación en algunas sonrisas y las cabezas afirmando cada dos o tres sentencias. Cuánto orgullo sentía, es afrodisíaco el reconocimiento. No es fácil hablar por hablar, sin hilo, sin madeja, sin agujas. No es sencillo decir la nada. Aplaudieron de pie cuando terminé. Fue emocionante.

El hombre estaba sentado en el primer escalón de la escalera, pero desde mi perspectiva parecía, otra vez, flotar en el aire. Hizo una reverencia de cabeza, cerró los párpados, y luego vino a pararse a mi lado. Palmeó mi hombro, volvió a señalar mi cubículo.

Bajé los escalones. Basta, me dije, suficiente para mí, y me dirigí a la puerta de entrada del galpón corriendo los últimos metros. Empujé la chapa, no cedió, con más fuerza, chilló, le descargué una patada, sí, estaba trancada. Un enorme candado en la parte superior del metal me explicó lo que estaba ocurriendo.

El hombre me miró durante unos segundos, pareció resignarse, y dejó de prestarme atención. Mientras yo estrenaba mi claustrofobia, él decía para los que lo escuchaban que el amanecer había traído luz a la vida de los religiosos ateos, que empezaban una nueva etapa, que de ahí en más sería lalibertá, que el haber hallado el porqué de vivir les aliviaría todos los cómos. No comprendí el concepto que desplegaba, pero los discípulos se entregaron a un aplauso atronador que se extendió durante tres largos minutos. Cuando mermaron las palmas, alcé mi voz sobre el sonido de la sala para decir:

—Quiero irme. ¿Me escuchan? Necesito encontrar un teléfono. El fundador me enfocó y me mostró los dientes. El tiempo tenía atado pesas en la cola y no avanzaba con regularidad.

—¿Alguien me puede abrir? —acoté suplicante, y otra vez con el índice me indicó el camino hacia el cubículo al que debía entrar.

Entré vencido, con el odio a la espera de un mejor momento en el que desplegar sus alas. Los espejos me aplastaban. Delataban movimientos que mi cuerpo no sentía realizar. Cerré los ojos buscando recobrar la realidad que se derretía dentro del cubo. El aire que respiraba en cada bocanada me recordaba que allí era prisionero de mis multiplicaciones. Abrí los ojos y grité. Escruté el agujero de mi boca mientras dejaba salir una voz, vi a mis manos crispadas batallando entre sí, escuché el sonido fuerte de mis palmas golpeándose. Otros peleaban con las suyas y el ritmo era lluvia sobre chapa una noche de tormenta.

El hombre me observó desde lo alto, como un padre mira a su hijo protestar, paciente soportó la réplica de los alaridos y los aplausos, toleró también la patada que lancé al espejo delante de mí, no se rompió, el piñazo tampoco me fragmentó. Sonrió compasivo. El desasosiego era una piscina en la que escurría el agua de mis lágrimas. Agotado, me senté. Los gritos a mi alrededor cesaron.

A mi izquierda se alzó una voz que gritó estar pronto, pero que después hizo silencio. Otra voz se levantó y dijo:

—Soy dueño de mi vida. Soy mi único gestor. Soy indispensable. Gracias a mí.

Y el coro de voces repitió:

—Gracias a mí. Gracias a mí. Gracias a mí. Gracias a mí. Gracias a mí. Gracias a mí. Gracias a mí. Gracias a mí. Gracias a mí. Gracias a mí.

Siguieron otras voces que repitieron letanías similares rematadas con aquel gracias a mí y sus ecos. Cuando ya nadie tomó la palabra, el orador principal salió de su cabina y nos invitó a salir de nuestros puestos también. Se abrieron puertas. El hombre esperó unos segundos y finalmente me invitó a hacer lo mismo que los demás. Estaba ansioso. Acaté. Abrí.

—Felicitaciones —repitieron unos cuantos sujetos—. Una alegría conocerlo finalmente. Bienvenido.

Siempre multiplicaban por tres o cuatro cada palabra.

Unas personas estaban próximas a mi puerta, dos hombres y una mujer que vestían como para ir a un casamiento. Traje gris con camisa blanca y corbata roja, mocasines negros lustrados en exceso, pelo negro engominado; vestido de lamé dorado con piedras en el borde del escote y zapatos de plataforma negros, moño que parecía una torre de cabello castaño y una máscara de maquillaje; pantalón marrón, pañoleta violeta envolviendo el cuello y saco de gamuza negro, una sonrisa de propaganda de dentífrico. Hicieron un gesto que pareció una reverencia. Preferí el ridículo a la mala educación y los imité. Sonrieron. Me sobaron la cabeza y el hombro. Esperaban que dijera algo, pero yo seguía sin saber qué era lo que debía hacer o pensar. Comenzaron a reír a carcajadas, incluso la mujer de dorado me daba la espalda y hablaba de mí. Se equivocó. Por favor, cómo va a ser Él. Es imposible. Los otros me defendían, decían que yo era yo, que eso era muy obvio.

El maestro aplaudió y los hizo callarse, otra vez era un ruido sin cuerpo, pero la obediencia fue aun mayor que cuando era una estampa sobre el escenario.

Se abrieron el candado y la puerta. No sé quién lo hizo, pero cuando el pequeño grupo se dirigió a la abertura, por ella entraba luz natural. Hicimos fila sobre los dibujos de tiza para salir del galpón. Me dieron ganas de jugar a la rayuela, pero la piedra no estaba a la vista —supuse que alguien la tendría escondida en la mano—, quedé parado en la enorme medialuna del cielo. Salimos. Anduvimos el sendero de tierra juntos. Le pregunté a una muchacha que caminaba a mi lado apretada por una minifalda de cuero rojo si hacía mucho que pertenecía a esa agrupación y con qué objetivos se reunían; me respondió, escupiéndome una gran carcajada, gracioso lo suyo, muy chistoso resultó ser, nunca lo hubiera imaginado así, soltó al comprender que esperaba realmente una contestación.

Cuando llegamos a la portera, cada uno se estrechó contra mi pecho y me besó en la frente; la mujer del vestido dorado fue la última, me abrazó, me miró hasta que bajé los ojos a sus enormes pechos que encandilaban, y aprovechó el descuido para lamerme los labios. Que así sea, dijo en tono de confesión.

Se fueron. Quedé parado junto a un laurel cargado de flores blancas, decidiendo qué hacer. Cuatro gallinas picoteaban en una de las márgenes un alimento que no era visible para el ojo humano. En la ruta de balastro el sol entibiaba mi rostro y secaba la saliva ajena en mi boca. Empecé a caminar, el sonido de mis zapatos sobre el pedregullo era sedante.

—Manga de locos —pensé—, nunca me prestaron un teléfono.

Supe que el orador me espiaba desde algún sitio, y que me escuchaba incluso, aunque no hablara.

—Graciasamí, graciasamí, graciasamí —repetí en tono burlón, y sentí la mirada de desaprobación del hombre sobre mi cabeza.

Un camión apareció en el horizonte avanzando lento por el balastro. Me paré en medio de la ruta pidiendo que se detuviera. Hizo cambio de luces. Me había visto. ¿Traía mi auto montado en la rampa trasera? Me pidió que subiera a la cabina, se disculpó por la demora y solicitó una firma. Tiene que ser un afiliado, aclaró y me guiñó un ojo, cualquier garabato que no se comprenda, ya lo arreglaremos con su padre.

Los milagros ateos son discretos pero disfrutables, me dije.

Obedecí y me dejé llevar sin preguntar el destino.