Durante la mayor parte de la historia, las personas carecieron de información acerca de la vida privada de los artistas. Un antiguo griego podía recorrer el Partenón, que por entonces estaba enterito, y no enterarse de que Ictino, Calícrates y Fidias levantaban quiniela clandestina. Un amante del cine de mediados del siglo pasado podía seguir la carrera de cualquier director sin conocer más que la correcta escritura de su apellido en los créditos de los films.

Esto ha ido mutando en la sociedad del entretenimiento, más aun con la llegada de las redes sociales. La posibilidad de ver lo que acaba de desayunar nuestro rockero favorito puede resultar interesante; el problema es cuando esa noche el rockero escribe en su cuenta de Twitter que los inmigrantes vinieron para matarnos y quedarse con nuestros puestos de trabajo. Aunque en este caso debió darnos pistas el hecho de que su último disco se llamara Nosotros contra todos y en la tapa apareciera él envuelto en la bandera nacional.

Lo importante es que esta nueva realidad en la que vivimos nos obliga a acelerar el debate de si debemos separar a la obra de su artista. Yo no solamente creo que se puede, sino que debería ser obligatorio hacerlo. Y sé que ustedes van a decir que lo mío es personal, porque otra vez me voy a referir a Nicanor Giménez. Pero los directores de este semanario me dan libertad absoluta para hacer lo que quiera con esta columna, y para mí él representa el ejemplo perfecto para zanjar esta discusión.

Durante años escuché a gente de mi mayor confianza, tanto amigos como compañeros de trabajo, decir que Giménez es una persona ejemplar. Lo definen como un tipo confiable, de impecables modales, bondadoso con su familia y aquellos que lo rodean. Colaborador en varias organizaciones benéficas, afirman que presta dinero incluso sabiendo que la persona jamás podrá devolverlo.

Este comportamiento sólo aumentó con la popularidad de las novelas que escribe, que se agotan edición tras edición y reportan ganancias cuantiosas. Con mi vocación de periodista ahondé en sus círculos más cercanos y llegué a entrevistar durante horas a su esposa y sus hijos. Hasta revisé sus aportes al fisco, chequeando los números después de la coma, buscando la más pequeña evidencia de defraudación tributaria.

El resultado: Nicanor Giménez es una de las mejores personas que he conocido. Cualquier comentario que les hayan hecho se queda corto y siento vergüenza de la especie humana por no llegar siquiera a sus talones en la vida cotidiana.

Pero eso ustedes lo saben, porque mi investigación fue nota de tapa en esta misma publicación. Y no es casualidad que hasta la fecha sea el número más vendido de su historia. Mis palabras fueron responsables de que siguiera aumentando su popularidad y sé que influyeron en que su último libro superara el millón de copias vendidas.

Espero que entiendan por qué brego por la total separación de la persona y su producción. Es que, hablando pronto y mal, las novelas de Giménez son una mierda. No, me estoy quedando corto, porque el excremento al menos puede utilizarse para abonar la tierra. Ni siquiera para eso sirven sus novelas, que Nicanor continúa enviando a mi puesto de trabajo para reseñar, porque es tan bueno que ni siquiera mis comentarios negativos lo afectan.

Cada título es, increíblemente, peor que el anterior. Personajes inverosímiles mantienen diálogos forzados en medio de tramas ridículas, robando horas de vida a cualquier persona que las lea. Incluso si esta persona lo hiciera en su horario laboral.

Todos y cada uno de los críticos de este país nos hemos cansado de señalar esto, pero impulsada por la bondad probada y comprobada del escritor, la gente hace colas kilométricas para comprar su más reciente basura y apoyarlo económicamente.

Una sociedad adulta ya habría comprendido que los artistas son personas, con sus virtudes y defectos, y eso no debería impedirnos juzgar su producción de manera independiente. Empezando por las porquerías de este ser tan adorable.