yo soy el puto
y por eso muero
yo soy el travestido, el transgresor
y por eso muero
[...]
yo soy joven en Uruguay
y por eso muero en otro país
yo soy de la generación degenerada
y por eso muero acá y en cualquier lado
yo soy el que está acá diciendo que está acá
y por eso, quizá, pase la noche en la comisaría
[...]
yo soy el despolitizado partido por las mismas dudas
y por eso
yo soy el politizado sin partido por las dudas
[...]
yo soy el hombre desnudo que los invita a desnudarse conmigo
y por eso ¿quién se muere?...

Héctor Bardanca, performance El hombre desnudo. Arte en la Lona, abril de 1988 (La Oreja Cortada Nº 3, 1988).

La generación del 85 no se identificó con la izquierda tradicional, la militancia estudiantil, el canto popular ni la primavera democrática. A partir de referencias bukowskianas y neodadaístas, sus integrantes crearon su punkitud definiéndose a sí mismos como “una generación ausente y solitaria”, en el caso de los impulsores de la revista GAS Subterráneo, o “huérfana e iconoclasta”, según el testimonio del poeta Luis Bravo, uno de los gestores de Ediciones de Uno. Se expresaban por fuera de los cánones establecidos por las generaciones anteriores, hallando ciertos vínculos con la mal llamada “generación del silencio”, que había comenzado a tomar visibilidad a partir de 1979 y cobró fuerza en la etapa pos plebiscito de 1980.

Más allá de que GAS, es decir, “generación ausente y solitaria”, era un nombre que “tenía gancho” en la “coctelera de conceptos” relacionados con la blank generation, la expresión “ausente” refería a la imposibilidad que tenían las juventudes de participar y ser escuchadas en la escena cultural, según Gerardo Michelín, cofundador de la revista GAS. “Solitaria” respondía a que no se hallaban atados a ningún espacio social, político o cultural. Se manifestaban en las artes visuales, la poesía, el teatro, la danza, la literatura, el grafiti, el periodismo, pero fundamentalmente en el rock, y en la vertiente más irreverente para la época: el punk. “Había tremendas ganas de divertirse y sentir la libertad”, dice Michelín.

Estas expresiones surgieron en Uruguay a comienzos de 1981, pero no lograron tomar forma sino a partir de 1987. El fin de la dictadura cívico-militar y las frustraciones que llegaron con el nuevo régimen democrático —las vicisitudes económicas, la política sobre derechos humanos, la ley de caducidad, el plebiscito que la ratificó en 1989—, sumados al accionar represivo de la Policía y la configuración de la juventud como un nuevo enemigo, generaron un malestar que fue canalizado a través de la reinterpretación de la identidad de un Uruguay amnésico frente a sus propios crímenes.

Existen dos etapas bien definidas de la subcultura en los 80. Su génesis abarca desde los recitales en el Teatro del Anglo, en 1981, hasta el festival Montevideo Rock I, en noviembre de 1986. Esta etapa se encuentra signada en sus últimos años por la “fama” de las cuevas del rock, las peñas artísticas, la poesía, el teatro alternativo. El final que tuvo el año 1986, con la aprobación en el Parlamento de la ley de caducidad, marcaría el año 1987. Es entonces que comenzamos a hablar de la floración del fenómeno de la subcultura. Aparecieron GAS Subterráneo, La Oreja Cortada, Cable a Tierra y Suicido Colectivo, y con ellas, en 1988, decenas de publicaciones que inauguraron una nueva expresión literaria: las revistas autoeditadas denominadas “subtes” o fanzines. Nació la Cooperativa del Molino, formada por grupos de rock, con sus presentaciones llamadas ¿Por qué estamos durmiendo?, en las que emergieron bandas que dejaron en claro su inconformidad con el sistema político, el accionar policial, la realidad socioeconómica y “lo uruguayo” y su mentalidad conservadora. Se organizaron eventos que reunían al under, como Cabaret Voltaire y la feria de Villa Biarritz, donde la música rock comenzó a tejer lazos con la poesía performática, la literatura y las presentaciones de la Red de Teatro Barrial. El momento de erupción ocurrió en abril de 1988, con el festival Arte en la Lona. En un marco de represión y censura directa contra estas manifestaciones, este evento logró reunir sobre el ring del Palermo Boxing Club a gran parte de las expresiones subculturales que se venían experimentando desde años anteriores.

Foto del artículo 'Underground, anarquismo y posdictadura'

Foto: Julio López

El auge y también la rápida caída del fenómeno social marginal y contestatario se sitúan en 1989, con la formación de la Coordinadora Anti-Razzias y el campamento “Libertad, la otra historia”. La coordinadora conformó una particular red de grupos autónomos que plantearon originales formas de resistencia frente a la represión democrática contra las juventudes.

En este sentido, no habría dos generaciones en los años 80, sino una generación que tiene dos fases y dos camadas. Un período de resistencia que se extiende desde 1980 hasta 1985, según Bravo, al que se sumó, a partir de la reapertura democrática, una camada más joven que inauguró una segunda fase, que Gabriel Peveroni extiende hasta 1993 (“Juntacadáveres, el boliche, fue los 80 tardíos”) y Luis Bravo hace llegar hasta 1994 (cuando, luego de 12 años, dejó de existir Ediciones de Uno). Para Bravo, la generación del 80 no se diferenció abruptamente de la generación del 83, sino que se superpuso, llevando hacia el límite la apertura lograda años atrás.

—Era paradójico porque por un lado festejabas, pero por otro lado era algo que seguía estando mal. La del 83 tenía una carga de resistencia, tenía una lucha muy clara frente a algo. La generación del 85 éramos como los hermanos menores de eso, y no nos sentíamos partícipes de la lucha contra la dictadura. Había como una situación de que la democracia era lo mismo. Había una desazón. Yo creo que fuimos los primeros que visualizamos que estaba todo mal —dice Peveroni.

Inmersos en una sensibilidad montevideana, gris y silenciada, estos adolescentes frecuentaban el liceo 7, el Molino de Pérez, en Malvín, el barrio Pocitos y la feria de Villa Biarritz. Esta última era uno de los sitios adonde ir un sábado de tarde si querías conocer algo de pospunk, metal, new wave y la movida alternativa a través de las revistas subtes. Sin embargo, estos espacios de clase media alta no eran los únicos, sino que también se extendieron sobre las periferias metropolitanas. Surgieron en Pocitos, Villa Dolores y Palermo, pero también en Lezica, Aires Puros, Capurro y, en especial, en Pando y Empalme Olmos, por nombrar sólo algunos de los sitios referenciales.

Con todo, el lugar más importante como punto de reunión fue la feria de Villa Biarritz. Durante un buen tiempo logró constituir uno de los nervios subterráneos de la reapertura democrática. Villa Biarritz significaba un sitio hacia donde peregrinar, caminando y tomando algo. Allí, las troupes de los diferentes barrios le arrebataron a la ciudad un espacio donde poder juntarse, algo que el pachecato y la dictadura habían prohibido desde hacía largo tiempo, y que el gobierno de Julio María Sanguinetti intentaba perpetuar. “El Partido Colorado tenía un miedo atroz a que la gente se reuniera, conversara, discutiera”, dice un informe del Servicio de Rehabilitación Social de 1989. Allí pudieron compartir, conocerse, leer y leerse, escuchar y ser escuchados. Allí se enamoraron, se emborracharon, debatieron, pensaron y crearon.

En la esquina de las calles Pedro Berro y José Vázquez Ledesma, cerca de los baños públicos, ocurrió la invención de un espacio territorial diferente, donde las expresiones artísticas ocuparon un lugar al margen de la contracultura anclada en el canto popular. Allí se hicieron toques y se instalaron decenas de puestos donde los fanzines y las revistas subtes se entremezclaban con quienes realizaban performances e intervenciones urbanas, en un momento atravesado por un espíritu de creación y transgresión estética, moral y política. En ese sitio, “sus estigmas exteriores pasan desapercibidos cuando la indumentaria de los otros es igualmente modesta. En definitiva, se hallan entre iguales, donde nadie molesta a otro por un pelo de más o de menos”, dice un artículo de Ruben Cotelo publicado en el semanario Jaque en 1985. Las calles, sus veredas y esquinas, las plazas y las ferias fueron, en los finales de la dictadura, esos codos que el trazo lineal haussmaniano aún no había podido eliminar. Un espacio reterritorializado por quienes hicieron posibles otras lecturas de una ciudad arquitectónicamente pensada para favorecer la organización capitalista del tiempo, el flujo de información y la necesidad de infundir miedo.

Villa Biarritz permitió un espacio de ideas, lecturas y discusiones que conformaron el background de esta generación que, a través de las diferentes posibilidades artísticas, plasmó mensajes que descoagularon la sangre de la conservadora social. Muchos encontraron allí sus primeras lecturas sobre punk rock y entraron en contacto con contenidos subterráneos que daban sentido a esa atmósfera un tanto kafkiana que atravesaba el Uruguay posdictadura. La punkitud se transmitió a esta periferia del mundo a través de las maletas de los hijos del exilio, que llegaron a Uruguay llenas de material inflamable: discos de La Polla Records, Eskorbuto, The Clash, Sex Pistols, The Cure, Television, Dead Kennedys, The Ramones, Velvet Underground y Lou Reed. Estos jóvenes se vincularon con otros de padres militantes, presos, asesinados o desaparecidos, y con otros también inquietos que, educados bajo los preceptos del Consejo Nacional de Educación, modulados bajo la censura de la Dirección Nacional de Relaciones Públicas y los “craviotextos” (nombre que el veterano dirigente colorado Manuel Flores Mora les dio a los textos de Educación Moral y Cívica de la dictadura, elaborados por Wilson Craviotto), comenzaron a buscar espacios donde resistir a la cultura de la impunidad, las conductas reaccionarias y las frívolas expresiones de lo que consideraban como una sociedad pacata y esclerosada.

El punk llegó en avión y con jóvenes que viajaban a Europa y Estados Unidos cuando John Lennon y sus lentes caían. La historia de Gonzalo Gonchi López es muy elocuente. Recién llegado de Madrid, se entera de que en la sala del Anglo, en el año 1981, se desarrollaba un evento de rock, cuenta el músico Hugo Gutiérrez. Allí tocaba The Vultures —que fue embrión de Los Estómagos—, formada a fines de 1980, con Fabián Hueso Hernández, Gustavo Parodi, Clayton Marki y Esteban Cabeza Lafargue. La banda se presentó con el tema “God Save the Queen”, de los Sex Pistols, y “Me atropelló una aplanadora”, considerado el primer tema del punk uruguayo. López, que en su valija traía vinilos de bandas punk, sobre todo inglesas y españolas, comenzó a intercambiar material con Parodi. Acto seguido se transformó en el primer mánager de Los Estómagos. Gonchi pasó a ser como un dealer musical que no sólo influyó estética y musicalmente en la banda, sino que también difundió el punk en el colegio Elbio Fernández y el barrio Pocitos, e incidió directamente en la formación de la banda Cadáveres Ilustres, la revista GAS, la pandilla punkie de la plaza Viejo Pancho y el local Partagás, según Peveroni.

Al igual que en el arrabal de la vecina orilla, el punk se gestaba en estratos medios pauperizados y sectores de clase acomodada, para correrse luego a las zonas periféricas. Estos jóvenes también empezaron a informarse sobre la revuelta punk del 77 y las movidas posfranquistas en la Euskadi de inicios de los 80. A partir del baby boom y de la extensión de la educación en la posguerra europea nació el dole queue rock, “rock de la fila del seguro de desempleo”. Entre la censura y las políticas antiobreras y monetaristas surgió en zonas metropolitanas de Montevideo una expresión inconclusa, visceral y abuelicida que encontró en el punk, o en la punkitud, una respuesta a sus necesidades expresivas. A estos jóvenes, cuando niños, se les había cortado el cabello, se los había uniformado y manipulado. Habían visto desfilar a docentes, habían despedido a sus amigos, habían ido de visita a las cárceles y habían llorado a familiares que no aparecían. Entraban a la adolescencia cuando estalló la crisis económica de 1982, y apenas comenzaron a caminar las calles la Policía los paró, cacheó y encarceló.

Es así que a mediados de 1980 una generación de la periferia sociourbana empezó a descubrir el anarquismo a través del punk rock, apropiado por aquellos marginados que se identificaron como víctimas del terrorismo de Estado, el saqueo económico, la mentalidad conservadora y la falta de oportunidades en un Uruguay vaciado de ilusiones y esperanzas.

“Antes de conocer a los Pistols y The Clash, el Cabeza me cantó ‘Me atropelló una aplanadora’”, recuerda Hugo Gutiérrez, en 2017. Luego menciona al baterista de los Vultures: “Ahí veías que el Cabeza Lafargue, semana a semana, iba teniendo un aspecto cada vez peor, un alfiler, un candado. Y estábamos viviendo en el 80, en Pando. Ver un tipo de esos era ¡upaaah!, ¿qué pasó?”. Existía una necesidad de ser visualizado y conducir a extremos las posibilidades de expresión, como una provocación contra el establishment cultural. La estética y la actitud fueron vehículos de un mensaje político transgresor, en un marco de recuperación de las libertades y las relaciones sociales.

Encuentro de jóvenes de la Cooperativa del Molino, en el Molino de Pérez, Malvín, en 1988. Foto: s/d de autor, Archivo de Blíster, programa de TV Ciudad.

Encuentro de jóvenes de la Cooperativa del Molino, en el Molino de Pérez, Malvín, en 1988. Foto: s/d de autor, Archivo de Blíster, programa de TV Ciudad.

El vínculo entre la subcultura punk y el anarquismo no se generó tanto a partir de la militancia en una organización formal de carácter plataformista, sino que fue asumido como un estilo de vida según el cual la libertad no es un concepto, sino una posibilidad concreta en el aquí y ahora. El anarquismo en Uruguay, entre 1985 y 1989, estuvo más ligado a la subcultura que al mundo del trabajo, y se identificaba con la expansión de las posibilidades de una ruptura libidinal ordenada por el principio del placer y el deseo.

Fueron los desviados de la cordura establecida quienes intentaron recuperar lo lúdico como práctica existencial, como vocación humana, como práctica libertaria no funcional al orden moral. Denunciaban que la lucha debería darse en instancias políticas, sociales y culturales, pero también a nivel estético, moral, sexual y afectivo. El anarquismo concebido como “una actitud permanente de vida, aquí, ahora y en todos los terrenos”, decía el primer número de la revista Alter, de octubre de 1989. Superando el moderno concepto de lucha de clases para formar barricadas entre quienes aspiraban al poder en todas sus formas y quienes no aspiraban a la autoridad de ningún tipo, grupos de afinidad encontraron en el punk un camino artístico para canalizar sus inconformidades.

La Federación Anarquista Uruguaya (FAU), reorganizada a la salida de la dictadura, se había preguntado en su congreso de 1986 “¿Cómo ubicamos a lo que se designa con el nombre de excluido?”. La idea se materializó unos años después. A fines de los 80 un grupo de personas vinculadas a la FAU— antes y durante la dictadura, y a inicios de la democracia— se escindió de la organización plataformista para formar el Taller A, desde donde surgió la revista Alter. En el editorial de ese primer número hablaban de la necesidad de crear un espacio de “alternativas anarquistas” que no se transformara en un “centro de reclutamiento de voluntades”, sino en “un espacio provisorio y abierto” que apuntara a la creación y la vinculación, cuidando la plena libertad de quienes participaran. Se posicionaban, debido a las experiencias transitadas, en contra de la formación de una organización política. La idea derivó en la creación del A Espacio, y fue allí donde la corriente anarcopunk estableció interesantes vínculos con la generación de militantes sesentistas.

Los últimos años de los 80 marcaron el nacimiento de nuevas expresiones libertarias desvinculadas de las organizaciones tradicionales. La revista Alter planteaba este enfoque y lo sostenía al presentarse radicalmente diferente, tanto en la estética como en los contenidos, a las revistas publicadas desde la FAU, como Rojo y Negro, Solidaridad y, en los 90, Lucha Libertaria. Alter nació en el marco de la floración de las revistas subterráneas, y su estética denota un inmenso cuidado y una adhesión al fanzine. La revista Alter fue bisagra en el anarquismo uruguayo posdictadura porque logró reunir a dos generaciones que parecían irreconciliables a fines de los 80, y generó espacios de convivencia plurigeneracional. Fue habilitante de los vínculos colectivos por afinidad y de las redes de acción y solidaridad, preservando, a la vez, la espontaneidad, la flexibilidad y el cuidado y la promoción del desarrollo de las singularidades.