Reconocido por su trabajo como periodista (recibió, entre otros, el premio Quijote por su perfil del juez Raúl Zaffaroni), en 2018 el argentino Federico Bianchini publicó Personajes secundarios, su primer libro de cuentos. Algunos ya habían aparecido en estas páginas.
Un amigo que dentro de poco será padre me preguntó sobre la paternidad. Lo dijo en broma, de manera coloquial. Algo así como: “¿Y qué onda todo esto de la paternidad?”. Creo que no esperaba una respuesta. Le dije que todo bien, le conté alguna anécdota y seguimos hablando de otra cosa, pero volví a pensar en la pregunta, en lo escaso que es el lenguaje a veces, en lo intransferible de la experiencia.
Como consecuencia del oficio, es algo en lo que pienso bastante: qué cosas podemos decir (escribir) y cuál es la mejor manera de decirlas para que un otro (lector) entienda exactamente eso que nosotros queremos expresar, o qué cosas no podemos decir (escribir) aunque lo intentemos con disciplina: zonas emocionales vedadas a la palabra. Pienso en la sensación de tirarse en un paracaídas. En esos treinta segundos cayendo a doscientos kilómetros por hora en los que uno abre la boca y grita y, sin decidirlo, deja de pensar. En las veinticinco palabras de la oración anterior y en lo lejos que están de la sensación de miedo, éxtasis y furor que sentí mientras caía sin que nada me detuviera.
Pienso en la distancia entre la sensación de mirar un paisaje patagónico y la sensación al mirar una foto de ese paisaje. Pienso en la distancia entre cualquier paisaje y la foto de ese mismo paisaje. Distancias que no pueden recorrerse. Pienso en mi hija de un año y medio y su cara de frustración cuando señala algo y dice “eso” y yo agarro otra cosa. En su felicidad, cuando acierto. En el pequeño aplauso que confirma mi acierto. La distancia entre lo que quiere expresar y lo que puede decir.
“¿Y qué onda todo esto de la paternidad?”. La distancia entre lo que quiero expresar y lo que puedo decir.
Explicarle la sensación de ser padre a alguien que no tiene hijos sería como explicarle el gusto de la mandarina a alguien que nunca probó una. O, quizás mejor, como explicar un sabor picante. No sabría cómo definirlo pero, se me ocurre, tal vez podría acercarme a la idea hablando de los efectos que produce en la boca.
El día que mi hija cumplió un año, después del festejo, luego de que todos se fueran y la casa quedara en silencio, tomé consciencia de que me voy a morir. Quiero decir: quizás haya sido la primera vez que, sin angustiarme, pude pensar en que me voy a morir. Entendí, de algún modo, que todo esto se trata de una continuidad. Nos continuamos. La metáfora de la vida como un tren. Subimos, recorremos cierto trecho y, luego, nos bajamos para dejar que puedan seguir otros: sólo queda aceptarlo. Ya lo había escuchado y hasta puede parecer tonto, un poco obvio, pero esa noche lo entendí. Cuesta pensarlo.
La distancia entre lo que quiero expresar y lo que puedo escribir.
Abro los ojos. La casa está oscura. Siento frío. Tirito. Oigo el canto de un benteveo por sobre los ruidos de la noche. Me levanto. Antes de hacer cualquier otra cosa: me fijo si está tapada.
Ser padre es correrse a un costado de uno mismo.
Hace un tiempo, cuando todavía no imaginaba la posibilidad de tener una hija, fui a la casa de Pablo Puel, escritor y pedicuro. La gente a veces se sorprende de su doble condición, pero esto no habla de Pablo sino de la gente, que asocia la escritura a las clases altas, ociosas, alcurniadas. Pablo no tiene la culpa. Tomábamos una cerveza. Hablábamos de la potencia de ciertos relatos, de los elementos que intervienen para que no podamos olvidar las características de un determinado personaje. Recordé la escena en la que, en un cementerio, Hamlet ve una calavera y pregunta de quién era esa calavera. El enterrador le responde que del antiguo bufón del rey, Yorick.
“¿Esta?”.
“Esa misma”.
Hamlet entonces se agacha y agarra la calavera. Trata de recorrer la distancia entre ese hueso y el hombre gracioso, creativo y burlón que lo tenía dentro: distancias que no pueden recorrerse. Con el cráneo en la mano, recuerda cómo el bufón del rey lo llevaba sobre sus hombros cuando él era un chico. Piensa en la carne y los músculos que recubrían esa calavera. Se acuerda de las veces que besó la piel sobre esa carne. Apenas siente el olor a podrido, deja de recordar y apoya la calavera en el piso. Me acuerdo de la inquietud (por no decir el horror) que me provocó esa escena al leerla por primera vez. Cerré el libro para recuperarme, para ponerme a pensar.
Seguimos hablando: es curiosa la manera en la que actúa la memoria. Hay fragmentos perdidos de ese diálogo. Sé que mencionamos otros autores, relatos, personajes: no podría nombrarlos. La charla fluía. Pablo hablaba de sus hijos. De uno de los dos. O de ambos, no recuerdo y tampoco importa, hasta que en un momento hizo un silencio, miró el vaso casi vacío y dijo: “¿Para qué se tiene hijos si no es para enfrentar el miedo que le tenemos a la muerte?”. Y agregó un “no” interrogativo, que de algún modo suavizaba la sentencia. Me miró. Lo miré y levanté los hombros. No tenía, no tengo una respuesta para esa pregunta. Pensé, pienso que tal vez sea así. Tal vez todo lo que hacemos sea para enfrentar el miedo que le tenemos a la muerte. Pero me inclino también por alguna opción menos neurótica. No lo tengo tan claro.
La mandarina y el picante. La lengua empieza a arder después del primer contacto con el picante y, luego, surge una sensación que se extiende por toda la boca, llega al paladar y, en ocasiones, sube y uno siente cómo la piel de la cara se va calentando de a poco.
Pienso en la noche del día en que Esmeralda nació. En el cuarto de la clínica. Malena estaba acostada, muy dolorida por la cesárea. El médico le había dicho que no podía hablar y ella no hablaba. Al principio escribía en un cuadernito, aunque después se aburrió y trataba de comunicarse con gestos. Luego de que las enfermeras se fueran, cuando nos quedamos los tres solos, me hizo una seña con la mano. Me acerqué y me senté en la cama. Nos abrazamos durante un rato largo en silencio, sintiendo la felicidad del otro, hasta que ella agarró un vaso de agua de la mesita de luz. Tomó un trago breve y, luego de sonreír, con voz ronca y muy suave, dijo: “¿Te das cuenta? Ahora, nuestra vida tiene un sentido”.
Me sorprendió lo profundo del susurro. Por la emoción que tenía encima no podía pensar demasiado, pero estuve de acuerdo. Dije que sí. Y volví a abrazarla fuerte.