Finalmente, Marcelo Silveira encamina una novela, de la que adelantamos el comienzo. Sus relatos aparecen en las antologías El descontento y la promesa y Entintalo, y también en varias ediciones de Lento.

para mi mamá,
estas cuantas palabras del hijo más bien parco que le tocó

a la memoria de Carlos

A santo de no sé qué, me preguntan por mi padre.

Hace muchos, muchos años me hicieron quizá por primera vez la pregunta en la escuela, porque el anecdotario familiar guarda el cuento de una maestra emocionada contándole a mi madre que yo le había dicho a un compañerito que mi mamá era mi mamá y mi papá.

Me preguntan por mi padre. Me tira del poncho una respuesta que el educando de esa maestra conmovida no habría podido dar.

¿Les puedo decir que mi padre es una represa? Parecería, para una pregunta muy concreta, una respuesta muy de concreto. Plop.

La cuestión es que a la represa la conozco, a mi padre no.

Yo recibo el apellido de mi madre, que lo recibe de mi abuela: un linaje matriarcal bordado a los ponchazos ante la ausencia de los hombres. Una corriente que mi padre-represa no quiso o no pudo contener.

Hijos naturales, ilegítimos, espurios, adulterinos, fornecinos, no reconocidos: la ristra nominal de la bastardía tiene su historia y sus eufemismos. ¿De quiénes somos hijos entonces? ¿Se podrá decir que de los padres del IV Concilio de Letrán, allá por 1215? Es que la Iglesia ordenó a su manera sexo y matrimonio, filiación y paternidad.

El sacramento del matrimonio estableció la frontera entre hijos legítimos e hijos ilegítimos, transformando la distinción del antiguo derecho germánico entre los hijos nacidos libres que un hombre tenía con una mujer libre (hijos con posibilidad de heredar) y los hijos nacidos esclavos de una amante esclava (siempre desheredados).1

Hay toda una deriva semántica de negaciones (hijos sin libertad, hijos sin legitimidad) desde los sentidos peyorativos de la familia de palabras bastardas, que se hacen conjuro de degradación (bastardear) y pleno insulto de película doblada (maldito bastardo).

Fornecino es un cultismo precioso, desusado y sobre todo redundante, porque nos recuerda hijos de la fornicación, cuyo étimo comparte. El latín fornix designaba el lupanar y fornĭcāre implicaba relacionarse con las chicas del lugar. Fornecino, en fin, una erudita finta para decirnos hijos de puta (salú, compañeras).

Pero a mí me maravilla especialmente la expresión “hijo natural”, preferida también de los códigos civiles durante mucho tiempo. Porque ¿qué serían los demás: hijos artificiales, hijos desnaturalizados? Pareciera que la negación y la carencia quedan por una vez del lado probo de la progenie y los hijos naturales parecemos salidos de la mirada bonachona de Rousseau al buen salvaje. Ojo, pensándolo un poco, en este sentido, ¿el opuesto de la expresión “hijos naturales” podría ser “hijos culturales”? Y sí... de algún modo, un bastardo siempre fue un hijo de la incivilización, un bárbaro.

Toda esta resonancia me divierte hasta el absurdo y me pone en guardia: Dios (el primero de los padres ausentes con su coartada de ubicuidad) nos libre de que “hijo natural” suene como si se dijera “hijo vegetariano” o “hijo vegano”, expiando así el pesado pecado de la carne que nos creó.

Pero volvamos al término regio de este campito semántico: las casas reales solían estar llenas de bastardos. Tanto que en los documentos2 más antiguos que registran la palabra, allá por el siglo XIV, un autor siempre incierto (anónimo) habla de reyes e hijos naturales. En la casa anticuaria de la lengua podemos buscar nuestro olvidado timbre de nobleza.

Me acuerdo de aquello de por qué todo junto se escribe separado y separado se escribe todo junto, que vendría a ser la versión escolar de la paradoja de Grelling-Nelson: todo junto y separado serían expresiones heterológicas (que no se describen a sí mismas), a diferencia de las autológicas (que sí lo hacen, como la palabra esdrújula).

¿Qué tiene que ver? Joan Corominas en su clásico Diccionario etimológico deriva bastardo del francés antiguo bastart, cuyo origen es... ¡incierto! Exquisito berretín autológico el de nuestra bastardía, no me digan que no.

Y a todo esto, ¿mi padre dónde quedó?

Perdón, lo dejé plantado en la represa.

El Salto Grande era una zona de rápidos y desniveles rocosos. Mi vieja lo conoció y cuenta que un poco más abajo, en el Salto Chico, durante las grandes bajantes del río se podía cruzar a Concordia haciendo equilibrio sobre las piedras.

De a poco, el funambulismo fluvial se fue haciendo ingeniería hidráulica: ya por 1890 había empezado a correr la idea de aprovechar el río para generar energía. En 1946 los gobiernos de Argentina y Uruguay firmaron el convenio que, con toda la pereza performativa del papelerío de Estado, quería hacer de la represa una realidad inminente. Parecía casi un trámite para el Uruguay del Maracanazo y la Argentina de Perón, pero no.

Pasaron treinta años de idas y vueltas y Salto Grande finalmente fue orgullo de corte de cinta y apretón de manos para dos dictaduras que, a pesar de su desconfianza en el legado de Marx, instalaron con ilusión 14 turbinas Kaplan, chiches de la industria soviética. La primera comenzó a generar energía en 1979.

Yo nací en abril de 1982. Unos meses más tarde ya se podía cruzar de una orilla a la otra por el flamante puente de Salto Grande.

Las aguas del lago artificial de Salto Grande inundaron tres ciudades, que fueron relocalizadas: Constitución y Belén del lado uruguayo y Federación del lado argentino. Cuentan que en las grandes sequías quedan a la vista parches de la vieja ciudad y algunos vecinos de Federación aprovechan para tomar mate donde estaban sus casas.

Qué nombres para mi historieta de filiaciones, ¿no?

Constitución: ley “madre” del resto de las leyes, matriarca tantas veces violada. Federación: una forma de “familia política” que en estas crueles provincias siempre se mostró como una familia disfuncional. Y nada menos que Belén: pago natal del hijo de la presunta concepción sin mácula.

La represa desplazó estos bloques de sedentarismo y a la vez creó una pequeña comunidad transitoria de miles de obreros y técnicos que trabajaron en su construcción. Uno de esos trabajadores fue mi padre, un ingeniero italiano. Un tano simpático, resumo del retrato que hace mi madre.

En un viejo folleto didáctico de cuando yo aún no sabía leer (Salto Grande para los chicos argentinos y uruguayos),3 encuentro postales de ese pequeño universo en el que se movió mi padre:

El obrador, la planta de hormigón, el taller de carpintería, los camiones enormes, los altísimos blondines que servían para transportar cemento y materiales de un lado a otro: un mundo de permanente actividad.

¿“Blondines”?, nos preguntamos los niños. El librito responde: “Los blondines son cablecarriles, Blondin era un equilibris-ta francés”.

Y el librito sigue:

Durante años el trabajo fue incesante. En invierno y en verano. De día y de noche. 5.000 trabajadores uruguayos y argentinos, a veces venidos desde muy lejos, hicieron posible la construcción de Salto Grande.

Los dibujos del libro recrean instantáneas de ese trajín: un hormigueo de hombrecitos diminutos entre maquinarias y estructuras inmensas. Esas imágenes son lo más parecido que tengo a una foto de mi padre.

Hubo quienes después de terminada la obra se quedaron, pero muchos se fueron a buscar suerte a otro lado. Pájaro que comió, voló. Trabajadores golondrina calificados. Como mi padre.

Igual que muchos otros, yo no estaba en los cálculos de nadie (no me refiero a mis padres); somos una variable siempre rebelde en las mediciones del impacto ambiental, socioeconómico y un variado etcétera de una gran obra de infraestructura como Salto Grande. Los primeros hijos de Botnia, barrunto, ya estarán terminando el liceo.

La explicación es vieja como el mundo: donde la gente se junta más por algún motivo (bueno o malo, o ni fu ni fa), también se coge más. ¿Qué sería de la demografía de nuestros pueblos sin estas historias?4

Los libros parroquiales están llenos de hijos naturales. Los registros civiles que los reemplazaron desde 1879, también. El Uruguay, que mantiene su población en una meseta, fijo en su bajo índice de natalidad desde hace décadas, nos debe bastante a los bastardos. Sin nosotros, la vecina que le retiró el saludo a mi vieja cuando le vio la panza sin marido o el cura que se negó a bautizarme tendrían hoy un país más envejecido, más pobre, más feo.

Ilustración: Aparicio Abella.

Ilustración: Aparicio Abella.

Roberto de las Carreras lo supo antes que nadie y paseó su bastardía por la aldea proclamando el amor libre con empaque provocador en su dandismo. Llegó a decir que, en honor a su propia historia, no legitimaría a su hijo (hipérbole que no implicaba desconocerlo, vale aclarar): “Quiero que lleve, arrogante, la corona de la bastardía, que en Él se admire la obra de arte del amor libre. Quiero que sea mi continuación galante, la eterna pesadilla de los montevideanos, mi protesta encarnada contra plebeyos y legisladores [...] ¡Si yo lo legitimara, se negaría a creerme padre!”.

Hoy por hoy los bastardos orientales tenemos una opción más moderada de que nuestros hijos lleven, como nosotros, el apellido de sus madres en primer lugar: las últimas modificaciones al Código Civil permiten que los padres elijan en qué orden darles sus apellidos a sus hijos.5

El Uruguay irradia, sobre todo para los argentinos, una imagen de sensatez en miniatura, pero dos por tres muestra sus hilachas. Y con este asunto de nombrar tiene un berretín especial. Va un ejemplo: Estado laico desde temprano, complementó el santoral como método de bautizo importando, a pesar de las imprecaciones antiyanquis de Rodó, la hagiografía civil de los prohombres norteamericanos: de ahí los Washington, los Wilson, los Franklin, los Lincoln, apellidos gringos usados como nombres de pila criollos.

Yo tuve suerte con el mío. Parece de lo más sensato que, como hijo de madre soltera, lleve su apellido, pero por poco no me cincha una de esas hilachas nominales del Uruguay. Un primo, en cambio, hijo también de madre soltera, lleva por casualidad el apellido del padre.

“El hijo natural inscripto sólo por su madre, llevará como primer apellido el que surja del sorteo que se realice de la nómina [de apellidos de uso común] a que se refiere el artículo anterior, y como segundo el primer apellido de ella”, disponía la ley6 vigente cuando nació mi primo. Le tocó en suerte el “apellido de uso común” Rodríguez, como su padre ausente. La ley era de 1983, yo nací un año antes, zafé. Soy Silveira nomás, como mi mamá y la mamá de mi mamá.

Para mí que estos enredos arrancan con Artigas: el Uruguay tiene un padre que no lo reconoció. Si hicimos de don José Gervasio el progenitor de un país que no imaginó como tal, debemos admitir que no hay uruguayo que no sea un cachito bastardo.

Me preguntan por mi padre.

¿Qué quiero decir con que mi padre es una represa? La gramática no colabora: ya sea una represa o una central hidroeléctrica, Salto Grande parece más bien una doña corpulenta.

Pero también sirve como un puente: y ahí hay (perdónenme) la tentación de un símbolo. Proyecto binacional, la represa, que permitió el encuentro de mis padres, marca desde el origen mi vida repartida entre Uruguay y Argentina.

En 1859 Charles Blondin cruzó las cataratas del Niágara a través de una cuerda. Todos somos un poco funámbulos haciendo equilibrio en nuestras propias historias. Lo mío es mucho más modesto que lo del gran Blondin: mi catarata apenas llega a Salto y por cuerda tengo la cinta bituminizada del puente.

Artigas, haciendo equilibrio en el caballo, cruzó el río por acá cerca en los días del éxodo. Al igual que él, yo soy más oriental que uruguayo. O como le gustaba decir a Alberto Methol Ferré: un argentino oriental.

Mis dos patrias (seguramente todas) tienen una cuenta pendiente con la bastardía. El Uruguay vive fingiendo no enterarse de que nunca fue reconocido por su padre. La Argentina vive sospechando y a veces confirma que sus seres más queridos o bien son hijos no reconocidos (¿San Martín hijo de un Alvear?, Evita, Gardel), o bien son padres no reconocedores (Perón, Sandro, Maradona y un etcétera en cada ámbito público).

¿Será por eso que Florencio Escardó (“padre” de la pediatría argentina) observó que los repetidos monumentos a la madre erigidos en las plazas a lo largo y ancho del país eran más bien monumentos al Padre Desconocido?

En uno de sus ¡Oh!, Piolín de Macramé (seudónimo con que el doctor Escardó firmaba sus columnas humorísticas en la prensa) decía que “se denomina matrimonio a la forma institucional de hacer estable lo inestable”.

Lo que es yo me arrogo el derecho de un uso privado de Salto Grande para hacer un poco más estable algo de lo inestable: la mole de la represa es mi monumento a mi padre ausente.

Mezcla de migración económica y respuesta atragantada a la condena social en una Salto de casi cuarenta años atrás, mi madre nos mudó cuando yo tenía tres años y tres pancitos. Ella tenía veinticinco, un cagazo padre (no me aguanté el chiste) y muchísimo coraje. Se fue a Buenos Aires a trabajar de empleada doméstica con cama adentro. Y ahí (perdónenme de nuevo) hay otro mito de origen. ¿Y otro padre?

Cuenta la leyenda que el niño que fui, recién llegado, no quería entrar a la que iba a ser su casa durante catorce años. Empacado, se atrincheró en el asiento trasero de un Fitito que lo llevó de la terminal de ómnibus de Retiro a la casa en Olivos. Cuando la madre logró ablandarlo un poco, salió del auto hecho un solo puchero compacto y todavía se resistía a entrar a la casa.

La puerta abierta le dejaba ver un pasillo con una escalera y recién atravesó ese umbral cuando vio bajar a Carlos con una sonrisa y los brazos abiertos. Dicen los testigos (mi madre y Silvia, última compañera de Carlos) que el abrazo fue inmediato.

Siempre sentí como ajena la idea de “figura paterna” de la vulgata psicológica. Capaz que porque en la infancia más que de figuras, yo sabía de figuritas, y entendía perfectamente que la figurita del Mencho Medina Bello (mi primer ídolo de River) no era el mismísimo Ramón Ismael Medina Bello.

Ni padre literal ni padre figurado, para el niño que fui Carlos era simplemente Carlos, una presencia cotidiana a la que no era necesario titular. En todo caso, Carlinga, como yo era Pipo para él, nuestros apodos privados.

Pipo le regalaba a Carlinga los regalitos que las maestras le ayudaban a hacer para el Día del Padre.

Hace unos años, recorriendo por primera vez el Parque de la Memoria en Buenos Aires, me largué a llorar como un niño abandonado cuando, repasando los nombres inscriptos en los muros que recuerdan a las víctimas del terrorismo de Estado, finalmente encontré el nombre del hijo de Carlos con su primera esposa.

Lorena, mi ex pareja, me contó que una niña se acercó y le preguntó a los padres qué me pasaba. Yo ni la vi, tenía los ojos inundados y las manos en la cara y una desnudez mezclada de muchas cosas.

Un poco más calmo, le mandé unos mensajes a mi madre en Montevideo contándole que estaba ahí y que ahí, de algún modo, estaba ese Carlitos que no llegamos a conocer más que a través del amor y el dolor de ese padre que los dos quisimos tanto.

Lorena tuvo que verme otra vez en un llanto así: en uno de los diálogos definitorios de nuestra separación le dije a moco tendido que me perdonara pero que no podía acompañarla en su deseo, que no quería ser un obstáculo para ese deseo y que no podía (recuerdo bien que dije podía, no quería) ser padre.

Esas dos veces me desmoroné como un montón de piedritas.

Rejuntar esa payana es un poco ordenar estas palabras. Pero dejemos por acá.

Me habían preguntado por mi padre.


  1. Manoteo a las apuradas del antropólogo Jack Goody: La evolución de la familia y del matrimonio en Europa, Madrid, Herder, 1986. 

  2. Real Academia Española: Banco de datos (CORDE). Corpus diacrónico del español. www.rae.es 

  3. Comisión Técnica Mixta de Salto Grande: Salto Grande para los chicos argentinos y uruguayos, Montevideo, Barreiro y Ramos, 4ª ed., 1986. Un detalle simpático: en la Feria del Libro de 1983 obtuvo el primer premio en la categoría de libros infantiles. 

  4. Otro ejemplo: “en el estudio realizado en Villa Soriano durante los siglos XVIII y XIX, aparecen porcentajes de nacimientos ilegítimos importantes, observándose un incremento constante, pasando de valores cercanos al 10% para el siglo XVIII hasta alcanzar el 51% a mediados del XIX, momento de la Guerra Grande, cuando se da justamente la presencia de batallones de hombres extranjeros apostados en las cercanías del poblado” (Isabel Barreto Messano: “Padrones y archivos parroquiales en el Uruguay: desafíos y alternativas en el estudio de las poblaciones históricas”, en D. Celton, M. Ghirardi y A. Carbonetti (coords.) Poblaciones históricas: fuentes, métodos y líneas de investigación: Asociación Latinoamericana de Población, Rio de Janeiro, 2009, pp. 95-116. 

  5. Ley 19.075, del 3 de mayo de 2013, conocida con ley del matrimonio igualitario. 

  6. Ley 15.462, del 16 de setiembre de 1983, conocida como ley del nombre.