Aunque bordea la narrativa desde hace décadas, Gustavo Alzugaray (Treinta y Tres, 1961) publicó su primera y sorprendente novela, Cien agujeros de gusano, recién en 2019. Este relato comparte con ella la evocación, exenta de nostalgia, de otros tiempos y ambientes.

A don Julio César Castro

—¿Quién llama tan tarde, Nibio? —preguntó Amalia apenas despierta y sin poder escuchar, pocos segundos después y ya totalmente dormida, la corta respuesta de su marido.

—Mañana te cuento.

Nibio Ulises Valbuena apoyó el celular sobra la mesita de luz y no necesitó más de dos o tres minutos para saber lo que tenía que hacer o, mejor dicho, a quién debía elegir para cumplir con el pedido que le acababan de hacer. La consigna de la editorial (la más importante de Montevideo) era clara: “Queremos publicar una antología de crónicas sobre el jugador de fútbol más talentoso de cada departamento del interior de todos los tiempos. Nos gustaría que usted, como el periodista e investigador deportivo local más experto, se encargara de la crónica para Treinta y Tres”. Lindo cierre para una vida dedicada al fútbol, pensó, con una sonrisa de satisfacción.

Ya retirado de su cargo de comentarista principal en la radio, con ochenta y cuatro para ochenta y cinco años, Valbuena seguía vinculado al deporte como columnista de Olimar Grande, el diario local, y como panelista principal de Desde la raya de cal, el programa deportivo de televisión más visto del departamento. Allí, entre periodistas que recién comenzaban y otros que se fundían en un abrazo de calamar con la chacrita de popularidad mediática que habían logrado, Valbuena se sentía tranquilo y bienvenido, ya que no representaba amenaza alguna para sus cotertulianos. Lo trataban con respeto y escuchaban sus referencias a viejas glorias del fútbol departamental o nacional como quien escucha a una tía abuela que repasa el álbum de fotos familiares y mastica sus recuerdos con la boca abierta.

Valbuena disfrutaba, sobre todo, de las discusiones y los debates semiespontáneos que solía mantener con el moderador de la mesa, quien fungía de desmitificador ocasional del “fútbol de antes” que él representaba. Estos acalorados intercambios se producían, especialmente, cuando la información de la semana no era suficientemente interesante como para enganchar a la audiencia. Valbuena comprendió enseguida que era una especie de juego para la cámara y le siguió el tren. Es más, durante el último año había comenzado a redoblar la apuesta, exagerando hechos, rendimientos y registros para azuzar las llamas y ver cómo se las arreglaba el otro. Para él era fácil porque citaba partidos inexistentes y jugadas famosas que inventaba de tiempos en los que no había televisión y sólo una de las dos radios locales transmitía apenas el encuentro más importante de la fecha, el que se jugaba en el estadio. Los demás eran partidos que habían existido solamente para quienes habían estado en la cancha, para el resto podían perfectamente haberse jugado en otro planeta. A veces, cuando recién comenzó a usar esa estrategia, mientras defendía con fervor un argumento o una afirmación que había tirado a la mesa apenas podía aguantar la risa pensando en el tamaño del dislate que acababa de decir. Con el tiempo, sin embargo, sus capacidades histriónicas habían mejorado y, por ejemplo, era capaz de afirmar sin que se le moviera un músculo de la cara que el Chancha Loyarte había sido un juez técnicamente mucho más completo que Esteban Marino y, ni hablemos, que Ramón Barreto. A veces lograba compenetrarse tanto en la fantasía que terminaba convencido de la veracidad de lo que su imaginación le había dictado. Más tarde, con el espectáculo terminado, llegaba incluso a experimentar una cierta tristeza pensando en que la realidad era mucho menos colorida e interesante que su recuerdo ficticio.

Una cosa muy diferente era cuando escribía para el diario. En esos momentos, su cabeza se convertía en un archivador descomunal que conservaba hasta el más mínimo detalle de los hechos tal cual habían sucedido. El diario y el texto impreso eran el ancla de su memoria y su razón; el canal y el micrófono, las velas de su imaginación y sus sueños. Y no tenía conflictos con eso. Se sentía plenamente a gusto en el ambiente reflexivo y lógico de la escritura, pero también disfrutaba mucho cuando soltaba amarras y se dejaba llevar casi sin rumbo por las corrientes de la oralidad, sin libreto ni timón. Pensaba que, si quería seguir en la pista de baile, tenía que bailar con la música que le pusieran y, de ser posible, ser él mismo quien marcara el ritmo. Al fin y al cabo, ese mundo de luces calurosas, cámaras y trivias con la teleaudiencia también era parte del deporte que amaba como a su vida misma.

Es que el fútbol, no visto como comentarista desde un palco de prensa sino como protagonista en la cancha, había sido su sueño de botija. No fue ningún negado con la pelota y en un momento de su adolescencia pereció que llegaría a lograrlo. Pero ese lejano comienzo alentador no fue más que un breve resplandor, una especie de alborada noruega que pasó de amanecer a ocaso en un abrir y cerrar de ojos. Era capaz de recordar sin esfuerzo sus mejores pinceladas sobre el césped, los novedosos, seguros y prometedores trazos de artista novato que se quedaron en eso: en gruesos brochazos que auguraban lo que nunca llegó. Mientras aquel estrecho umbral estuvo abierto, lo consideraban un jugador cerebral, un creador de espacios donde no parecía haberlos y un generador de situaciones imprevistas. Y así se veía él mismo. Sin embargo, casi sin que lo hubiera notado, de un día para el otro varios de sus compañeros de generación (y algunos más jóvenes) se habían afirmado en el primer equipo y él seguía alternando cada vez con menos frecuencia y también haciendo cada vez menos la diferencia. Durante los partidos comenzó a ver el techo cercano cuando su mente creaba la jugada, preparaba la magia, pero sus piernas llegaban medio segundo tarde o temprano y el pase genial entre líneas se transformaba en un cierre oportuno del defensa contrario. Era suficientemente inteligente como para comprender que poco más podía hacer y que el final de ese camino estaba a la vista.

Ahora, acostado en su cama, Valbuena no siente pena por el sueño muerto al nacer. Él había sabido manejar la situación cuando el presidente del club le avisó que no lo iban a tener en cuenta para la temporada siguiente, aunque le gustaría, si decidía no seguir jugando, que se mantuviera vinculado a la institución, quizás como ayudante de campo en la reserva. Valbuena agradeció sinceramente, pero declinó la invitación. Había tomado la decisión de seguir en el ambiente desde otro lugar. Uno donde pudiera abrazar el fútbol sin el riesgo de que el fútbol lo rechazara. Desde ese día, puso todas sus energías en observar, analizar y describir lo que él sentía como una mezcla de arte y ciencia, de danza y física, una suerte de pan-ajedrez gigante en el que las piezas eran tan responsables de las decisiones que tomaban como el ajedrecista. Y en ese arte-ciencia, Valbuena se vio nuevamente creando espacios y tiempos y generando situaciones imposibles en una dimensión en que ningún defensa oportuno podría cortar el hilo de su imaginación. Sólo tuvo que cambiar los zapatos y la pelota por la pluma y la palabra, el genio estaba intacto.

Pese a que era tarde y el sueño le pisaba los párpados, Valbuena siguió tendido boca arriba en la cama, en la penumbra del dormitorio, con la mirada fija en el tubo de neón del almacén de la esquina que podía ver por la ventana y que disminuía lentamente, con un zumbido sordo, agotado de alumbrar la intemperie noche tras noche. Su mente era ahora un carrusel sin fin por el que desfilaban fechas, partidos, jugadas, caras y, sobre todo, nombres (que en algunos casos llevaban la marca indeleble de haber jugado con Fulano o Mengano, o en este o aquel equipo del exterior, cuando tal cosa era, en aquel rincón perdido del mundo, poco menos que un milagro). Era toda información que él se sabía de memoria, por lo que no le fue difícil pasarla por un primer cernidor para separar los muy buenos jugadores de los realmente maravillosos. Sólo los inolvidables, pensó mientras filtraba datos con la vista clavada en la luz moribunda y ronroneante.

Al terminar ese primer proceso de filtrado, comenzó lo que supuestamente debía ser la parte más difícil: ¿cuál había sido el mejor de todos? ¿Cuál, de entre toda esa riqueza y variedad de talentos futbolísticos que ha entregado el departamento al mundo, será el elegido que represente mejor la totalidad, el atleta capaz de catalizar por sí solo la quintaescencia del universo de matices que ha sido, desde siempre, el fútbol olimareño?

Lo dicho, él tenía la respuesta un par de minutos después de terminar su conversación con la editorial. Sin embargo, cuando se trataba de estampar la firma, Nibio Ulises Valbuena se consideraba un profesional meticuloso y no iba a dar una respuesta apresurada por el mero hecho de conocerla. Porque, como expresaba con toda razón el lema del propio Olimar Grande: Verba volant, scripta manent. Así que, antes de escribir una sola palabra, volvería a revisar sus fórmulas hasta que la fuerza de la lógica, el poder tirano y a la vez liberador del método, arrojara un resultado inequívoco e ineludible. Pero él sabía ese resultado antes de empezar.

Repasó la lista de los pocos aspirantes finales como si los leyera a contraluz, uno por uno, no sin esbozar una sonrisa de cariño y agradecimiento a cada héroe invocado, viéndolos trotar por la cancha una vez más desde el palco de prensa, mientras el neón de la esquina parecía lanzar, como una ofrenda, sus últimos destellos a una pisada de Rogelio Arada (que jugó en el Saint-Étienne), a un zapatazo de treinta metros del Tola Luzardo (que fue campeón del mundo con Nacional), a un centro milimétrico del Tito Casalla, a un quite milagroso de Víctor Diogo (que fue campeón del mundo con Peñarol), a una apilada del Turco Salomón, a una corrida de galgo de Darío Silva, a un cabezazo de Blas Bas, a un jopeada del Pocho Fassio, a una escapada por la raya del Colorín Correa (que jugó en el Cosmos con Pelé) y, así, a cada uno de los demás preseleccionados.

Luego del repaso, cerró los ojos un momento y reflexionó sobre aquel micromundo multicolor y diverso en el que hubo quienes brillaron por guapos, por rápidos, por vivos, por infalibles. Pero, inevitablemente, el hilo invisible de sinapsis condujo a Valbuena al centro del laberinto y lo dejó cara a cara con el minotauro. Y allí quedó, maravillado, pensando y repensando en el entrelazado de circunstancias cósmicas que conspiraron para posibilitar la formación de ese caldo de cultivo, de ese barro original que fue capaz de dar a luz a Eliseo Muyinga Nieto, el gran maestro del amague, del quiebre irreal, de la pisada malabarista. De allí en más, su mente se enfocó solamente en seguir, como un águila (un dron, diría el moderador del canal) que ha fijado su presa, a aquel entreala zurdo de Barrio Sosa, de cabeza levantada, encarador y atrevido, que brilló en las canchas treintaytresinas, hasta se podría decir, literalmente.

Nadie de quien Valbuena tuviera registro lo vio nunca patear realmente al arco. Así y todo, fue dos años goleador absoluto de la Extra y seis de la Intermedia a finales de los 50 y principio de los 60, solamente amagándole a defensas y arqueros. Muyinga arrancaba desde tres cuartos de cancha, la acariciaba con suavidad y precisión hacia el arco y empezaba a moverse de acá para allá, a pasar la zurda sobre la pelota, a frenar en seco y a arrancar de nuevo. Lo hacía con tal maestría que los defensores rivales, incluso el arquero, se iban abriendo en una especie de túnel de honor grotesco, derrumbados y chocando entre ellos como gigantescos palitos de billar, aventados por las contramarchas y las tensiones imposibles, y él entraba caminando al arco sin haber tocado la pelota una segunda vez. Era raro el fin de semana que no salía un full-back del equipo rival con una cadera dislocada o una rodilla inflamada por las presiones generadas (las fuerzas G involucradas, explicaban los estudiosos más serios del fenómeno).

Los partidos en los que estaba muy inspirado casi ni se lo disfrutaba. La mayoría de las veces, mientras él hacía una jugada acá, la gente estaba mirando para allá, o a la inversa, según. Quienes pretendían seguirlo todo el tiempo por la cancha terminaban con los ojos secos de rastrillar el terreno en vano. La única manera de intentar encontrarlo era mirar siempre para el mismo lugar de la cancha y esperar por si Nieto decidía arrancar para ese lado. Los días que andaba medio sobón, se le alcanzaba a ver algo. Valbuena conocía más de un fanático que, sin haberse perdido un partido de Barrio Sosa en años, aseguraba haber visto a Nieto solamente entrando y saliendo de la cancha, más nada. Es que no era fácil encontrarlo durante el juego en sí.

Un sábado de tarde en la cancha de la Extra (a Valbuena le parece estarlo viendo), una semifinal contra Plazoleta: a los veinte minutos estaban cero a cero, en un partido chato, cuando le llega un pase al pie y a Nieto le agarra un chucho de frío y sacude los hombros así. Fue un caos: el golero contrario voló al ángulo, los líneas corrieron uno para cada lado de banderita levantada, algunos jugadores de Barrio Sosa se abrazaban, otros se agarraban la cabeza, el juez dudaba si cobrar algo, afuera fue el pandemonio, guerra de naranjas y hasta algún mate que voló de terraplén a terraplén. Al final, partido suspendido y a pelearla en la Liga. Dos semanas más tarde le dieron los puntos a Plazoleta, que terminó ganando el repechaje, recuerda Valbuena.

Otra vez, contra Verde Alto, en la cancha de Mangangá: partido cerrado, de marca pegajosa y muy cortado. Faltando veinte para terminar no se veían los goles para ninguno de los dos por culpa de la tierra mal asentada de las áreas. Iban 5 a 5 y Muyinga la recibe bien contra este lado, pegado a la raya. Disparó hasta el córner con el half derecho pegadito, se plantó en el lugar y volvió unos metros, amagó a levantar de derecha y volvió a quebrar por la línea; cuando llegó al fondo, miró el área y vio al Puchero Linares que entraba solo. Como todo lo había hecho sin la pelota, que había quedado entre las piedras en el lugar donde la recibió por primera vez, no pudo levantar el centro, pero lo amagó. El golero salió a la desesperada y quedó con las manos vacías, pero el back atrasado se lo llevó puesto al Puchero y terminaron cobrando penal. Lo tiró el mismo Linares al rato, cuando encontraron la pelota, y terminó ganando Barrio Sosa con ese gol agónico.

Valbuena recuerda que en los primeros partidos que jugó, cuando recién apareció en la reserva, los contras que nunca faltan decían que, en realidad, no eran amagues lo que hacía, sino que le erraba a la pelota.

—Para mí que es espantoso nomás —comentó un día el Virola Bentancur, técnico de La Quemada—. El domingo que viene jugamos contra ellos; le voy a poner al Negro Clavijo, que no se come un amague, a seguirlo como estampilla. Después me cuentan.

El lunes de tarde, en el velorio de Clavijo, Bentancur reconoció su equivocación.

—Hasta los quince minutos lo tenía controlado —dijo mirando al finado con los ojos rojos—, en ese momento viene un córner para ellos; Nieto se para afuera del área grande con el Negro cara a cara. De repente el finado Clavijo, en paz descanse, sale como quemado con sebo rumbo al arco y se zambulle con toda su fuerza. Alcanza a esquivar el palo del arco, a pesar del impulso, pero termina contra el eucaliptus grande de atrás del arco.

—Como estampilla mismo —reflexionó el Virola.

Valbuena, que había estado en el partido, tampoco lo podía creer. En la jugada, Nieto se había quedado estaqueado en el lugar, inmóvil. Mientras sacaban el cuerpo, el Gancia Leal, forward de La Quemada, confesó que él vio clarito lo que pasó: Muyinga le había amagado con el bigote. Según el forense no sufrió nada, pobre Negro.

Con el correr de los partidos, como todo, le fueron agarrando la mano. Valbuena se acordaba de un marcador: Virgilio Darley Recuero, back derecho de Arroyo Malo. De veinte amagues, le adivinaba uno y, cada tanto, le sacaba la pelota. Se corrió la voz de que Muyinga se había abandonado, que el chupe, que las mujeres; con el tiempo se descubrió que, en realidad, Recuero tenía menos reflejos que un gusano de seda muerto (un animal con poco reflejo incluso estando vivo). Nieto le amagaba, supongamos, a la derecha, la pisaba, encaraba para la zurda, se frenaba de golpe, bailaba sobre el balón y cuando se volvía a volcar para irse por derecha, el otro recién venía reaccionando del primer amague y se quedaba con la pelota limpita.

Muyinga entró como en un bajón un tiempo, hasta que inventó lo que él llamaba el amague del croto. Según le explicó una noche al presidente del club, el asunto era amagar, pongamos por caso, un enganche por la línea y enganchar efectivamente por la línea. Al principio el presidente (que no era lo más avispado que se haya visto ni mucho menos) no entendió bien y alcanzó a insinuar que aquello, si se quiere, no era un amague. Pero Nieto insistió en que sí era y que servía para los backs medio troncones, para los marcadores con reflejos de primera, tercera y quinta categoría y algunos otros casos que estuvo toda la noche tratando de aclararle. El presidente nunca volvió a ser el mismo, había quedado como pasmado y, al poco tiempo, se mudó a Melo.

Nieto era en la cancha como era en la vida. De chico se comió varias sobadas del viejo por las macanas que amagaba hacer. Pero cuando creció, las cosas empeoraron. Dejó de ir a los bailes porque ni bien entraba y echaba una ojeada en la vuelta, las mujeres se iban levantando de a una a bailar, como una ola. Después venían los reproches por el desaire. Un sábado de mañana iba pasando por la vereda de la Sede, amagó a entrar pero siguió de largo, porque escuchó la voz del Toto Berruti que lo llamó de enfrente. Después le querían cobrar una caña con fernet y dos huevos duros que le habían servido en el mostrador. Si se piensa bien, aquello no era vida.

El último partido que jugó fue la final de la Intermedia del 64. Un domingo de tarde en la cancha del Fierrazo, Barrio Sosa contra Villa Sara United. Los villeros habían traído para marcar a Muyinga a un centro half de Poblado Acosta que tenía fama de gran amagador también: Nílcer Machado. Marcaba amagando y los contrarios le dejaban la pelota en los pies. Si se les quedaba larga o corta, incluso le pedían disculpas; eso decían. La verdad es que Valbuena lo recordaba como un raspador de ida y vuelta, rápido, vivo para el cruce y muy aplicado. Después se supo que ya lo había apalabrado Sútanton para el campeonato del 65, lo que, debido a su temprana y repentina desaparición física, no se pudo concretar.

Hasta los veinte minutos del segundo tiempo no se encontraron frente a frente. Parecía que Muyinga lo evitaba al otro, hasta que le llegó una pelota sucia sobre este lado y empezó a desparramar rivales con el jopo. Le salió Machado y Nieto dejó la pelota quietita entre las piernas. El otro amagó a tirársele a los pies y este hizo como que arrancaba pegado a la línea. Se clavó en el lugar y Machado revoleó la derecha como para colgarlo del alambrado. El juez casi cobra la falta, pero dio ley de ventaja porque Nieto amagó a quebrar para el medio mientras Machado parecía que lo sacaba con el hombro. Mientras tanto, los demás jugadores se juntaban y se desparramaban ante cada amague. De repente picaban al vacío, como se acercaban para el pase corto. Se abroquelaban atrás esperando el contragolpe o daban el paso adelante para dejar adelantado a algún distraído. Todo esto entre los ¡oooohhh! de las hinchadas, que también se comían los amagues sin que la pelota se moviera del lugar.

Como pasaban los minutos y la situación no se desataba y había empezado a refrescar, alguna gente se empezó a ir de a poco. Al final quedaron los jueces, los jugadores, el canchero (que tenía que guardar las redes, apuntalar los travesaños y soltar la vaca) y dos o tres curiosos que iban pasando en bicicleta y se acodaron a mirar. Machado y Nieto se miraban a los ojos y casi ni se movían. Era más como que vibraban, poseídos por una cosa, con la pelota al medio. Los pocos que intentaban acercarse pasaban de largo con los amagues. Faltando cinco minutos para terminar el partido, ya no se los distinguía bien. Primero habían empezado a tomar un tono rojizo, naranja, después más amarillo, verdeón, azul, violeta, hasta que fueron desapareciendo envueltos en una luz blanca y nunca más se supo de ellos. Se dice que todavía hoy, los días muy húmedos, los jugadores que cruzan por ese lugar de la cancha suelen escuchar un zumbido sordo (como de tuboluz).

—¡Qué buena noticia lo de la crónica, Nibio! —dijo Amalia mientras le devolvía el mate a su compañero de una vida.

—Sí, la verdad es que es lindo que se acuerden de uno.

—¿Y ya decidiste sobre quién vas a escribir?

—Sí, claro. Nunca dudé. Será sobre el Víctor Diogo —contestó Valbuena con tono melancólico.

—¿Te sentís bien? Te noto apagado —comentó ella.

—Sí, no pasa nada —respondió él—. Es que hoy tenía ganas de seguir durmiendo un rato más.