Aunque tenía una carrera sostenida como narradora, poeta y editora, en 2019 el trabajo de Cecilia Ríos cobró mayor notoriedad: se publicó la novela Volver de noche, que dos años atrás había ganado el premio Lussich, de la Intendencia de Maldonado, y ganó el concurso Narradores de la Banda Oriental —en un premio compartido con María Gueiçamburu, de quien también compartiremos un relato el mes que viene— con su colección de cuentos No fumes ni vayas a la guerra. Ese año también publicamos “Casas con vista al mar, viajes, autos relucientes”, y ahora les ofrecemos otro relato inédito.

Ante la noticia de un asesinato, una estafa a gente pobre, guerras o atentados, Marta pensaba que no conocía a nadie capaz de cometer tales actos, de ejercer tanta crueldad. El rango de la maldad cercana era apenas dañino: estrecho, lo llamaba. Una palabra que nombra un tipo de abrazo, una prenda de vestir de talle pequeño, un corredor insuficiente. “Estrecho” era el espacio de maldad que conocía: una franja angosta que bordeaba la extensión de buenos sentimientos a su alrededor. La indiferencia estaba incluida en ese voluminoso grupo de bondad: no causaba males, era neutra por definición.

Podía identificar, entonces, sólo pequeñas maldades. Hablar mal de alguien, no festejar un logro ajeno, servir la porción dura de la carne, apresurarse con el último trago de vino, irse sin saludar. Advertirlo le daba alegría, la sensación de tener un privilegio. Habría sido terrible estar cerca de grandes maldades, con las que se escriben libros y hacen películas. Las que percibía no justificaban su divulgación.

El episodio de las cucarachas, que permaneció en su mente durante varios meses, era un ejemplo de la crueldad tolerable y digna de olvido.

Al llegar la primavera, aquellos insectos negros y alargados invadían la casa. A la caída del sol, recorrían la mesada y las paredes de la cocina. Las puertas del armario ocultaban procesiones enteras que huían ante la luz. Escapaban en todas direcciones, desaparecían en segundos, como si conociesen los escondrijos alternativos. Entre plato y plato quedaban heces marrones y brillantes, huellas de su pasaje por donde nadie imaginaría que anduviesen. Lo mismo sucedía al abrir el cajón de los cubiertos. “Cosas de la naturaleza”, pensaba. ¿Quién era ella para alterar ese equilibrio ancestral? Quizás los perros pudiesen cazarlas y comerlas.

“Un gato sí, los perros no”, dijo su vecina, porque en la jerarquía de los animales domésticos, la capacidad de comer cucarachas correspondía a los de menor rango. Recurrió a sus hermanos, como hacía siempre al enfrentarse a un problema inesperado, fuese o no doméstico. Ellos comenzaron una campaña (a la que llamaron guerra) contra las cucarachas y sus parientas, las hormigas. Cada uno aportó sus recetas, que no dieron resultado: polvos malolientes, cáscaras de pepino a distribuir en los rincones, vinagre sobre las estanterías. Las cucarachas volvían al cabo de dos semanas, vitales e inquietas como si nunca hubiesen sido atacadas. Ellos dijeron que le faltaba constancia para aplicar las soluciones propuestas, que habían funcionado en otros lugares, en distintas ocasiones.

—Voy a venir todos los días, a ver si hacés lo que tenés que hacer —dijo Aníbal.

—Me voy a quedar acá una semana, seguro que desaparecen —dijo Serafín.

—Esos bichos están mimados, vos no les hacés frente.

—No sé para qué preguntás, si no hacés lo que te decimos.

Una tarde, al regresar de una visita, advirtió que uno de ellos había estado en su casa: la maceta con los brotes de manzanilla caída junto al muro, el visillo de la ventana enganchado en el marco, el felpudo de la entrada con manchas de barro. En la cocina, la olla del puchero aún tibia. La abrió buscando el aroma reconfortante de la sopa, y encontró agua con cucarachas. El asco la hizo vomitar, y lloró por la decepción. Sobre la mesa, bajo el repasador, una capa de cucarachas cubría los bizcochos. Una bolsa con algunas vivas temblaba encima de su almohada. Esa había sido la última maldad de sus hermanos, y ella no volvió a mencionar la plaga, que avanzó durante un tiempo sobre su cocina y después desapareció. De vez en cuando ellos decían “funcionó bien el remedio” y reían, sin pedir disculpas, sin requerir aclaraciones. Ella olvidó el incidente en un par de meses, como se olvidan las cosas no tan malas. Las horribles, por lo que había oído, se fijan al recuerdo durante una vida entera, contaminando todo momento de paz.

—Tenía un pasamontañas negro y un traje como de astronauta, también oscuro. Guantes. No vi sus pies.

El traje, el pasamontañas, los guantes se instalaron en su mente para no irse jamás. No hacía falta cerrar los ojos para verlos y recordar el movimiento felino del hombre que entró por la ventana, la marca de tierra en las sábanas blancas, la seguridad con que salió de la casa. Ella corrió tras él, derribando el taburete del teléfono, enredándose en el cable, en la cortina de tul. La puerta estaba abierta y no había nadie en la calle. Gritó, corrió hasta la esquina, cruzó la calle; los vecinos salieron a su encuentro, con la ropa mal puesta, el peinado sin hacer, las chancletas vacilantes. La rodearon, le hicieron preguntas, intentaron detenerla. Ella siguió su carrera desde la casa a la esquina, como si allí hubiesen quedado las huellas del camino que tomó el ladrón, las tetas flotando bajo el camisón abierto, los pies sangrantes sobre el pedregullo, la boca abierta en un grito eterno

—El bebé, el bebé...

La imagen se había perdido en las sombras de la estación, para el lado de los galpones, donde no llegaba la luz de las lámparas. Nadie vio nada, no hubo ruidos que atravesaran las vías ni siluetas perdidas del otro lado del pueblo. Lo que había pasado, fuese lo que fuese, se hizo en silencio y a escondidas. Llegaron Serafín y Aníbal, ojos muy abiertos, recién bañados. La abrazaron con fuerza y le dieron la calma suficiente para hablar. Contó todo y volvió a hacerlo en la comisaría. Y después a su abogado, y en el juzgado. Le preguntaron quién era el padre del niño. Que no había tal padre, dijo. El policía que tomó su declaración anotó eso, y el juez le preguntó si lo había dicho “por la emoción del momento”. No supo omitir lo innecesario, lo que no venía al caso.

—Yo estaba cuidando el gallinero de mi tía, que había ido al entierro de su cuñado en Montevideo. De noche le roban gallinas y si los ladrones ven que no está… Él llegó de tardecita, dijo que estaba de paso; tenía un cuarto de capón para vender, a buen precio, y lo hice pasar. Le ofrecí un tecito, le pagué, él venía cansado del campo y se sentó a conversar. Se hizo la noche, cenamos y se fue al otro día temprano. No, no le pregunté su nombre ni de dónde venía, y no lo vi más. Sí, hubiera querido verlo, al menos para contarle, pero no fue posible. Sí, lo reconocería. No era muy alto, tendría unos treinta años, morocho, pelo lacio, los ojos eran marrón claro. Tenía una marca en la sien, cerca del ojo izquierdo, de un perro que lo mordió cuando niño. La voz un poco fina, como que carraspeaba. Vestía normal, botas de cuero gastadas. Una bolsa blanca, como de marinero. No, no me contó de su vida ni nada, y yo tampoco. Hablamos de otras cosas. Me di cuenta al otro día de que no le había preguntado el nombre, no se dio, ni yo le dije el mío tampoco. Es raro pero fue así.

La secretaria del juez parecía abrazar la mesa y el cuaderno grande donde escribía su declaración. Le hacía señas para que parase al fin de cada frase, para transcribirla, porque mientras ella hablaba no escribía, la miraba fijo, como a una figura extraordinaria. “Por fin se sabe la verdad” estaría pensando, pero ella no se enojó por eso. La muchacha cumplía una tarea por la que cobraba un sueldo, y quién sabe si lo que oía quedaba en ella o lo compartía con los vecinos. En su boca había quedado el sabor de los besos, con ecos de cloacas, de antiguos lugares oscuros, y residuos de carne recién masticada. El pasado desconocido de aquel hombre se mezcló con el suyo propio, también amargo, con trazos de descomposición en las entrañas. Pronto los sabores grotescos dieron lugar a la tibieza de las lenguas, a la limpidez de la saliva; los labios que presionaban los suyos la condujeron a un estado de inconsciencia y felicidad. Todos sus huecos se abrieron al contacto, sin pudor ni miedo. Esa era la verdad que no figuraría en el acta.

No había tenido trato con el pueblo durante el embarazo. En el hospital la trataron muy bien, pero la gente no se acercaba. Nadie la insultó ni le quitó el saludo, sólo que no se detenían a conversar o preguntar si necesitaba algo. Sus hermanos sí, aunque tenían sus propias obligaciones y la visitaban menos que antes. Cada uno de ellos por su lado intentó convencerla de “sacárselo”, pero eso no lo dijo. Recordaba con exactitud sus palabras, pero no les dio importancia.

—Sos la vergüenza de la familia, hasta las putas saben quién es el padre del gurí que tienen adentro. ¿Y desde cuándo te acostás con cualquiera que aparece? Yo pensé que eras tortillera, ¿no será que inventaste algo para quedar? ¿Y si era un lobizón? ¿Nunca pensaste eso? ¿Y por qué seguís acá, china de mierda? ¿Por qué no te vas al carajo a buscar al que te preñó y dejás de molestar (heder, dijo) acá, que todos nos miran y nos preguntan y no sabemos qué decir? ¿Te parece lindo que por ahí nos digan la puta de tu hermana, o qué le pasó a la Martita? ¿Vos te das cuenta de que hay quien piensa que fue uno de nosotros?

Eso fue en los últimos meses, cuando sentía al niño acomodarse entre sus caderas, como una caricia tibia. Al principio, cuando las náuseas y la primera hinchazón, el trato había sido más cordial.

—Negrita, contame la verdad. Aníbal está muy preocupado, y yo también. Es por tu bien, no queremos que estés viviendo así, de esta forma. Nosotros tampoco tenemos gurises, y ya hemos pasado por esto otras veces. Es distinto para un hombre, claro, pero vos todavía podés casarte y tener varios gurises, como la Pocha, que se casó a los cuarenta y tiene tres. ¿No era que el viudo de la panadería te quería visitar? También está el herrero, aquel que la mujer lo dejó. Hay muchos hombres libres en el pueblo, y también en Pintado, en Goñi. Te podemos presentar a alguien, hablar con la Estela, que conoce. Pero eso que tenés en la panza ahora es complicado, cuanto más pase el tiempo, peor será. Tenés que razonar, pensá en el disgusto que se llevarían los viejos, que nos dejaron a cargo tuyo. Te dejamos vivir sola acá, cuando lo mejor habría sido llevarte para el campo. Tendrías que ser agradecida, no emperrarte. Mejor nos vamos hasta Florida, sin que nadie se entere, salimos de madrugada, como que vamos a vender unos terneros. Sale plata, pero nosotros nos encargamos. Es por tu bien, vas a estar mejor, ya vas a ver.

Aníbal insistía en el futuro de la criatura: nadie la respetaría, la gente seria del pueblo no dejaría a sus hijos tener junta con ella; si era mujer terminaría como sirvienta o puta, si era hombre, como peón de chiquero o mariquita.

—Y lo peor es que lo vas a anotar con nuestro apellido, y todos van a pensar que es pariente nuestro, y vamos a tener que aclarar. Un gurí con un solo apellido, y encima, mi apellido. No tenés derecho. No te das cuenta de lo que estás haciendo.

Desde su ventana se ve la estación del tren: las paredes de piedras cuadradas y grises, el cartel de hormigón con el nombre del pueblo, la caseta de los baños, el molinete de hierro, los largos bancos verdes, donde los niños se sientan y hamacan los pies. El sonido de la campana, tan alegre, y el chaca-chaca del tren que se aproxima. A veces disminuye la velocidad, sin detenerse, y pasa como una promesa incumplida. Le gusta el jolgorio de los viajeros que bajan sus maletas y miran alrededor, felices de estar en tierra firme. Admira la elegancia con que sus vecinos se visten para enfrentar la capital y las cuatro horas de viaje traqueteante. Cuando cruza las vías, el brillo de los rieles la deslumbra, no deja nunca de ser una sorpresa.

En las tardes de su adolescencia, recorría una y otra vez las cinco cuadras que bordean la estación, bajo los grandes árboles. Encontraba placer y diversión en hacerlo, con sus amigas, charlando sin parar. Un muchacho se acercaba a hablar con una, otro aparecía a la semana siguiente y se iba con otra y así, todas abandonaron el grupo para caminar de a dos por la misma calle. Ella también tuvo novio, un muchacho flaquito a quien sus padres enviaron a Montevideo a estudiar y no volvió. Si se inclina, puede ver el banco donde se sentaban, veinte años atrás, de frente a la mujer con el puma, a besarse y apretarse los torsos. En las noches oscuras, él metía la mano debajo de su blusa, y ella sentía vibrar sus senos, agitarse su respiración. El brazo alzado de la mujer de cemento, que se pliega para convertir su codo en un arma, permanecía ajeno a sus arrebatos y sus ojos marcaban otra dirección, un horizonte de gloria ajeno a su futuro. Le parece ver el tren desaparecer en la curva; recuerda el cálculo de los días entre una carta y otra, la espera cada vez más larga, los sobres cada vez más delgados. Lo esperaba los sábados en el tren del mediodía; las primeras veces en la estación, después en la puerta de su casa o escondida tras los visillos de su cuarto. Cuando el tren pasaba sin que él se bajase, miraba su cara triste en el espejo, acariciaba las cajas vacías de perfume heredadas de su abuela, los frascos de esmalte de uñas petrificados por el desuso y los collares llenos de polvo.

“Ya no te quiero como antes, éramos muy gurises, las cosas han cambiado y te deseo que encuentres otro hombre que se case con vos, no dejemos de ser amigos”, decía la última carta. Al día siguiente la quemó junto con las anteriores, para olvidar sus abrazos, sus resoplidos por el esfuerzo de contenerse durante los besos interminables. Nunca le contestó ni supo más de él. Ella habría aceptado entregarse, a pesar de lo que decían sus amigas, tan perturbadas como ella por caricias y promesas. Si una hubiese dicho “Lo haré” las demás la habrían imitado sin vacilaciones. Eso no sucedió, y cada tarde de verano era un coro de angustia y desesperación expresado en ojos agrandados por el deseo, en frases como “le dije que hasta que no nos casemos, no” pronunciadas por labios hinchados y cálidos. Ella sospechaba que alguna se había entregado en secreto, y se alegró de no haber sido ella; de que él, desde su nueva vida donde “ya no era gurí”, no pudiese recordar el aspecto de sus caderas desnudas, el olor y sabor de su entrepierna.

Luego del parto, al sentir la boca del bebé succionando sus pezones, quiso compartir su alegría con los hermanos, mostrarles cómo latía su corazón, esperar que sintiesen orgullo por el primer sobrino. Les escribió y les envió un telegrama, pero ellos no aparecieron. La tía les dio la razón.

—Ellos habrían querido verte casada, con una familia, un marido que te cuidase. Pero la criatura es inocente, no tiene la culpa.

Pasó la primera semana en la comisaría, para estar lo más cerca posible de las noticias. Se hizo un pedido por radio para que quienes hubiesen visto algo lo informaran. Se pusieron carteles con la descripción del niño y su nombre: Faustino, sin incluir el apellido. Hubo movimiento los tres primeros días: gente que preguntaba, que se ofrecía para averiguar, suposiciones sobre el destino del bebé y sobre quién pudo haberlo secuestrado.

—Habría que ver entre los que quieren tener hijos y no pueden.

Ninguna de las parejas en esa situación tenía un niño recién nacido en casa. Alguien fue hasta Pintado, pero allí no sabían nada. Otro dijo que los bebés se vendían en Montevideo, pero el comisario aseguró que se regalaban. Un peón de estancia contó, en reserva, que habían visto a la hija del patrón salir de madrugada en el auto de la familia con un gurisito en brazos. Era su propio hijo, que entregó al Consejo del Niño, como hacían las muchachas bien que engendraban antes del matrimonio. El comisario y su tía le aconsejaron viajar hasta Montevideo, para buscar a su bebé entre los niños recién ingresados, antes de que los entregasen a sus nuevas familias. Ella tuvo un rapto de esperanza, una pequeña luz en su mundo tenebroso, y se dispuso a ir hasta allá. Pronto desistió, y no pudo explicar por qué. Algo en su interior le decía que el bebé estaba muerto, y era en las zanjas, en los bosques, en los pozos del pueblo y sus alrededores que debían buscarlo. Habría querido pensar otra cosa, pero no le era posible; sus entrañas le decían la verdad, y ella creía en esa voz aún ligada al cuerpo del hijo. Allí había estado hasta unas pocas semanas antes, fue parte de su cuerpo, que ahora le dolía como un brazo machucado o una pierna fracturada. Comenzó ella misma a recorrer las casas; pedía para entrar, revisaba las habitaciones, los patios, los jardines. A veces, un policía la acompañaba.

—¿Quién podría favorecerse con su muerte?

La pregunta del comisario le resultó extraña: ¿cómo podría un ser tan reciente, casi sin presencia en el mundo, perjudicar a alguien? Ni siquiera su padre sabía de su existencia. Advirtió que ella misma era sospechosa, y se largó a llorar días enteros. Luego se encerró en su casa, pidió que le avisaran sobre cualquier dato, cualquier indicio. No supo que un lechero confundió a una cría de chancho recién nacida, que flotaba en su acequia, con el niño desaparecido. Otro encontró huesos de perro enterrados detrás de la iglesia. Una mujer de los suburbios llegó a la comisaría con una niña de pocas semanas, para entregarla.

—Yo tengo muchos, y si a ella le hace falta un hijo, bien que puede criar a esta como suya.

En la comisaría rechazaron la oferta, y una viuda joven recibió en su casa a la niña donada. Los vecinos se acercaban a contarle historias de hijos perdidos que habían aparecido años, décadas después: en esos cuentos mágicos con final feliz ella veía la desesperación de quienes no soportan el horror, como quien cierra los ojos en el cine cuando llega la parte más atroz de la película. Todas las tardes le daban un informe, que escuchaba con atención. Los datos nunca eran concretos; apenas comentarios especulativos sobre lo que había sucedido, que se sumaban a lo que ella vislumbraba en sus horas de insomnio, que la hacían vivir una realidad suspendida, anclada en el instante del robo y las horas sucesivas.

Lo amamantó a medianoche: sonaban las campanadas de la iglesia cuando lo meció en su cuna para dormir hasta el amanecer. A pesar del calor, lo cubrió con un rebozo liviano, que ella misma había tejido. La ventana entreabierta permitía que el aire llegase hasta él, atravesando la cortina de gasa y la capa de tul protector sobre la cuna. Desde la cama, ella estiraba su mano hasta tocar los pies del niño; un gesto reiterado a lo largo de la noche que le daba seguridad para dormir, la certeza de que estaba allí para protegerlo. Creía permanecer en una duermevela que le permitía distinguir la menor incomodidad de su hijo, pero esa noche, el ruido de la ventana al abrirse la extrajo de las profundidades del sueño. El corazón la impulsó a saltar, pero no pudo detener las manos que levantaron al niño de la cuna y escaparon con él. El hombre corrió hacia la esquina; al revivir el momento ella se dijo que el niño se sintió seguro entonces, apresado por los brazos desconocidos. El brusco movimiento del rapto no lo despertó, no provocó su llanto. ¿O acaso el raptor lo había ahogado en el primer instante, antes de llevárselo, mientras ella dormía? Eso no era posible, la criatura estaba unida a ella desde que fue engendrada, los latidos de su corazón eran los suyos, su respiración era la misma que la sostenía en soledad. El crimen debió suceder fuera del alcance de su vista, en la oscuridad del otro lado de las vías, en una de las calles que lindan con el campo. Las imágenes se detenían en el instante previo a que el niño perdiese la vida, como una película congelada, cuando aún estaba en los brazos del asesino, llorando a gritos al advertir que ella no estaba con él, antes del último contacto con el cuerpo desconocido. Pensó que hubo un gesto rápido y efectivo, sin conciencia del fin: alguien que había llegado a este mundo hacía tan poco tiempo no debería dejarlo con extrañeza ni dolor. La escasa sangre que lo recorría no llegó a derramarse. “Él no llegó a entender”. “No comprendió lo que pasaba, se fue sin sufrir”. Era suyo el dolor, suya la existencia sin él, como si le hubiesen arrancado los brazos, quitado los ojos. Ajenos eran el destino de su hijo y las razones del asesino.

Envuelto en diarios, como algo vivo y trémulo, le entregan el rebozo que llevaba el niño. Motas de tierra oscura salpican la superficie, suspendidas sobre las hebras de lana que escapan del tejido. Rastros de un eructo que ella no había presenciado: la evidencia de que el niño había vivido algunos minutos fuera del círculo protector de sus manos, de su conocimiento, es feroz como un relámpago cercano, un trueno que sacude cuerpo y mente. Abraza aquel trozo de lana embarrado, se lo lleva a la cara una y otra vez, para sentir su suavidad, para oler la mezcla de aromas a leche ácida y frescura del bebé. Extiende el rebozo sobre la mesa y lo recorre con las yemas de sus dedos, milímetro a milímetro. Palpa los nudos disimulados en el tejido, la dureza de las hebras tocadas por el agua y la tierra, los puntos desenganchados por los tirones, la fluidez en las franjas indemnes. Lo acerca a su nariz, a sus ojos, y cada ápice tiene para ella una marca: la de su hijo, la del extraño, la de la nada. Puede ver dónde estuvo la cabeza del niño, dónde su cola y sus pies, cómo se había recostado sobre el cuerpo del asesino, dónde las manos desconocidas retuvieron su cuerpo en los últimos instantes. Huele los restos del jabón con que ablandó el rebozo antes de usarlo, el agua de colonia que le ponía en las puntas, un débil rastro de excremento, de crema protectora. En medio de los efluvios buscados, emerge un olor que la perturba y enmudece. Repasa la evidencia de sus sentidos, uno por uno: su oído no rescata ningún eco, ningún roce, los ojos y las manos reiteran sus hallazgos, es el olor el que trae la verdad. Entiende lo que ha pasado, lo que el temor le dice desde sus entrañas, la certeza que resisten sus pechos, por donde la leche no deja de manar. La razón abre una luz despiadada como un látigo, simple y clara como la diferencia entre la vida y la muerte.

Al día siguiente cava un pozo en el jardín, tira en él todas sus flores y quema allí el rebozo. Dona la ropita a la casa cuna, vende su casa al escribano, firma documentos y se va del pueblo sin despedirse, ni siquiera de su tía y sus hermanos. No deja mensajes ni cartas. No le cuenta a nadie para dónde va ni por cuánto tiempo. Alguien dice que salió del país, otros que trabajó como enfermera en Montevideo. Se habló de un matrimonio y nuevos hijos, de un convento de clausura donde se habría internado, del bar del puerto que quizás compró con el dinero de la casa. No apareció a reclamar la herencia de sus hermanos, y nadie pudo contarle sus destinos.

Un año después de su partida, una trilladora devoró el brazo izquierdo de Serafín, trituró su clavícula, y no llegó vivo al hospital del pueblo. Un cáncer de lengua que se extendió durante quince meses impidió que Aníbal hablase, y murió gesticulando, sin lograr que lo entendieran. Es probable que ella hubiese muerto antes que ellos, que ese viaje sin destino haya terminado en una fosa innominada o en la morgue de la Facultad de Medicina. Los más optimistas creen que sobrevivió, que sintió el consuelo de la justicia tardía, que identificó la verdadera maldad, la que todo el pueblo conocía.

Algo así pasó en Sarandí Grande, Florida, en la década de 1940-1950.