Nacido en Montevideo en 1985, desde 2010 Matías Mateus viene recibiendo reconocimientos por su poesía y su narrativa. En 2020 publicó la novela Otro retorno (Ediciones del Demiurgo), ganó con La inmortal del siglo XX el Concurso Literario Juan Carlos Onetti de la Intendencia de Montevideo en la categoría narrativa y, en la misma categoría, ganó los premios anuales de Letras del MEC con La danza del invicto. El cuento que presentamos aquí está inspirado en su pasión por la historia del oeste de Montevideo y la llegada de un amigo colombiano seguidor del ciclismo. “Después de que lo llevé al puerto (él se iba a Buenos Aires), me di una vuelta por la escollera. Estaba nublado, a punto de llover, y empecé a darle vueltas a la historia, a pensar en cómo los ‘cerrícolas’ nos seguimos aferrando a un mito, a una presunta grandeza, y cómo defendemos una idiosincrasia barrial sin importar que ya no vivamos ahí”.
Federico estaba a metros de una de las cabeceras del puente, pensaba manejar hasta la casa en donde se crio, devolverle el auto a su padre e irse antes de que la niebla terminara de disiparse. De ese modo evitaría toparse con el sinfín de cicatrices que desfiguraron el rostro de la tierra prometida que no llegó a conocer.
La niebla no le generaba la molestia que sí le provocaba la lluvia. Es más, le otorgaba un grado de calma —incluso al momento de cruzar el puente, cosa que siempre lo inquietó—, porque el principal efecto de la niebla es limitar la visión, y ese día él prefirió no escrutar las viejas heridas. En cambio, con la lluvia ocurría todo lo contrario, las marcas que comenzaron a irritarlo después de mudarse se acentuaban, impidiéndole digerir la batalla perdida hacía décadas.
No se trataba únicamente del esqueleto que dejó la aceitera y su chimenea de hormigón a la entrada del barrio. Tampoco de los ranchitos que orillaban el Pantanoso, como si fueran la caricatura de una Venecia tercermundista. En lugar de gondoleros, una troupe de sujetos harapientos se lanzaba al interior de la bahía en sus botecitos de color naranja, con el objetivo de sacar algo que comer al echar las redes entre la mierda que atravesaba la periferia de la ciudad, antes de derramarse a los lados de la Isla de las Ratas.
A él le perturbaba la dilución del sentido de pertenencia por el lugar que supo representar su universo. Como si el microchovinismo acotado al oeste de la ciudad, en tiempos de una decadencia que siguió profundizándose hasta tocar fondo en la crisis del 2002, lo dejara sin argumentos frente a quienes señalaban de forma burlesca la idiosincrasia de un barrio que llevaba más de medio siglo en el ostracismo.
La épica de los acontecimientos que sólo conoció a través de relatos: como el esplendor de una industria frigorífica que supo desprenderse del resto de Montevideo hasta mediados del siglo pasado, cuando, acoplada al destino irremediable que tomaría el país, estalló la huelga de la Federación de la Carne. La resistencia de los obreros frente a la dura represión provocó que empezaran a llamar al puente que estaba a punto de cruzar con el mote de Paralelo 38, abonando el orgullo de esa nación perdida.
Otro motivo que solía exaltarlo era la descripción del nomenclátor referido a los países de los inmigrantes que le dieron cuerpo a la fundación de la otrora Villa Cosmópolis, durante el primer gobierno constitucional, eximiendo a la actual Villa del Cerro de la infamia que supone homenajear con nombres de calles a dictadores y a otros traidores a la República —término que él siempre empleó, a causa del gusto amargo que le quedaba en la boca después de pronunciar la palabra Patria—. Narrativas de ese tenor resultaban ser el placebo con el que apaciguaba el verdadero desprecio que empezó a experimentar y nunca se animó a admitir.
Desde que tomó consciencia de ello tuvo claro que al avanzar por la avenida principal no podía girar la cabeza hacia la derecha, porque la acera norte de Carlos María Ramírez ya no pertenecía al Cerro. Esa parte era una porción prescindible, algo sin nombre y con límites difusos, que creció de forma satelital al casco viejo y bajo ningún concepto podía ser tratado con el mismo respeto.
Federico tenía los músculos del rostro y de los brazos tensionados al máximo, por lo cohibido que se sentía frente a la presencia que esa mañana se le hacía esquiva a la vista.
—Si estarán bravos los chorros que se robaron la Fortaleza —hubiese dicho Mario.
En los días neblinosos siempre hacía el mismo chiste, y él, incapaz de mantener la calma al oír alguno de los tantos lugares comunes en los que su padre solía caer, balbuceaba alguna cosa que nunca terminaba de hacerse audible.
El puente también le generaba una incomodidad tangible, en especial después de emigrar hacia el otro lado de la bahía, porque pisarlo significaba afrontar una nueva derrota, y la confirmación del retorno lo alejaba de sus ambiciones.
Apretó el volante y empañó el vidrio con una larga exhalación. Algunos bocinazos le advirtieron que la luz había cambiado a verde y exigieron que se pusiera en marcha. Arriba del puente la sensación fue la de siempre. Ante la puerta de una ciudadela imaginaria, recorrió los primeros metros de forma temblorosa, como cuando lo hacía a pie y debía aferrarse a la baranda por su temor a las alturas. Sobre la bicicleta la experiencia tenía algunos matices, aunque el efecto de intranquilidad era el mismo.
Cruzar los accesos a Montevideo no le costaba tanto, el hormigón estaba en muy buen estado y desde el semáforo se lanzaba en un vertiginoso sprint, que desarmaba al remontar el repechito de la porción que atravesaba el arroyo Pantanoso. Esa zona lo hacía titubear. El hormigón cambiaba abruptamente a un asfalto deteriorado por el flujo de ómnibus, que ablandaban el alquitrán con las altas temperaturas del verano, generando irregularidades en el piso y, sobre todo, un terreno hostil para los semitubos de la bicicleta, que absorbían los saltos, antes de tomar la rotonda de la plaza Rodney Arismendi.
Avanzó por el centro de la calzada entorpeciendo el tránsito, como lo hacía sobre la chiva, en la que alguna vez se permitió fantasear con ser un grande, como su homónimo. De hecho su nombre responde a la admiración que en la familia existía por el gran Federico Moreira, ganador de seis Vueltas Ciclistas del Uruguay, tres Rutas de América y una Vuelta a Chile, en la que, según dicen, se largó en un descenso a más de 100 kilómetros por hora.
En sus tiempos de ciclista aficionado, cronometraba rigurosamente los tiempos que ponía en sus jornadas de entrenamiento, calculaba los promedios de velocidad en los que rodaba, y hasta el propio Mario, al verlo bajar de la nave, quedó asombrado porque sus muslos parecían derramársele arriba de las rodillas. A los 17 años Federico era puro cuádriceps, pantorrillas y corazón. A excepción de una sola subida, encaraba el resto de los ascensos emplatado y con cadencia. Quizás hubiese sido un buen rodador, pero la ruta cumple con el axioma de poner a todos en su lugar. En su caso ocurrió cuando terminó besándose con el balastro de la banquina. No se trataba de su primera caída, aunque sí era la primera vez que quedaba raspado de pies a cabeza, con una laceración indeleble sobre la cadera, que se encargó de lucir cada vez que hablaba del tema.
Después del accidente no fue el mismo. Cada vez que cargaba la transmisión, se paraba en los pedales y veía cómo el velocímetro de la computadora se acercaba a 70, las morras empezaban a temblarle, los dedos acariciaban el freno y se dejaba ir con el impulso. Se probó en una carrera amateur y al momento de apretar los dientes, aflojó la mandíbula.
Federico no era capaz de hacer algo sin autoevaluarse, y muchas veces el excesivo rigor que empleaba en su afán por lograr la excelencia le impedía disfrutar de las pequeñas conquistas. Del mismo modo que llegaba a rozar la brillantez, operaba de un modo ridículo y estúpido. Esa ecuación binaria, en sus insistentes esfuerzos por maquinar una epopeya que pudiese trascender el paso del tiempo, lo llevó a erosionar los carriles por donde transitaba su psiquis.
Llegó a La Curva. Frente al semáforo de Carlos María Ramírez y Grecia, observó hacia el edificio del viejo Cine Cerrense, devenido en supermercado en un principio, posteriormente en centro cultural —lugar que acogió al primer conjunto de carnaval que defendió en un concurso oficial— y, en la actualidad, en bazar.
Esos años de adolescencia carnavalera habían coincidido con su tiempo sobre la bici, y si bien durante el cambio de siglo las cosas se precipitaban hacia una crisis famélica que no escatimó en castigar a la población de esa zona, entendió que a su manera había sido feliz. Quizá durante esa vida que combinaba calambres y transpiración, tablados y brillantina, arroz con queso y cacerolazos, su pequeño universo cobraba el sentido necesario que le permitía creer en algo.
Es una primavera a la que no volveré jamás, pensó al doblar por Grecia hacia el sur. Recorrió dos cuadras y giró a la derecha. Enfiló por Estados Unidos rumbo a la casa de su niñez. Faltaban pocas cuadras para atravesar el estrecho perímetro que componía el territorio fértil de su primera infancia, y el movimiento de sus hombros contraídos delataba el nerviosismo que lo estaba carcomiendo.
Le dio paso a una motoneta al llegar a la esquina de Puerto Rico y miró hacia el campito de las viviendas cooperativas, ahora enrejado, para uso exclusivo de los fieles a la iglesia evangélica que se instaló en el salón comunal, alejando —o mejor dicho: expulsando— a los chiquilines que se congregaban en los márgenes de la cancha en tiempos de campeonatos barriales.
A mediados de los noventa, por esas cuadras se vivía una constante agitación. A los torneos de fútbol, los juegos en la calle y las fiestas en el salón comunal se les contraponían los desfiles de muchachos que irrumpían en medio de los partidos a jalar cemento, las rejas que empezaron a cercar los jardines de las casas, viajes al seguro de paro y una gotera de exiliados económicos que con el tiempo se volvieron un chorro de alta presión.
Federico, al tiempo que competía con sus amigos por ver quién tenía el miembro más grande, podía agudizar su sentido de la percepción y detectar en las sombras de los rostros de sus padres que la cosa no marchaba bien. Entendía que los números no daban, que el uso del parrillero había bajado su frecuencia, que había que apretarse y prescindir de un tímido confort. Las horas de Mario en la casa habían descendido, debía apechugar por otros lados, ya fuera haciendo changas con fibra de vidrio —en las que él mismo tomó parte activa— o viajando a San Pablo para traer repuestos automotrices de contrabando.
Esas maniobras convulsas lo llenaron de fastidio, porque cuando por fin estaba en la casa, él no podía hacer otra cosa que guardar silencio para que pudiera descansar un poco. La aparente necesidad que Mario perseguía le impidió atestiguar parte del crecimiento de su hijo, detalles de la formación, y las causas que le arrebataran la alegría a un Federico que decidió subirse a un pedestal que le acotó la posibilidad de análisis. La incapacidad de comprender las diferencias estructurales con su padre lo llevó a una constante subestimación cada vez que lo escuchaba lanzarse sobre las trilladas anécdotas en las que destacaba su presunto rol protagónico.
Descendió del auto y tocó timbre. La niebla aún era espesa y sintió la humedad en la punta de su nariz. Golpeó las manos y nada.
Estará dormido, pensó. Metió la mano a través de los barrotes de la reja, abrió la tapa del buzón y dejó las llaves del auto adentro. Le mandó un whatsapp avisándole dónde le había dejado las llaves, le agradecía el préstamo y concluía con un inédito “Te quiero”. De ese modo pretendía hacer las paces y redimirse por las actitudes despreciables que había tenido con él.
Desarmó el celular y lo tiró por una boca de tormenta. No esperaría la respuesta por temor a desilusionarse con la torpeza de su padre al momento de manifestar sus sentimientos, y por el efecto inhibitorio que podría tener sobre sus intenciones la lectura del mensaje.
Llegó hasta la esquina de Cuba y no pudo evitar recordar otro de los típicos dichos de Mario:
—Vivo en el Caribe, en Estados Unidos y Cuba —chiste que cualquier auditorio celebraba sin reparar en el desfasaje geográfico de la cita, y que Federico lamentaba por lo recurrente y porque hubiese preferido vivir en la otra calle.
Caminó rumbo a la Fortaleza. La ascensión del Cerro por Cuba era la más dura, la cara imposible que jamás se animó a encarar. Trepar por Holanda o por Viacaba incluso le resultaba aburrido, pero por Cuba ni siquiera lo intentó. Y a esta altura tampoco lo intentaría.
Llegó hasta el final de la calle. Desde allá arriba las pocas siluetas que vencían a la niebla dejaban ver los bordes de la bahía, los edificios que se amontonaban en el centro de la ciudad y el tímido movimiento en el puerto. Sacó un cigarro y lo encendió acodado al busto del Che Guevara. Silbó los primeros compases de “Hasta siempre”, de Carlos Puebla, murmuró aquí se queda la clara y continuó con el tramo que le faltaba para coronar la subida al Cerro de Montevideo.
Desde arriba, era imperceptible la sombra fantasmal del lado oculto de las postales. El laberinto de pasajes y callecitas que se había devorado las casas del Casabó entumecía la ladera oeste, que se empeñaba en pasar desapercibida.
De camino hacia el sur se internó en el parque Vaz Ferreira, que infructuosamente intentaba disimular las cicatrices que había dejado sobre la costa la estructura derruida del frigorífico Swift. Por ese paraje la calma se volvía espesa. Aislado del movimiento, el silencio se dejaba vencer por el susurro de los fantasmas. Las mismas voces que solían atormentarlo en las madrugadas cortejaron el descenso entre los árboles, e insistían en su carencia de valor, en su incapacidad para comunicar el entramado sencillo de sus ideas, que lo dejaba fuera de concurso en toda actividad y lo llevaba al delirio durante sus inútiles intentos de emanciparse del transcurrir.
Se liberó de la espesura del parque bordeando el Memorial en Recordación de los Detenidos Desaparecidos, cruzó la calle Suiza y bajó las escalinatas de la rambla. Se quitó los zapatos y el frío de la arena se le antojó balsámico. Los pasos hasta la orilla del estuario fueron custodiados por la casona del artista plástico Julio Mancebo, lugar al que entró como polizonte de la mano de la tallerista de cerámica, con quien, entre copas de vino, porros y orgasmos, se permitían disfrutar del plomizo cielo que apenas se diferenciaba del espejo de plata que ahora cubría sus pies.
Por ese entonces, las cicatrices eran las mismas que las de hoy. Las ruinas seguían escandalosamente aferradas a la memoria, y desde los ventanales del hogar del alumno de Joaquín Torres García, la grisura de aquel otoño hizo su último intento de mantener encendidos los rescoldos de la fe.
Creían que la libertad era la sustancia de cada día, ignorando lo maniatados que siempre estuvieron. La existencia del límite nunca pudo ser evadida y la expansión del universo no resultó como llegó a soñarlo recostado en el sofá junto a Eloísa, que le mordisqueaba el abdomen mientras escuchaba los divagues con los que Federico planeaba burlar a la muerte.
Caminó por la orilla hasta el muelle del club de pesca, se sentó y dejó los ojos puestos en la niebla, que borroneaba el mástil del Calpean Star, que a 60 años de su naufragio aún asoma sobre la superficie del río.
Recordó haberle preguntado a su padre si los tres palos que se veían eran los de un tenedor gigante enterrado a metros del canal del puerto. Mario lo ilustró sobre la historia de ese buque y también sobre el Graf Spee, acorazado alemán que llegó herido al puerto de Montevideo luego de la batalla del Río de la Plata del año 1939, que su capitán hizo explotar frente a las playas del oeste.
Encendió otro cigarro sin dejar de mirar hacia un horizonte cercenado y estrecho por las condiciones atmosféricas. Alguna vez se dijo que nadaría desde el muelle hasta el mástil. Pero se trató de otro delirio, como el de cruzar la cordillera en bicicleta o el de terminar alguna de las carreras universitarias que comenzó.
En ese mismo instante, un vecino tocó varias veces el timbre al notar que las ventanillas del auto estaban abiertas. Ante la ausencia de respuesta, decidió saltar las rejas y rodear la casa. Recorrió las habitaciones después de entrar por la puerta del fondo y se encontró con el cuerpo de Mario, que una hora antes, mientras preparaba el mate con el que pensaba esperar a su hijo, había sentido una fuerte presión en el pecho. El miedo más la dificultad para respirar apenas le permitieron llegar hasta el borde de la cama que terminó amortiguando su caída.
El hombre llamó de inmediato a la emergencia, avisó a la Policía, y mientras buscaba en su lista de contactos el número de Federico observó sobre la mesa veladora el tintineo de la luz del celular de Mario que avisaba la entrada de un whatsapp.
Federico se puso de pie y descendió por la escalinata del muelle hasta el bote que lo esperaba. El inconfundible olor de la bajante, más la quietud de la bahía, le otorgaron una pequeña tregua. Los remos se movieron de forma rítmica, alejándolo de la costa y del barrio, que fue desapareciendo tras la niebla.