—¡Demonio, sal ahora mismo de ese cuerpo!

—No.

—¿Lo qué?

—Que no, que no salgo. Estoy muy cómodo acá. El hígado está tan cascoteado que es la almohada perfecta para las siestas.

—Demonio...

—¿Qué pasa?

—¡Te ordeno que te vayas!

—¿Ah, sí? ¿Con qué autoridad?

—Con la autoridad que me otorga el Señor, Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.

—Pavada de señor. ¿Y usted vendría a ser su representante legal?

—Algo así, sí.

—Muy bien. Entonces muéstreme los papeles.

—¿Qué papeles?

—No quiera pasarse de listo. Los papeles que certifican que usted es efectivamente apoderado del señor ese. No voy a abandonar este cuerpo porque venga una persona cualquiera y me lo pida de mala gana.

—¿Puede ver mi atuendo desde ahí adentro?

—Claro que sí. Le queda un poco grande, y el sombrero es un poco aparatoso. Parece que se le va a caer en cualquier momento.

—Contemple el libro de tapa dura que sostengo en esta mano y la cruz que llevo en esta otra. ¿No le dicen nada?

—Tengo 4.000 años, ya no escucho tan bien.

—¡Soy un sacerdote, caramba!

—Cálmese, hombre. Además, esa ropa la pudo haber comprado en un comercio especializado. O quizás la alquiló en una tienda de disfraces. Con eso no es suficiente. Voy a necesitar una confirmación. Y no hablo del Sacramento.

—¡Ahora resulta que es experto en religión!

—¿Qué quiere que le diga? Soy un demonio. Cuando no estoy mintiendo, estoy ocultando información.

—Si tanto sabe, será consciente de que no nos dan un diploma después de terminar el seminario. Ni me tomé una selfie con el sumo pontífice, pero porque me confiscaron el teléfono en la entrada.

—Hermosa anécdota. Gracias por la visita.

—¡Espere! Debe haber alguna forma de probarlo. ¡Hágame una pregunta que solamente un sacerdote sabría!

—¿Cuál es la primera de las Bienaventuranzas?

—...

—¡Cierre esa Biblia!

—Verá, tengo muy mala memoria.

—Usted es un farsante que me cortó la siesta. Déjele mis saludos al señor. Buenas tardes.

—¡¡¡SAL DE AHÍ, DEMONIO!!!

—¡Ah! ¿Qué pasó? Eso se sintió hasta acá adentro. Fue como si un ser superior hubiera hablado a través de usted.

—Le dije que tenía un poder notarial.

—¿Podría dejar de hacerlo?

—Sólo si cumple con su parte del trato.

—Está bien. Usted gana. Me voy.

—¡Alabado sea el Señor!

—...

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿Por qué sigue ahí?

—Ah... Usted quería que me fuera de inmediato.

—¡Por supuesto!

—Se nota que es un pésimo exorcista. A partir de este momento tengo seis meses para abandonar este cuerpo.

—¿Seis meses?

—Este es un cuerpo grande, pero de ahí a tener eco... Sí, seis meses. Y agradezca que no vivo con demonios pequeños, porque en ese caso podría quedarme un tiempito más. De todas maneras, mi intención es irme cuanto antes. Si usted pudiera conseguirme otro cuerpo para poseer... De preferencia con el hígado a la miseria.

—¡No voy a sacrificar la vida de una persona!

—Entonces le sugiero que espere tranquilo. Además, tengo una demonia enferma con la que podría compartir la zona del abdomen. Buena suerte tratando de exorcizarla a ella.

—¡Espere! Por favor, no haga eso. ¿Qué clase de cuerpo precisa?

—Si tiene malos hábitos, no pido mucho más. Y que sea un adulto, claro. No sabe la tortícolis que me agarré la última vez que estuve en un niño.

—Los sábados tenemos una olla a la que viene mucha gente en pésimo estado de salud. Creo que podría convencer a uno de ellos.

—Muy bien. Ya sabe dónde encontrarme. Ahora déjeme en paz, que tengo sueño.

—Sí, de todos modos ya vino el vehículo oficial a buscarlo... a buscar a su anfitrión. Usted me entiende.

—Clarito. Por suerte mañana hay sesión en el Parlamento y ahí aprovechamos para dormir los dos.