Habíamos pasado por numerosos exoplanetas y comprobado de primera mano la existencia de una gran variedad de criaturas. Muy excepcionalmente nos habíamos encontrado con formas de vida basadas en el carbono, como la nuestra, pero había muchas especies de organismos de base silícica, también algunos cuya bioquímica se centraba en otros elementos a los que nuestros científicos jamás habrían adjudicado esa posibilidad, y muchos —esto es muy destacable y a todos los de nuestra tripulación nos hacía llorar de la emoción a la vez que nos inspiraba un afán de reverencia perpetua— no se basaban en las propiedades de ningún elemento químico sino tan sólo en la pura y simple voluntad de vivir, que a veces tanta falta hace en la Tierra1 y que muchos de nuestros líderes, coaches y dinamizadores espirituales no se cansan de tratar de infundirnos. Pero todo esto había sucedido en escalas de nuestro viaje, cuyo principal destino era un exoplaneta que, debido a sus dimensiones, su masa, la presión y la densidad de su atmósfera y la gran cantidad de agua que los espectroscopios habían detectado en él, nos obsequiaba una mayor probabilidad de albergar no solamente vida, sino vida similar a la que abarrota nuestro planeta.

Antes de desembarcar, los instrumentos nos mostraron que, pese a la presencia de oxígeno en la atmósfera, la proporción de este y otros gases era diferente que la de nuestro aire, y que —por ejemplo— el porcentaje de vapor de agua era mucho mayor que el cuatro por ciento que puede alcanzar en la Tierra, pese a que la temperatura no era mayor que la máxima alcanzada en verano por nuestras regiones tropicales. Por eso y otros datos que recabamos sobre radiación, descendimos con toda la parafernalia respiratoria y protectora. Empezamos a andar, pero pronto el placer de caminar sobre suelo terroso y con gravedad natural y no obtenida artificialmente por rotación de la nave se disipó para dar paso a la tristeza y el dolor de ver que a nuestro alrededor había muchísimos seres, de apariencia tanto animal como vegetal, fúngica o protoctista, pero todos estaban fehacientemente muertos. El ingeniero de nuestro equipo arriesgó la hipótesis de que algunos de estos seres pudieran mantener algún estado de vida latente o estuvieran simulando encontrarse inertes por seguridad o por timidez. El médico, que se había agachado para examinar algunos de los cuerpos, lo contradijo categóricamente.

—Estos no se levantan más, aunque no puedo aventurar cuál o cuáles pueden haber sido las causas de su aniquilamiento.

—Yo sí puedo —dijo nuestra piloto, dirigiendo nostálgicamente la vista hacia la zona del firmamento en la que podía hallarse a esa hora la huella lumínica de nuestro sistema solar, después de los siglos necesarios para recorrer los años luz que nos separaban de él—. Lo decía mi abuela: lo que mata es la humedad.


  1. Si es que podemos seguir pensando esto en tiempo presente.