Buscando un cambio de aire, Lucas se mudó a Villa Impuntualidad. La ciudad no tiene ese nombre, claro está, pero ojalá así fuera. No sólo porque sería acertado, sino porque facilitaría muchísimo la vida de desprevenidos paladines de la puntualidad, como Lucas.

Villa Impuntualidad le hacía honor al nombre que debió haber tenido. Nada jamás sucedía en hora. Acordar encontrarse a las seis era como decir no antes de las seis, pero ni siquiera había una referencia estadística posible: dependiendo de las personas, el clima, la alineación de los planetas o cualquier otro elemento que pudiera influir —aunque fuera muy tangencialmente— sobre el factor tiempo, eso podía significar cualquier cosa entre las seis y cinco y las nueve. La única diferencia es que el que llegaba a las nueve le decía cosas como: “Uy, perdoná que se me hizo tarde, pero no me pasó el ómnibus”.

Algo que, por otro lado, podía ser cierto. Los ómnibus nunca pasaban a la hora que tenían que pasar. Seguramente, los choferes de Villa Impuntualidad Compañía de Transporte (que tampoco era el nombre de la empresa) no podían tomar en hora el ómnibus que los llevaba a la terminal de origen, porque los ómnibus no pasaban en hora, y entonces el coche que manejaban tampoco lograba salir en hora. Nadie advertía el círculo vicioso. Algún que otro adalid de la puntualidad, como Lucas, iba caminando o se tomaba un taxi, ya que al menos estos no tenían horario.

Lo de Lucas no era casual. Él era oriundo de Villa Puntualidad, que sí, esta vez, era el nombre del pueblo: había venido a existir gracias a la instalación de la fábrica de relojes Puntualidad & Cía. La fábrica se fundió porque todos los relojes atrasaban siempre, pero el ideal original dejó su impronta en la gente. Las seis eran las seis. “Si hubiera querido verte a las seis y cinco, te habría dicho a las seis y cinco”, decían, y más de un forastero supo perder a la novia por no cambiarle la pila al reloj.

Como pasa siempre, podían sacar a Lucas de Villa Puntualidad, pero no a Villa Puntualidad de Lucas. Él llegaba siempre en hora y no podía dejar de hacerlo. Lo intentó varias veces, cansado de sentir que perdía valioso tiempo de su vida mientras esperaba a los demás, pero no lo logró nunca: el estado de ansiedad lo consumía y le hacía perder más tiempo del que perdía esperando a otros, e igual no lograba traspasar el umbral de cinco minutos de tardanza.

Tan intensa era la idiosincrasia de Villa Impuntualidad que Lucas, contador de profesión, no podía dejar de calcular todo el tiempo que estaba malgastando mientras esperaba gente, cosas, eventos. En los cuarenta minutos que había esperado a Pepe, podía haber terminado de cocinar la carne asada que dejó a medio camino para no llegar tarde. En la hora y media que estuvo esperando a Natalia, podía haber visto el último episodio de su serie favorita, parando en el medio para prepararse una picada y todo.

La inversión alternativa del tiempo perdido lo carcomía. No era justo. Natalia le debía esa hora y media de demora. Pepe, los cuarenta minutos. Estaba clarísimo.

Clarísimo. Este era un problema de asientos contables: en la cuenta corriente de su tiempo con Natalia, era preciso incluir una hora y media de crédito contra ella. En la de Pepe, cuarenta minutos. Y luego, sumar y compensar. Por supuesto.

Lucas salía con el reloj y la libreta en mano. Después de un tiempo, Natalia notaba que, habiendo quedado a las seis, ella llegaba a las siete y Lucas a las ocho y media. Pepe empezó a advertir que Lucas estaba llegando únicamente al segundo tiempo del fútbol cinco, que el primer tiempo en su cuadro eran nada más que cuatro y perdían por goleada. Lucas tuvo tres entrevistas en Fernández, Fernández y Asociados; cada vez se demoraron tanto en hacerlo pasar que el primer día de trabajo llegó dos horas tarde. No duró mucho tiempo en la empresa.

Cansado, sin trabajo y sin amigos, Lucas retornó a su Villa Puntualidad y a su viejo estudio contable. Conoció a Valeria, que era nueva en el pueblo, y se casaron en un bellísimo evento convocado para las nueve. Los parientes de Valeria, que venían de otra ciudad, llegaron a las nueve y media y se perdieron la ceremonia.