Entro a trabajar siempre a la misma hora, lo que significa que me tomo el ómnibus siempre a la misma hora, lo que significa que coincido con otro montón de seres humanos cuyos lugares de trabajo tampoco han sido innovadores en cuestiones de horario y flexibilidad. Son personajes de mi vida diaria y yo debo ser lo mismo para ellos. “Ahí sube el señor que llama a la madre todos los días desde el ómnibus”, pienso, y él debe pensar: “Ahí sube el muchacho que se persigna siempre que pasamos la iglesia vieja”.

Voy a reconocer que no es que sea tan creyente, pero pasé más de la mitad de mi vida en una institución de educación católica, así que el gesto se me quedó en el ADN. Eso y un cancionero mental completísimo, lleno de amor a Jesús y con un par de bonus tracks con la letra modificada con groserías. Éramos preadolescentes; Dios nos perdonaría, digo yo. Pero, por las dudas, me sigo persignando.

Mis reparos con la fe católica aparecieron recién de grande, y tal vez por eso no sea yo el personaje del señor que llama todos los días a la madre. No necesito un recordatorio diario de la decepción que le causo. Si algún día se sienten presionados por las expectativas de sus familias, piensen que al menos no pretendían que ustedes fueran curas. Creo que es la única señora mayor a la que si algún día le cuento que va a tener un nieto, se larga a llorar, pero de pena.

Un miércoles lluvioso, el Dios de las Ocho Horas resolvió incorporarla a ella como personaje nuevo en mi elenco de bien trajeados con cara de dormidos. Supongo que llamó mi atención por su potencial para traer al mundo a todos esos nietos que mi madre no quiere, o por lo menos para hacer algunos intentos, pero fue con su movimiento que se ganó mi corazón. El vaivén bien danzado, la coreografía practicada durante tantos años, esa que hace pasar la perfección por naturalidad. Alguien que sabe lo que hace. Una de las mías, de las educadas en la cruz. Me enamoré de su persignación.

Quise sonreírle después de que pasamos la iglesia vieja. Mis intenciones, en realidad, eran puramente operativas: el ómnibus en hora pico es un poco como la cárcel y hay que encontrar a los miembros de tu pandilla aunque la cosa no pase de ahí, como los que van leyendo, que son siempre los mismos y vichan las tapas de los libros de los otros. Ella desvió los ojos, pero yo sé que también notó mi arte persignatorio. No había cómo obviarlo.

Sospecho que su oficina era un poco más innovadora que la mía, porque sólo me la cruzaba lunes, miércoles y viernes. Había resuelto que esos eran mis días favoritos de la semana. Empecé a llamar a mi madre desde el ómnibus los martes y jueves.

Mi fascinación por su danza digital hizo enlentecer, como siempre sucede, la caída a la realidad. La cosa era turbia. Ella dibujaba una perfecta cruz invisible sobre sí en cada viaje, pero nunca, nunca era al pasar la iglesia vieja.

Cuando empecé a notar la descoordinación, me obsesioné. ¿Tantos años llevando a cabo el ritual, casi mi única conexión con la religión y con mi madre, para venir a darme cuenta ahora de que hay iglesias ocultas en mi peregrinación hacia la oficina? No sabía si era un mal cristiano o simplemente uno muy mal informado. Intenté averiguar de todas las formas posibles. Me desperté más temprano e hice el recorrido caminando. Me pedí unos días de licencia para recorrer las calles paralelas y las laterales de cada cuadra, por si la persignación correspondiera a las espaldas de una iglesia a la que se entraba por otro lado. Mi madre, experta en el rubro, no conocía por la zona otra iglesia que no fuera la vieja, pero mi búsqueda la llenó de una esperanza que no me animé a desincentivar.

A la muchacha, un buen día, no la vi nunca más. Y todavía sigo sin saber dónde queda la iglesia. Quise creer que la descoordinación fuera un mero furcio espaciotemporal, pero ya ni siquiera puedo estar seguro de eso. Creo tener el recuerdo de su persignación a imagen y semejanza de mi propio ritmo en el momento exacto, pero temo que no haya sido así. Frente a la iglesia vieja no he dejado de persignarme, pero respecto de la muchacha quizás sólo me quede resignarme y admitir la deformación de mi propia memoria. Quizás me vea obligado, finalmente, a reconocerla haciendo la seña de la cruz ante el liceo, el edificio del Poder Judicial, la plaza, el supermercado, la tienda de discos, la ferretería, el restaurante, el local de la red de cobranzas, el semáforo, el estacionamiento, el baño público, el puesto de garrapiñada.