Cuatro horas y media de viaje en micro de Dolores a Montevideo. Cincuenta minutos en taxi hasta el aeropuerto y tres horas y media de espera hasta la salida del avión con destino a España. Después, 12 horas de viaje, y además dos horas más de espera al salir de Barajas. Dino repasó las cuentas y se dio cuenta de que lo que tenía por delante no iba a ser fácil. Así que tomó una decisión muy suya: ese mismo día dejó de fumar.

Sentado en la cocina de su casa, un viejo almacén reconvertido tres años atrás en hogar familiar, en una esquina ubicada a pocas cuadras del centro de Dolores, el autor de canciones eternas como “Cuna de mi muerte”, “Vientos del sur” y “Milonga de pelo largo” repasa ese día hace un año en que dejó el paquete en manos de su hijo Santi —que no acompañaba a Dino y su mujer Margarita en el viaje— y no volvió a tocar un cigarrillo. Sobre la amplia mesa de madera de la cocina hay un termo y un mate, que acaba de preparar para las visitas. Y también pan y galletas, que compra todos los días para su familia. Pero Dino hace tiempo que no toma mate: cuenta que un domingo se levantó y descubrió que —por enésima vez— no había yerba ni dónde comprarla, y entonces, chau mate. El pan lo tuvo que dejar después de dejar de fumar, explica, porque lo primero que siente al probarlo es el gusto de la sal. “Capaz que tenía la lengua tapada de nicotina”, se resigna.

—Ya no podés dejar más cosas —bromeo.

—Ahora lo que me quedaría es ir sacando de mi cuerpo un litro de vino por día. Pero de a poco lo voy a lograr. Es todo cuestión de fuerza de voluntad —asegura Gastón Dino Ciarlo, que lo único que no pudo dejar en la vida es de ser, justamente, Dino. Y eso que lo intentó.

—Siempre he tenido problemas con Jekyll y Hyde, con el Dino y el Gastón. Durante un tiempo no se llevaron nada bien. No tengo idea de por qué, quizá porque soy hipercrítico conmigo. Cuando digo algo, enseguida me doy cuenta de lo que estoy diciendo y me reto: callate, estúpido, qué estás hablando.

—¿Ahora estás pensando eso?

—Ahora ya no, pero me pasó durante mucho tiempo.

—¿Cuándo te amigaste?

—Pienso que ahora que estamos juntos durante todo el día nos llevamos bastante bien.


“Si hay una cosa que me calienta es no poder recordar dónde están las cosas”, dirá más de una vez durante la mañana, revolviendo los estantes de sus bibliotecas. Hay dos en el living de su casa, una con puertas de vidrio, a la vieja usanza. Ahí guarda las joyas que disfruta desde que le llegó la jubilación, y la costumbre de levantarse temprano que adquirió durante toda una vida haciendo el turno de la mañana, ahora la aprovecha, dice, sentándose al lado de la ventana con un buen libro en las manos, leyendo tranquilo mientras todos aún duermen a su alrededor. “Hay un librero que encuentro los domingos en la plaza, que muchas veces tiene cosas increíbles”, comenta, mientras abre la vitrina para mostrar volúmenes de Manuel Mujica Láinez, Roberto Arlt, Herman Hesse. “Siempre fui lector”, avisa, y cuenta que estos días está disfrutando de un tesoro: una antigua enciclopedia de obras de la literatura universal de 24 tomos. “Voy por el tomo 8”, se enorgullece, y asegura que la está pasando muy bien como jubilado.

—Llega un momento en que uno se cansa de tener cara de funcionario, de actuar siempre de la misma forma, de hacer lo que los demás esperan que uno haga. Todo va perdiendo el sentido —intenta explicar, y sus palabras se comienzan a parecer a una de sus canciones.


Foto: Martín Pérez

Foto: Martín Pérez

“Y es peor cuando estás rodeado de gente que no piensa como vos, que actúa de otra forma”, agrega el hombre que cargó en el último tiempo con la paradoja de ser autor de canciones sobre la injusticia del mundo del trabajo para terminar empleado en una oficina de personal. “Algo tenía que hacer, y las oportunidades que te dan no las podés desperdiciar”, aclara Dino, que se considera, antes que nada, un trabajador. Porque lo fue durante toda su vida, desde los 12 años. “Cuando te jubilás te roban esos años, los que laburaste antes de los 18”, ironiza, y enumera su trabajo en las radios Centenario y Ariel, como utilero de la Comedia Nacional en la sala Verdi del Teatro Solís y, por último, en una automotora y en la administración de un molino, al que intentó volver después de regresar de un fallido exilio a destiempo en Suiza.

“Pensé que si me iba dejaba acá los problemas, pero me los llevé conmigo”, dice sobre la experiencia que lo trajo de regreso a Montevideo, según cuenta, con una mano atrás y otra adelante. “Fui a hablar con el que había sido mi patrón en el molino, y antes en la automotora. Me dijo que en Montevideo no me necesitaba pero que, si me animaba, había trabajo en Dolores. Había estado a 15.000 kilómetros, ¡cómo no me iba a animar a hacer 300, por favor! Así que me vine, y acá estoy desde hace 23 años”.


De un rincón de su cocina saca una bolsa de mandados algo descolorida e incluso andrajosa, pero que parece capaz de cumplir más que dignamente su función. Dino la muestra pidiendo complicidad, que le confirme el hecho de que, para hacer las compras, alcanza y sobra. “Mis vecinas se quejan”, cuenta entonces.

—Una vuelta, después de que salí hablando en algún programa, me paraban para decirme: “Usted que está en la televisión, ¿cómo es que hace los mandados con esa chismosa podrida?”. Y yo les respondo: “¿Qué problema hay? Por lo menos yo lo puedo hacer. Hay músicos que no pueden salir a la calle sin que los ahoguen” —dice Dino, que asegura que ahora es culo y calzón con la gente de Dolores, pero que cuando llegó muy pocos sabían quién era.

Se podría decir que ni siquiera él lo tenía muy claro, ya que venía de pasar unos cinco años en Suiza, donde confiesa no haber tocado ni una sola vez la guitarra. “Y antes de ir tampoco tocaba”, asegura, por lo que calcula que debió de haber pasado una década lejos de los escenarios, hasta que un compañero del molino le sacó la ficha. “En Uruguay nunca falta un abombado que te descubre”, se ríe Dino, que terminó armando su regreso a la música a mediados de los 90 con un grupo formado sólo por músicos de Dolores, con los que grabó un disco que produjo Fernando Cabrera. Pero se pone serio cuando le pregunto las razones por las cuales, antes de irse a Suiza a fines de los 80, no estaba tocando en vivo. Dice que la razón es muy sencilla: cuando fue a tocar a un acto de su partido, el Comunista, le prometieron 20 y le terminaron dando cinco.

—Nunca más toqué —asegura, contundente, a tono con su historia.

Recuerda que aquella vez fue temprano, para probar el sonido, y que los famosos de la noche, como tenían tanta fama, ni se aparecieron. Así que terminó abriendo el show, y cuando fue a despedirse y cobrar lo pactado, temprano porque al día siguiente trabajaba, le dijeron que eso era todo lo que tenían, casi encogiéndose de hombros: si quería, podía llevárselo. Asegura que al día siguiente se lo comentó a los encargados de cultura del partido y eso fue todo. No volvió. “Recién después de muchos años vinieron a pedirme disculpas, y hace poco volví a tocar en un acto”, recuerda Dino, que sin embargo nunca renegó de sus convicciones políticas.

—Porque soy más frenteamplista que comunista o socialista. Lo soy desde el 71. Es más fuerte que yo.


A pesar de que podría tranquilamente dedicarse a lucir en la solapa toda clase de condecoraciones —pionero del rock uruguayo al frente de Los Gatos, figura del Canto Popular con sus milongas rockeadas, autor de canciones inmortales—, Dino no se cuelga ninguna medalla. “Me dicen maestro, y yo no soy maestro. Dicen que soy una leyenda, pero las leyendas no cagan ni mean. ¡Ni hacen los mandados!”, se ríe, y vuelve a mostrar la bolsa.

El gesto de incredulidad se repite cuando cuenta, por ejemplo, que Pepe Guerra le dijo alguna vez que con el maestro Ruben Lena le estudiaban las canciones. “Te las vichábamos y comentábamos”, admitieron. O cuando recuerda que uno de Los Estómagos le confesó que le había volado la cabeza su canción “Cuna de mi muerte”. “Cuando escuchás esas cosas, vos decís: cómo pude tanto”, trata de explicar, y de pronto es como si se estuviese quedando sin palabras. “Porque yo nunca tuve un gran apego a mí mismo. Eso se llama autoestima, ¿no? Bueno, yo nunca tuve mucha autoestima, mismo. Nunca me la creí. Por suerte, porque prefiero ser así. Prefiero tener perfil bajo”, asegura Dino, que a pesar de que confiesa que no es su canción preferida, se acuerda del día que tocó por primera vez su “Milonga de pelo largo”.

—Se la canté al grupo de mis amigos, cuando vivía en el barrio Goes, en la Plaza de las Misiones. Algunos aullaban: “Dale, Nariz, seguí que vas a llegar lejos”.

—¿Qué pensás cuando pasa algo así?

—No pensás nada, simplemente te sale.

—Pero algún orgullo tenés...

—Claro. Pero además no estaba escrito en ninguna parte de mi vida que algún día yo iba a poder escribir cosas, ¿entendés? Nunca me orienté hacia eso, simplemente fue saliendo. No sé cómo explicarlo. No lo hice conscientemente, de eso se trata.

Dino asegura que si su tío hubiese trabajado en una gomería en vez de ser jefe de informativos en radio Ariel, él hubiese sido gomero, y nunca hubiese pisado la radio. “Mi tía y mi abuela me pusieron a estudiar guitarra cuando tenía seis años, pero a mí el solfeo y la teoría, no”, explica Dino, que recién se entreveró con la música a los 14 o 15, por unos amigos que tocaban rock con guitarras eléctricas que se hacían ellos mismos. “Porque era imposible comprarse una guitarra eléctrica en aquella época”, recuerda. El cuadro se completa con “nací por error / sin querer ni darme cuenta”, aquella confesión incluida en la letra de “Autobiografía” —hay una “Autobiografía Nº 2”, la más conocida—, incluida en su casi olvidado primer disco como solista, en la que canta también que sus padres se separaron luego de su nacimiento.

—Me criaron mi tía y mi abuela, que todo el tiempo me echaban en cara la comida que me daban y que me tenían que mandar a la escuela —confiesa Dino, que cuenta que durante mucho tiempo llevó grabado en su memoria el día que su madre lo negó, en una visita que le hizo cuando tenía siete u ocho años: “Se había vuelto a casar, y vivía en un barrio céntrico. Me dijo que si llegaban a verme los vecinos, tenía que presentarme como su sobrino, no como su hijo”.

A su padre, agrega, lo vio una sola vez, a los ocho o diez años. Cuando lo volvió a ver tenía 15, y recibió de regalo una lapicera Parker con capuchón de oro.

—Qué hago yo con esto, le dije. Porque no estuviste. No estuvo nadie, ni ella ni él. Así que te vas haciendo muy duro. Es como la guerra, cuando los soldados avanzan y van cayendo los que tienen al lado se van quedando solos. Entonces no mirás más a los costados, simplemente seguís adelante 
—agrega con voz muy baja, y entonces es posible entender mejor todo por primera vez, por qué la primera rebeldía, el pelo largo, y aquel rock que luego se hizo milonga.

—¿La música llegó a suplantar alguna vez a esa familia ausente?

—Yo pienso que sí. Hay una canción que dice: lo único que queda es la milonga. Te queda eso, te aferrás a la guitarra y otra cosa no tenés.


“Uno trabajando sobrevive. Cuando toca, vive. La rutina te lleva a vivir sin darte cuenta. Si hacés lo mismo todos los días tus sentidos se adormecen. Pero el tiempo se va”
Foto: Sandro Pereyra

“Uno trabajando sobrevive. Cuando toca, vive. La rutina te lleva a vivir sin darte cuenta. Si hacés lo mismo todos los días tus sentidos se adormecen. Pero el tiempo se va” Foto: Sandro Pereyra

“Tú estás loco”, me dice Dino y se le escapa una sonrisa. Acabo de contarle que nadie me mandó a hacerle una nota, que estoy acá porque aproveché la primera oportunidad que tuve de venirme hasta su casa para hacerle una entrevista. Es más: desde que me enteré de que vivía en Dolores y trabajaba en un molino, siempre fantaseé con que la foto para ilustrarla debía ser de él en medio del campo, con el molino de fondo. Ya no hay campo ni molino en la vida de Dino, pero me da todas las indicaciones necesarias para que, cuando salga de la ciudad en el micro, pueda descubrir su antiguo lugar de trabajo, al costado de la ruta. Si presto atención, me dice, voy a ver que hay una casa apartada del molino. Ahí fue donde vivió apenas llegó a Dolores, hasta que consiguió un lugar en el pueblo. Nunca me di cuenta de cuál era el molino, y mucho menos la casa, cuando tomé el micro de vuelta.

Lo que nunca le conté a Dino es que en realidad terminé de decidir que tenía que entrevistarlo luego de un show que lo vi hacer en Espacio Guambia, durante unas fiestas que pasé en Montevideo, algunos años atrás. Fui con Garo Arakelian, el ex guitarrista de La Trampa, que canta un tema de Dino en su único y extraordinario disco solista, Un mundo sin gloria. El hijo de Garo tiene la guitarra de juguete que alguna vez fue del hijo de Dino. Son casi familia. Aquella noche me contentaba con ver apenas un atisbo de la leyenda. Fui para eso, para ver algo del Dino que había rescatado Níquel en De memoria, o del que se había autohomenajeado mejor que nadie en Autobiografía, el disco en el que repasa todos sus éxitos con la producción de Elio Barbeito, acompañado por una verdadera selección de músicos, y en el que suena como un Roy Orbison rioplatense. Con una pequeña chispa, con apenas algún momento para atesorar, ya estaba hecho. Es lo que uno espera cuando va a ver a un clásico. Pero no estaba preparado para lo que vi aquella noche, el show de un artista maduro pero entero, un viejito sin culo al que le colgaban los jeans detrás pero que dominó el escenario de punta a punta, mandando un clásico tras otro, con la voz de siempre y bien acompañado por una banda de rock muy ajustada.

Esa noche terminé arengando, con el puño cerrado y en alto, cantando todas las letras. Y preguntándome cómo podía ser que semejante show apenas si llenase Guambia por la mitad. Uno de los autores de las mejores páginas del rock uruguayo tocaba sus canciones aún en el dominio de todas sus facultades artísticas, y Montevideo no se daba por enterado. Me pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, una terrible injusticia.

—El eterno problema de este país es que sos divino si dejás que te caguen. Para la gente, si tenés la calidad de un Hemingway y además no les salís nada, sos divino. Si vas a tocar gratis, sos un tipo bárbaro. Pero cuidado con pedir lo que te corresponde. Como dice un sobrino, es tan increíble que no se puede creer —se resigna Dino.

—No puedo creer que nunca hayas hecho guita con la música.

—No es increíble, es lo normal en un país como éste.

—Lo increíble, en realidad, es que hayas seguido tocando.

—No es increíble, es que la música es una enfermedad.

Hay que conceder, es verdad, que Dino no se la hizo nunca fácil a nadie. El que hasta ahora es su último disco de estudio, por ejemplo, testimonia bastante bien lo que alcancé a ver aquella noche en Guambia. Además de presentar el último capítulo de sus autobiografías, titulada “Hombre envejeciendo”, ese disco fechado en 2010 incluye una admirable versión de “Entonces”, de Jaime Roos, que suena como si fuese un tema del mejor Pink Floyd. Pero como la foto de portada fue tomada durante un recital, y el título es Vivo y suelto, los responsables de los premios Graffiti pensaron que era un disco en vivo, y en su momento lo pasaron por alto injustamente a la hora de los premios.

—Le pusimos así porque es una frase que se usa mucho en Dolores. Cuando te cruzan por la calle y te preguntan cómo andás, la respuesta es ésa: vivo y suelto —explica ahora.

Intentaron remediar el error al año siguiente, invitándolo a tocar en la apertura del show de entrega de los premios, pero como esos recitales no se pagan, movilizar a los músicos desde Dolores sin un cachet se complicaba tanto que Dino decidió rechazar la invitación. El último paso de la comedia de los Graffiti fue un merecido premio a la trayectoria, que por supuesto aceptó ir a recibir. Aunque siempre lo rebautiza desdeñosamente como un premio al kilometraje.


“Mujer con nombre de flor silvestre”. Así es como Dino le canta a su Margarita, la mujer que lo desatormentó en Dolores, con la que vive casi desde el día que la conoció, apenas un año después de haber llegado al lugar. “Las doloreñas son muy emprendedoras, a los tres días ya estaba viviendo conmigo”, se burla Dino, que parece haber encontrado finalmente ese puerto donde amarrar al que canta en “La Margarita”, el tema que abre Vivo y suelto. “Conocí a Dino en la cantina de Sportivo Barracas, uno de los clubes de fútbol de acá”, cuenta Margarita, y asegura que su amigo, el dueño de la cantina, se lo presentó diciendo: “Tengo uno para vos, es del Frente y toca la guitarra”.

—Yo venía de cinco años de duelo: había muerto mi novio, que también era músico y del Frente. Durante la dictadura, cantaba en las peñas de Montevideo. Un día le robaron la guitarra y cuando Dino lo supo le regaló una con la guita que recaudó en unos toques, aunque seguramente la necesitaba para su familia. Ésa fue la última guitarra de mi novio, que se convirtió en adicto a Dino. Esa vez que me lo presentaron, lo primero que hice fue llevarlo a ver a mi suegra. A la vuelta fui con él a su casa y no me fui más —cuenta ella.

Margarita trabaja de cocinera en el hospital de Dolores y son sus ravioles los que Tabaré Rivero celebra golpeando la mesa de la cocina del hogar que tiene junto a Dino siempre que los Kafkarudos se reúnen y su presencia revoluciona todo el pueblo. “Imaginate, cada vez que asoma el pelo blanco de Bordoni y la pelada y la colita de Tabaré, la noticia corre como un reguero de pólvora”, cuenta Dino, que asegura que después de que el resto del grupo regresa a Montevideo, durante varios días sigue llegando algún punki de cresta trasnochado a golpearle la puerta a él o a su suegra preguntando por el Tabaré. Porque Dino se ha armado una familia en su esquina de Dolores, y tiene a su suegra como vecina, y apenas una casa mas allá vive una sobrina de Margarita, con su marido y una nena. “Más que otro mundo, esto para mí es otro país”, asegura con una sonrisa, y enseguida se queja de cómo deja la casa el Santi, su hijo ya no tan adolescente, que vive con ellos.

Pero sus días no sólo son de lecturas matinales y quejas filiales. Dino asegura que casi tiene pronto un nuevo disco solista, y también que habrá otro de los Kafkarudos, esos particulares Travelling Wilburys orientales que forman con Tabaré, Walter Bordoni y Alejandro Ferradás, y del que llegó a formar parte Eduardo Darnauchans, justo antes de su muerte. “Yo lo quise mucho al Darno, muchísimo”, asegura Dino. “Mucha gente decía que era muy dark, pero para mí siempre fue un tipo luminoso”. Para el próximo disco de los Kafkarudos, adelanta, hay una canción que habla “de los amigos que ya no están, de todos los poemas que llevás en el bolsillo y de las mujeres cicatrices, tatuadas en la piel”.

—Hay muchas mujeres, vino y soledad en tus canciones.

—Es verdad. Pero no tienen mucho sentido las tres cosas juntas, ¿no es cierto?

—Siempre me llamó la atención que en tus canciones, a veces, te refieras a las mujeres como “hembras”.

—Es curioso, porque yo nunca opiné así de las mujeres. Pero era una palabra de los boliches, y aparece en las canciones, tenés razón. Ya es de otra época, definitivamente.

Pero la futura canción de los Kafkarudos que más entusiasma a Dino es una que se mete con el mito del lobizón, del chupacabras, del que se sigue hablando mucho en el interior. Habla del hijo de un vecino que en las noches de luna llena se aferraba a las rejas con los ojos rojos, que era un problema para todo el mundo hasta que los padres arrancaron con él para Montevideo, porque se había encontrado una cura para su problema. El barrio quedó tranquilo y nunca se supo más de él, hasta que un día, en el noticiero vieron el anuncio del lanzamiento de un nuevo partido, el Partido de la Luna Llena, y su candidato tenía orejas grandes y velludas. “Ahí entra el estribillo, que advierte que hay que entrar a los chiquilines y cerrar la traba, porque volvió el lobizón y se hizo político”, se ríe, y cuenta que es un tema que va a hacer Tabaré. “Me lo imagino sobre el escenario y ya me estoy divirtiendo”, asegura Dino, el hombre que volvió varias veces, con o sin luna. Vivo y suelto. Con o sin pelo largo. Pero siempre con la milonga cerca, esa enfermedad. Y a veces también la única cura posible.