A blanco a d4. En el otro extremo del tablero estaban formadas las piezas negras y más allá de la mesa había una butaca, también negra, vacía. El retador no se había presentado.

Los ojos del mundo estaban puestos en Reikiavik, la capital de Islandia, sede elegida para disputar la final del Campeonato Mundial de Ajedrez, que, por cierto, nuevamente estaba en duda. La contienda iba más allá de lo estrictamente deportivo. Dentro de los límites de los 64 escaques se condensaba la tensión entre las dos potencias dominantes. La Guerra Fría tenía un nuevo capítulo, esta vez sobre un tablero de ajedrez.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, a los soviéticos no había quien les hiciera sombra en la disciplina. Tuvo que pasar casi un cuarto de siglo para que la factoría de grandes maestros que era Rusia se viera amenazada. Durante el Torneo Interzonal y el Torneo de Candidatos, que le otorgaba al ganador el derecho a disputar la final del mundo, el aspirante se había encargado de humillar a sus oponentes, incluso a un excampeón de la talla de Tigran Petrosian. Se trataba de Robert James Fischer, un joven de 29 años que nació en Chicago y creció en un pequeño apartamento de Brooklyn junto a su hermana Joan y su madre Regina, judía, comunista y activista social, con quien jamás tuvo una buena relación.

El reloj de Bobby Fischer estaba corriendo. Tenía una hora para realizar su primer movimiento, de lo contrario caería la bandera roja y el campeón defensor se quedaría con la primera de las 24 partidas pactadas para el torneo.

El ajedrecista Bobby Fischer durante un partido, en 1973.

El ajedrecista Bobby Fischer durante un partido, en 1973.

Foto: AFP

Spassky caminaba por el escenario del Teatro Nacional de Islandia, al que habían acudido el primer ministro, los embajadores de ambas naciones y personalidades públicas que deseaban presenciar la contienda. Nadie sabía si el impredecible Fischer se presentaría. Algunos creían que era una maniobra psicológica para desconcentrar a su rival, otros que sólo pretendía irritar al campeón defensor y sacar ventaja; pero nada de eso era cierto, de hecho, antes de cruzar el Atlántico, mientras se especulaba con su presencia en el denominado “match del siglo”, declaró que no creía en la psicología sino en los buenos movimientos. Fischer, además de competir por el principal cetro del ajedrez, luchaba contra sus propios demonios, poniéndose, como en innumerables ocasiones, en jaque a sí mismo y al desarrollo normal del torneo.

El 1º de julio se inauguró el evento sin su presencia; para el día 2 estaba pactada la primera partida, pero él aún se encontraba en territorio estadounidense y ni siquiera sobre la costa este, estaba en California con su amigo Anthony Saidy, quien se puso al hombro la odisea de llevar a Fischer hasta Islandia. Lo convenció de que viajara con él hasta Nueva York, puesto que su padre estaba enfermo y necesitaba acompañarlo. Bobby accedió, incluso había decidido cruzar el Atlántico, pero antes de abordar el segundo vuelo se topó con un fotógrafo del Daily News. Fischer salió corriendo del aeropuerto, se subió a un taxi y se atrincheró en la casa del pobre Saidy, que tuvo que lidiar con él, con la prensa y con la salud maltrecha de su padre.

Algunas de sus exigencias para participar en el torneo estaban relacionadas con lo económico, muchas otras sólo tenían asidero en la paranoia que no dejaba de asolarlo. Consideraba que los periodistas podrían delatar el vuelo que tomaría, dándoles la información necesaria a los soviéticos para que derribaran su avión. Otros de sus requerimientos tenían que ver con el hospedaje, no quería televisores en la habitación porque por allí podía ser espiado; se encargaba de desarmar y armar una y mil veces el auricular de los teléfonos para cerciorarse de que no estuviesen intervenidos, incluso necesitaba compañía para dormir por temor a que colocaran micrófonos en las amalgamas de sus piezas dentales.

Gudmundur Thorarinsson, presidente de la Federación Islandesa de Ajedrez, le pidió al gobierno de su país que se comunicara con el secretario de Estado Henry Kissinger, quien llamó a Fischer y le pidió en su nombre, en el de la Patria y en el del presidente Richard Nixon, que empezaba a maniobrar entre las aguas fangosas del caso Watergate, que lo llevaría a dimitir dos años más tarde, que trajera el título a Occidente o, como a ellos les gusta llamarlo de forma pomposa, al Mundo Libre. La concatenación de llamadas, más el aporte del banquero británico Jim Slater, que duplicó el monto del premio, pusieron a Bobby en el avión que despegó en la mañana del 4 de julio.

Siete minutos después de que Spassky pusiera en marcha el reloj, Fischer apareció en el escenario, descomprimiendo la tensión que se había generado en el ambiente. Los pasos que dio hasta la mesa parecían acentuar el particular rengueo que tenía al caminar. Estrechó la mano de su rival y tomó asiento. Apoyó su codo derecho en la mesa, abrió la palma y apoyó su rostro. Se reincorporó y se recostó en el respaldo de su butaca. Colocó el codo izquierdo en el posabrazo, el pulgar en la mandíbula y el índice de la misma mano en la sien. Finalmente, después de esa serie de movimientos que parecían meticulosamente ensayados, movió Cf6.

Al parecer, quienes asistieron al teatro y los millones de espectadores en el mundo que se habían congregado cerca de un televisor podrían presenciar la primera partida del match del siglo. Pero no. Bobby Fischer aún seguía incómodo y se empeñaba en incomodar al resto. Se giró en su butaca sin desarmar la postura que adoptó antes del primer movimiento, observó hacia las cámaras apostadas en el recinto y, antes del segundo movimiento de Boris Spassky, se puso de pie y se acercó al juez Lothar Schmid para manifestarle la perturbación que le generaba el zumbido que producían las cámaras que transmitían el evento.

La suma de quejas y molestias que no dejó de hacer públicas antes de arribar a Islandia y durante los pocos minutos que llevaba en escena no se vio reflejada en el tablero. Los movimientos de apertura y medio juego se dieron de manera simétrica, todos creían que después de tantas idas y venidas, de pequeños movimientos psicológicos, intercambiarían piezas y la primera partida se resolvería en tablas. Tampoco fue así. En el movimiento 29, Bobby Fischer tomó al peón blanco en h2. Hubo un momento de incertidumbre, nadie sabía si se trataba de una jugada arriesgada que escondía una combinación favorable a las piezas negras o si simplemente se trató de un error infantil, digno de un principiante, del que acusó recibo al cubrirse el rostro con ambas manos en un gesto desesperado. Con ese movimiento, Fischer acorraló a su propio alfil, dejándole servido el primer punto al campeón defensor.

Ese mismo día, el pelotón se alejaba de la costa mediterránea rumbo a los Alpes. El Caníbal Eddy Merckx, enfundado en el maillot jaune desde la jornada anterior, se enfilaba hacia su cuarto tour de forma consecutiva. Su máximo rival, Luis Ocaña, otro hijo de la tristeza, el único que se animó a rebelarse frente a la hegemonía impuesta por el belga desde su llegada al ciclismo, estaba a casi tres minutos de la punta de la clasificación general.

El tour de 1972 servía un escenario para un duelo épico. Ocaña, reciente ganador de la Dauphiné Libéré y del campeonato de ruta español, tenía entre ceja y ceja ese tour, que en ediciones anteriores tuvo que abandonar por caídas, lesiones y sobre todo por atender el llamado de la desgracia. Su objetivo era claro: destronar al más grande de todos los tiempos del deporte pedal.

Aún quedaban seis etapas de alta montaña y Ocaña luchaba contra la sombra de saberse más fuerte que Merckx y no poder demostrarlo en la ruta, luchaba contra la mala suerte —que aún no tomaba en cuenta— y contra la bronquitis, enfermedad que lo aquejaba desde las etapas pirenaicas, pero que tenía su génesis en Priego, Provincia de Cuenca.

Había nacido en 1945, durante los tiempos de miseria en la parte de España que perdió la guerra. A los 12 años emigró a Francia. Allí las cosas para la familia Ocaña mejoraron, sin embargo los estragos del frío intenso y del hambre eran indisimulables, y se hacían visibles en la carretera.

Pierre Cescutti, su mentor y escudero, lo acompañó en los momentos más dulces y más agrios de su vida. Fue un veterano de guerra que integró las brigadas internacionales durante la Guerra Civil y estuvo preso algunos meses en los campos de concentración del franquismo. Cescutti, descubridor de las condiciones del joven Ocaña, que por entonces trabajaba como carpintero junto a su padre, lo reclutó en su escuela de ciclismo de Mont-de-Marsan, equipo con el que logró las primeras victorias regionales.

En vísperas de su rivalidad con Eddy Merckx formó parte de la plantilla de desarrollo del equipo Mercier, liderado por el eterno segundo Raymond Poulidor, el más popular de su generación, al que aún hoy los fanáticos del ciclismo le rinden tributo, aunque jamás pudo vestirse de amarillo. Ocaña no quiso ascender al equipo profesional porque en su cabeza no cabía la posibilidad de unirse a un grupo, por tal motivo decidió emigrar al equipo Fagor, en el que debutó como profesional en 1968, cuando se coronó campeón español por primera vez.

En la temporada siguiente debutó en una gran carrera y se ubicó en el segundo lugar de la Vuelta a España. Hasta aquí todo pintaba bien para el nacido en Priego. Pero aún no se habían visto las caras con Merckx, que en el Tour de Francia de 1969 se colocó por primera vez el maillot jaune al vencer en la sexta etapa, con arribo a Ballon d’Alsace, jornada en la que Ocaña comenzó a experimentar el sabor amargo de la derrota. En un descenso chocó contra una señal de tráfico y terminó en el suelo. Llegó como pudo, bañado en sangre, remolcado por los compañeros del equipo, a más de 17 minutos del ciclista que dominaría la década.

En la temporada siguiente pasó al equipo Bic, conquistó la Vuelta a España y, aunque logró ganar una etapa del Tour de France, su actuación no fue descollante y arribó a París en la ubicación 31. Para entonces, Eddy Merckx ya contaba en su palmarés con dos Giros de Italia y dos Tours de France.

En 1971 el reinado del belga parecía tambalear. Luis Ocaña lanzó un ataque en la etapa que unía la ciudad de Grenoble con la comuna de Orcières y aventajó a Merckx por más de ocho minutos. Para Ocaña no sólo se trataba de vestirse de amarillo, llegar primero a la meta y alzar los brazos al cielo. Para Ocaña se trataba de ganarle a Eddy Merckx, de vencer al ciclista al que le tocó nacer en la parte rica de Europa, de ponerlo contra las cuerdas y noquearlo, de demostrarle al invencible ciclista belga que había alguien que no le tenía miedo y estaba dispuesto a todo con tal de verlo sentado en la punta del asiento con los dientes apretados, inclinado con el mentón a centímetros del avance, sufriendo y, por fin, derrotado.

Su deseo de demostrarle al mundo que él era el más fuerte, que era mejor, lo llevó a arriesgar más de la cuenta en la etapa 14. Merckx necesitaba descontar tiempo y no dudó en lanzar tres ataques que el español supo responder. Luego de coronar el Col du Portillon, en la región pirenaica, una tormenta estalló sobre el pelotón. Ocaña desobedeció las órdenes del equipo de esperar a los últimos kilómetros de un falso plano para darle caza al fugado. Él se lanzó al límite en un descenso de por sí peligroso, que la intensa lluvia agravó al inundar cada curva en herradura. Luis Ocaña, como ciclista temerario que era, sólo parecía feliz yendo al ataque, como si la vehemencia con la que corría fuera el sostén de alguien que sólo se encuentra cómodo en el exceso.

En una curva fueron al asfalto ambos ciclistas. Merckx se puso de pie y continuó. Ocaña no. Además de padecer un duro golpe, amortiguó la caída de Joop Zoetemelk, que venía detrás de ellos, y vio con resignación cómo un tour que parecía seguro se le esfumaba entre las manos.

La primera etapa alpina del tour de 1972 tuvo final en el mítico Mont Ventoux, un puerto de montaña de 22 kilómetros con un promedio de desnivel de 7,4%. Para coronar esa cima, además de soportar los kilómetros de la etapa y los de la durísima ascensión, debió enfrentarse a un monte sin vegetación que amortiguara las rachas de viento que hacían insufrible la travesía.

Es común escuchar que no es una locura subir el Mont Ventoux, sin embargo sí lo es volver allí. Para muestra de ello sirve el caso del pedalista inglés Tom Simpson, que exactamente cinco años antes se desvaneció en la ruta. En el delirio provocado por la hipertermia, pidió a los aficionados que lo ayudaran a subirse a la bicicleta. La dureza de la competencia, el calor intenso, más un cóctel fatal de alcohol y anfetaminas, lo derrumbaron a 800 metros de la línea de meta, en donde perdió la vida.

El ciclista, como buen hijo del sufrimiento y el dolor, lleva su propio cuerpo a límites que rozan lo antinatural; de esa forma Luis Ocaña se mantuvo sobre la bicicleta a pesar de que sus problemas respiratorios iban royendo la ilusión de vencer a su eterno rival.

El 13 de julio de 1972 el francés Bernard Thévenet arribó al Mont Ventoux medio minuto antes que el líder Eddy Merckx y que Luis Ocaña, que seguía aferrado a los hilos de una fe casi extinta y hacía lo imposible por mantenerse cerca del belga en la clasificación general.

En esa misma jornada el juez Lothar Schmid, obligado por la ausencia de Fischer, no tuvo más remedio que otorgarle el segundo punto al soviético Spassky. Asimismo, se sentía culpable y dudaba de una decisión que se ceñía al reglamento, porque sentía que cargaba en sus espaldas la culpa de haber “destruido al genio”. Remontar un 0-2 en las partidas que quedaban era una misión titánica, casi imposible. Nadie con un mínimo de sentido común creía que Fischer podría dar vuelta ese resultado, en caso de que se decidiera a sentarse frente al tablero. Así como en un principio se especuló sobre la hipótesis del juego psicológico para alterar la concentración de Spassky, ahora se especulaba con la idea de que todos sus requerimientos obedecían al miedo de caer derrotado.

Las exigencias seguían: el zumbido de las cámaras, la respiración del público dentro del teatro o el sonido que hacían las piezas al moverse. El campeón defensor, que empezaba a perder la calma por las actitudes que él entendía como caprichos de un niñito, accedió a disputar la tercera partida en el sótano del teatro, en una pequeña sala acondicionada para jugar ping-pong.

Spassky hizo su habitual apertura con blancas en d4 y Fischer respondió con una defensa inédita, la Benoni, hija de la tristeza. Cualquier entendido en la materia sabía que ese partido no se resolvería en tablas. La variante era frontal y arriesgada. En el movimiento 11 Fischer llevó su caballo a h5, lo quitó del medio, un caballo en el borde es una pieza que no va a pelear; además, cedió el centro del tablero a sabiendas de que dominar los escaques centrales ofrece una ligera ventaja. Spassky tomó el caballo negro con el alfil, que Fischer posteriormente tomó con su peón. Esa figura, de peones doblados en h, además de inédita era antiestética, aunque parecía eficaz. El semblante del monolito soviético ya no se veía tan sólido. La incertidumbre por la estrategia de Fischer delató una tensión de la que no pudo liberarse hasta que por fin el tanteador quedó 1-2. La cuarta partida se redondeó en tablas, en la quinta Spassky se resignó en el movimiento 27.

A esta altura del torneo estaban empatados en 2,5. Boris Spassky había perdido la cualidad de temible, algo había sucedido que mermó su rendimiento. Se lo notaba incómodo y dubitativo. Desde el bando soviético comenzaron las quejas y las teorías conspirativas que remitían a la luz eléctrica del lugar, algún dispositivo electrónico en las sillas u otro elemento que tuviese la misión de afectar deliberadamente a Spassky. Se examinaron las butacas, el piso y las luminarias hasta que hallaron las responsables de tamaña perturbación: dos moscas muertas.

Dirimidas las dudas de ambos jugadores, se instalaron nuevamente en el escenario del teatro para disputar el sexto juego, pactado para el 23 de julio. Fischer con blancas acostumbraba a iniciar con peón e4, lo hacía de forma rigurosa y obsesiva, como lo era con todo. En cambio, en esa partida optó por una apertura inglesa de peón a c4, desconfigurando la preparación de su oponente, que jamás encontró comodidad en el tablero. A diferencia del golpe de timón de la defensa Benoni, cuando adoptó una actitud confrontativa con negras se inclinó por un juego menos frontal y agresivo, dinamitando los posibles puentes por donde podría avanzar el juego de Spassky. El vals de precisión de Fischer fue aplaudido por el público después del movimiento 41, incluso el propio jugador soviético se puso de pie y aplaudió la exhibición del joven que se perfilaba a quedarse con el título.

El domingo 23 de julio Eddy Merckx se trepaba a lo más alto del podio en los Champs-Élysées por cuarta vez consecutiva. Luis Ocaña, después de perder otros cinco minutos en la etapa 14, decidió abandonar la carrera. No tenía sentido extender la agonía para lograr una posición en la clasificación general insatisfactoria para sus objetivos. Él no consideraba épica la belleza de una segunda posición, y menos si el ganador era el Caníbal.

Aún lo esperaba la temporada de 1973. Ocaña llegó al tour después de ganar la Setmana Catalana, la Vuelta al País Vasco y la Dauphiné Libéré. Se enfundó el maillot jaune en la séptima etapa y no volvió a sacárselo. Dominó con total autoridad una carrera que empezó accidentada por una caída en la primera etapa a causa de un perro que se cruzó en la carretera. Después del pequeño susto manejó la competición a gusto y se quedó con la clasificación general y con seis etapas.

Por fin el nacido en la España devastada por la guerra se coronaba campeón del Tour de France. Pero esa victoria no le sabía del todo dulce, no se lo notaba eufórico como se suponía; su máximo rival, Eddy Merckx, había decidido no disputar la carrera francesa para enfocarse en ganar su cuarto Giro de Italia y su primera Vuelta a España, en la que Ocaña arribó en el segundo lugar, por cierto, detrás del belga.

Luego de obtener su tan deseado tour compitió durante cuatro temporadas más con magros resultados y se retiró en 1977, a los 32 años. Compró una chacra de 60 hectáreas y se dedicó a la producción del armañac, a pesar de que varios amigos lo pusieron en conocimiento de que el tiempo de ese licor había pasado. Pero él, acostumbrado a desoír las sugerencias y fiel a su orgullo, se lanzó a trabajar sus viñedos con la misma vehemencia con que corría sobre la bicicleta cuando el terreno se ponía cuesta arriba.

La suerte, cosa que Ocaña creía capaz de burlar, se las ingenió para tenerlo en la vereda opuesta, como en los tours de 1969, 1971 y 1972. A las dificultades para distribuir su producción de armañac se le sumó una tormenta que arrasó con su chacra y esterilizó sus viñedos durante tres años. Por si fuera poco, dos accidentes automovilísticos, uno en 1979 y otro en 1983, pusieron su vida en riesgo. En ambos casos necesitó transfusiones de sangre y en una de ellas, no se sabe cuál, se contaminó con hepatitis C.

Luis Ocaña durante la octava etapa del Tour de France de 1973, entre las localidades de Moutiers y Les Orres, el 9 de julio.

Luis Ocaña durante la octava etapa del Tour de France de 1973, entre las localidades de Moutiers y Les Orres, el 9 de julio.

Foto: AFP

Luis Ocaña, el nacido en Priego, un hijo de la tristeza que protagonizó batallas épicas en la ruta, el único que se animó a plantarse frente al Caníbal y atentó contra su hegemonía, la misma persona que en sus años de productor vitícola tuvo un pastor alemán de nombre Rex al que llamaba Merckx cada vez que le daba una orden, debilitado por sus accidentes, por la enfermedad y por la frustración de haber quebrado económicamente, puso fin a su vida el 19 de mayo de 1994, poco antes de cumplir 50 años.

Bobby Fischer en 1975 tenía que defender su título. Nuevamente comenzó con pedidos y reivindicaciones en materia de premios y otras cosas que lindaban con lo inverosímil, como la condición de jugar sin empates. Tales exigencias fueron declinadas y al no presentarse, se declaró campeón al soviético Anatoli Karpov.

Garry Kasparov ha dicho que todo ajedrecista es un paranoico durante el juego, afirmación plausible si se toma en cuenta que después del cuarto movimiento hay más combinaciones posibles que estrellas en la galaxia. El problema comienza cuando esos síntomas exceden los 64 escaques del tablero y el individuo queda atrapado en esa jungla inhóspita de variantes.

Bobby desapareció de la vida pública. Apenas hubo registros de su existencia a principios de los 80, cuando fue arrestado por “vagabundear”. Recién en 1992 reapareció en Belgrado, la capital de una Yugoslavia que empezaba a escindirse, para jugar un torneo contra su antiguo rival, Boris Spassky.

La contienda nada tuvo que ver con aquella disputa de dos décadas atrás, cuando el mundo se detuvo a ver cómo un capítulo de la Guerra Fría se resolvía sobre un tablero de ajedrez y ellos apenas eran una sombra obesa de lo que supieron demostrar. Ese torneo también se lo quedó Fischer, embolsó unos cuantos millones de dólares y “ganó” que el gobierno de Estados Unidos lo declarara criminal por haber violado una ley federal que supuestamente le prohibía jugar en Yugoslavia. Sin nación y perseguido, su vida transitó entre algunos países del este europeo y Japón, país donde fue detenido en 2004 por utilizar un pasaporte invalidado por el país que se sirvió de su éxito y que desde su reaparición en Belgrado lo amenazaba con recluirlo en una cárcel durante diez años, además de confiscarle el dinero obtenido en el torneo.

Estuvo ocho meses preso, hasta que el país que lo vio llegar a lo más alto del ajedrez le concedió la nacionalidad. La pequeña Islandia, enfrentada a Estados Unidos y Japón, dos de las economías más poderosas, recibió a Bobby en marzo de 2005. Allí vivió hasta su fallecimiento, en enero de 2008, confinado en su irreversible trama de infinitas combinaciones.

Desde los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952, el deporte fue una columna más de las permanentes tensiones entre la Unión Soviética y Estados Unidos. El ajedrez no fue ajeno a ello y en ese contexto, una nación se alineó detrás del esfuerzo en solitario de Robert James Fischer, depositando en él la necesidad de derrocar a la escuela soviética de grandes maestros. Luis Ocaña creció entre el hambre y la miseria de una provincia devastada por la Guerra Civil Española y los problemas respiratorios que se gestaron en su Priego natal lo hicieron claudicar en aquel tour de 1972, verano en el que dos hijos de la tristeza, desde sus respectivas trincheras y con éxitos disímiles, coincidieron en su lucha frente a gigantes.