Hace pocas semanas apareció La ropa que el viento sacudía (Editá Online), el primer libro de Gloria Algorta. La carrera de esta uruguaya, sin embargo, comenzó hace décadas: tras su exilio en España, recibió distinciones en concursos tan diversos como el Horacio Quiroga (de la Intendencia de Salto), el Onetti (de la de Montevideo) y el que organiza el programa En perspectiva.
Alicia vio por la ventana que el bus se iba cuando revolvía el bolso en busca del ansiolítico que tomaba todas las mañanas. Frente a un vaso de cartón con café con leche y un muffin de arándanos, pensó: ahora perdí el bus, lo que debo hacer es tomar la medicación sí o sí y después veo qué hago. Terminó de desayunar en la estación de servicio donde el bus había hecho su parada entre Tallahassee y Orlando, fue al baño, se lavó los dientes y después, con toda la calma del mundo y su precario inglés, se acercó a la cajera del supermercado y le preguntó qué podía hacer. La cajera le dijo que había una oficina del Greyhound en el fondo.
Alicia no pensó que si, en vez de terminarse tan tranquila el desayuno, hubiera corrido a la oficina, de allí podrían haberle pedido al chofer que la esperara mientras ella corría y alcanzaba el bus.
En verdad no era tan precario el inglés de Alicia; leía sin dificultades, pero no era lo mismo entablar una conversación con hablantes nativos. La agotaba hablar en un idioma que no era el suyo, aunque toda su vida había utilizado algo de inglés en el trabajo.
Atravesó el supermercado, típico supermercado de autopista: muchos snacks, comida chatarra, y grandes máquinas de café para servirse cada uno, con vasos de cartón, y lo mismo donuts y muffins y cubiertos de plástico. Los pasajeros del bus habían arrasado con la comida —también huevos revueltos y tacos mexicanos con distintos rellenos— y llevado toneladas de snacks. Esta vez, Alicia no los vio, pero había viajado ya varias veces en bus por los diferentes estados en que vivieron sus hijos, y sabía que los yanquis, cuando viajan, comen snacks o duermen. Muy pocos, seguramente estudiantes, leen o escuchan música con auriculares enchufados a celulares inmensos.
La empleada del Greyhound hablaba por teléfono y, de este lado del mostrador, una chica que no debía tener más de veinte o veintidós años lloraba con una mezcla de indefensión e impertinencia.
—Yo “tengo” que llegar a mi casa —decía, como si ninguna otra persona en la Tierra tuviera que llegar a su casa.
Alicia miró sus grandes y acuosos ojos verdes y el rímel que le manchaba la cara. La chica gemía aparatosamente, se mordía las uñas pintadas de un verde estridente y caminaba, como un animal encerrado, por la oficina, mientras se quejaba de su mala suerte o, mejor dicho, de que el mundo conspirara contra ella. A Alicia le dio pena, como si a su hija, que ahora tenía treinta años y un bebé, le hubiera pasado lo mismo a esa edad.
—¿Vos también perdiste el bus? —le preguntó, después de todo el proceso mental de traducir la oración.
Ella le respondió en un inglés velocísimo y Alicia pudo entender que tenía un hijo en algún lugar de la Florida y quería llegar a verlo cuanto antes. También supuso, por el tono y la actitud de la chica, que había tratado con altanería a la empleada negra y que, por eso, la muchacha del Greyhound seguía con el teléfono y revoleaba los ojos de vez en cuando.
—Te aconsejo —dijo Alicia, maternal— que respires hondo, te tranquilices y, cuando lo logres, te laves la cara. Cuanto más tranquila estés, mejor vas a solucionar las cosas. ¿Con quién está tu hijo?
Entendió parte de la respuesta: el niño estaba con la suegra de la chica y no se llevaban bien.
—Bueno, pero está bien cuidado, ¿o no?
—Sí, sí, no es eso —admitió, limpiándose los mocos con la manga de su suéter última moda. Entonces dijo que tenía que ir al baño y desapareció tras la puerta de vidrio.
Alicia se acercó a la ventanilla y dedicó la mejor de sus sonrisas a la empleada. Esta le correspondió, cortó su conversación telefónica y recibió el ticket que Alicia le entregó.
—Lo que puedo hacer por usted, señora —dijo, después de consultar la computadora—, es darle un pasaje para el siguiente bus a Orlando, que pasa a las cinco de la tarde.
Eran cerca de las diez de la mañana.
—No puede ser. ¿No hay otro antes? Tengo que tomar un vuelo en el aeropuerto de Orlando a las cuatro —dijo Alicia.
La muchacha tenía unos cuantos kilos de más, una cara hermosa y una mirada expresiva que mostraba haber simpatizado con Alicia, tal vez porque había oído su conversación con la chica blanca. Hizo otra llamada y la mujer entendió que le planteaba el inconveniente a un supervisor, o algo así.
Cortó y dijo en un tono que a Alicia le resultó aplastante:
—No tengo otra solución para usted.
Alicia le agradeció la atención y se dio cuenta de que tenía un problema. Ni siquiera sabía en qué lugar de la Florida estaba. Lo buscó con el GPS del teléfono y descubrió que se encontraba en un cruce de autopistas en las afueras de una localidad llamada Ocala. Le faltaban todavía unas cien millas para llegar a Orlando. Descartó la posibilidad de llamar a sus hijos, la de Tallahassee y el que la iba a esperar al aeropuerto de Chicago. Si no podían solucionar nada, no tenía sentido preocuparlos. Tiene que haber una manera de llegar a tiempo a Orlando, se dijo, y tengo que ser capaz de encontrarla. Sin embargo, empezó a rechinar los dientes, a morder fuerte, que era lo que hacía cuando estaba muy nerviosa.
Salió del supermercado al calor agobiante de la Florida y comenzó a preguntarles a las mujeres y las parejas que subían y bajaban de enormes camionetas si iban hasta Orlando. También a las que cargaban combustible. La estación estaba muy concurrida y la autopista, abarrotada de autos y camiones.
—Excuse me—decía—. Do you go to Orlando? I need a ride to Orlando!
La letanía le había costado una lección de pronunciación sureña. Nadie entendía “Orlando”. Aprendió que debía pronunciar “Orlendo”.
Al poco rato se impacientó y empezó a abordar también a los hombres. Como nadie iba a Orlando y todos parecían tener mucha prisa, se tomó otro ansiolítico y empezó a caminar hacia el puente que cruzaba la ruta. La mochila le pesaba y hacía muchísimo calor. Pasó por un motel justo cuando salía un coche con dos hombres. Les preguntó si iban a Orlando. No, le dijo el copiloto. Ella agradeció y continuó caminando, sin dejar de hacer autoestop. Se sentía ridícula: la última vez había sido unos cuarenta años antes y ahora era una reciente sesentona, y no la muchacha de pelo lacio y largo que hacía dedo, en verano, para acampar en las playas atlánticas con sus amigos.
—Hey, madam!—llamó el hombre del auto.
Alicia se volvió, caminó los metros que los separaban, y el tipo le dijo que el chico que conducía, un moreno de unos veinticinco años, la llevaría a Orlando por treinta dólares, más los veinticinco del combustible. Ella hizo cuentas mentales y pensó que no iba a demorar en detenerse alguien y llevarla a Orlando gratis, además de que no le gustaba la cara del chico ni la idea de aparecer violada y descuartizada en un pantano de la Florida. Así que dijo que no, gracias, y los tipos desaparecieron por los tréboles de la autopista.
Cerca del mediodía su preocupación aumentó. Nadie le paraba y el tiempo transcurría. Al acercarse al puente descubrió, por los carteles, que la autopista con dirección norte-sur pasaba por arriba. Ella estaba haciendo autoestop en una que atravesaba la Florida en dirección este-oeste, de modo que había perdido toda la mañana. Sentía muchísimo calor y ya no sabía cómo colgarse la mochila, que le dejaba marcas blancas en los bronceados hombros desnudos. Maldijo el momento en que se le ocurrió llevar la laptop consigo y no en la maleta que iba en el bus, lo mismo un kilo de yerba mate que llevaba para su hijo de Chicago. Hacía rato que se le había acabado la botellita de agua. Tenía sed y mucho sueño, se había despertado a las cinco para tomar el bus a las seis de la mañana.
Cruzó la autopista por debajo del puente y se dispuso a subir por la senda que salía a los carriles que se dirigían al sur. Hacía dedo y juntaba las manos como si rezara, rogando que la llevaran. Se sentía muy desgraciada y comenzó a asustarse. Cada vez que pasaba un camión, se acordaba del camionero de Thelma y Louise. Volvió a pensar en la posibilidad de aparecer descuartizada en la cuneta de una carretera secundaria, mientras sus hijos ni siquiera estaban enterados de que había perdido el Greyhound. Lo que más le pesaba de morir era dejar a sus hijos y a su nieto.
No quería pensar en su próximo regreso al Uruguay, donde los días eran cada vez más grises mientras se sentía envejecer sin una alternativa al trabajo al que dedicó su vida. Su retiro había sido obligatorio, por reglamento del organismo internacional donde prestaba sus servicios. Sus amigas todavía trabajaban y sus familias se multiplicaban con la llegada de los nietos y, por lo tanto, las veía cada vez menos. Alicia no sabía qué hacer con el tiempo que le sobraba, con la soledad y con la distancia que la separaba de los suyos.
Entonces se dio cuenta de que tenía que llamar a la Policía. Al fin y al cabo, su situación era una emergencia. Pero en lugar de llamar al 911, llamó al 991. Un disco le dijo que la característica no era válida. Sin darse cuenta de su error, decidió bajar de nuevo a la otra ruta, hasta otra estación de servicio situada sobre la autopista este-oeste. Allí compraría agua, tal vez algo de comer, y preguntaría cómo llamar a la Policía. Sintió que había tomado una buena decisión.
Justo en el instante en que dejó de hacer dedo y caminó decidida a la estación, un coche se detuvo junto a ella y una mujer, desde el asiento del acompañante, le preguntó:
—Are you fine?
—Not really—dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
La mujer parecía tener unos pocos años más que Alicia. El hombre que iba al volante también era mayor, pero no eran viejos. Ella tenía la cara muy redonda y unos enormes ojos celestes por donde asomaba una mirada bondadosa, salpicada de una mezcla de asombro y preocupación por la mujer que hacía autoestop en la carretera.
—Perdí mi bus y tengo que tomar un vuelo en Orlando a las cuatro —continuó explicando Alicia. Y, como pudo, les contó la historia. Se acordó de que la pareja le había dicho que no iba para Orlando en la primera estación de servicio, hacía ya unas tres horas. Y encontrarla todavía haciendo dedo les habría llamado la atención.
Después de escucharla, se quedaron pensativos. Hablaron un poco entre ellos, con la calma de un viejo matrimonio. Después el hombre dijo:
—Bien. Usted suba. Ya veremos hasta dónde llegamos, pero la acercaremos a Orlando.
—Thanks God!—exclamó Alicia, copiando alguna película, mientras tiraba la mochila en el asiento de atrás y subía al auto. Ya había llegado a pensar que los republicanos blancos de la Florida no consideraban confiable a una mujer «hispana», de piel aceitunada y ojos muy negros.
Los conductores tenían cierta curiosidad por ella y era evidente que no se atrevían a preguntar. Alicia les explicó que provenía de Uruguay —ellos ubicaron vagamente el país cuando les dijo que estaba entre Brasil y Argentina—, había venido a visitar a sus hijos, que trabajaban en Estados Unidos, y su hija de Tallahassee tenía un bebé de seis meses. También les contó lo mal que se había sentido en la autopista y lo agradecida que se sentía porque la llevaran.
Ante su sorpresa, abandonaron la autopista en la primera salida hacia el este, mientras se presentaban como Gretchen y Mark; ella era profesora retirada y se había dedicado a preparar maestros de educación inicial. También le dijeron el oficio de Mark, pero Alicia no entendió.
—Vamos a pasar unos días a nuestra casa de Daytona Beach —explicó Mark—. Tenemos que pasar por Ocala porque nos olvidamos de dejarle la comida de la gata a la vecina que nos la va a cuidar. A la casa de la playa se va por la ruta 40 y podemos dejarla a usted en el cruce con la 19, que va hacia Orlando. Tiene menos tránsito que la Interestatal pero, en compensación, es más rápida, no hay embotellamientos, así que llegará en hora y pasaremos por el Ocala National Park, que es muy bonito. Vale la pena conocerlo.
Gretchen asentía y Alicia se resignó. Mark tenía un hablar pausado y, por suerte, le entendía. Si, como le decía el Google Maps, sólo demoraría unos cuarenta minutos más por ese camino, aun llegaría a tiempo de tomar el avión. Se detuvieron en una típica casa de suburbio, con un gran jardín, y ella bajó con sus benefactores para aprovechar el baño. No se sorprendió al ver un cartel de Trump en la ventana.
Luego de la escala volvieron a la autopista que cruzaba la Florida de oeste a este hacia Daytona Beach y pasaron frente a la estación de servicio donde la había dejado el bus.
En el auto, de a ratos, la conversación languidecía y Alicia disfrutaba del silencio. En otros momentos, hablaban con fluidez de los temas más variados.
—Cuando ayudo a alguien que no conozco —dijo Gretchen—, pienso que, si alguno de mis hijos necesita ayuda, la recibirá de un desconocido. Eso me reconforta.
A Alicia le pareció que eso era pensamiento mágico. Sonrió, sin embargo, y dijo que seguramente así sería. Se acordó de que traía consigo unos jaboncitos artesanales de canela, comprados en una tienda de regalos de Montevideo, y le dio uno a Gretchen como muestra de agradecimiento. Gretchen lo recibió alegremente, lo olió (cinnamon, dijo Alicia), lo puso en la guantera y lo olvidó de inmediato. Ellos se mostraron interesados cuando supieron que Montevideo quedaba tan cerca de Buenos Aires y afirmaron que algún día irían de vacaciones a las dos capitales. Intercambiaron direcciones y teléfonos antes de llegar a la ruta 19.
Alicia les prometió enviarles algo como muestra de su agradecimiento.
—Do you like wine?—preguntó.
—Oh, we like red wine, yes—contestó Gretchen volviéndose hacia atrás con una pizca de picardía en su mirada bondadosa.
Y entonces Mark las sorprendió a las dos. Detuvo el auto y les mostró una carretera desierta, en medio del Ocala National Park:
—Esta es la ruta 19. Va hasta Sanford y de ahí a Orlando. Sanford y Orlando están casi pegados —agregó.
Alicia les dijo que eran las mejores personas que había conocido. En ese momento lo sentía así.
—Aprendimos muchas cosas de Uruguay —dijo Gretchen.
—Y yo estoy encantada de haberlos encontrado, en vez de terminar asesinada en una carretera de la Florida —concluyó Alicia, y los tres se rieron.
Bajó del auto, que arrancó, raudo, y se encontró en medio de un paisaje de pinos marítimos, pastizales, arena y cielo azul despejado. No necesitaba conocer un parque nacional que era igual a cualquier paisaje de la costa uruguaya. El problema es que no había un alma en los alrededores y era ya la una y media de la tarde. Y ahora ni siquiera tenía señal de celular. Sintió la punzada de la angustia en el medio del pecho y se tomó el tercer ansiolítico del día. Le costaba pensar qué hacer a continuación.
Por eso actuó sin pensar. Caminaba por la ruta 19 sin dejar de hacer dedo cuando pasaba un auto, cosa que sucedía cada cinco o diez minutos. Nadie se detuvo. Caminó tres cuartos de hora y, a lo lejos, vio algo que parecía un pueblo. Suspiró con un alivio inmenso y apuró el paso, a pesar del cansancio.
A los pocos minutos se dio cuenta de que caminaba hacia una especie de asentamiento de casas rodantes, medio escondido detrás del bosque de pinos. Se acordó de la hija de una amiga a quien, de intercambio en Estados Unidos, le tocó vivir con una vieja en una casa rodante poblada de gatos. La hija de su amiga protestó hasta que la cambiaron de ubicación. Un escalofrío le recorrió la espalda transpirada.
Al acercarse descubrió que las viviendas no se trataban de casas rodantes, puesto que no tenían ruedas.
Vestida con una solera floreada, una mujer negra, atractiva, de buen porte y edad indefinida, pintaba de fucsia rabioso una silla de niño frente a una de las casas, a la escasa sombra de un árbol. La miró con curiosidad. Alicia le habló:
—Hi, madam. Do you have a glass of water, please?
—Oh, my God!—exclamó la mujer, compasiva. Abrió una conservadora de camping que tenía cerca—. Would you like a coke?
Alicia nunca tomaba gaseosas, pero aceptó con gusto y se dejó caer en la silla que la negra le indicó, dejando que la mochila rodara al suelo arenoso. Volvió a contar la historia, esta vez engrosada por el trayecto con Gretchen y Mark.
—Blancos hijos de puta —dijo la mujer de la solera floreada—. ¿Cómo la van a dejar en este desierto? No sé cómo va a llegar a Orlando. Además, el autoestop ya no se usa, nadie lleva a nadie si no pone un anuncio en internet o un cartel en una universidad para viajar y compartir los gastos… ¡Así se arriesga a que la roben, la violen o la maten!
Alicia sintió otra vez que la angustia le cerraba el pecho y no supo qué decir. Lo que de verdad quería era pedir una cama para dormir un rato, darse una buena ducha y ponerse ropa limpia. Llevaba una muda en la mochila. La mujer le ofreció otra coca cola.
—Gracias. ¿Tiene agua fresca? Prefiero el agua.
—¡Evelyn! —gritó la mujer—. Un vaso de agua fresca para
esta señora.
Alicia miró el cielo azul, los pinos, las otras casas. Algún perro ladró y los cuervos o las águilas, esas aves que siempre hay en los Estados Unidos, volaban alto. La mujer seguía pintando y le echaba ojeadas. Ella cerró los ojos. Al rato los abrió.
—¿Tienen teléfono? —preguntó, mirando su celular sin línea y sin internet.
—Oh, Karen, this is the woman I told you about!—la gangosa voz conocida tomó a Alicia por sorpresa. Era la chica que también había perdido el Greyhound, con los ojos hinchados de dormir, llenos de lagañas, un vaso de agua en la mano y, en la cadera, un niño mulato de unos dos años. Evelyn llevaba un short, una musculosa que le quedaba grande y no tenía rastros de maquillaje ni en la cara ni en las uñas. Miraba, azorada, a Karen y Alicia.
Alicia estiró la mano y agarró el vaso de agua. Lo tomó de a sorbos con los ojos puestos en el niño. Era un tesoro, con rollitos en los brazos, los grandes ojos verdes de la madre y el pelo ensortijado de los negros.
—Claro —dijo Karen, iluminada de repente—. Usted me dijo que perdió el Greyhound. Yo conseguí un coche para buscar a mi nuera en la gasolinera de Ocala y usted ya se había ido. ¡Ay, querida! Usted no está muy bien de la cabeza, ¿cómo se le ocurre hacer autoestop y subirse a un coche con gente desconocida? ¿No lee los periódicos?
Alicia recordó que Evelyn había dicho que se llevaba mal con su suegra.
—Los blancos están locos —continuó Karen—. Todavía creen que el mundo es suyo. Esta —señaló hacia la chica con el mentón— se escapa en cuanto puede y abandona al niño para irse a Tallahassee a bailar con sus amigos. Usted es grande y anda por un país extranjero perdiendo buses. Y los demás votan a Trump, un payaso millonario sin escrúpulos.
Alicia no se sorprendió del estilo resuelto de la negra, sino de que hablara de política y usara una palabra algo sofisticada, como “escrúpulos”.
Mientras hablaba, Karen terminó de pintar la sillita, limpió el pincel en un balde de agua, se lavó las manos en un grifo y una pileta de lavar ropa que había junto a la casa rodante, las sacudió, se las terminó de secar en el vestido floreado y entró a la vivienda.
—¡Vengan! —gritó desde la puerta.
—¿Ve que es insoportable? —susurró Evelyn.
—No me parece. Es muy enérgica, pero no es mala, creo —dijo Alicia, levantándose de la silla. Agarró la mochila y caminó hacia la casa junto a Evelyn y el niño. —¿Cómo se llama? —preguntó.
—Bob. Bobby.
—Hi, Bobby.
Alicia le hizo una tímida caricia en el brazo. Sabía que los yanquis tienen un cuidado especial con los niños ajenos y no los tocan. Sin embargo, antes de subir la escalerilla, Bobby le había echado los brazos al cuello, ante la mirada despreocupada de la madre.
Adentro, todo relucía. En la cocina-comedor, un mantel a cuadros cubría la mesa sobre la que Karen ya había puesto tazas, una horma de pan casero y mantequilla de maní. Calentó el café y la leche en el microondas.
—¿Qué hora es? —preguntó Alicia mientras dejaba la mochila en el sofá y se sentaba a la mesa con el niño en brazos.
—Hora de comer —respondió Karen.
Alicia acomodó al niño para poder ver su reloj. Eran las dos y media de la tarde. Deseó con fervor que después de esa colación extraña la invitaran a dormir la siesta. Ni se acordó del vuelo que poco después salía de Orlando. Los ansiolíticos y el calor habían hecho su efecto. Tomaron café con leche y comieron todo el pan con mantequilla de maní.
El niño tomaba una mamadera de coca cola en las faldas de Alicia, que le daba pedacitos de pan. Había hecho buenas migas con Bobby, y se preguntaba por qué la madre no le daba leche en lugar de coca cola.
Karen y Evelyn no hablaron. Al terminar, Karen le dijo a la muchacha que lavara. Alicia ayudó a levantar las cosas de la mesa y sacudió el mantel hacia afuera. Había dejado al niño en el sofá, tranquilo con algún juguete. Ella se sentó también y vio por la ventana que Karen ordenaba las herramientas y los baldes. Tapó la sillita con un nailon, le puso unos palillos para que no se volara y entró. Evelyn había desaparecido después de lavar las tazas.
—¿Ya se fue esta chiquilina? Se escapa en bicicleta por el lado de atrás para que yo no diga nada. Hace lo que quiere. Yo no la puedo criar, a esta altura —se quejó Karen, y levantó los hombros en un gesto de resignación. Se sentó también en el sofá.
—¿Evelyn es la pareja de su hijo? —se atrevió a preguntar Alicia.
—No, en realidad no. Él la dejó embarazada una vez que fue a bailar y los padres de ella la echaron de la casa. Son unos blancos pobres, viven de la ayuda social. Ignorantes, white trash—el desprecio surgió sin disimulo—. Evelyn no tiene adónde ir y se vino para aquí. Mi hijo es empleado del estado de Florida y trabaja en el mantenimiento de carreteras. Viene de vez en cuando. Cada vez menos, en realidad. Quiere a Bob, pero a Evelyn no la soporta. Sólo yo la soporto, a veces me pregunto si soy tonta.
—No, Karen, usted es una mujer buena, no tiene nada de tonta.
—¿Le parece? Ahora que podría descansar estoy criando dos niños, porque Evelyn es también una niña. Trabajo tres veces por semana en una casa de Sanford y me llevo a Bobby. Lo dejo en una guardería porque no confío en Evelyn.
Alicia se acordó de las palabras de Mark: Sanford y Orlando están casi pegados, había dicho. Se preguntó si habría entendido bien las palabras de la negra.
—¿Y cómo va a trabajar? —preguntó. La asaltó una esperanza repentina de regresar a su vida—. ¿Hay algún bus a Sanford?
—No, por la ruta 19 no pasan buses. Sólo el de la escuela, y ahora estamos en vacaciones. Voy en el coche de Carlitos, un vecino guatemalteco. Él va todos los días a Sanford. Además es el presidente de la comunidad y hace las compras para todos, una vez por semana. Yo voy los sábados a la casa comunal para ayudar a fraccionar los pedidos.
—¿Y Carlitos no me podrá llevar a Sanford?
Karen frunció los labios y meneó los rizos negros. Le dijo que Carlitos estaba en el trabajo y no llegaría hasta después de las seis de la tarde.
—De todas maneras, lo iremos a ver cuando llegue. Mañana supongo que la podrá llevar a Sanford, pero tenemos que buscarle un lugar para dormir. Aquí no hay espacio.
Alicia volvió a sentir la opresión en el pecho. Aun así, preguntó:
—¿Podría pasar al baño, darme una ducha y que después me presten una cama para dormir un rato?
—No hay problema —dijo Karen—, me imagino que debe estar cansada. Caminó mucho.
La guio al fondo de la casa. Detrás de una cortina había una habitación del tamaño de la cocina-comedor, donde se amontonaban una cama de matrimonio, otra individual, y dos roperos grandes. Al fondo había un baño diminuto. Las camas tenían lindos acolchados y había una estantería repleta de libros sobre la cama individual. Al lado de la cama, otra pila de libros, única señal de de-sorden. Ni una prenda de ropa fuera de lugar. Sin lugar a dudas, el niño dormía con la madre en la cama grande.
Alicia se dio una ducha y se puso ropa limpia. Después salió del baño y, con el pelo mojado, se echó sobre la cama individual y durmió. Soñó que Bobby dormía a su lado y, en un momento dado, Gretchen y Mark entraban al cuarto y se robaban al niño. Ella quería gritar pero la voz no le salía.
La despertó Evelyn, maquillada y con un top rojo de lentejuelas sobre un jean muy roto. Le dijo que eran casi las siete de la tarde y Karen quería que se levantara para ir a lo de Carlitos.
Karen y Alicia caminaron entre las casas rodantes. Anochecía. Los vecinos encendían las luces y tomaban el fresco en porches más o menos improvisados frente a las casas. Algunos habían sacado la mesa y el televisor y cenaban mirando programas de entrevistas y concursos. Alicia oyó a algunas familias que hablaban español.
Cruzaron el barrio en diagonal y llegaron a la casa de Carlitos, grande y con un buen porche. Un hombre gordo de bigote y guayabera fumaba un puro en una mecedora, junto a una mujer vestida a lo mexicano. Ella parecía Frida Kahlo.
—Hi Carlitos, hi Bea—dijo Karen—. What’s up?
Carlitos dio una fuerte chupada al puro y contestó con palabras llenas de humo:
—Great! No news, good news. Who is your friend?
Karen le habló en inglés y Alicia entendió que le contaba sobre ella, mientras el hombre gordo la miraba de arriba abajo.
—Señora, buenas tardes —dijo después, con un acento raro—. ¿De qué país es usted?
—De Uruguay. ¿Conoce Uruguay?
—¡Ah! Conque de Uruguay. El país de Suárez y Cavani. ¡Claro que lo conozco! ¡Ustedes sí que juegan al fútbol! Qué bueno es ese técnico que tienen… ¿Cómo…? —y dejó el interrogante en el aire, entreverado todavía con el humo.
—¿El maestro Tabárez? —preguntó Alicia.
—¡Ese mismo! No sabía que era maestro.
Alicia no quería hablar de fútbol. No le interesaba lo más mínimo y le parecía que Uruguay tenía aspectos mucho mejores para ser reconocido en el exterior. Sin embargo, se dio cuenta de que Carlitos era el patriarca en ese lugar, y no podía sublevarse frente al patriarcado, por más feminista que fuera, en las condiciones en que estaba. La siesta le había hecho bien. Se sentía lúcida y sabía que Carlitos era la vía para el regreso a su vida normal. Estaba muy preocupada porque, a esa hora, su vuelo ya habría llegado a Chicago sin ella y no sabía qué habría hecho su hijo. Supuso que de inmediato habría llamado a su hermana a Tallahassee y estarían los dos perplejos con su desaparición.
Carlitos le explicaba a la mexicana que Suárez era un jugador famoso porque, además de ser uno de los mejores goleadores del mundo, en varias ocasiones había mordido a sus contrincantes. Ella los interrumpió.
—¿En algún lugar del barrio hay conexión telefónica? —preguntó.
—Sí, claro, en casi todas las casas hay teléfono —respondió Frida Kahlo y Alicia comprobó que también tenía un incipiente bigote.
—¿De veras? ¿Podría hacer una llamada a Chicago, por favor?
—Adelante, adelante —exclamó Carlitos, entusiasta, mientras Frida Kahlo se levantaba y le traía de adentro un teléfono inalámbrico.
—Tengo que ir a buscar mi celular. No sé los números de mis hijos de memoria.
—Oh, ¡no importa! —continuó el patriarca—. Puede llamar después, cuando vaya a buscar sus cosas donde su anfitriona. Además, si no encuentra a sus hijos y ellos la llaman luego pa’ atrás1 yo tendría que ir a buscarla al otro lado del pueblo. Ahora le voy a decir a Karen dónde la puede ubicar para dormir esta noche. ¿Cuándo se quiere ir?
—Lo antes posible —contestó Alicia, muy seria—. Me han tratado muy bien, no quiero ofenderlos, pero mi familia me espera.
—Por supuesto —sonrió Frida Kahlo, mientras Carlitos hablaba en inglés con Karen.
Alicia se había acostumbrado al inglés rasposo de Karen, que arrastraba palabras bastante afónicas. Pero el inglés de Carlitos resultó inentendible y cerró «los párpados de los oídos», como ella llamaba a abstraerse del ambiente. No podía creer que hubiera teléfono en lo de Karen y se sintió muy tonta.
Al rato, Frida Kahlo las acompañó a una casa, en el centro del pueblo, donde unas semanas antes había muerto un viejo judío ortodoxo. Les contó que lo encontraron días después de la muerte y llamaron a la Policía para que se lo llevara y lo enterrara en un cementerio de Orlando.
Entraron las tres. La casa tenía sólo un ambiente y el baño. Se veía pequeña con la ausencia de muebles, pero relucía. La gente de la iglesia judía ortodoxa la había limpiado y vaciado.
—Al menos está limpia —dijo la mujer del patriarca—. No tendré que vacunar la carpeta.2
Había una cama plegable y una colchoneta como único mobiliario. Comprobaron que funcionaran la electricidad y el agua corriente, dejaron encendida la luz exterior y se despidieron. La mexicana se perdió en la oscuridad y Karen y Alicia salieron en sentido contrario.
En lo de Karen las esperaba Evelyn, vestida de discoteca y con el niño en brazos.
—Ya comió y le cambié los pañales. ¿Está bien este pijama?
—preguntó, como una niña que habla de una muñeca.
—Está perfecto, Evelyn —contestó Karen, mientras agarraba al niño y le estampaba un sonoro beso en la frente. El pequeño sonrió satisfecho y dijo: Hi Karen, o algo que sonó parecido a eso. La mujer lo depositó en el suelo y le dio la mano. Evelyn saludó con un gesto y se perdió en el bosque con la bicicleta. Los tres que quedaron subieron la escalerilla de la casa rodante.
—Voy a precisar papel higiénico, jabón y alguna sábana —dijo Alicia.
—Por supuesto, a eso venimos. También una toalla. ¿Y no tienes que hablar por teléfono? Llama ahora a tus hijos, estarán preocupados por ti, mientras yo duermo a Bobby.
Alicia vio el teléfono en la cocina y volvió a sentirse mal por no haberlo visto más temprano. Llamó a Chicago.
—Mamá, ¿dónde estás? —en la voz del hijo pugnaban la preocupación y el enojo.
—Estoy en una especie de asentamiento de casas rodantes que no son rodantes, en la ruta 19, cerca de Orlando. Tuve unos cuantos contratiempos, pero estoy muy bien. Llego mañana, a la misma hora.
Tuvo que contarle cuáles habían sido los contratiempos, es decir todo lo que había pasado durante aquel día larguísimo, y aguantar los resoplidos del hijo del otro lado. Al final logró que el muchacho se riera de la situación, con el cuento del guatemalteco y la definición de Uruguay como “el país del jugador que muerde a sus contrincantes”.
Cuando terminó de hablar, Karen había dormido al niño y se ajetreaba en la cocina. Alicia agarró una tabla. Hizo una ensalada verde mientras su compañera le agregaba dressings a una pizza precocida.
—No sé a ti, pero a mí esto me alcanza. Si hubiera un hombre acá mayor que Bobby, habría que hacer algo de carne, ¿verdad? —comentó Karen con complicidad, mientras ponía la pizza en el horno y Alicia llevaba a la mesa platos, vasos y cubiertos.
Comieron saboreando, tranquilas y sin dejar de hablar. Alicia se enteró de la historia amorosa de la negra, bastante agitada, por cierto, desde la separación del padre de su hijo. A su vez, ella le contó que también estaba sola y había tenido dos o tres amantes sin enamorarse de ninguno. Lo que más le importaba en el mundo eran sus hijos, dijo, y su nieto.
—Igual que a mí —replicó Karen, mientras le acariciaba una mano y le dirigía una mirada comprensiva. Karen continuó—: ¿Fumas hierba?
—A veces —respondió Alicia, que había fumado marihuana cinco o seis veces con sus amigos, de jovencita.
Sacaron sillas de playa frente a la casa y fumaron un porro que la anfitriona armó con sabiduría de vieja fumadora. Hacía calor, pero la brisa nocturna era agradable y agitaba el vestido floreado de Karen.
El cielo estaba despejado y miraron las estrellas. Alicia le enseñó a su nueva amiga los nombres en español de algunas, pero echaba en falta las estrellas del hemisferio sur. Siguieron conversando, tosieron un poco con las primeras pitadas y, al rato, comenzaron a divagar y reírse. Nada une más que la risa o el llanto. Se sentían muy cercanas y se abrazaron para contener las carcajadas y no despertar a todo el barrio. Ya ni se acordaban de qué se reían.
—¿Tienes algo dulce? —preguntó Alicia, después de un tiempo que se le antojó larguísimo.
Karen trajo una bandeja con una botella grande de agua, vasos, uvas y manzanas. Le dijo que, para capear el bajón que produce la hierba, debía contentarse con fruta y muchísima agua, de otra forma, con chocolates o panqueques, terminaría gorda como un tanque. Alicia lo agradeció, pero una parte de ella deseaba con vehemencia una tableta de chocolate, merengues, panqueques de dulce de leche, regados con una buena coca cola. Al rato de comer fruta con voracidad, se recuperó y conversaron todavía un rato más.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien. Había pasado gran parte de su vida de un lugar a otro, y nunca estaba en el correcto. Pero ahora que se hallaba con Karen bajo las estrellas, le parecía que estaba más cerca de algo que no sabía nombrar pero la tomaba por entero. No era el lugar ni el porro ni el cielo, y a lo mejor tampoco era Karen.
A Alicia la había acompañado toda la vida una bruma en el alma, algo como un escozor, un vacío que se había acentuado con la ida de los hijos, con el primer nieto que crecía lejos, con la distancia que le impedía disfrutar con los suyos de la vida cotidiana: la primera vez que asoma un dientecito, las casas que su hija y su yerno veían todos los domingos para criar al niño en un espacio con jardín y no en un apartamento; la carrera profesional del hijo de Chicago y los progresos con su nueva novia yanqui; los primeros pasos que pronto daría el niño. Se dijo que todo eso no era suficiente para tanto vacío y soledad y se preguntó qué los provocaba. En apariencia, su vida parecía completa y cualquiera que la viera de afuera podía pensar que no le faltaba nada para ser feliz. No. No le faltaba nada para ser feliz, pero habría algo profundo, alguna vieja herida, quién sabe.
Entonces surgió el recuerdo de las manos de un hombre que recorrieron su cuerpo cuando era apenas una niña. Alicia había sentido una vergüenza infinita, como si estuviera sucia y manchada para siempre. Esa noche de su niñez, se durmió silenciando el llanto, para evitar que la oyeran sus hermanas menores y sus padres.
Durante un tiempo el episodio se le aparecía cuando menos lo esperaba. Cada vez con menos frecuencia. Hasta que quedó enterrado en el inconsciente durante unos cincuenta años y esa noche, probablemente con la ayuda de la marihuana, emergió de repente.
Se sorprendió de haber olvidado algo tan importante. Y todo cuadró. Los miedos, las inseguridades, los conflictos con los pocos hombres que había conocido tenían una explicación razonable. Disimuló siempre esos sentimientos, se había obligado a ser fuerte, en el trabajo y con su familia. Suspiró. Ya no los experimentaba. Era, y no sólo parecía, una mujer fuerte, plena, en paz consigo misma. Había encontrado, por fin, el lugar correcto. Que no era el asentamiento ni los Estados Unidos ni el Uruguay. El lugar correcto resplandecía dentro de ella.
Miró a Karen, ensimismada en sus propios pensamientos. Y entonces le contó lo que acababa de recordar. A medida que hablaba le cicatrizaban las heridas.
Karen la abrazó y lloraron juntas. La negra, tataranieta de esclavos, llevaba la memoria del abuso en los huesos, en la piel, en las entrañas. Quién como ella para comprenderla.
Más tarde, Karen le dio lo que necesitaba para dormir en la casa del judío muerto y la acompañó hasta la puerta. Eran casi las dos de la mañana.
—Mañana te despierto a las ocho y vienes a desayunar a casa —dijo. Bostezó, miró el cielo y agregó—: Que duermas bien.
A la mañana siguiente, desayunaron juntas. Evelyn dormía y Bobby estaba más simpático que nunca. Cuando el niño terminó sus cereales y se puso a jugar en el suelo, ellas siguieron su conversación de la noche anterior, entre bostezos. Habían dormido muy poco.
A las nueve se subieron al coche que conducía el hombre gordo.
A pesar de que iban a llegar tarde a sus trabajos, porque perdieron el tiempo en la autopista para avoidear un crash,3 el guatemalteco fue tan amable como para alcanzarla hasta la estación del Greyhound de Orlando, para que Alicia recuperara su maleta. La voz áspera de Karen sonó en su oído con un cosquilleo en el abrazo final: remember that this is a two way road. Alicia se estremeció de alegría y recordó una canción de Zitarrosa: no te olvides que el camino es pa’l que viene y pa’l que va.
De allí, tomó un taxi hasta el aeropuerto y compró un pasaje a Chicago. Hizo el check in, entró a la zona de embarque para encontrar un buen asiento y durmió toda la mañana. Cuando empezaron a llamar para el abordaje, fue al baño, se lavó la cara, se maquilló un poco, se arregló el pelo. Su hijo la encontraría como siempre. O tal vez mejor. Ella se notaba un brillo en la mirada que antes no existía.