Desde que comencé a trabajar en Honduras, en 2016, me he reunido continuamente con mujeres que usan métodos caseros e inseguros para abortar: desde píldoras compradas en internet y medicamentos para combatir úlceras gástricas o artritis que contienen un principio activo abortivo hasta infusiones de hierbas y objetos contundentes. A menudo, fetos abandonados o bebés recién nacidos se encuentran en los basureros de la ciudad o en el suelo de la plaza principal de la capital, Tegucigalpa. Es un secreto a voces: dónde comprar las pastillas, cómo usarlas sin que te descubran, qué hacer si tienes que ir al hospital.
En Honduras, donde más de 66% de la población vive en la pobreza, el acceso a la atención médica está directamente relacionado con el nivel económico y las personas con bajos ingresos a menudo carecen de servicios de salud. Las mujeres de las comunidades indígenas y las áreas rurales son particularmente afectadas, aunque el problema es transversal entre todas las mujeres. La injusta criminalización de las decisiones reproductivas de estas mujeres limita sus derechos civiles y socava la idea misma de democracia, mientras mantiene la hegemonía del sistema patriarcal. Católicos y evangélicos se oponen a la implementación de clases sobre salud sexual y reproductiva en las escuelas, sin tener en cuenta el número extremadamente alto de embarazos entre mujeres jóvenes, que se ven especialmente afectadas por esa carencia: 36% de las muertes maternas en Honduras ocurren en mujeres menores de 19 años y 80% de las agresiones sexuales ocurren en niños menores de 18 años. El embarazo adolescente es la primera causa de abandono de la educación de las niñas, lo que frustra su proyecto de vida y la posibilidad de salir del ciclo de pobreza, dependencia y violencia.
Recogí las historias personales de algunas mujeres hondureñas que tuvieron abortos inseguros, de mujeres que decidieron quedarse con sus bebés a pesar de las dificultades y de mujeres que luchan como madres solteras. Con ellas, busqué representar el impacto y las consecuencias de la prohibición del aborto y la anticoncepción en las mujeres.
Berta Lillián Montoya Morataya, de 70 años, tiene 20 hijos y 48 sobrinos y sobrinas. Comenzó a trabajar como partera cuando tenía 12 años mientras ayudaba a su madre, que también era partera. Vive con su familia en Cielito Lindo, un barrio de personas de muy bajos ingresos en San Pedro Sula. Es muy religiosa y cree que el aborto es un asesinato. “Cuando las mujeres llegan aquí con sangrado severo de aborto inducido no las ayudo, las mando directamente al hospital, no quiero involucrarme en un delito y terminar en la cárcel”.
Yanet (nombre ficticio) tiene 25 años y tuvo un aborto en el tercer mes de embarazo. “Me sentía maltratada por mi novio. Me pega a veces y decidí que no era el mejor ambiente para que un niño creciera. Además yo no trabajo y él vende drogas y no ganamos suficiente dinero para mantenernos a nosotros mismos, y mucho menos a un niño. Mi familia no me apoya porque vivo con él y no lo aceptan ni a lo que hace para vivir. Le pregunté a un familiar por la pastilla citotec [misoprostol], me tragué dos e inserté otras dos en mis partes bajas. Fue doloroso pero funcionó, tuve mucho sangrando pero no fui al hospital. Enterré el feto en mi patio trasero”.
Jadira y Karen (nombres ficticios) son mejores amigas. Karen (izquierda) tiene 18 años y tuvo su primer aborto a los 13. “Me fui de mi casa cuando tenía nueve. Cuando tenía cinco años, mi madre solía enviarme con mi tío, que pagaba un dólar por tener sexo conmigo. Éramos extremadamente pobres. También mi padre abusó de mí cuando tenía siete años. Salí de mi casa y me fui a la calle. En el mercado conocí a mi amiga Jadira. Cuando tenía diez ya estaba tomando drogas y me fui a vivir con un chico de 19 que solía alimentarme y tener relaciones sexuales conmigo. Me sentía como una esclava sexual, pero no tenía otro lugar al que ir. Quedé embarazada a los 13 años y me fui a casa con mi madre, que me dio el brebaje de hierbas. Lo bebí todo, sentí dolor y sangré mucho. No fui al hospital, pero sobreviví. Un año después volví a quedar embarazada, a los 14. Estaba con otro chico. No podía permitirme tener un hijo, así que conseguí seis pastillas de citotec: inserté tres en mis partes inferiores y me tragué las otras. Funcionó, pero sentí mucho dolor. Después de algunas semanas comencé a sentirme débil todo el tiempo, así que pedí ayuda a mi amiga Jadira. Ella logró conseguir 200 dólares y fui a una clínica privada para hacerme varios exámenes. Resultó que desarrollé daños en mi útero. No soy estéril, pero no he tenido menstruaciones en cinco años”.
Jadira (derecha) tiene 19 años y tuvo tres abortos. Fue abandonada por sus padres cuando tenía ocho años y se fue a vivir a la calle. La primera vez que tuvo un aborto tenía 12 años. Bebió té de hierbas, y debido al dolor y la cantidad de sangrado tuvo que ir al hospital. “En el hospital querían denunciarme y entregarme a una institución para niños, pero una tía mía apareció y me sacó de allí, para luego dejarme en la calle otra vez”. El último aborto lo tuvo a los 14 años. Se pateó en el estómago con tanta fuerza que perdió al bebé. “Ahora he comenzado un plan anticonceptivo con inyecciones cada tres meses”.
Viven juntas y se apoyan, trabajan como empleadas para una mujer con tres hijos. Entre ambas ganan 40 dólares por mes.
Blanca (nombre ficticio) tiene 28 años y tres hijos de dos matrimonios. Ambos maridos la dejaron y comenzaron una nueva vida en Estados Unidos y México. “Tuve un aborto hace tres años en el cuarto mes de embarazo. Hubiera sido mi cuarto hijo. Mi esposo se había ido y yo no tenía ni idea de cómo mantener a otro bebé. En mi trabajo gano 50 dólares a la semana y con tres hijos ya es bastante difícil. Me siento culpable, fue una decisión difícil, pero no tenía otra opción y no hubiera podido dar a un niño la vida que se merecía. El aborto debería ser legal, las mujeres deberían poder decidir, porque son ellas las que tienen que cuidar a los niños mientras que a menudo los hombres se van”. Recientemente, Blanca se operó para esterilizarse.
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Este trabajo fue realizado con el apoyo del programa Adelante de la International Women’s Media Foundation.