Este es el segundo relato de Luis do Santos que aparece en Lento; en octubre de 2019 apareció “La noche marcada”. En el medio, el autor de El zambullidor, que sigue ganando admiradores, vio reeditada su primera novela, La última frontera (Fin de Siglo).
Cuando don Leandro Fuentes impartió la orden de la tropeada, la conocida enemistad entre Valdez y Reyes era ya una zanja infranqueable, que había ido ahondándose con los años, socavada por el deseo de una venganza desgastada y vana, sin trascendencia.
A nadie en la estancia le era ajena la rivalidad, que nació una noche en el prostíbulo de las afueras, en torno a la llama ya débil de la Celeste, una morena implacable de gruesos labios y senos caídos, marchita por tiempos y amores urgentes, a la que apenas le sobrevivía en los ojos una destemplada ternura de nostalgias viejas. Lo demás era todo desazón y olvido.
Antes de aquellos ojos, Reyes y Valdez eran amigos.
Trabajaron desde que tenían memoria en la misma estancia y era frecuente verlos llegar juntos a las carreras, siempre bien empilchados, de chambergo ladeado y apero reluciente. Los dos eran afectos a apostar pequeñas fortunas en la taba o el monte, y solían compartir largas madrugadas de amores comprados y caña.
Por eso sorprendió a todos aquella pelea que terminó con ambos en la comisaría, borrachos y golpeados, el alma herida, y Reyes con un tajo profundo en el pómulo izquierdo, recuerdo vivo del puñal viperino de Valdez, que primero cargó con vergüenza y luego aprendió a disimular a la sombra de una barba espesa, demasiado encubridora.
La tarde gris en que el capataz les comunicó que debían llevar una tropa a Puntas del Arapey, los dos sintieron la herida de la piedra que les caía al fondo del alma, pero ninguno le dio lugar a la protesta.
Esa noche, a nadie escapó que fueron a dormirse sin saborear el último cigarro, rechazando los cuentos de la peonada, que esperaba agazapada el final del fogón semidesnudo y hacía menos incierta la primera oscuridad.
Tuvieron problemas para lazar el sueño, que se les desbocó apenas entrada la madrugada. Como dormían juntos en el galpón grande entre cueros y perros, cada uno supo que el otro había encendido su cigarro para apurar las horas. El de Reyes un poco más recio, más luciérnaga grande, acaso porque debía esconder tras el humo inconfundible del tabaco contrabandeado una rabia más personal, más íntima, mucho más escabrosa y seca.
Esperaron a escuchar los primeros ruidos del viejo Pancho preparando el fuego para levantarse en silencio y salir a ensillar los caballos.
La madrugada, emparchada y ventosa, parecía una copia de las anteriores en esa semana, con un cielo encapotado y nubes espesas.
Reyes aprontó su arrogante bayo cabos negros, envidia de toda la peonada, las crines erizadas, esperando ya el silbido prometedor de la aventura.
Valdez fue más lento para ensillar el tordillo. Fiel a su costumbre, aseguró las cinchas, el freno, parsimonioso, mágico, comprobó el largo de los estribos, y con una palmadita cómplice en el anca compañera, le susurró sin ganas que ya faltaba poco.
Después tomaron los mates y comieron el asado que goteaba en la parrilla, oyeron las predicciones sobre la posible tormenta y salieron al camino a tropear la orden incondicional de don Leandro Fuentes; los dos con el chambergo bien sujeto, las mejores botas y una pena neblinosa en el alma, apuntalada apenas por una pastosa resignación.
El día se fue yendo al galope, entre relámpagos y truenos.
A la vera del camino, la numerosa tropa avanzaba sin dificultad empujada por los ladridos constantes del Fierro y el Malevo, los perros que vinieron a salvarles la soledad a los baquianos.
No se dirigieron palabra alguna. Apenas rompían el hielo de aquel silencio los gritos arrieros que, cada vez más exagerados, querían tapar una pena que seguía suelta, como colgada en el viento.
Por esa mueca justa que da la experiencia y te desacomoda los huesos, hicieron un alto en el camino para comer y descansar los caballos.
El cielo parecía desplomarse al borde del abismo. Una brisa que llegó del norte con olor a tierra mojada le recordó a Valdez el paso del Ñaquiñá, un arroyito pequeño, que solía envalentonarse y reventar en los campos sus temidas enchorradas.
Ya cuando probaban el asado, quemándose los dedos, fue Reyes el que rompió el silencio.
“Seguro nos agarra el agua”, dijo con voz quebrada, sorprendiéndose en su inesperado salto al vacío.
Valdez no lo miró. Siguió luchando con su trozo de carne y le devolvió un tosco gesto afirmativo.
Aquel primer casi diálogo luego de tres años de desencuentro y ausencia terminó allí, ahogado por el inconfundible gesto de Valdez, que se acostó sobre el recado a picar un tabaco y huir del encierro.
La jornada siguió arrastrando a la tropa hacia la tarde rumbo al sur.
Cuando las primeras sombras amenazaron tragárselo todo en el horizonte, supieron que era hora de parar y descansar hasta que el amanecer les devolviese el camino. Esta vez no hicieron fuego, comieron el asado frío del mediodía y cayeron sobre sus recados a dormir un sueño que cada vez se parecía más a una auténtica huida en el vacío sin estrellas de los campos.
Como siempre, aquella famélica inmensidad le abrió a Valdez un pozo en el corazón, la brisa del norte llegaba cada vez más mojada, agorera, premonitoria de una lluvia que haría barroso el camino al Arapey.
Los perros se mantuvieron expectantes, la lluvia aplacó la cantinela de los grillos. Mientras intentaban convencerse de que el agua les molestaba más que la presencia de su compañero de ruta, el sueño sorprendió a ambos en medio de la oscuridad de sus propias dudas, cada uno en una encrucijada distinta de su existencia.
El primero en levantarse fue Reyes, que luego de un día a caballo parecía más viejo y solitario. Dos arrugas le habían nacido al costado de los labios y su mirada leonina no ocultaba un dejo de ausencia y desgano.
Encendió fuego y tomaron unos mates ruidosos.
Valdez, escondiéndose en un falso estornudo, rompió el silencio esta vez con una voz ahuecada, que golpeó a su compañero, impostada y resistida.
“En dos hora tamo en el Ñaquiñá”, balbuceó lacónicamente como si hablara con el Abrojo, que roía a su lado el primer hueso.
Reyes escuchó y sacudió la cabeza sin convicción. Después se levantó y fue a ensillar su bayo con el cigarro colgando de los labios.
La llovizna se cerró abrazando campos y matorrales en una espuma de humo. La visión se hizo más escasa. Anduvieron más lento, pero el mal tiempo no los detuvo. Ninguno quería parar porque en el trajín de la tropa podían evitar el azote de un compañero que nunca hubieran deseado traer.
Más adelante los esperó una arboleda en la base de la cuchilla, donde los perros se distrajeron con la batida de una culebra corredora. La manada marchaba a paso tumultuoso, inveterada y recelosa, siguiendo la senda por donde empujaban los jinetes.
Valdez, conocedor de estas picadas y lejanías, supo que detrás de la loma corría el Ñaquiñá. Al llegar a la cima vieron allá abajo el arroyito serpenteante, de monte achaparrado y escaso, que por las aguas del norte bajaba ruidoso, prepotente, henchido por remolinos de troncos y ramas.
Bajaron despacio. La llovizna ahora se había detenido y el calor los envolvía, dejándolos pesados y torpes. La manada venía controlada, perros por un lado, jinetes por otro. Hasta que en un momento de explosión y vértigo, un novillo escapó hacia el arroyo. Valdez espoleó el tordillo y galopó para cortarle el paso, pero ya era tarde. El Ñaquiñá lo esperó con el trueno espumoso de su barriga abierta. Intentó dominar al tordillo, pero el salto lo tiró inexorablemente aguas abajo. Apretó las rodillas y sujetó las riendas. El caballo bufó desesperado, echando espuma.
Reyes, perplejo, vio a caballo y jinete hundirse y aparecer de las aguas. Galopó por la orilla arroyo abajo seguido por los perros.
Valdez pensó en soltarse, pero su instinto le ordenó que no podía abandonar al verdadero compañero de su vida. Más adelante, cuando ya las fuerzas no le daban, sintió un golpe abajo. El tordillo se retorció arqueando el lomo, tirándolo de la montura. En la caída, pudo asirse al tronco de un árbol que resistía la enchorrada. Sacando fuerzas de la desesperación, llegó a horquetarse entre las ramas y encontró nuevamente un respiro. Fue cuando pudo ver a su caballo de siempre, el tordillo implacable, flotar aguas abajo en un borbollón de sangre. Un gran tronco lo había apuñalado, abriéndole la verija.
El corazón de Ingracio Valdez dio un vuelco de rebeldía y desazón. Desvalijado y solo, con 40 años y sin casi nada donde asirse a la vida. Sintió ganas de soltarse y dejar que las aguas lo arrastraran a morir con el alma de su tordillo errante.
Los gritos de José Reyes en la orilla le trajeron la piel al Ñaquiñá. Lo vio haciéndole señas y una rabia sorda le corrió por las venas al observarlo montado a aquel bayo rebosante, violento, ahora con la estampa agigantada por la cuchilla y el viento.
Reyes se acercó a la ribera, y aunque Valdez no pudo oírlo, adivinó que intentaba arrojarle el lazo.
La llovizna apareció otra vez, convertida en un aguacero molesto.
Reyes y su pericia de yerras y tropeadas llegaron con el lazo al árbol donde esperaba Valdez, malherido de golpes y tristezas.
La brisa del norte se volvió cada vez más helada, ahora ya sin presagio ni trueno, apenas montada en el viento.
Valdez se ató bien el lazo a la cintura y saltó a la correntada.
Reyes espoleó al arrogante bayo cabos negros y arrastró al tropero hasta la orilla, sorteando los troncos y los camalotes que bajaban silbando.
Valdez tocó tierra, magullado y lóbrego. Se libró del lazo.
Reyes se le acercó.
“Agradecido, pero hubiera podido salir solo, cuando bajara”, dijo Valdez mirándolo a los ojos, a él y a su caballo.
Reyes hizo relinchar el bayo parándolo de manos.
“No fue por usté, es que hay que llegar con estas vacas al Arapey”, contestó, cuando ya le daba la espalda para volver a juntar a la manada, que en el tumulto se había dispersado.