Los perros de caza están jugando en el
patio, pero la liebre no escapará, por velozmente
que ahora esté huyendo por el bosque.

Franz Kafka, Reflexiones sobre el pecado, el dolor, la esperanza y el verdadero camino

Vi aparecer al gato por el tejido del fondo. Yo estaba en la puerta de la cocina, recostado al marco, con la vista perdida. Atrás de mi casa había una quinta con un camino que iba por el medio hasta el final. El gato avanzó hacia mí por el sendero y se quedó mirándome. Vi que en la boca tenía un ratón que todavía pataleaba y me le acerqué. Cuando estábamos tal vez a un par de metros, lo dejó en el piso, lo mantuvo apretado y se echó. Me senté en el suelo, delante de él, a observarlo. No lo soltó ni un momento. Cuando parecía que el ratón se le estaba escurriendo de debajo de la pata, lo apretaba con la otra. En una, tal vez aburrido y cansado, se metió la cabeza en la boca, así de diminuto era, se apoyó y se quedó dormido. El cuerpo del ratón seguía retorciéndose, tratando de escaparse. Un ratito después —yo seguía allí, quería saber en qué iba a terminar aquel drama— abrió los ojos, nos volvimos a mirar, y, con un movimiento apenas perceptible de la mandíbula, el ratón se quedó quieto. Bostezó y se levantó de su siesta tan breve. Se desperezó, dio unos pasos hacia mí y articuló la voz pronunciando algo que claramente no era un maullido. Estiré la mano, olió la palma y se frotó el costado, todo a lo largo. Volvió a pronunciar ese mismo sonido y se alejó de nuevo hasta el fondo. Lo miré irse, miré el ratón que quedó tirado y pensé en la nobleza del gesto. El bicho que quedó ahí, muerto, era asqueroso, y enseguida lo junté con la escoba y lo tiré, pero la intención me pareció tan generosa, tan desinteresada. Tomó una vida, que es tanto, y me la dio por nada, por una caricia. Recuerdo que pensé en la grandeza de la intención y recuerdo que sonreí al compararla con el tamaño del ratoncito. Y ya en aquella época consideraba sinceramente, y aún hoy, que lo que importa es la intención. Adiviné en aquel gato, supuse, una voluntad, una conducta resultado de una decisión, pensé que había elegido traerme ese regalo, esa ofrenda. Y me gustó mucho el oferente, el sacrificante. Pensé que podía ocupar el lugar de aquel gato en un drama similar y que mi móvil fuera también la generosidad. Me sentí iniciado con aquel acto en una conducta en la que decidí perseverar. Pero no me di cuenta de que querer ser bueno es una jactancia, un gesto de profunda soberbia.

El gato se fue por el mismo hueco del tejido; no vivía con nosotros. En casa vivíamos mis padres, mi hermano y yo. Mi hermano, un par de años mayor y tan importante en esta historia, era enfermizo, débil y muy flaco y pálido, y al mismo tiempo, tan amable. No lo dejaban salir casi, en invierno por el frío y en verano por el sol, y solía pasar semanas en cama. Su mala salud tuvo como consecuencia que toda la atención, especialmente de nuestra madre, iba hacia él, y yo pude criarme en paz, a mis anchas. Aquella vez cuando el gato me trajo aquel regalo y me mostró el camino, decidí aprender a cazar, y un primo bastante mayor y su padre me enseñaron a montar trampas y a encontrar madrigueras. Era chico todavía para disparar un arma, supongo ahora que no tendría más de doce o trece años. Varias veces salí, encontré una madriguera de nutria, armé la trampa y me alejé a esperar quietito durante horas, sin cazar nada. No sé qué hacía mal. Hasta que un día, ya de nochecita casi, cayó una. Cuando la tuve, la suspendí un momento de las patas, saqué un cuchillo bien afilado que tenía, que me había regalado ese primo, y le hice un corte limpio en el cuello. Brotó un chorrito de sangre tibia y pude ver la luz del último sol a través del vapor que se elevaba.

Al llegar, di la vuelta por el costado y entré por el fondo. Encontré a mi hermano levantado después de varios días en cama. Mamá estaba empezando a preparar la cena y al escucharme, papá vino también a la cocina. Solía hacer algún comentario acerca de la cantidad y el tamaño de las presas que no traía, pero esa vez no pudo decir nada. Saqué de la mochila una bolsa de nailon grande con la nutria. Al verla, mi hermano abrió los ojos y levantó la cabeza para mirarme, asintiendo.

—Es para ti —le dije.

La volvió a mirar, levantó la vista de nuevo y pude ver que sonreía con todo el rostro.

—Gracias —dijo y estiró su mano. La tomé con las mías y asentí a mi vez.

A partir de ese día, era raro que saliera y volviera sin nada. A veces iba con mi primo y su padre, y en varias ocasiones trajimos un capincho. Incluso alguna vez vino también mi padre, pero a mí me gustaba salir solo, y especialmente no con él. Esto era cosa mía. Él, por supuesto, seguía sin dejarme usar un arma de fuego. Un día pensé en hacerme un arco y flechas, aunque esa vez sí me di cuenta de que era una jactancia insoportable. Pero los bichos que podía cazar con trampas y lazos empezaron a resultarme muy fáciles. Van y vienen guiándose por los sentidos y por el instinto. Hay fatalidad en sus conductas, ceguera. Cuando se dirigían a la trampa, pensaba que no podían hacer otra cosa. Se deslizaban por un universo sin albedrío, sin responsabilidades. Eran tan fáciles. Y me había dado cuenta, también, de que en la dificultad hay una virtud intrínseca, digamos.

Tuve que esperar unos años. Tenía diecisiete, casi seguro, cuando mi primo me invitó a ir con él y un amigo suyo a unos montes en el norte, una zona con ciervos y tal vez jabalíes. Nos fuimos dos días, en su camioneta, y volvimos con dos ciervos enormes. Pasamos primero por mi casa, que estaba antes de entrar al pueblo, para repartir las presas. Nos quedamos con medio ciervo cada uno, y decidimos juntarnos las familias de los tres y algunos amigos para comer el otro medio.

Al rato, cuando se fueron y quedó ahí mi parte, lo miré a mi hermano e hice un movimiento con la cabeza hacia la carne.

—Es para ti —le dije.

Sonrió medio de costado y levantó la vista.

—Gracias —dijo, estiró la mano y agarré su brazo tan huesudo.

A lo largo de esos años y de los siguientes, su salud fue mejorando. Sus recaídas lo dejaban en cama cada vez menos y solía tener ánimo cuando andaba levantado. Me gustaba pensar que en parte se debía a todos aquellos votos que le llevé durante años. Pero, también, seguían resultándome tan fáciles. Sus conductas estaban atadas, eran inevitables. Los móviles del instinto son tan escasos... Los bichos más grandes son más ágiles o incluso peligrosos, pero no más difíciles. “¿Qué animal —pensé— tiene posibilidades de escaparse una vez que decido cazarlo?”. Qué animal es imprevisible, estaba preguntando, qué animal es capaz de actuar contra sus impulsos y se rige más por la libertad que por la necesidad.

Hace unos años mi hermano se casó. Una muchacha encantadora la esposa, seguramente con vocación de enfermera. Se fueron a vivir juntos y dejé de salir a cazar. Ya no tenía objeto.

En esa época conocí a su suegro. Este comentario, nomás, ya revela el desenlace del relato, pero eso no me inhibe de algunos detalles. Hoy puedo decir que las primeras veces que lo vi me engañó: pensé que era un veterano simpático, agradable, bonachón. Un día, después de su casamiento, mi hermano me comentó que había notado lo bien que me caía su suegro y me dijo, me advirtió, que no era una buena persona. Me habló acerca del destrato permanente hacia su hija y de cuánto esto lo afectaba, de cuán difícil le hacía la vida a él mismo, “y mi vida ya de por sí no es fácil”, recuerdo que me dijo. Mencionó también algunos manejos muy oscuros con sus empleados (este hombre era dueño de un aserradero que estaba en la otra punta del pueblo) y con su esposa, que había muerto años antes. Y agregó, y este detalle pesó en mi espíritu, que prefería, y que me iba a agradecer, que no tuviera una buena relación con su suegro. Esa noche, ya acostado y a lo oscuro, pensé largamente en todo lo que me había dicho. En principio estaba dispuesto a acceder a su pedido, pero me quedé dándole vueltas al asunto. Esa noche tomé dos decisiones: cerciorarme de que su suegro fuera como él me había dicho —no tenía razones para dudar de él, pero la segunda decisión lo ameritaba— y, en ese caso, ir a cazar. Varias consecuencias implicaba esta decisión, porque, en el fondo, era una sola, ya que la primera era una condición para la segunda. Varias consecuencias, de las cuales vi algunas esa misma noche, como en una nebulosa, mientras me iba quedando dormido.

Al otro día, al despertarme, todo esto fue lo primero en lo que pensé y me levanté exultante, porque tenía un propósito. Tenía tantas ganas de volver a cazar, tantas ganas de llevarle una última ofrenda, de hacerle un poco más fácil, al menos, esa vida tan dura que le tocó. No tenía un plan aún, pero sabía que, en cualquier caso, iba a tener que profundizar mi vínculo con mi presa, al contrario de lo que me había pedido mi hermano. Y pensé en aquello del fin y los medios. Pensé también en el cuidado que iba a tener que tener, porque esta cacería me podía llevar a la cárcel, dificultad que me resultó particularmente estimulante.

Estuve varios días elaborando algo así como un plan, o algunas líneas generales, a partir de dos premisas: ese hombre debía morir y yo no debía ir preso. Enseguida noté que hacía tiempo que quería eso y que si no lo había hecho fue por falta de un móvil y, especialmente, porque no me había, ni siquiera, atrevido a formular el deseo. Me convenía proceder sin el menor apuro, como los planetas o las divinidades. Alrededor de tres años pasaron desde aquella noche a la consumación. En ese plazo tuve tiempo de sobra para darme cuenta de que era, tal cual, un viejo de mierda. Durante tres años simulé y disimulé. Cualquiera habría dicho que éramos buenos amigos que habíamos atravesado la diferencia de edades, y a todos los efectos, así parecía. Fueron años duros, también, porque mi hermano no se lo tomó de buena manera, y si había, si hay algo que me importa es conservar su cariño. Pero siempre tuve la certeza de que iba a entender.

Finalmente sucedió, después de tanta preparación, de tantas precauciones. Poco antes me di cuenta de que ya no podía faltar mucho. El proceso en sí no fue tan complejo, pero los riesgos, enormes, me obligaron a una paciencia deliberada, que es quietud, silencio, invisibilidad. Un día lo encontraron y nadie, jamás, se imaginó que fui yo. Fue rápido y sin dolor. No hacía falta, lo único que quería era ofrecerle ese voto a mi hermano. Era una víctima, no una venganza.

En mi recuerdo, la noche del velorio se confunde, por momentos, con aquella otra tres años antes. Los días son tantos, pero la noche es siempre la misma. En el velorio, ya de madrugada, estuve unos minutos a solas con mi hermano en la cocina. Él estaba sentado junto a la mesa y yo, de pie apoyado al marco de la puerta. Ambos estábamos en silencio, con la vista perdida. Terminé un café y dejé la taza vacía en la pileta. Me paré frente a él y levantó la vista hasta encontrar mis ojos. Con un movimiento de la cabeza señalé hacia el lado donde estaba la habitación con el ataúd.

—Es para ti —le dije.

Al principio no entendió, lo vi en su cara, a qué me estaba refiriendo. Pero enseguida frunció el ceño y movió la cabeza para un costado y después para el otro. Cuando volvió a mirarme, vi de nuevo aquella sonrisa que le ocupaba todo el rostro, como la primera vez, tantos años antes. Estiró el brazo, siempre tan huesudo, y apreté su mano con fuerza.

—Gracias —me dijo y se paró. Nos dimos un abrazo y antes de separarnos repitió—: Gracias.