I. Ellos

Piensa en la lluvia y el frío, la nieve helada en sus manos. Y la pasarela de las flores. ¿Cómo no volver a ella?

El té estaba frío cinco días después. Todo había quedado exactamente igual al último día en el que estuvieron allí. Su guirnalda de flores yacía marchita en el sofá. El apartamento, por lo demás, inmaculado. Intentó gritar, dar a luz una voz que trepara por las paredes y empujara las molduras para poder salir, no pudo. Tampoco deslizándose por los zócalos. Concibió que, de todos modos, no es posible hacerse oír sin nadie que escuche. El frío de la desaparición inexplicable pegado en los vidrios, ¿adónde fueron?

Reconsideración de los últimos días. Recuerda un sinfín de conversaciones rotas. ¿Una dificultad en el decir de estos hablantes o el cansancio de los desencuentros?

Ella: ¿Por qué no fuimos a Budapest?

Él: Llueve a mares. No quiero pensar más en los porqués.

Salida abrupta de ella de la habitación con un vaso en la mano.

Él: Remodelar este apartamento nos puede costar más de veinte mil dólares. ¿Viste la humedad que hay en la cocina arriba de la heladera?

Ella: No podemos ni considerar nada de eso, ¿no te das cuenta?

Ella: Pareciera que no es posible vivir para nosotros desde que nos mudamos acá. Siempre algo pasa con este apartamento, como si estuviera teniendo síntomas de una enfermedad endémica.

Él: Silencio.

Ella: Hasta este ríspido apartamento tiene más imaginación que vos. Parecés una máquina.

Él: Silencio.

Ella lo mira cansada, se da vuelta en la cama y deja de moverse hasta quedarse dormida.

Pero ¿qué de todo esto podría haberlos hecho desaparecer? Hasta donde veía su ropa, sus muebles, sus pertenencias estaban allí. ¿Dónde trazar el límite, cuándo aceptar que no iban a volver? ¿A quién adjudicarle la culpa?

Un inevitable carraspeo en la pared. Tenían problemas entre ellos. ¿Cómo eran cuando llegaron, dos años atrás?

Ella: Mirá lo que me regaló el vecino, me dijo que cortara las flores de su árbol de lilas siempre que quiera, y que podemos pedirle también brotes y plantas. ¿Dónde habrá quedado el jarrón, te acordás?

Él: Eh, todas las cosas chiquitas de vidrio quedaron en la alacena, si no me acuerdo mal.

Ella: Tiene árboles y arbustos hermosos, me contó que es aficionado a la jardinería. Vive en el apartamento al lado del nuestro, la distribución es igual, pero tiene ese jardín que da a la calle.

Él: ¿Qué te pareció?

Ella: Me cayó muy bien. Un poco tímido, como introvertido, pero muy lindo gesto el de regalarnos flores, ¿no?

Él: Una ternura.

Recuerda que en esas últimas palabras no había indicio de ironía. Lo siguiente que ocurre es que ambos ríen, se acercan y se besan. Y más.

II. Comunicación con el vecino

Concluye que no es posible encontrar respuestas sin salir de sí mismo. Relectura de la conversación sobre el vecino: al lado vive un señor que tiene un jardín, les dio unos seres que llamaron flores lilas, y varias criaturas verdes que fueron creciendo y produjeron más colores. Pero nunca se había comunicado con alguien más. ¿Sería posible una existencia como la suya en algún otro lugar? ¿Cómo trasladarse de donde estaba? Recurso a la memoria.

No, no encontraba un inicio, había una neblina fundacional en sus recuerdos. Su primera reminiscencia era la soledad de ese sí mismo que la pareja desaparecida llamaba apartamento. Aparecían recuerdos de la alegría inicial de los dos, esas miradas y palabras que sólo podía leer como una conformidad con su estadía en él. Su rechazo tan poco después, todo lo que le sucedía les molestaba. No había sido fácil para él el frío de lo que llamaban invierno, huellas de eso quedaron en forma de manchas negras en la pared de la cocina, y eso los había perturbado notablemente. Pero no era algo que pudiera impedir, apenas podía intentar moverse dentro de la estructura, no había encontrado una salida en los extremos que escuchó denominaban molduras y zócalos, y tras intentar contactarse sin resultados dedujo que las tres columnas eran diferentes a él.

En ese esfuerzo de memoria, pudo visualizar con claridad su primera aparición: llegaron con algunas cajas un día, después con objetos que lo poblaron y que ellos utilizaban para dormir, sentarse, comer. ¿Si podían ver la utilidad de estos elementos, por qué no la de él? Aunque no fuera perfecto, los protegía de lo que pasaba afuera que escuchaba en sus conversaciones. Qué difícil debía ser el exterior, el frío del que se quejaban, o el calor, o la tormenta, y los que eran como ellos. Una vez tras otra surgió la evocación de su ser de a dos, las miradas que se entrecruzaban, debía ser lo que ellos llamaban amor. Sucedió tantas veces antes de que ese enlace entre ellos se resquebrajara, que en algún punto de esa acumulación de pasiones alegres no pudo evitar estremecerse.

En estas reconsideraciones, concluyó que hubo un momento fundamental, aquel en el que se presentó para él ese aumento de afecto que ellos catalogaban como conmoción. Además de lo que nombraban muebles u objetos (que parecía querer decir algo opuesto a lo que ellos eran, algo inanimado había escuchado, que no respiraba), lo habían poblado con unos seres de colores provistos por el señor de al lado. Lograba percibirlos como respirantes, venían en algo que los albergaba, y tenían un componente de color oscuro que, de acuerdo con lo que apreciaba, les permitía seguir respirando y crecer. El recuerdo en sí, que por su impacto entendió como inaugural, estaba vinculado a la consecuencia del momento en el que los seres de colores que habían nacido de los respirantes al comenzar los días cálidos cayeron en el fondo de él. Cuando un tiempo después los dos volvieron y vieron lo que había sucedido, según entendió, estaban felices.

Al caer habían constituido lo que ellos llamaron la pasarela de las flores, porque, según mencionaron, las dos líneas rectas separadas de colores de los que ya no respiraban parecían un espacio de unión, como un puente en el que transitar entre lo bello. Comprendió, mientras miraba toda esa ausencia de vida desplegada delicadamente en su piso, que esa era la experiencia de la belleza. Ellos, en su alegría, pasaron caminando entre esas dos líneas, luego bailando, después abrazándose en ese encuentro de cuerpos que no comprendía, pero que podía percibir como una emoción honda. Allí y entonces pudo, como si las vivencias de los dos tuvieran la calidad de transmisión de una corriente eléctrica, sentir también lo provocado por las yacientes de colores: esa sensación exhilarante de encontrarse ante lo hermoso, aunque estuviera ya sin vida.

Recordó, en esa retrospectiva, como convivían permanentemente con seres inertes, mucho de lo que ellos llamaban comer, que evidentemente era condición de su respirar, había sido de-salojado del mundo de los que vivían. ¿Habría entonces un mundo vital y uno inanimado, y una esfera compartida, como círculos que se encuentran e influencian en burbujas de tiempo que eventualmente se desmoronan? Necesitaba explorar la posibilidad de encontrar un semejante para continuar estas reflexiones. Además, el apartamento vecino podía saber algo sobre los dos; dado que no había en sus recuerdos precursores de una comunicación, debía inventar los medios para crearla.

Olvidó el intento infructuoso de salir por las molduras o los zócalos. Y trató de deslizarse por el muro final de su existencia al comprender que quizás era allí donde empezaba la del vecino. Produjo golpeteos en ese espacio terminal durante varios días y noches. No hubo respuesta. No quiso darse por vencido, tenía que saber qué les había ocurrido. Continuó insistiendo en las sombras del muro, hasta que un día de tanto golpear fundó un agujero que le permitió oír los sonidos del otro lado: el vecino hablaba, pero nadie respondía. Después de varios días de escucharlo comprendió que se dirigía a los seres que habitaban su jardín. No pudo escuchar más que su voz durante ese tiempo y concluyó que el apartamento en que vivía no tenía su naturaleza, parecía sin vida.

III. Final de una pesquisa

Lo que escuchaba era siempre lo mismo: el señor de al lado alentando a esas criaturas a crecer, ayudándolas a curarse cuando estaban enfermas, según lograba entender de sus palabras. Pero, finalmente, algo cambió: un día lo escuchó decir entre sollozos que todas las flores habían caído, al unísono se habían dado por vencidas. ¿Otra pasarela de flores? Sin embargo, esta vez generaba la reacción contraria a la que había observado dentro de sí.

Lo único que escuchaba era llanto y silencio que era interrumpido por gemidos cada vez más intensos que indicaban sufrimiento. Se sorprendió de la relevancia dolorosa que el vecino le daba a ese evento que había propiciado tanta alegría para sus dos.

Luego de un tiempo ya no pudo oír nada más. ¿Otra desaparición? Se decidió a esperar atentamente cualquier señal que pudiera aparecer. Nada. Por mucha espera, sólo encontraba ausencia del otro lado.

Cada vez que las flores caían los caminantes desaparecían, concluyó. ¿Podría haber una relación verdadera entre ambos sucesos?

Y, como en todas las vidas, pasó el tiempo hasta que algo cambió. Un ruido en la entrada, voces alegres, cajas con objetos, disposición de ellos en distintos espacios para poblarlo.

Las conversaciones de los nuevos tres giraban alrededor de dónde colocar qué, la mesita aquí, la cama por acá, no entra la cómoda, tendría que ir allá. Dejaron algunas de las pertenencias de los dos, y otras las sacaron.

Primera cena, hablaron de él. Atención. Dijeron que era lindo, cómodo, que estaban contentos de vivir allí. Por fin, aceptación. Se preguntaron cómo el costo de vivir en él podía ser tan bajo. Quiénes serían los dueños anteriores realmente, habían tratado con una tía de uno de ellos para alquilarlo, qué habría pasado con estas personas, había tanta de su ropa en el departamento, incluso tazas que habían sido usadas sin limpiar. Quizás habían tenido que irse de apuro, se cuestionaron. Ninguno sabía. Sin darle mayor trascendencia, consideraron cómo refaccionar el problema en el techo de la cocina, y pocos días después comenzaron a trabajar en eso hasta arreglarlo.

Siguieron momentos de tranquilidad y alegría. Los tres estaban contentos y lo trataban con mucho cuidado. Olvidó poco a poco a los dos, al vecino, las flores. Consideró que la tranquilidad conlleva el olvido de lo que fue inquietante. Cuando no hay respuestas, quizás lo mejor sea focalizarse en lo que da respiro, concluyó.

Mientras observaba divertido lo que los nuevos habitantes llamaron aprontarse para ir a una fiesta de disfraces, sintió una penetración. En estado de alerta, abandonó la conversación interior y se dirigió hacia el lugar desde donde vino esa sensación: el agujero que conectaba con el vecino. Una estructura color marrón con seres verdes avanzaba sobre él con una rapidez que no le permitió más que observar conteniendo el aliento. Tan violento fue ese movimiento que logró trepar en su interior hasta las molduras y salir.

Los tres seguían ocupados, y no advirtieron nada. Salieron poco después y al volver, uno mencionó a los otros: miren, qué increíble, una rama pequeña está colgando del techo. Todos se acercaron a mirar y parecían interesadísimos: cómo la vida se abre paso, dijo otro.

De qué manera deshacer esa nueva presencia que lo asaltaba, lo único que hacía era crecer, ya había varias ramas que colgaban, incrédulo apreciaba cómo exclusivamente él consideraba que lo que sucedía era aterrador. Inicialmente sobrevino la inmovilidad, sólo podía observar mientras sentía por primera vez eso que había escuchado se nombraba como miedo, luego sobrevino el pánico, toda la escala. Cuando, intentando ser valiente, trató de comunicarse con ese extranjero, no recibió señales a pesar de tratar en diferentes ocasiones; el único acontecer era el nacimiento de más ramas con las formas verdes que estaban adheridas a ellas. Nuevamente lo embargó la impresión de la imposibilidad de actuar, la demoledora constatación de estar ante una fuerza poderosa.

Mientras tanto, sus habitantes continuaban con su vida ajetreada y luminosa. Entraban y salían varias veces al día, traían a otros con quienes compartían conversaciones mientras comían y bebían lo que producían dentro de él. Reinaban las carcajadas y las palabras dichas con tonalidad festiva, se movían dentro de él con ligereza y entusiasmo. Luego de días de un intenso trabajo la cocina finalmente lucía un color claro. Pero nada de esto lo podía arrancar de su temor, y esto particularmente se debía a que seguían observando las ramas como un acontecimiento hermoso, ¿cómo podían no ver que era una invasión?

Este desequilibrio de impresiones entre él y sus habitantes continuó hasta que los días cortos se convirtieron nuevamente en largos, y de las ramas nacieron flores blancas y lilas que en un momento dado descendieron.

A lo largo del tiempo otros grupos lo poblaron, pero ya no necesitó los cambios y las repeticiones que acompañan ese devenir para deducir que era, acaso, el único testigo persistente de la guerra de las lilas.